Yo, la peor (25 page)

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Authors: Monica Lavin

BOOK: Yo, la peor
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Juana Inés se puso de pie y aceptó estar desnuda del nombre con que todos la conocían y la habían mentado, como se lo pidió Núñez de Miranda. Tras el anillo que el cura deslizó en su mano, con la corona de flores sobre el tocado de la cabeza, con la palma de la virginidad entre sus manos, la novia aceptó su nupcial muerte y su natalicio entierro, como subrayó el jesuita con esa prosapia y retórica con la que seducía a fieles y convencía a las chicas de entregar su alma y su cuerpo al único esposo perfecto. Y luego, mientras el nombre antiguo de la joven se elevaba al techo del templo como el humo negro de las velas, uno hecho del madero de la cruz la rodeó, postrándola en una cárcel de obediencia y castidad: sor Juana Inés de la Cruz. Perdía familia porque era hija de la Iglesia, renunciaba a los objetos porque hacía voto de pobreza, consagraba los apetitos de la carne al amor por el esposo, destinaba los pensamientos bajos al cilicio y al ayuno que los desterrarían del alma pura, de la esposa total en la que en ese momento se convertía.

Profesar es morir almundo y al amor propio, y a todaslas cosas creadas, para vivir sólo a tuEsposo. Para todo has de estar muertay sepultada, sin padre, parientes, amigas,dependencias y cumplimientos.

Cuando acabaron los cantos y Juana Inés, con su voz limpia y con dicción rotunda y musical, hizo los votos arrodillada frente a la abadesa que tomaba sus manos y aceptaba la entrega que el cura le hacía de aquella chica que prometía una vida de clausura, obediencia y castidad por la Virgen María y el padre san Jerónimo y la viuda santa Paula, Refugio se sintió desposeída de aquella joven querida. Sintió que ella moría para la monja. Su fe no le concedió consuelo. Salió entre los concurrentes, esquivando a los Mata, y a los hermanos, a las bachilleres, y a las chicas de la corte y a sus familias, sin mirar a nadie a los ojos, con la vista baja desconociendo el azul del cielo que le pertenecía al nuevo esposo de la criatura. Caminó de prisa, como si la velocidad de sus piernas, el deseo de alcanzar la ribera de esa acequia maldita que la había despojado de su propio cielo, la alejara de la contundencia del final de la ceremonia. No había estado dispuesta a contemplar cómo sor Juana Inés de la Cruz desaparecía tras la reja del claustro donde las voces de las monjas del coro la cortejaban gozosas de que una más se sumara a la bella y terrible tarea del encierro y la consagración a un hombre invisible.

Se subió a la primera canoa que apareció para conducirla a Santa Anita. Allí, a la vista del agua enemiga, lloró la pérdida de Juana Inés.

