Ya disponía de todas las otras cosas que necesitaba. El Hornet Moth solo requeriría unas cuantas horas más de trabajo antes de que estuviese listo para despegar. Pero su depósito de combustible se hallaba vacío.
La puerta de la cocina se abrió sin hacer ningún ruido y Karen salió por ella. Iba acompañada de Thor, el viejo setter rojo que hacía sonreír a Harald debido a lo mucho que se parecía al señor Duchwitz. Karen se detuvo en el escalón y miró cautelosamente en torno a ella, como hace un gato cuando hay desconocidos en la casa. Llevaba un grueso suéter verde que ocultaba su figura, y los viejos pantalones de pana marrón que Harald llamaba sus pantalones de jardinería. Pero tenía un aspecto maravilloso. Me llamó querido, se dijo Harald, acariciando aquel recuerdo. Me llamó querido.
Karen le sonrió con una alegre sonrisa que dejó deslumbrado a Harald.
—¡Buenos días!
Su voz pareció sonar peligrosamente alta. Harald se llevó un dedo a los labios para pedirle que no hablara, pensando que sería más prudente que guardaran silencio. No había nada que discutir: la noche anterior habían trazado su plan sentados en el suelo de la iglesia abandonada mientras comían pastel de chocolate sacado de la despensa de Kirstenslot.
Harald encabezó la marcha por el interior del bosque. Protegidos por la espesura, recorrieron la mitad de la longitud del parque. Cuando estuvieron a la altura de las tiendas de los soldados, atisbaron cautelosamente por entre los arbustos. Tal como había esperado Harald, vieron a un solo hombre montando guardia, inmóvil ante la tienda que servía como cantina mientras bostezaba. A aquellas horas, todos los demás estaban durmiendo. Harald se sintió muy aliviado al ver satisfechas sus expectativas.
El suministro de combustible de la compañía veterinaria provenía de un pequeño camión cisterna que se hallaba estacionado a unos cien metros de las tiendas, sin duda como una medida de seguridad. La separación ayudaría a Harald, aunque él habría deseado que fuera más grande. Ya había observado que el camión cisterna contaba con una bomba de mano, y que no había ningún mecanismo de cierre.
El camión se encontraba aparcado junto al camino que conducía a la puerta del castillo, para que los vehículos pudieran ir hacia él rodando por una superficie dura. La manguera estaba en el lado del conductor, para que fuese más cómodo repostar. Como consecuencia de ello, la mole del camión impedía que quienquiera que lo utilizase pudiera ser visto desde el campamento.
Todo estaba tal como esperaban, pero Harald titubeó. Robar gasolina delante de las narices de los soldados parecía una locura. Pero pensar demasiado era peligroso, porque el miedo podía llegar a paralizarte. El antídoto contra eso era la acción. Harald salió de la espesura sin pensárselo dos veces, dejando atrás a Karen y el perro, y anduvo rápidamente sobre la hierba húmeda yendo hacia el camión cisterna.
Descolgó la manguera de su gancho y la metió dentro de la lata, y luego extendió la mano hacia la palanca de la bomba. Cuando la hizo bajar, un gorgoteo resonó dentro de la cisterna y fue seguido por el sonido de la gasolina cayendo dentro de la lata. El bombeo parecía estar haciendo mucho ruido, pero quizá no el suficiente para que fuese oído por el centinela que se encontraba a cien metros de distancia.
Harald miró nerviosamente a Karen. Tal como habían acordado, ella estaba vigilando desde la pantalla de vegetación, lista para alertar a Harald si se aproximaba alguien.
La lata se llenó rápidamente. Harald enroscó el tapón y la levantó. Pesaba mucho. Volvió a colgar la manguera de su gancho y luego se apresuró a regresar a los árboles. Una vez que estuvo a cubierto, se detuvo para dirigir una sonrisa triunfal a Karen. Había robado dieciocho litros de petróleo y había logrado huir con ellos. ¡El plan estaba funcionando!
Dejando a Karen allí, Harald cogió un atajo por el bosque para ir al monasterio. Ya había dejado abierta la gran puerta de la iglesia para poder entrar y salir por ella. Pasar la pesada lata por el ventanal habría sido demasiado complicado y hubiese requerido demasiado tiempo. Harald entró en la iglesia y dejó la lata en el suelo con un suspiro de alivio. Luego abrió el panel de acceso y quitó el tapón del depósito de combustible del Hornet Moth. Estuvo luchando torpemente con él durante unos momentos porque tenía los dedos entumecidos de haber cargado con la pesada lata, pero finalmente consiguió abrirlo. Vació la lata dentro del depósito del avión, volvió a poner en su sitio los dos tapones para reducir al mínimo el olor del combustible, y salió de la iglesia.
Mientras estaba llenando la lata por segunda vez, el centinela decidió efectuar una patrulla.
