Authors: Monica Lavin
Tener que escuchar todo aquello de un hombre tan desagradable al principio le había dado ganas de marcharse a casa, de aceptar las bondades del convento antes que el extremo desagrado que le producía el padre Antonio Núñez de Miranda y el temor que alcanzaba a despertarle su mirada, cuando se acercaba a ella, como hacía con cada una, en la capilla de Palacio, y preguntaba si tenía algo que confesar. Algún pecadillo del cuerpo, una tentación a la que hubiese cedido su pureza inmaculada, el don que la Virgen María había depositado en todas las mujeres. Pero ahora Juan Mata la había hecho fuerte; ella resistía, aunque el padre la miraba tan a los ojos, resbalándose por ellos hasta el extremo del pubis que Juan Mata hacía estremecerse de placer con sus sabidurías amatorias, que imaginaba un arroyo de lodo vertido en su cuerpo, volviéndolo oscuro y feo. Tan verdadera era la sensación que las palabras pronunciadas por el padre producían que viera la lengua de Mata volverse morada y al hombre alejarse con una mueca de asco y grandes arcadas, reteniendo el vómito que ese cuerpo sucio le producía. Guardaba silencio pero no estallaba en sinceridad, porque el propio Mata le había dado la certeza de que el placer la hacía mejor persona, mejor esposa del hombre con el que contraería nupcias algún día, más alegre, y que la alegría era un don al que todo caballero quería acogerse, y también se sabía rica, para casarse con un hombre que le diera buena vida, y por ello no sentía el desprecio divino que el padre quería infundirle.
Si entonces decía un no rotundo, un no piadoso que convencía de su virtud; ahora, si el mismo padre entrara y con su cuerpo hediondo se reclinara sobre ella y le susurrara al oído que todavía se podía salvar, que confesara a qué enjuagues del diablo había cedido su juventud y su virginidad, lo haría sin remedio, porque su única razón de ser era la aprobación de Juan, el deseo de Juan, los piropos de aquel hombre que le había mostrado lo que era propio de su cuerpo y que precisaba de un descubridor. "Navegarte, fundar una ciudad en ti", le decía; "América precisó un navegante para constatar su existencia". Su hombre de mar era Mata, ella su América; él la había nombrado y le había construido una plaza en el pubis donde retumbaban las campanas de catedral, un palacio en los pechos donde se erguían los pendones de la realeza. Ella era mujer territorio nuevo, ya no Bernarda virtuosa sino Bernarda elevada por los cielos. Los anchos cielos azules de su propia religión donde ella era templo y él un devoto. Pero sin el orador, sin el hombre que venerara su cuerpo de rodillas ella no era nada; era un templo desocupado, una pirámide sin Quetzalcóatl, sólo piel y huesos, piedras para ser demolidas.
Bernarda Linares no había pensado en la muerte porque la vida le había prodigado una frescura y una luz que no tuvo que buscar. Su existencia había sido ligera como una pluma, pero verlo allí entre los otros, sin buscar pretextos para comenzar a charlar con las chicas y luego con ella hasta desaparecer juntos por los pasillos y entrar en su habitación, levantarle las faldas y miriñaques y llenarla de su virilidad diestra, eso era la oscuridad. Había recorrido los rostros de los otros hombres que se reunían en el salón, pero ninguno tenía esa mirada de astuta complicidad, de protección infinita, que le daba su amante.
Había estado equivocada cuando pensó que la presencia de Juana Inés en Palacio haría que Juan acudiese con más frecuencia; que la chica tan admirada por la virreina lo ataría a esas paredes de otra manera. Qué tonta había sido; Juana Inés era la sobrina de su mujer, eran ojos y oídos atentos que podían diseminar esa verdad que todos conocían en Palacio pero que afuera se ocultaba a sus propios padres y hermanos, a la familia de Mata.
Bernarda, que se había colocado cerca de la virreina junto a las demás damas aquella velada, escuchó con ira las palabras de Juana Inés, que conversaba con Leonor Carreto sobre alguna tragedia griega, una obra que recién había leído y que Leonor gozaba enormemente. Juana Inés habló de la unidad dramática y de la precisión del armado, de la geometría de las escenas; y ella, Bernarda, no entendió nada porque no leía latín ni le interesaban esos nombres, Lisístrata, Aristófanes, todos tan lejanos como la mirada de Juan esas últimas noches.
Poco a poco se fue serenando, resignándose a que Juan Mata no estuviera con ella un tiempo, tal vez mientras Juana Inés se aflojaba y conocía las leyes de la corte, porque la chica tendría que convertirse en cortesana como ella. ¿O no? Aquel pensamiento le dio bríos. Juana Inés también tendría que acercarse a un hombre casado, como ella, que fuera su maestro en las formas de Palacio, que le diera conversación y andar de mujer, actitud para el galanteo, cortesías y gratitudes que la volverían una noble. Sí, aquello tendría que suceder; al fin y al cabo, ella había entrado a Palacio también a los dieciséis años y ahora era sólo dos años mayor que Juana Inés. Ella vería la manera de acercarle a un amante, un hombre a cuyos vuelos y mundo no se podría resistir. Había visto que el mundo más allá de la capital y del resto de la Nueva España le atraían poderosamente. Esa curiosidad de la recién llegada le serviría para que cayera en brazos de alguien y entonces Juan Mata se olvidaría de los cuidados y las formas y los lazos se tejerían para proteger los pactos entendidos. Se limpió las lágrimas, se calzó los zapatos satinados, se miró en el espejo y se acomodó los rizos. Volvería al salón, ya no para encontrarse con Juan Mata y tampoco para cantar. Miraría con atención a los caballeros asiduos a la corte para elegir a alguno para Juana Inés. La virreina sería su cómplice.
