Irritada era otra persona. Se hacía las necesidades en mis antepasados más tópicos e inmediatos, me acusaba (y cuánta razón tenía) de contrarrevolucionario y, finalmente, si mi superior riqueza de vocabulario la desbordaba, se echaba a llorar y se encerraba en el retrete. Más de una vez soñé en la posibilidad de que pudiera perderse para siempre por el agujero de la letrina. ¡Con qué satisfacción, en muchos momentos, habría yo tirado de la justiciera cadena!
Pero ella no era rencorosa. Poco después salía y buscaba niveles de discusión más estables: la deficiente interpretación de Lefebvre al tránsito de la cantidad a la cualidad o el idealismo implícito en las posiciones de Narville, por una parte, y de Jean-Paul Sartre, por otra. Por cierto que a Sartre no lo podía tragar y en lugar de llamarle Juan Pablo le llamaba Juan Jacobo, para marcar gravemente cuál era la real ubicación temporal del pensamiento sartriano. Era su único rasgo de humor cultural.
Por lo demás estoy seguro de que me quería y que nunca comprendió ni comprenderá el lento odio que acumulé contra ella a lo largo de nuestro Camino de Perfección. Y es que en cinco años de convivencia cotidiana no conseguí darle ni un baiser florentin. Cometí el error de decirle que había aprendido este desliz erótico en la lectura de Apollinaire.
Muriel siempre le había considerado un poeta reaccionario.
He leído un folleto inquietante. Lo edita una asociación de antiguos beatniks de Boston. Es una especie de testamento ideológico y sentimental, pero, en mi opinión, preñado de amenazas. Para ellos, Kennedy es el enemigo público número uno. Hasta Kennedy, los Estados Unidos habían demostrado al mundo su impotencia para asumir el desafío dialéctico de la revolución. Sólo el nefasto Roosevelt —dice el folleto— jugó inteligentemente la carta de un posible progresismo americano universal. Roosevelt intentó sustituir el conflicto por la competición: en Teherán, Yalta y Potsdam se sentaron las bases de la paralizadora coexistencia pacífica. Era sólo el principio. Entre Roosevelt y Kennedy, una vuelta al realismo americano, al Gran Garrote y al Gran Gendarme del Universo. ¡Aquéllos eran tiempos! No había desfase entre escaparate y trastienda. En cambio ahora, bajo el kennedismo, el fascismo americano (
sic transit
) se disfraza de jeffersonismo.
He enseñado el folleto a Kennedy. Le ha hecho mucha gracia. Dice que el estilo le recuerda mucho la escritura de un amigo suyo de Harvard, en la actualidad un alto ejecutivo de la Tidewater Oil Company.
—Me gusta mucho este párrafo en el que dice que yo he convertido la ley rooseveltiana de la competición en la superley de la integración.
Por si acaso he realizado algunas investigaciones sobre la gentecilla que ha redactado, impreso y divulgado el folleto. Como siempre se trata de una mescolanza de confusas gentes que no usan ropa interior, son poco aseados y procuran ser vegetarianos, aunque sin dogma-ismos aparentes sobre la cuestión alimenticia.
Y es cierto, el cabeza visible ha estudiado en Harvard r era hasta hace muy poco un alto ejecutivo de la empresa e Paul Getty.