Harald no podía verlo venir, pero supo que algo iba mal en cuanto Karen silbó. Levantó los ojos para verla salir del bosque seguida por Thor. Harald soltó la palanca de la bomba y se puso de rodillas para mirar por debajo del camión cisterna y a través del césped, y vio aproximarse las botas del soldado.
Ya habían previsto aquel problema y estaban preparados para hacerle frente. Todavía de rodillas, Harald vio cómo Karen echaba a andar por la hierba. Se encontró con el centinela mientras este todavía estaba a unos, cincuenta metros del camión cisterna. El perro olisqueó amistosamente la ingle del hombre. Karen sacó sus cigarrillos. ¿Se mostraría simpático el centinela, y fumaría un cigarrillo con una chica muy guapa? ¿O sería un fanático de la rutina, y le pediría a Karen que pasease a su perro por algún otro sitio mientras él continuaba con su patrulla? Harald contuvo la respiración. El centinela cogió un cigarrillo, y los dos encendieron sus pitillos.
El soldado era un hombre bajito de piel cetrina. Harald no podía oír sus palabras, pero sabía lo que estaba diciendo Karen: no podía dormir, se sentía sola, quería alguien con quien hablar. Mientras discutían aquel plan la noche anterior, Karen le había preguntado a Harald si no creía que el centinela podía sospechar. Harald le había asegurado que la víctima estaría demasiado encantada de poder flirtear con ella para dudar de sus motivos. En realidad no se sentía tan seguro como había pretendido, pero para su alivio el centinela estaba cumpliendo con sus predicciones.
Vio cómo Karen señalaba un tocón y luego llevaba al soldado hacia él. Luego se sentó, colocándose de tal manera que el centinela le daría la espalda al camión cisterna si quería sentarse junto a ella. Harald sabía que ahora Karen estaría diciendo que los chicos de por allí eran muy aburridos, y que a ella le gustaba hablar con hombres que hubieran viajado un poco y visto algo de mundo, porque le parecían más maduros. Karen palmeó suavemente la superficie del tocón para animar al soldado a que se sentara junto a ella. Como era de esperar, el soldado se sentó.
Harald reanudó el bombeo.
Llenó la lata y se apresuró a volver al bosque. ¡Dieciocho litros!
Cuando regresó, Karen y el centinela continuaban en las mismas posiciones. Mientras volvía a llenar la lata, Harald calculó cuánto tiempo necesitaba. Llenar la lata requería cosa de un minuto, el trayecto hasta la iglesia unos dos, echar el combustible dentro del depósito del Hornet Moth otro minuto, y el trayecto de vuelta otros dos. Seis minutos para cada viaje daban un total de cincuenta y cuatro minutos para nueve latas. Dando por sentado que iría cansándose hacia el final, podía calcular un total de una hora.
¿Se podía mantener charlando al centinela durante tanto tiempo? Aquel hombre no tenía nada más que hacer. Los soldados se levantaban a las cinco y media, y empezaban a cumplir con sus obligaciones a las seis. Suponiendo que los británicos no invadieran Dinamarca durante la próxima hora, el centinela no tenía ninguna razón para dejar de hablar con una chica bonita. Pero era un soldado, sometido a la disciplina militar, y podía parecerle que tenía el deber de patrullar.
Lo único que podía hacer Harald era esperar que las cosas fueran lo mejor posible, y darse prisa.
Llevó la tercera lata a la iglesia. Ya van cincuenta y cuatro litros, pensó con optimismo, más de trescientos veinte kilómetros…, una tercera parte de la distancia a Inglaterra.
Siguió con sus viajes. Según el manual que había encontrado en la cabina, el DH87B Hornet Moth debería poder volar un poco más de mil kilómetros con un depósito lleno. Esa cifra presuponía que no hubiese viento. La distancia hasta la costa inglesa, en la medida en que podía calcularla Harald basándose en el atlas, era de unos novecientos sesenta kilómetros. Aquello quería decir que el margen de seguridad distaba mucho de ser suficiente. Un viento de cara reduciría la velocidad y haría que terminaran cayendo al mar. Harald decidió que llevaría una lata de gasolina llena dentro de la cabina. Eso añadiría unos ciento diez kilómetros al radio de vuelo del Hornet Moth, siempre suponiendo que se le ocurriese alguna manera de llenar el tanque al máximo estando en el aire.
Harald bombeaba con la mano derecha y llevaba la lata con la izquierda, y en cuanto hubo vaciado la cuarta lata dentro del depósito del avión ya tenía doloridos ambos brazos. Cuando volvió a por la quinta lata, vio que el centinela estaba de pie, como preparándose para irse, pero Karen todavía lo mantenía hablando. Entonces rió de algo que había dicho el hombre, y le dio una juguetona palmada en el hombro. Era un gesto de coquetería que no resultaba nada propio de ella, pero aun así Harald sintió una punzada de celos. Karen nunca le había palmeado juguetonamente el hombro.
Pero lo había llamado querido.
Harald llevó a la iglesia la quinta y la sexta lata, y sintió que ya había recorrido dos terceras partes de la distancia hasta la costa inglesa.