Había pensado en hacerlo antes, pero sólo ahora, cuando Juana Inés cumplía dieciocho años, Refugio se decidía a escribirle una carta. El tiempo se había deslizado plácido y veloz. Como si viviera una historia falsa, una escenografía de teatro de comedias que se pudiera desgajar en cualquier momento, no había querido convocar al pasado para no agujerear su territorio de felicidad. Así lo asentó en la carta
QueridísimaJuana Inés;
esperaba que comprendiera las razones de su silencio y no las tomara como un agravio personal. Refugio miró por la ventana el lento amanecer que se desplegaba en la planicie frente a la hacienda. Hermilo estaba de viaje en la capital y aunque su ausencia le dolía siempre y pensaba como las niñas pequeñas que tal vez no volvería, tenía ese momento para ella sola, para sentarse como ese día con la mañanita sobre los hombros, la chimenea de la habitación encendida y el papel y la tinta en la escribanía. Quién hubiera pensado que la viuda Refugio Salazar desaparecería de pronto, que no daría razón de sus pasos, aunque todos ya sabían que vivía con Hermilo Cabrera, el mulato que la había tomado como mujer sin mayor ceremonia que el carruaje hasta la puerta de su propiedad en Apan, sus brazos elevándola y su cuerpo tomado en su cama de hombre solo, de mestizo incierto, de mulato rico, de bastardo afortunado. Refugio tomó la plumilla y describió a Juana Inés el rosado temprano en el cielo que la llevaba al punto dos años atrás, también un 12 de noviembre, en que los destinos de ambas tuvieron otra oportunidad. Juana Inés, siempre con buena estrella, se quedó en Palacio. Ella celebraba que la chica y sus talentos la hubieran convertido en
la favorita
de la virreina, pues hasta ese solitario paraje donde ella vivía llegaban noticias, los rumores que Hermilo le devolvía al regreso de sus viajes de negocios: conversaciones en los mesones, en el atrio de la iglesia, encuentros con Juan Mata que seguía siendo un cercano a los virreyes. A Mata le interesaba el pulque que producía Hermilo y los atrevimientos también; quería conocer con detalle el rapto de la viuda Salazar. Al fin y al cabo él vivía uno soterrado, de Palacio para dentro. También eso le había contado Hermilo divertido, pero a Refugio no le había gustado enterarse del cinismo del tío de Juana Inés; pensó en María y no quiso ser cómplice de hipocresías. Esa vez en que Hermilo trajo noticias de la capital, Refugio se sobresaltó con el relato de la querida de Juan Mata. Él le pasó el brazo por la espalda.
—Las pasiones siempre rebasan las formas. Mírame a mí.
—Pero las formas te condenaron al orfanatorio —espetó con ira la viuda.
Nada de eso escribió a Juana Inés, nada que hiriera su sensibilidad de poeta, que diera armas a su inteligencia extrema para odiar al tío que al fin y al cabo la había colocado en Palacio. Si no había escrito, explicó a Juana Inés, en parte era por la extrema felicidad que vivía desde que, a la mañana siguiente de la fiesta en Palacio, la recogió Hermilo Cabrera en casa de sus tíos Mata y ella se despidió como si volviera a Amecameca aunque ya tenía decidido no separarse del hombre que le había pedido irse con él. No quería herir su respetabilidad de viuda, su oficio de maestra. Mientras le decía aquello de camino al embarcadero, Refugio estaba segura de que ninguno de los dos le importaba tanto, ni el oficio ni la respetabilidad, como estar al lado de ese hombre. Que Dios la perdonara, ya sabía que su familia no lo haría.
Si vieras Juana Inés cuánto lee. ¿Habrás escuchado de un poeta español que es la novedad, un tal Góngora que Hermilo ha traído a casa y me lee en voz alta? Debes leerlo, aunque tal vez subestimo lo cerca que está España de Palacio. Y que estás entre virreyes ilustrados. Aprovecha, querida mía.
Eso es lo que ella había hecho, aprovechar una veta luminosa de la vida, decir sí a sus impulsos, vivir en pecado con un hombre que no era su marido, pero que ella sentía como tal, y para quien ella era una esposa que merecía sus consideraciones.
No es comolos otros hombres,
pensó escribir, pero desistió.
Hermilo habla del mundo conmigo, y de sus sentimientos; no piensa que debo callar y obedecer. No se parece a mi padre ni a mis hermanos.