Un hombre ajeno

Un revuelo de pasos a deshoras alertó a sor Cecilia. Era la hora de la siesta después de la nona y se aprestó a salir de su celda. Otras cabezas se asomaban al patio por donde cruzaba el padre Núñez de Miranda, a quien era imposible confundir por su vestimenta de andrajos, y por la manera en que la superiora que lo acompañaba, además de a otro caballero, se cubría el medallón que, aunque lucía una escena religiosa, resultaba una ostentación frente a las ropas raídas del jesuita. Era poco usual que dos hombres y alguien de tal importancia llegaran cuando no se trataba de una misa, o la ceremonia de velo, o el
culpis
del viernes. Además, un caballero no identificado era siempre un misterio. Sor Cecilia apreció su barba entrecana cuando estuvo más cerca del pasillo por donde ella asomaba. Al verlos dirigirse hacia las escaleras que llevaban a la planta alta comprendió. Debía ser el médico que venía a atender a sor Juana. Hacía dos semanas que se había debilitado y ahora estaba en cama. Las enfermeras le habían dado emplastos y hecho sangrías, y Juana de San José, la esclava que la asistía, le daba de beber infusiones que ella misma preparaba en la cocina de la celda. Pero sor Juana no parecía reponerse. Sor Cecilia se metió en la celda cuando los vio aparecer por el pasillo. No quería que el padre Antonio aprovechara para reprimirla por el pecado de gula que cada viernes confesaba. No quería tampoco que le encomendara tareas para asistir a la hermana Juana Inés porque la pereza de la nona la invadía. Lo único que le llamaba la atención y por lo que volvió a asomarse a destiempo, cuando aún no se introducían en la celda de Juana Inés, fue la posibilidad de mirar a un hombre de cerca. A su padre lo veía cuando había visitas en el locutorio, antes del encierro de su madre en Belén, pero éste era un hombre ajeno y había caminado con elegancia. Un médico siempre imponía, enfundado en una capa y con un maletín parecía un ser inalcanzable. Sor Cecilia se persignó cuando los vio emerger de la escalera. La madre superiora le dijo que se mantuviera cerca por si era preciso traer algo para el doctor Miranda. Sor Cecilia hizo una pequeña reverencia para dar la bienvenida y los siguió a la celda aprovechando la solicitud de la madre superiora. Allí estaban las internas medias hermanas de Juana Inés, Antonia e Inés, que fueron despachadas de inmediato por el doctor. No se sabía si aquello que padecía la monja era contagioso, insistió. Pero a Juana de San José, la negra, no la despidió. Alguien tiene que atender a la hermana, susurró a la superiora, pero Cecilia alcanzó a escuchar. Juana Inés estaba muy pálida y de verla así, con la sayuela con la que dormía, despojada de los hábitos y con el pelo negro anudado en la nuca, se sintió invadiendo la privada de la monja poeta. Pero Juana Inés no la reconoció, apenas y pareció entender que el padre Núñez estaba allí con un médico y la superiora.

—La marquesa de Mancera me ha pedido venir por intermediación del padre Núñez —explicó.

Juana Inés apenas hizo un gesto asintiendo con la cabeza. El doctor Miranda pidió a todos alejarse mientras la auscultaba y Cecilia husmeó en la mesilla de la madre. Descubrió unos folios enrollados y se preguntó si allí escribiría una obra, un poema, una loa. Y se descubrió a sí misma disfrutando que la enfermedad la tuviera alejada de los papeles. No quería pensarlo más porque tendría que confesar el viernes que gozaba la enfermedad de sor Juana. Estos días la superiora encargaba los homenajes y las alabanzas a Cecilia. El médico miró a la madre superiora y dijo que era tifo. Una epidemia asolaba a la ciudad. Había que tener cuidado con las otras monjas; nada de visitas, nada de utensilios compartidos. La madre debía estar en reposo y era preciso que se tomara aquello que él mismo prepararía.

—Por favor, nada de brujería ni curanderas. Muchos rezos, eso sí; encargue a las hermanas que pidan a Dios por su pronta recuperación.

Cecilia había escuchado lo suficiente y salió de allí antes que los otros con un folio en la mano. Se quedó mirando la luz del patio con alegría. Por lo pronto ella no podía dedicarse a rezar, tenía mucho que escribir. Desde el balcón vio partir a las mismas tres figuras que como heraldos cruzaban el patio. El hombre de la capa le pareció aún más apuesto. Esa noche le escribiría una glosa parecida a la que llevaba en sus manos, la apostura de la figura y la palabra trenzadas en el papel. Algo tenía que hacer con ese júbilo de saberse con el terreno libre para ella y el gusto de que fuera aquel caballero bien parecido el que dictara la sentencia de los días por venir. No importaba que fueran pocos, eran suyos.

El baño de Juana Inés

No es nuestra la voluntad. Se lo había dicho su madre en Panoayan. Había que atenerse a lo dispuesto por la señora Isabel. Juana era un regalo para la señorita Juana Inés.

—Para sor Juana Inés de la Cruz —la corrigió su madre. Que aunque llevaban el mismo nombre no eran lo mismo por mucho.