Cuando en el banderín de enganche para agentes secretos se me preguntaron los motivos de mi decisión, pregunté a mi vez si les interesaban motivos épicos, ideológicos, sentimentales o criminales. El supervisor, que conocía muy bien a los líricos griegos arcaicos, quedó maravillado por la sutileza de mi falsa pregunta y me aceptó sin más. La verdad es que no sé por qué busqué este oficio, un oficio que ideológicamente, entonces, me repugnaba. Fue una tarde de septiembre. Llovía y para mayor tristeza llevaba una gabardina azulada. Con las manos aplastaba los regueros de agua contra la tela y el tacto húmedo me daba ganas de llorar. Era una de esas tardes aciagas en que uno está dispuesto a la autocompasión y se excita la emotividad con recuerdos trucados. Ante un café espeso, rodeado de jóvenes estudiantes que salían del Hospital General cercano, en el aire agror de vinagre y solaje de pescado enharinado y frito, reflexioné sobre mi condición social. Repasé, atónito, la lista de cosas que debía pagar en los próximos quince días. Busqué un culpable y no lo había. Era una mecánica vital. Doscientas voces de diccionario ilustrado equivalían a tres plazos del televisor, un alquiler, seis bragas de plástico para la niña, tres bistecs de unos ciento veinte gramos, dos kilos de patatas, dos de naranjas, una cajita de nuez moscada en polvo, una revista ilustrada, diez duros a la portera por vaciar cotidianamente nuestro cubo de la basura, dos sesiones cinematográficas para dos personas, una botella de whisky tamaño petaca. Y no, no llegaba para pagar el plazo en la librería, si acaso para darle algo al vendedor de libros a domicilio. Recordé con repugnancia la cantidad de libros que había comprado y que no había leído. Qué peste a muerto echaban. Los utilizaba para hacer construcciones arquitectónicas. Libros sólidos en la base: las obras escogidas de Marx y Engels editadas por la Academia de Ciencias de la URSS. Los editores me habían hecho una pequeña jugada: los tomos no tenían el mismo grosor. Entonces debía equilibrar uno de los dos libros base con ayuda del estudio de Ráfols sobre la pintura del Renacimiento. El Ráfols tenía la ventaja de su encuadernación en pasta dura.
Bien sentadas las bases, los muros deben ser libros chaparros y gorditos, por ejemplo: Cumbres borrascosas, Guerra y Paz, un tomo de las obras completas de Pérez Galdós. La primera techumbre ha de ser delgada pero dura (hago notar lo descalificadas que están las ediciones modernas para este juego arquitectónico). Un buen techo era una vieja edición del Robinsón Crusoe, tampoco iba mal una edición no menos vieja del Robinsón suizo. Es importante que las paredes maestras sean de libros encuadernados en cartoné, en cambio el tabicado bien pueden resolverlo los libros en rústica. Mis mejores tabiques los constituían El estado y la revolución, de Vladimiro; Los ojos del padre eterno, de Zweig; Las noches blancas, un catecismo de tercer grado, el primer manuscrito, las lecciones de cosas, etc. Los parterres, tapias, cancelas, montes, arbolados, los conseguía mediante los cuentos infantiles checos que Muriel se hacía i raer para el futuro lector de nuestra hija.
Otro recurso era jugar a la carta más alta a base de libros. Se vacían las estanterías y se forma un montón de libros en el centro de una habitación. Los jugadores han de sacar los libros del interior del montón. Un árbitro valora el libro y da el ganador. Por ejemplo, yo sacaba Canguro, de Lawrence, y Muriel Americanismo y fordismo, de Gramsci. Si el juez era una persona normal daba la victoria a Lawrence. Pero si el juez era un asqueroso progresista, entonces triunfaba Gramsci. Había lances espectaculares, decisiones difíciles, roturas irreconciliables. El día en que Muriel, mi mujer, y yo nos acometimos a cuchillada limpia fue consecuencia de que yo canté Cándido y ella Emilio. Yo siempre he opinado que Rousseau era un perfecto idiota, que tuvo la inmensa suerte de vivir en una época que dictaba las ideas. En cambio, Voltaire era un tío. De Rousseau me molesta esa cachondería de bragueta irresponsable; esos niños entregados al hospicio. Además la cachondería de Rousseau es la cachondería de amanuense culo gordo que empuja los genitales y los electriza para todo el día. En cambio, Voltaire era un señor.
Pues bien, el árbitro era el alfeñique biólogo, con gafitas, barros y varices, voz atiplada y seborrea capilar. De sus labios imperfectos salió el veredicto:
—Emilio, de Rousseau.
—¿Por qué?
Muriel. —¿Por qué? Pues porque lo ha dicho el árbitro.
