Authors: Monica Lavin
Juana de San José no había reparado en lo extraño de su presencia allí hasta que un día, mientras miraba cómo moldeaban una figura de una gran concha, el negro le preguntó dónde estaban sus polleras de colores. A Juana le dio vergüenza el comentario; era como si el muchacho le reclamara haber traicionado a los de su color. O como si le dijera: "Me gustas, pero te falta el vestido para lucir". Entre dientes murmuró: "Es que estoy en el convento". Hacía mucho que no hablaba con nadie que no fueran mujeres. Se quedó tiesecita esperando más de la voz varonil, pero el muchacho no habló más y ella, aturdida, regresó para avisar a la madre que la concha ya se había hecho y que habían empezado a moldear los desnudos.
—Los dioses —la corrigió Juana Inés.
Esa noche buscó con ansias entre sus enseres y decidió que al día siguiente saldría más temprano, cuando desayunaban las monjas, para que no la vieran vestida de amarillo.
Por eso cuando el arco estuvo listo y la madre Juana Inés se reunió con el bachiller Sigüenza y Góngora en el locutorio el día anterior a que llegaran los marqueses de la Laguna, y ella llevó las pastas y el moscatel para que los señores compartieran la excitación porque el estreno de los arcos que diseñaran uno y otro estaba por ocurrir—, su alma estaba oscurecida. Los últimos días se había tardado más intentando comparar los rasgos de las inscripciones en la falsa piedra con los que la madre Juana le había puesto en el papel. El negro se había ufanado por ayudarla aunque no entendía de letras. Así cerquita le había dicho que si había modo de verla cuando se acabara el arco y ella triste había dicho que no. Cuando cayó la tarde del último día, y ella comprobó que quedara muy clara la petición de la monja para que los virreyes acabaran la catedral, y los hombres se lavaron las manos en la acequia cercana, Juana de San José se atrevió a seguirlos. Esperó a que él notara que lo observaba y cuando se acercó le preguntó dónde podía encontrarlo. Con el nombre del mesón donde él trabajaba resonando en el aire, se fue contenta repitiéndolo como una campana que repica:
El Azafrán,
un nombre amarillo y luminoso como su falda del campo.
Ocurrió después aquel aviso inesperado, cuando al amanecer tocaron a la puerta del convento y luego la portera llamó a la celda de la madre Juana Inés y Juana de San José se incorporó alerta en el petate.
—Vístete, muchacha, vamos a casa de mis tíos —le dijo sor Juana.
Salieron juntas a la calle fría y aún oscura donde las esperaba una carreta que de inmediato las llevó a donde Juan Mata lloraba la muerte de su esposa María. Fue esa muerte inesperada, el deseo de la madre Juana de consolar el dolor de sus parientes y de reconocer y agradecer el tiempo que estuvo con ellos, lo que ayudó a Juana de San José, pues hacia el mediodía la madre Juana pidió que llevara una carta a la abadesa avisando de su súbita salida, disculpándose y pidiendo su venia para regresar hasta las vísperas. Aquella petición providencial le permitió andar por las calles, preguntando aquí y allá por El Azafrán y descubrirlo cuando aún estaba cerrado. Fue a la vuelta, después de acicalarse un poco en la celda del convento, de esperar la respuesta de la abadesa y de coger un collar de piedras traslúcidas que se puso en la calle, que encontró el lugar abierto y tímida se estuvo en la puerta un rato, mirando de cuando en cuando hacia dentro por si atisbaba al negro.
Uno de los mozos fue el que le dijo que si buscaba a un pariente estaba en la cocina.
—Pase, pero rápido, no está el patrón.
Lo encontró entre vapores y olores rancios, con la camisa sucia del trabajo, lavando loza en una tarja. Él la miró incrédulo y se le acercó decidido. Así nada más puso un beso en sus labios y ella, aturdida, salió de prisa.