Cada vez que se sentía asustado, pensaba en su hermano. Descubrió que le costaba mucho aceptar que Arne estuviera muerto. No paraba de pensar en si su hermano aprobaría lo que estaba haciendo, lo que diría cuando Harald le contara algún aspecto de sus planes, cómo se mostraría escéptico o divertido o impresionado. En ese sentido, Arne seguía formando parte de la vida de Harald.
Harald no creía en el fundamentalismo obstinadamente irracional de su padre. Todo aquel hablar del cielo y el infierno le parecía mera superstición. Pero ahora veía que en cierta manera los muertos vivían dentro de las mentes de aquellos que los habían querido, y que eso era una especie de otra vida. Cada vez que su resolución empezaba a flaquear, se acordaba de que Arne lo había dado todo por aquella misión, y entonces sentía un súbito impulso de lealtad que le confería nuevas fuerzas a pesar de que el hermano al cual le debía aquella lealtad ya no existiera.
Harald estaba regresando a la iglesia con la séptima lata cuando fue visto.
Mientras iba hacia la puerta, un soldado vestido con ropa interior salió de los claustros. Harald se quedó paralizado, con la lata de petróleo que llevaba en la mano, tan incriminatoria como un arma que todavía estuviera caliente después de haber sido disparada. El soldado, medio dormido, fue hasta un arbusto y empezó a orinar y bostezar al mismo tiempo. Harald vio que era Leo, el joven que se había mostrado tan entrometidamente amistoso con él hacía tres días.
Leo se dio cuenta de que lo estaban mirando, se sobresaltó al encontrarse observado y puso cara de culpabilidad.
—Lo siento —farfulló.
Harald supuso que iba contra las reglas orinar en los arbustos. Habían cavado una letrina detrás del monasterio, pero quedaba bastante lejos y Leo estaba siendo perezoso. Harald trató de sonreír tranquilizadoramente.
—No te preocupes —dijo en alemán. Pero pudo oír el temblor del miedo en su propia voz.
Leo no pareció percibirlo. Poniéndose bien la ropa, frunció el ceño.
—¿Qué hay en la lata?
—Agua, para mi motocicleta.
—Oh. — Leo bostezó, y luego señaló el arbusto con un pulgar—. Se supone que no debemos…
—Olvídalo.
Leo asintió y se fue trastabillando.
Harald entró en la iglesia. Se detuvo un instante, cerrando los ojos mientras esperaba a que se disipara la tensión que se había adueñado de él. Luego echó el combustible dentro del depósito del Hornet Moth.
Cuando se aproximaba al camión cisterna por octava vez, vio que su plan estaba empezando a desmoronarse. Karen se alejaba del tocón, dirigiéndose nuevamente hacia el bosque. Se despidió del soldado con un afable gesto de la mano, así que debían de haberse separado en buenos términos, pero Harald supuso que el hombre tenía algún deber que estaba obligado a cumplir. Aun así, se estaba alejando del camión cisterna para ir hacia la tienda que servía como cantina, por lo que a Harald le pareció que podía seguir adelante con lo suyo, y volvió a llenar la lata.
Mientras la llevaba al bosque, Karen se reunió con él y murmuró:
—Tiene que encender la estufa de la cocina.
Harald asintió y apretó el paso. Vació la octava lata dentro del depósito del avión y regresó para la novena. El centinela no era visible por parte alguna, y Karen le hizo el signo del pulgar hacia arriba para indicarle que podía seguir adelante. Harald llenó la lata por novena vez y regresó a la iglesia. Tal como había calculado, aquello llevó el nivel del combustible al borde del tapón, con un poco que sobró y se derramó fuera. Pero Harald necesitaba una lata extra para llevarla dentro de la cabina. Regresó por última vez.
Karen lo detuvo en el límite del bosque y señaló hacia adelante. El centinela se había detenido junto al camión cisterna del combustible. Harald vio con horror que, en su prisa, se había olvidado de devolver la manguera a su gancho, y el conducto del combustible colgaba descuidadamente. El soldado miró a uno y otro lado del parque con un fruncimiento de perplejidad en el ceño, y luego devolvió la manguera al sitio en el que debía estar. Después se quedó allí durante un rato. Sacó cigarrillos, se puso uno en la boca, abrió una caja de fósforos; y luego se alejó del camión cisterna antes de encender su fósforo.
—¿Todavía no tienes suficiente gasolina? — le susurró Karen a Harald.
—Necesito una lata más.
El centinela se estaba alejando con la espalda dirigida hacia el camión cisterna, fumando, y Harald decidió correr el riesgo. Cruzó rápidamente la extensión de hierba. Para su consternación, descubrió que el camión cisterna no lo ocultaba del todo desde el ángulo de visión del soldado. Aun así metió el extremo de la manguera en la lata y empezó a bombear, sabiendo que sería visto si al hombre se le ocurría volverse. Llenó la lata, volvió a poner la manguera en su sitio, enroscó el tapón de la lata y empezó a alejarse.