Árbitro (sonriente). —Me atengo al juicio crítico emitido por la enciclopedia soviética. Allí os enteraréis de quién ha sido más importante para la historia del movimiento obrero, si Voltaire o Rousseau.
El esbirro del Kremlin me miraba dióptrico y legañoso, con un ligero tembleque de contracción del esfínter de su cloaca.
Yo. —¡Rousseau era un hijo de puta, y un sinvergüenza, y un burócrata y una rata de biblioteca, y era suizo!.
Muriel. —¡Ya vuelve con sus apriorismos geográficos!.
Árbitro. —El pueblo suizo, más tarde o más temprano se incorporará a la lucha pacífica en pro de una democracia nacional y social. Guillermo Tell y Rousseau son las muestras del genio de una raza.
Yo. —¡Es un pueblo de esquimales, de alemanes disfrazados de suizos!
Árbitro (grave y cariacontecido). —Debo recordarte la larga lista de mártires del pueblo alemán en defensa del socialismo.
Muriel. —Además he ganado yo y ya está.
Yo. —¡Por cada mártir alemán en defensa del socialismo hay quinientos mil socialistas mártires de los alemanes!
Muriel. —Ya salió el maximalismo pequeño burgués, ¡ya salió!
Árbitro. —¡Lo contaré todo, todo!
Yo. —¡Tú a callar, burócrata!
Árbitro. —¡Eres un aliado objetivo de los enemigos de la clase obrera!
Yo. —¡Mastuerzo! ¡Hijo de la gran puta!
Muriel (me araña).
Yo (le pego un puñetazo en la nariz).
Arbitro. —¡Fascista! ¡Fascista!
Yo (casi mato al árbitro de un guantazo).
Muriel ha abierto la ventana y grita a pleno pulmón: ¡Socorro! ¡Socorro!
Yo me dirijo al público en medio de un silencio sólo roto por los alaridos de Muriel. Recito:
Ésta es la historia de una exasperación
;
amé la victoria y la revolución
,
el virus del consumo fue mi perdición
,
neurótico hice el juego a la contrarrevolución
.
(De los bastidores empieza a descolgarse un camarada vestido de obrero metalúrgico, con los brazos en cruz y la boina bien encasquetada. Sobre su camiseta azul lleva el rótulo: Héroe positivo. Dice):
Castigo ejemplar merece tu audacia
,
pactar con el virus de la tecnocracia
;
por no leer a los clásicos perdiste la gracia
,
el pecado de orgullo será tu desgracia
,
vendrán largos tiempos de gran abundancia
si amante confías en tu burocracia
,
caerá el gran maná que toda hambre sacia
.
(Un agente del fascismo internacional entra en escena disfrazado de camillero de la Cruz Roja. Con disimulo me da un cheque firmado por valor de tres mil dólares.) Grito alborozado para que el público se entere:
¡Tres mil dólares! ¡Tres mil dólares!
(Caigo de rodillas con los ojos desorbitados y las manos agarrotadas sobre el cheque.) ¡Gracias, Rockefeller, gracias!
(El héroe positivo se saca un pulverizador del bolsillo y me fulmina.)
En una de las dependencias laterales de la Casa Blanca se ha instalado un bar provisional destinado al personal más o menos subalterno. Es un rincón agradable, decorado según el estilo de los refugios montañeros. Jacqueline lo hizo ambientar por el especialista en decoración de la cadena de albergues Valley; tiene la frescura de una vieja casa de piedra en verano, el calor de una vieja casa de piedra en invierno. Allí nos reunimos a veces los agentes especiales y algunos mandos de la policía al servicio de vigilancia del presidente. Con ellos pasé el último fin de año y con ellos consumo algunas de mis veladas, jugando al póker, charlando de mujeres o escuchando canciones representativas de las distintas nacionalidades de los agentes. Predominan los norteamericanos, pero también hay un buen puñado de irlandeses auténticos, algún escandinavo e italiano. No hay agentes ingleses. Kennedy no quiere agentes ingleses porque los considera lentos de reflejos.