Nada más instalada en Palacio, María Luisa Manrique de Lara, marquesa de Paredes y de la Laguna, virreina de la Nueva España, sintió el deseo de visitar a la madre Juana Inés de la Cruz que los había recibido con el insigne arco alegórico a Neptuno. Cansados y excitados después de la travesía por mar, las fiestas en Otumba, Puebla y Tlaxcala, entrar a la ciudad sacudió su asombro. Ella, que había visto viñetas y cuadros que aludían a la hermosura de la capital, que conocía las crónicas del inglés Thomas Gage, no pudo más que exhalar un suspiro profundo y apretar el brazo del marqués cuando desde la pendiente de Río Frío divisó el valle del Anáhuac refulgiendo diamantino por el agua de los lagos. Miró a la derecha y contempló el fulgor nevado de los volcanes en tierra de tan grata temperatura y sus ojos no pudieron más que asociar la imagen de ese valle con el bienestar que les esperaba. Aunque de origen real —su marido era hermano del duque de Medinacelli y ella hija de un príncipe del Sacro Imperio Romano emparentado con los Mantua y por el lado de su madre del poeta Manrique—, no había supuesto que les tocaría ser gobernantes de un reino tan extenso y desusado como la Nueva España. Y que entrando por la puerta grande por tanta sangre enredada, pues el virrey saliente fray Payo era primo de su marido, se les prolongaría el periodo de gobierno por tres años más. La condesa de Paredes lo celebraba; suponía que en esta tierra nueva y bajo las bondades del clima, sin duda podría parir y criar a los hijos que en España se habían malogrado.
Tomás de la Cerda, vestido de brocado dorado, llevaba entre sus manos el bastón de mando que días atrás le había sido otorgado por fray Payo de Ribera en Otumba. El arzobispo virrey les dejaba un reino tranquilo, como él mismo lo había indicado con el aplomo que le confería reunir en su figura Iglesia y corona. No era el caso del marqués de la Laguna, pero lo sabría hacer. Ella se encargaría de apoyar a su marido para que se dieran noticias de sus buenos juicios, de su sensatez de mando. Con el bastón entre las rodillas, el marqués de la Laguna ya era el virrey y ella, por tanto, la virreina. Pero aún, como cuando recién se desposaron, no estaban dispuestos a asentarse en casa. Querían gozar esa luna de miel de algunas semanas que se habían concedido para pasar a la Villa de Guadalupe y brindar sus rezos, flores y ofrendas a la Patrona de México y después estar en las aguas de manantial del Bosque de Chapultepec, tan propicias para que repusieran las fuerzas perdidas en el traslado. No que no los hubiesen recibido en las mejores casas y dado las atenciones más exquisitas en el trayecto, muchos de ellos sin duda metiendo aguja para sacar hebra, que esas costumbres de sobra las conocía la marquesa. Cuántos no se le acercaban en España para intentar favores de Felipe IV, con quien tuvo una amistad sincera, mientras vivió el rey.
Si pensaba en esos días de tregua antes de entrar a Palacio el último día del mes de noviembre como una luna de miel, no era por los apetitos del cuerpo que saciaría con su marido, que siendo once años mayor que ella, y poco imaginativo, no le prodigaba gran placer en la cama. A veces pensaba que ésa era la causa de que sus embarazos naufragaran. Otras, traviesa y sonrojada, que hubiese sido bueno haber hecho caso de las miradas de aquel joven invitado a las tertulias de Palacio en Madrid. Pero siendo casada, no podía permitirse los desenfrenos del cuerpo, sólo los del pensamiento, y esto con harta prudencia y cuidado de la mirada de Dios, que siendo hombre no aceptaría los desvaríos que a otras figuras santas sí confesaba, como lo hacía con la Virgen de la Paloma, la patrona de su ciudad, mucho más cercana y comprensiva de las mujeres. En ella pensó cuando miró los azulados reflejos del agua que prometía una isla habitable y señorial en su centro.