Las dos Juanas, pero ella nacida después de Juana Inés bautizada con su nombre, porque en esa hacienda todas eran Juanas, Isabeles, Marías o Ineses, y los nombres se repetían; la segunda hija del capitán Diego y la señora Isabel se llamaba Inés; no importaba que ya hubiera una anterior que llevara el Inés.

Juana de San José tenía poca memoria de quién era Juana Inés porque apenas tenía tres años cuando la niña se fue a la capital con sus tíos Mata. Y ya nunca la volvió a ver; creció cuidando a las criaturas del capitán y la señora Isabel. Antonia e Inés eran sus luceros, su razón de alegría además de su madre y sus hermanos y Catalina y Jacinto, con los que cantaba en la noche. Por esto tuvo tanto miedo cuando le dijeron que se iba de Panoayan al convento; sintió ese pasmo en el cuerpo como cuando iba con Jacinto a la cueva y todo era oscuro y húmedo. Allá adentro se miraba al diablo que apagaba las velas nada más entraban y luego les susurraba cosas malas al oído, y les robaba el sueño por la noche. Tuvo la certeza de que eso era un convento con monjas vestidas de oscuro, una cueva húmeda de donde no podría salir.

—¿Cuánto tiempo, madre? —había preguntado resignada.

—La vida no es nuestra, hija, es de los patrones.

Y Juana de San José había tenido ganas de ahorcarse en el encino frente a su casa. Sólo hubo una razón que la detuvo: las niñas Antonia e Inés habían sido enviadas con su hermana la monja "para alejarlas de los peligros del campo", había dicho el capitán viendo con recelo a Jacinto que seguía solo, sin agarrar esposa negra, ni india. El capitán malamente pensaba que al muchacho, como a los indios que vivían cerquita y trabajaban en las faenas, le gustaban las criollas. Ahora que las muchachas tenían catorce y trece años tenía miedo de sus pubertades, de los cuerpos que ya no eran de niñas y de las tentaciones que en el campo se podían dar sin que su mujer y él se enteraran. Así le había dicho a la señora Isabel frente a ella que servía la mesa:

—Las niñas se van al convento en la capital.

La señora Isabel se santiguó.

—Si quieren volverse monjas que lo hagan; si no, se mantendrán tranquilas con los estudios y los rezos —continuó.

Sólo la vista de las mozas que se habían ido hacía varios meses le dio consuelo para irse a aquella cueva y dejar las montañas y el arroz con plátano que guisaba su madre y los cantos por la noche y las historias que contaban cuando se reunían los que quedaban y los niños más chicos. El mundo se le había venido abajo cuando abrieron el portón del convento y ella entró con su itacate de ropa. Miró la calle de Verde como si dejara un paraíso incierto que era la vida de esa ciudad que desconocía. Parecía mentira que, aunque esclava, la compañía de su familia e iguales le había brindado una forma de libertad. Ahora renunciaba a todo porque su voluntad no contaba. Al menos, pensó, que un mulato la amartelara y le diera la libertad que sus amos no le habían dado.

El portón se cerró tras la tornera y fue conducida a la celda de sor Juana Inés por una monja anciana y encorvada. Le preguntó insolencias en el camino, que si ella se iba a hacer monja, que las negras no se hacían monjas porque eran criaturas del diablo y a quién se le ocurría mandarla al convento, que si la madre Juana Inés recibía demasiados favores de los virreyes y los ricos y los curas, y que éstos eran tiempos más malos. La monja vieja arrastró los pies mientras el enorme medallón que llevaba en el pecho en lugar de pegársele al cuerpo colgaba como un badajo de tan arqueada que tenía la espalda. Juana de San José no hablaba, sólo cruzaba el gran patio asustada, esperando la familiaridad de los ojos de las niñas Ruiz Ramírez para que le consolaran el destierro del campo. Pero cuando la anciana la dejó en la celda de sor Juana y se alejó sin mayor explicación, la negra se topó con el silencio del lugar. Y no supo qué hacer. Se quedó de pie porque nadie le había dado permiso para sentarse; miró hacia la pared forrada de libros con la extraña sensación de que estaba ante los de la biblioteca de don Pedro. Y así se quedó sabiendo que tendría que limpiarlos como ocurría con los de Panoayan, sin entender esos signos ni el secreto placer que producían a quienes los miraban, pero segura de que en esa fila de lomos y pergaminos se prolongaba la vida de la hacienda.

