Read Yo maté a Kennedy Online

Authors: Manuel Vázquez Montalbán

Tags: #Relato

Yo maté a Kennedy (15 page)

BOOK: Yo maté a Kennedy
13.75Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

pero no tolero su olor de extranjero
.

Lady Bird
,

¿conserva el déshabillé de la primera noche
,

las bragas ducales, la bacía de oro
,

el pájaro disecado que cantó al amanecer
?

Deme un trago largo y márchese lento
,

cargado de cosas que me han dado miedo
.

Lady Bird
,

¿en sus cuatro horizontes cabe el deseo
,

el terror, el recuerdo, la pasión, el olvido
,

los relojes rotos, el alfiler sangriento
?

Poseerán la tierra, pero yo no lo veré
;

he nacido vieja para amar las ruinas
,

amo mi rancho, mi poder y mi gloria
.

Disparé primero
.

Eso está por ver
.

El día que nací yo reinaba Saturno
;

anillado el despeñadero
,

pintado de púrpura macabra, fingía homenajes
.

Qué sucia gente
,

ha pasado usted y ha pasado la muerte
,

no sabría apreciar un barbacoa
.

Me encantan las fiestas campestres
.

Me lo pensaré
.

He llegado a Dallas cuarenta y ocho horas antes que Kennedy. Mis contactos con la policía local han sido rutinarios. Yo ya conocía las pocas simpatías de que goza Kennedy en Texas, quizás el Estado de la Unión donde la superestructura ideológica de los petroleros más haya impregnado la sabiduría convencional de la gente. Hasta los guardacoches tienen una postura moral de hacendado con profundos intereses en Venezuela o Argentina. Estoy convencido de que este país se merece una emisión especial de dólares con el mismo valor, pero más grandes y plastificados, dólares téjanos con la grandeza de un buque cisterna. Como a través de un proceso aristotélico, aquí se vive la última causa de efectos que he presenciado en otros viajes y misiones especiales. Recuerdo a los niños limpiabotas de Río de Janeiro, a los indígenas ventrudos de Para y Manaos, a aquel quechua boliviano que Barrientos interrogó personalmente en mi presencia. El orden de los hombres y las cosas es el primer efecto de esta última causa. El equilibrio de la oferta y la demanda entre los hombres y los pueblos tiene su fiel en estas tierras, en estas oficinas rotuladas a plena fachada, en estos hombres empurados, sombrerados, altos, rectangulares, que al hablar expresan todo el desprecio que sienten por cualquier forma de otredad: hormiga, peón mejicano, muchacha cigarrera filipina, peón caminero de Jaén, esas barcas viejas que los pescadores de Veracruz embrean una y otra vez, o esa colilla que los presos se pasan con el manipulado cuidadoso del que juega con la última oportunidad.

La policía local se ha limitado a darme una credencial especial y a acompañarme durante doce horas seguidas, una y otra vez, a lo largo del recorrido que hará Kennedy. Un solo punto peligroso. Un momento en el que el coche atravesará un amplio espacio dominado desde lo alto de un puente. He telegrafiado a Washington mis conclusiones y Morrison ha dispuesto un servicio de seguridad normal. Mi misión prácticamente ha terminado con este estudio previo. Durante el recorrido de Kennedy debo estar un poco en todas partes, supervisar, observar. En fin, nada. Yo sé que lo difícil es estar al lado del «paquete». Sé que el comportamiento de un «paquete» sufre cambios radicales durante estos viajes. Recuerdo mi última misión junto a Trujillo. Jamás he visto a un hombre más receloso, pero con más orgullo para disimular su miedo o su recelo. Usted, viejo, mire al norte. Vigíleme el norte, amigo. Que yo por mi cuenta ya vigilo el este, el sur y el oeste. Esta frase, Trujillo la había dicho a todos sus agentes especiales anteriores, pero no estaba deteriorada por el uso porque el Benefactor hablaba con una gran plasticidad y aunque se repetía siempre parecía improvisar. De la corte del Gran Tamerlán a la corte de Federico II el Arabizado, en un año había recorrido un largo camino histórico-cultural. La única conclusión sincera que había sacado es que por mí podían reventar Samarcanda y Sicilia, Trujillo y Kennedy con toda su fotogénica familia.