—Tenme en tu gloria —pensó egoísta, porque ésa era la sensación que el paisaje le imponía como verso, como pintura, como sonata. La belleza la conmovió pero le pareció inútil intentar compartirla con su marido.
Cuando entró a Palacio y el servicio se presentó, nada más descansar un poco, quiso saber dónde ubicar a la madre Juana. Había una sensibilidad que le agradaba en ese arco alegórico a Neptuno, construido frente a la catedral inacabada, en aquella construcción efímera tan alta como el propio Palacio, en esa figura central donde ella y su marido estaban representados por Neptuno y su esposa Anfitrite saliendo desnudos de una concha gigante. No negaba que le complacía que ella estuviese allí y no nada más el virrey como se acostumbraba. No negaba que le llamaba la atención que fuese una mujer quien ideara el concepto y las inscripciones que acompañaban al arco. Así como había celebrado lo monumental y exótico del que los recibió primero en la plaza de Santo Domingo, como explicó fray Payo que se llamaba esa explanada, y se había asombrado de que el arco romano llevara figuras de los antiguos gobernantes indios de la ciudad de Tenochtitlán, cuando supo que era obra de un ex jesuita, Carlos Sigüenza y Góngora, matemático y astrónomo, y comparó las alabanzas que el otro contenía y supo que era de una poeta monja, su admiración se desbordó por el arco de la catedral. Fray Payo explicó entonces que él mismo había tenido a bien convencer al cabildo de que la madre Juana Inés de la Cruz, de gracia, talento y elocuencia notables, fuese quien recibiera a los ilustres virreyes.
De asombro en asombro, María Luisa no sabía si contemplar la plaza descomunal y su alboroto de indios, españoles, mestizos y negros, o atender el deseo de conocer a quien desde la clausura del convento había hecho de su entrada una sorpresa mayúscula. Si Tomás no entendió que la monja lo igualaba a Neptuno como marqués de esa zona lacustre y que el arco llevaba ya la intención de atender algo urgente como era el desbordamiento de las aguas de esa ciudad que conforme crecía se complicaba, ella en cambio comprendió que la referencia a su hermosura, donde decía la monja los pinceles habían hecho agravios en su intento por ser fiel copia de los virreyes, era un intercambio de fineza política. Mientras los alababa comparándolos con dioses romanos, capaces de someter tormentas, indicaba, como un hábil consejero, las tareas urgentes que la ciudad demandaba. Sin duda la monja era alguien que ella, sedienta de belleza e inteligencia, tenía que conocer.
Refugio despertó esa mañana fría de abril, y después de asearse en la jofaina y atarse en un chongo el cabello entrecano a la nuca, se echó encima el chal de lana. Iría a misa. Últimamente era lo primero que hacía en el día, antes de pensar, antes de repasar la vida, de lamentar el estado de las cuentas, de ponderar su soledad. Incluso antes de que pasara Isidro con los botes de leche y que la sirvienta ya estuviera barriendo el patio. Le gustaba evitar el
buenos días
tanto como sus pensamientos. Parecía que Casia adivinaba la buena o mala fortuna de sus amaneceres, porque comentaba siempre algo: "¿Pasó mala noche?, ¿qué le está preocupando?" Sí, efectivamente su cara de recién salida del sueño transparentaba sus pesares. Echó a andar calle abajo entre el empedrado y volvió a la vida por el aire helado de la montaña intentando comprender las razones de su disgusto.