Cuando entraron las chiquillas y la descubrieron, la abrazaron y saltaron gozosas, aunque Juana Inés, que venía detrás de ellas, acalló su algarabía recordándoles el comportamiento en el convento. Juana explicó que la señora Isabel la mandaba como un regalo para ella, "señorita Juana Inés; perdón, madre de la Cruz", dijo con torpeza. Juana de San José y las niñas se rieron aclarándole que ellas le decían hermana, pero como en realidad era su hermana no estaban en falta. La negra las apretó contra su pecho, como asideros de su vida, como pedruscos que no le permitirían resbalar a lo más hondo de la cueva en que había entrado.

Había pasado tiempo de aquello, pensaba apesadumbrada Juana mientras preparaba la tina tibia de sor Juana. Era ella quien semana a semana calentaba el agua y la llevaba a cubetadas a donde estaban las tinas que utilizaban las madres acompañadas solamente de sus donadas o esclavas. Y era en esos momentos de soledad oscura y tibia, en la antesala de la intimidad de Juana Inés, que la asaetaba la melancolía que había incorporado a sus días desprovistos de la alegría de cantar frente al caldero en Panoayan. Alejada del resto de las hermanas, de la hora del comedor, de las faenas de la celda donde entraban y salían las niñas y otras donadas que las atendían, donde asomaba la abadesa o sor Cecilia pidiendo favores y dulces —porque la monja regordeta sabía que Antonia e Inés recibían dulcería de casa—, alejada de las misas y las confesiones de los viernes donde las monjas pegaban la cara al piso para gritar sus pecados y aquello le imponía porque había quienes eran condenadas al cilicio en sus celdas, aquel refugio de agua y silencio le daba una paz oscura y necesaria.

Ese día no podría ser como los otros. Había llegado la triste noticia de la muerte de Leonor Carreto. Veinte días antes habían venido los marqueses de Mancera a despedirse de sor Juana. Habían estado mucho tiempo en el locutorio y Juana Inés no asistió a las vísperas ni a las completas, mucho menos a la cena. Tenía permiso de la abadesa por ser día muy especial. Juana de San José la miró entrar desde el petate en que dormía al lado de las niñas, la vio subir a la parte alta de la celda donde estaba su habitación y su estudio, y contempló la luz de la vela parpadeante en el muro hasta que se quedó dormida.

La imaginó escribiendo con el tintero que Juana de San José mantenía limpio y lleno. Pero esta mañana el padre Antonio Núñez la había mandado llamar a las oficinas de la abadesa; volvió descompuesta, más pálida de lo que lucía con esa toca tan apretada a su cara.

—Murió Leonor —dijo, y contuvo el llanto.

Juana de San José no supo qué decir. Torpemente anunció que le prepararía el baño aunque no fuera el día en que lo acostumbraba. Y Juana Inés aceptó. Que la perdonara la abadesa que ya la había reprendido otras veces, pero ella no podía agregarle el
sor;
prefería decirle hermana como las niñas, producía una familiaridad real. Ahora que vaciaba el agua calentada a leña en la tina de mármol temía ver el sufrimiento de la hermana Juana Inés. Sabía cuán importante había sido esa señora elegante que la visitaba a menudo; la hermana Juana Inés le había contado del Palacio, de cómo la educó y le mandó a hacer vestidos muy hermosos, y de cómo todo eso no valía nada frente a la amistad muy grande de esa señora.

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