Pero no lo escribió; no quería justificar su pasión, pues aunque Juana Inés era una chica muy joven, Refugio sentía que la podía comprender y que si incluso le compartiera el placer de dormir con un hombre como Hermilo, sería capaz de acompañarla en sus gozos y en su serenidad. Pero no haría eso; un pudor mayor que la intención de la amistad la detuvo. En vez de contarle cuánto le gustaban los labios gruesos de Hermilo besándola suave o bruscamente por las noches, pero sobre todo en la frescura del amanecer, escribió que por primera vez sentía el deseo de ser madre, de tener un pequeño que se pareciese a su marido.
Perdón por llamarlo así, pero estoy segura de que Dios con su infinita bondad comprenderá el sentido de la palabra más allá de las ceremonias y el protocolo; le soy fiel, lo pienso amar para siempre, cuidarlo, procurar su alimento, estar a su lado, ser suya sobre todas las cosas porque siendo suya soy más yo, más fuerte, mejor.
La emoción la había traicionado y soltó palabras de más. La tinta se secaba y ni modo que Juana Inés entrara en el éxtasis de las pieles, pues era verdad que aunque había conocido hombre, su primer marido, no recordaba que la entrega de su intimidad fuese tan placentera. No sabía si eran los dedos toscos de Hermilo, su paciencia para recorrer sus senos, su cintura, o si era la confianza que él le había procurado, ese miedo de años disuelto o el permiso para disfrutar que se daba ella. Porque Hermilo había sido un capricho del cuerpo y del corazón, no un arreglo familiar, no un enlace más con un criollo de puesto importante. Había sido la sinceridad del entendimiento y la piel. ¿Lo vivían otras mujeres? Las mujeres del campo, las esclavas, los más pobres eran los que podían elegir y cambiar. Mucho más libres para amar que los que eran como uno.
Ay, Juana Inés, espero que tu inteligencia te permita el libre albedrío, que bajo la infinita bondad de Dios encuentres el camino que no ataje tu sed de saber, tu elocuencia, tu don de la palabra. Que no permitas que otros estorben tu don de crecer. Hasta ahora no lo has hecho; no dudo que la buena estrella y tu fortaleza, así como la voluntad de Dios, te elijan para caminar por una estela de astros.
Refugio detuvo el deslizar de la tinta, miró de nuevo el campo amarillento y extendido, y notó que la luz era más blanca y que sin querer se había metido en su ánimo de escritura haciendo más optimistas sus pensamientos. La felicidad era una lupa para mirar la vida, lo más pequeño, y hacerlo grande y único. Como los ojos de Hermilo, como la espalda de Hermilo. Dormir junto a una piel de hombre. Sintió su cuerpo menudo bajo el camisón. Era suyo por primera vez, porque había quien lo mirara de nuevo con deleite.
Y por eso, querida Juana Inés, espero que en medio de esta dicha pueda tener un hijo que mezcle nuestros quereres y encarne lo mejor de cada uno. Si mi edad aún permite que sea así. Mientras, no pienso volver a mi casa; he mandado dinero a la criada para que la siga preservando y que la mantenga cerrada y cuidada de ladrones. Lo que tal vez haga, por insistencia de Hermilo, es, ya que sigo siendo viuda, poner una Amiga por acá para continuar la enseñanza. Aunque sé, querida mía, que no habrá otra Juana Inés en el aula; inteligencias como la tuya son una excepción divina y ellas pueden cultivarse para sorprender a los mortales o sucumbir en el arbitrio de las circunstancias. Por ahora lo tuyo ha sido crecer y brillar. Sigue así. Tuya, Refugio Salazar.
Esa mañana Bernarda caminó con Leonor Carreto hacia el patio donde habrían de festejar el cumpleaños del virrey. A Antonio le gustaban las corridas de toros y ella tenía preparada esa sorpresa en aquel patio; incluso había pensado que si la corrida se hacía en el que daba a las ventanas de la cárcel, la fiesta tendría un sentido social. Entretendría a los presos, quienes podrían animar con sus oles y sus vivas. Bernarda escuchó a la virreina y no se atrevió a decirle que le daban temor las miradas de los encerrados: indios, negros, mulatos. La esclava Dorotea ya la había puesto al tanto de cómo, cuando se barrían esos patios o se adornaban, "los ojos asomaban hambrientos por los barrotes y el silencio era peor porque se posaba en las caderas y en los pechos como si la frotaran a uno, mi linda. Y uno ya no puede seguir con la faena". Bernarda le temía a esos ojos, a la crudeza del deseo. Desconocía esa hambre de muchos días. Se persignó en cuanto Leonor Carreto y ella entraron al patio último.
—Debes caminar segura —le dijo la virreina, notando su atolondramiento—. La barbilla en alto.
Bernarda hizo un esfuerzo por separar el cuerpo de su cabeza, por olvidarse que llevaba un vestido de muselina amarilla que se ceñía al talle y la cintura, y que su piel amarfilada se mostraba en sus brazos y en su cuello. Miró la punta de los zapatos de la virreina asomarse por el borde de la falda con cada paso que daba y se concentró en su firmeza.