Juana Inés no le escribía hacía meses. Y esa cercanía del papel y las palabras se había vuelto un alimento para sus días. Pero era sin duda algo más lo que le molestaba: creía adivinar las razones del olvido por su persona. No eran las tareas del convento porque si siendo tornera o secretaria había mantenido el carteo, sin duda ahora que era una mujer requerida por el cabildo y el propio convento para escribir loas, liras, endechas, amén de los villancicos que siempre había escrito, encontraría más espacios para encerrarse en su celda, para que las horas libres fuesen más y se le dispensara de actividades comunitarias sabiendo que su trabajo requería aislamiento. Desde que llegaran los nuevos virreyes el flujo de esas cartas inteligentes, de retórica jugosa, aderezadas de humor y noticias del convento y del mundo, alimentadas por las conversaciones privilegiadas que en el locutorio sostenía con la grana de la sociedad novohispana, había ido menguando. Y el año de 1683 ya corría sin ninguna nueva de la monja después de las felicitaciones navideñas. Refugio sabía mejor que nadie que Juana Inés no podía detener la pluma; por ello imaginaba con celo que sus líneas iban para otro lado. Su madre Isabel sabía poco de la hija, lo hablaban cuando se encontraban en los festejos mayores de Amecameca, y ahora que las hijas del capitán, Antonia e Inés, hacían su propia vida con sus maridos, era mínimo lo que sabía de su hija monja. Juana Inés no le había escrito nunca aunque solía mandar misivas para el joven Diego Ruiz, su medio hermano. La semana mayor podía tenerla muy ocupada, la disculpó la sensatez de la maestra mientras seguía calle arriba al llamado de las campanas. Ansiaba el alivio del rezo, esa música del latín y la penumbra complaciente del templo para distraer el abandono de Juana Inés. Sabía de oídas que con la virreina había hecho muy buenas migas, que la hermosura de la condesa de Paredes era notable y que su inteligencia y sensibilidad no lo eran menos. La gente la quería.
Josefa había visitado a su hermana apenas el mes pasado y ahora estaba en Panoayan; con ese pretexto Refugio había hecho una merienda en casa para escuchar las nuevas de la monja, pero Josefa no dijo mucho, apenas que se le veía estupenda, un semblante vivo, la piel lozana y las manos delicadas porque "no se gastan como las nuestras que no sólo sirven para el rezo y la pluma", y que la visita fue breve porque estando en el locutorio las dos en charla muy privada le habían anunciado la visita de la virreina. Una visita inesperada que había sorprendido a Juana Inés, quien pidió a Josefa le permitiese estar a solas con su excelencia y agregó que atendería lo suyo. Refugio no quiso indagar qué era
lo suyo,
qué había llevado a la hermana a ir al convento. Josefa tampoco dijo más. Contó que saliendo se había cruzado con la marquesa que tenía el vientre abultado de niño y que llevaba una tiara de perlas; la virreina le sonrió intentando descifrar la familiaridad de ese rostro, pues el aire de hermanas sí que lo tenían, dijo Josefa, aunque ella era más tosca que la poeta.
Entonces Refugio sospechó que la amistad con la virreina, que entendía de poesía y ciencias, que era hermosa y que tenía sus años, le había robado el interés por ella. Lo había supuesto ya cuando el escándalo del cometa donde el padre Kino y el maestro Sigüenza y Góngora discutían opiniones encontradas y sor Juana se había pronunciado a favor de la de Kino, aunque fuera menos razonable y el otro su amigo. Éste negaba el peso de un cometa en los hechos funestos, el padre sostenía lo contrario. Refugio había leído el soneto que circulaba impreso y luego supo que el jesuita era pariente de la virreina. Le daba coraje atisbar en esa preferencia una manera de quedar bien con la virreina. Ya estaba cerca del templo de San Miguel y sus pies cansados y su razón alterada no querían concederle defecto a la monja. No quería reconocer que estar bien con la virreina podía trastornar una amistad. Conceder al olvido de su persona razones políticas la lastimaba, y por la manera en que Juana Inés hizo partir a su hermana a la vista de María Luisa Manrique, las razones rebasaban la gentileza cortesana que la monja conocía. A Refugio le pareció que había una apasionada amistad con esa mujer, alguien con quien compartir el asombro, alguien que podía tenerla al tanto del mundo y sus letras, una mujer inteligente, joven, hermosa y tan inquieta como ella.