Durante mis paseos por Dallas comprobé que no se había extinguido en mí lo que Muriel llamaba mi séptimo sentido pequeño burgués: la tendencia a echar raíces, adaptarme a una norma de vida. Sentía nostalgia de Washington, de los lugares conocidos, de mis recorridos habituales. Deseaba que llegara cuanto antes Kennedy para ver a mis compañeros, al propio presidente, a Jacqueline. No hay nada tan triste como comer solo. Comer solo rodeado de téjanos aguerridos ante un bistec de dos palmos cúbicos. Comer un bistec tejano es realizar una contraescultura cúbica, ir variando la forma de un cubo de carne en un acto de improvisación gastronómico-surrealista. Cada pedazo arrancado a la materia carne libera un lugar en el espacio y la nueva forma tiene casi una vida propia en espera del nuevo asalto. Es la guerra. O, al menos, una batalla complementaria de la gran guerra contra la gran vaca. En la gran sociedad de la abundancia postindustrial, en los restaurantes servirán a la gran vaca entera, despellejada, erudita, y uno se la irá comiendo en los ratos de ocio. Un programa para el ocio. He descubierto un programa para el ocio. Comer vacas tejanas tostadas, con un suave aroma petrolífero. Ganadería e industria petrolífera, la vieja pugna de la inacabable novela de Erna Fober. Estos téjanos deberán exportar vacas congeladas al alcance del ocio del último peón guatemalteco, del último camarero español. Tal vez por entonces, dentro de cien años, los españoles hayamos perdido el respeto reverencial que nos sugiere un bistec de cien gramos, lejana estrella en aquellos oscuros cielos de la posguerra. La liquidación del recuerdo de la guerra civil y de la posguerra es la condición
sine qua non
para que los españoles nos integremos para siempre en el limbo de la sin sustancia y la mediocridad. Es la última vez que hicimos algo digno de aparecer en la primera página del New York Times.

La papelera tenía la cadena y el candado según lo previsto. Comprobé que dentro estaba el fusil con el teleobjetivo y volví a cerrar rápidamente para impedir la intromisión de cualquier mirón. La distancia de la papelera hasta el inicio de las escaleras del puente era ideal. Me bastaba coger el fusil, saltar dos o tres tramos de escalones y tendría un ángulo de tiro propicio.

Recordé mis primeras experiencias de tiro a blancos vivientes en la Escuela de Reconversión Profesional. Tenía ya tres meses de adiestramiento psicológico sobre mis espaldas y me soltaron a una vieja gorda tunecina. La vieja corrió según lo convenido, dando vueltas en torno a un punto determinado. Yo debía apuntar en la tercera vuelta, cuando estuviera frente a mi objetivo. Pero la vieja de pronto salió en línea recta hacia la puerta del vallado, tropezó y cayó varias veces con aparatosidad de vieja y gorda. El instructor contuvo mi actitud de cazarla en plena escapatoria, en sus facciones leí claramente el insulto que me dedicaba: sanguinario.

La vieja se quedó junto a la tapia, empapada en fatiga. El instructor subió a un jeep y fue hasta ella. Bajó y le mostró el papel del contrato. A distancia supuse que le estaba leyendo las cláusulas, todo con una amabilidad depuradísima. Con una mano el instructor sostenía la póliza, con la otra se ayudaba en la argumentación de los párrafos determinantes. La vieja le discutía alguna cosa porque juntos miraban el papel y volvían a discutir. Por fin parecieron llegar a un acuerdo. El instructor dio una palmada en la espalda de la mujer, la ayudó a subir al
jeep
y la descargó en el círculo de tiro.

Esta vez sólo le di tiempo a que diera una vuelta. El tiro la convirtió en un saco de gelatina que se fue venciendo hasta recostarse totalmente en el suelo sin el menor prurito estético.

Al instructor no le gustó mi precipitación.

—Este hombre estará allí porque aquél es su sitio —me aseguró Morrison con la quijada más acentuada que cuando ordenaba desembarcos.

—¿No se moverá?

—No sé si usted me ha entendido. Creo que no. No tiene otro sitio. Usted, que tiene cultura, tal vez podría decirlo mejor que yo. Ese hombre, sin ese puente, sin esa
roulotte
, sin el permiso municipal que le hemos dado para que sitúe su
roulotte
y su comercio, precisamente en ese puente, no es nada. Ahora, en cambio, es un trotamundos cargado de agradecimiento.

—Por poco tiempo.

—No se enterará nunca de su torpe fortuna.

Morrison tiene los pies sobre la mesa que no es suya. Temo por el palisandro de una manera irracional. De buena gana daría un manotazo a esos pies para que cayeran al suelo que es su sitio. Pero míster H no dice ni una palabra. Se limita a mirarnos desde su sillón gerencial, curioso o perplejo. En sordina, la radio va preparando al pueblo de Dallas para la recepción a Kennedy.

—Ya está aterrizando. Vaya a su puesto.

Tal vez he volado por un raro cielo de recuerdos. Me acompaña Muriel en una mañana de otoño, junto a un estanque con lotos, o tal vez sin lotos, algo vencida su habitual ronquera mental por el bienvenido calor de un día bueno bajo el sol. El mismo sol que me sorprende a la salida y me aplasta bajo la evidencia de que estoy en Dallas, de que he elegido ser un verdugo y no una víctima. Tan elementales debieran ser los títulos en las tarjetas de visita: víctima, verdugo. Nada más.

Con el dinero que cobre dejaré todo esto. Buscaré una muchacha no muy lista, fresca y huraña. Me la llevaré a una isla de poca presencia. Quemaré las naves. Sólo me quedaré algunos libros y algunos discos. Sólo me quedaré las naves del recuerdo.

—Tengo ya el suficiente dinero para ser Ubre.

Grité casi más que dije en voz alta para sorpresa de caminantes. No sólo os apunto con mi pistola, imbéciles. Además puedo compraros algo, a casi todos os puedo comprar la cara de babosos que tenéis.