Sean Poverty es el más charlatán. A veces me carga como sólo puede cargar un irlandés o un gallego charlatán. Es decir, un celta charlatán es mucho más cargante que cualquier sudamericano o meridional europeo charlatán. Porque los celtas son monótonos en la inflexión de la voz, sus dejes son poco variados y siempre parece que cuenten la misma historia. Pero a veces, Sean Poverty está tocado por una invisible vara mágica inspiradora y cuenta historias interesantes. Sean había pertenecido al séquito del ex presidente Horty. Cuenta cómo el presidente escudriñaba continuamente el suelo por si veía algún céntimo perdido. Estuviera donde estuviese, Horty se agachaba y cogía la moneda. Cuando era joven intentaba disimular o hacía un comentario sarcástico para demostrar su desinterés real por la cantidad adquirida. Pero después, Horty recogía la moneda sin recato y se la guardaba en el bolsillo del chaleco. Horty, según Poverty, creía en las brujas y era muy mal hablado. Le gustaba la carne muy hecha, casi reducida a fieltro requemado, y se hurgaba las narices con los dedos y los entredientes con las uñas. En cambio, no toleraba llevar una camisa más de cuatro horas.
Sean Poverty fue pescador de bacalao y conoce todos los mares de todos los nortes de este mundo. En cambio, teme los mares del sur y cree en la leyenda del Salto Infinito, según la cual a partir del ecuador las aguas se precipitan en una catarata que nunca llega a ninguna parte; una perpetua catarata prolongada hacia la profundidad absoluta. No se sabe si a media profundidad, más arriba o más abajo, habita una doncella inmortal, con siete tetas, cuatro pies y dos ojos rojos fosforescentes. Es una doncella cárdena que se alimenta de aletas de peces transparentes y ciegos. Se llama Maureen y es hija de Sistorix el Azul, gran rey del viento malva del atardecer. Trágico destino el de este rey, capado por un ballenato lleno de perversidad y lujuria a quien las brujas de Erín condenaron a dar vueltas sobre sí mismo eternamente. Por eso, unos metros antes de precipitarse la cascada, un pequeño remolino constante señala la presencia del ballenato loco que gira y gira sin poder parar por los siglos de los siglos.
A Sean Poverty le llamamos «el Cuatrero» porque robaba gallinas en Irlanda para cometer abusos deshonestos. Fue encarcelado por tan aladas costumbres y pasó dos semanas en la celda de castigo, pero un guardián, movido por el aprecio del paisanaje, le llevó a la celda un plato especial a base de cerdo guisado con berzas. Fue aquel guardián un hombre providencial en su vida. Abrió ante sus ojos las perspectivas de una existencia honrada y constructiva. Confió en Sean y le ofreció el puesto de jefe del economato de la cárcel; allí, Sean pudo cebarse a base de latas de sardinas, jamón de York, bacalao seco y judías pintas. Se hizo amigo del gordo cocinero, un abortero al que se le escapó el control de una aguja de hacer punto y abrevió la existencia de una muchacha de la campiña de Dublín. El cocinero era una de las atracciones de los guardianes y los presos selectos. De noche le sentaban sobre una pequeña silla con la ayuda de cuatro hombres, le ponían manto de cubrecama, corona de cartón y báculo de escoba. El gordo cocinero llegaba pronto al trance y recitaba las letanías de Enoch Connolly en convocatoria de las Siete Doncellas Aladas. Después se organizaba una pintoresca comitiva tras el cocinero que recorría las galerías radiales de la cárcel, penetraba en las celdas donde dormían los novatos y les obligaba a bajarse los pantalones entre las luminarias de velas lagrimeantes. Entonces el cocinero sopesaba con la cuchara el cuelgo de los cojones y, en caso de desaprobación, daba un cucharazo en cada pelotilla que provocaba alaridos y algún intento de rabioso desquite que los guardianes impedían para evitar escándalos.