Y casi sin darme cuenta, el puente cruza el final del horizonte. Está allí.

Aquél era el puente.

Paseé arriba y abajo. Nada objetivo motivaba mi desazón. Pero el puente me atraía y lo recorría una y otra vez, sin saber por qué. En el extremo izquierdo dormitaba una roulotte. La rodeaban algunos niños y gritaban: «¡Que salga, que salga!» Un hombre viejo quedó enmarcado en el dintel de la puerta de plancha. Iba medio maquillado de payaso y se llevó una mano plana sobre las cejas, como oteando un inmenso horizonte. Los niños se pusieron a reír y se daban codazos entusiasmados. El viejo hacía viejas payasadas. Fingía dormir. Fingía caerse. Se caía. Fingía llorar, pero no lloraba porque sus ojeras rojas no se diluían y sus ojos se adivinaban secos tras el arácnico
rimmel
. En la camioneta había un rótulo: «Fred, el amigo de los niños». Y Fred se metía en la roulotte una y otra vez y una y otra vez reaparecía con algo nuevo: un loro, un mono, una silla de tres patas sobre la que no conseguía sentarse. Después sacó una alfombra mágica y se montó encima. La alfombra dio cuatro o cinco vueltas a la roulotte en un vuelo perfecto. Los niños querían subir, pero Fred hizo una cómica mueca de prohibición y se metió la alfombra mágica en un bolsillo. Después vi cómo tragaba el fuego que despedía un alambre y cómo se ponía un viejo traje de baño para lanzarse dentro de un gran barreño sin agua. Fred empezó a gesticular como si pronunciase un sermón o un discurso, pero no decía nada y a los niños aquella sustitución les hizo mucha, muchísima gracia.

Abandoné el puente y al llegar a su base seguí contemplando las payasadas de Fred, allá arriba, cada vez más rodeado de niños. Faltaba una hora escasa para la llegada de Kennedy. De vez en cuando pasaban parejas de motoristas rumbo al aeropuerto y los policías se iban situando cansinamente a lo largo del trayecto. Me rozó el codo de una muchacha vestida de amarillo. Sobre la sucia agua contenida en un tonel destartalado flotaban cascaras de almendras y un estuche desvencijado de Lucky Strike. Hundí el estuche empujándolo con un dedo y me quedó un cerco de grasa negra en torno a la primera falange. Me metí en un bar para utilizar el lavabo. Frente al espejo imité algunas payasadas de Fred. Dije con los labios algunas frases de Kennedy, pero mi voz no las elevaba a la categoría de proclama. Dije: «La conquista del espacio es la gran aventura de nuestra generación». «Somos demócratas porque hemos aprendido a respetar el valor de la persona.» «Los pueblos pobres del mundo miran hacia nosotros con rencor, pero con esperanza»… El espejo me devolvía manchas de vapor que difuminaban mis rasgos y manchas de óxido junto al marco metálico. Tiré varios palmos de toalla y siempre salía rota. Me sequé las manos con mi propio pañuelo y cayeron al suelo las llaves del coche. Las tres llaves quedaron separadas, con el llavero absurdamente abierto y sorprendido. Tardé en superar mi irritación y en decidir que no cabía otra salida que agacharme y rehacer la relación entre el llavero y las llaves. Mis dedos tenían una desacostumbrada torpeza. Tardaron en pasar las tres llaves por el aro y luego el conjunto quedó en la palma de mi mano, sin que ni él ni yo supiéramos qué había que hacer.

Con el llavero en el bolsillo me fui a la barra y pedí un vodka con
ginger ale
. El camarero era mejicano y le hablé en castellano. Pero apenas si sabía algunas palabras sueltas. Con el vaso en la mano fui hasta la puerta. La gente iba formando hileras compactas a ambos lados de la calle. Ni una pancarta en aquel sector. Bebí rápidamente y me dirigí hacia una de las centrales de control. Di la clave y me informaron que no había ninguna anomalía. Alguna pancarta ofensiva, pero ya estaba rodeada por policías de paisano. Los helicópteros sobrevolaban las azoteas y en algunas ventanas vi la inconfundible cara cuadrada con sotabarba que caracteriza a un 70 por 100 de la policía estadounidense. Me encaminé hacia el puente. Había más gente caminando al albur que alineada en espera de Kennedy. Pasaron varias camionetas con altavoces que pregonaban consignas publicitarias. Divisé una pancarta a lo lejos, pero no podía leer su contenido. De un coche patrulla estacionado salía la voz alterada de un locutor. Enseñé mi credencial y metí la cabeza por la ventanilla: «… y en estos momentos el presidente Kennedy va a iniciar el recorrido por la ciudad…»

—Ya ha llegado —dije para mí, pero en voz alta.

—A ver cuándo se va —contestó sin mirarme uno de los policías sentados en el coche.

BOOK: Yo maté a Kennedy
13.75Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Glory by Heather Graham
NoBounds by Ann Jacobs
SHUDDERVILLE by Zabrisky, Mia
My Own Two Feet by Beverly Cleary
Queen of Hearts (The Crown) by Oakes, Colleen
The Shamrock by Nikki Winter
A Russian Bear by CB Conwy