Eso quería decir que ahora tendría que matar el tiempo, pero la cautela lo era todo. Si podía conseguir la película de manos de Harald aquella noche, luego podría tomar el primer tren a Copenhague por la mañana; partir hacia Bornholm por mar por la noche, cruzar hasta Suecia el día siguiente, y estar en Londres doce horas después, con dos días de tiempo antes de la luna llena. Valía la pena perder unas cuantas horas.
Desembarcó en el atracadero de Sande y fue andando al hotel. No podía entrar en el edificio, por miedo a encontrarse con alguien que se acordara de ella, así que fue a la playa. El tiempo no estaba para tomar baños de sol —había unas cuantas nubes, y una brisa fría llegaba del mar—, pero las casetas de rayas para bañistas al viejo estilo habían sido llevadas hasta allí sobre sus ruedas, y unas cuantas personas chapoteaban entre las olas o hacían un picnic sobre la arena. Hermia pudo encontrar una pequeña hondonada resguardada del viento entre las dunas y desaparecer de la escena vacacional.
Esperó allí mientras subía la marea y un caballo del hotel tiraba de las casetas con ruedas llevándoselas por la playa. Hermia había pasado una gran parte de las dos últimas semanas sentándose y esperando.
Vio a los padres de Arne una tercera vez, en el viaje que hacían a Copenhague cada década. Arne los había llevado a todos a los jardines del Tívoli y había mostrado su faceta más indolente y divertida, que dejó encantadas a las camareras, hizo reír a su madre, y consiguió que incluso su hosco padre recordara los días en la Jansborg Skole. Unas semanas después llegaron los nazis y Hermia abandonó el país de una manera que a ella le pareció bastante ignominiosa, en un tren cerrado junto con una multitud de diplomáticos de países hostiles a Alemania.
Y ahora había regresado en busca de un secreto letal, arriesgando su vida y las de otros.
Dejó su posición a las cuatro y media. La rectoría quedaba a unos quince kilómetros del hotel, una caminata de dos horas y media yendo a buen paso, con lo que llegaría sobre las siete. Estaba segura de que para aquel entonces todo el mundo se habría marchado y encontraría a Harald y sus padres sentados en la cocina sin abrir la boca.
La playa no se hallaba desierta. Hermia se cruzó con gente en varias ocasiones durante su largo paseo. Se mantuvo lo más alejada posible de ellos, dejando que la tomaran por una persona que no quería relacionarse, y nadie la reconoció.
Finalmente divisó los contornos de la iglesia y la rectoría. Pensar que aquel había sido el hogar de Arne la llenó de tristeza. No se veía a nadie. Cuando estuvo un poco más cerca, vio la tumba reciente en el pequeño cementerio.
Con el corazón lleno de pena, Hermia cruzó el patio de la iglesia y se detuvo junto a la tumba de su prometido. Se quitó las gafas de sol. Vio que había montones de flores: la gente siempre se sentía muy conmovida por la muerte de un hombre joven. El dolor se apoderó de ella, y empezó a temblar con violentos sollozos. Las lágrimas corrieron por su rostro. Cayó de rodillas y cogió un puñado de la tierra amontonada sobre la tumba, pensando en el cuerpo de Arne yaciendo debajo de ella. Yo dudaba de ti, pensó, pero eras el más valiente de todos nosotros.
Al cabo cesó el llanto y pudo ponerse en pie. Se secó la cara con la manga. Tenía trabajo que hacer.
Cuando se volvió, vio la alta figura y la cabeza en forma de cúpula del padre de Arne, inmóvil a unos metros de ella. Debía de haberse acercado silenciosamente, y esperado a que ella se pusiera en pie.
—Vaya, pero si es Hermia… —dijo—. Que Dios te bendiga.
—Gracias, pastor. — Quería abrazarlo, pero el pastor no era el tipo de hombre que da abrazos y por eso se limitó a estrecharle la mano.
—Llegaste demasiado tarde para el funeral.
—Eso fue intencionado. No podía permitir que me vieran.
—Más vale que entres en la casa.
Hermia lo siguió a través de la extensión de áspera hierba. La señora Olufsen estaba en la cocina, pero por una vez no se hallaba delante del fregadero. Hermia supuso que las vecinas se habrían encargado de poner un poco de orden después del velatorio y que habrían lavado los platos. La señora Olufsen estaba sentada a la mesa de la cocina con un sombrero y un vestido negro. Cuando vio a Hermia, se echó a llorar.
Hermia la abrazó, pero su compasión fue un poco distraída y distante. La persona a la que quería ver no se encontraba en la habitación. Tan pronto como pudo hacerlo decentemente, preguntó:
—Esperaba poder ver a Harald.
—No está aquí —dijo la señora Olufsen.
Hermia tuvo la horrible sensación de que aquel largo y peligroso viaje era en vano.
—¿No asistió al funeral?
La señora Olufsen sacudió la cabeza con los ojos llorosos.
Conteniendo su exasperación lo mejor que pudo, Hermia dijo:
—¿Y dónde está?
—Será mejor que te sientes —dijo el pastor.
Hermia se obligó a ser paciente. El pastor estaba acostumbrado a que lo obedecieran, y ella no llegaría a ninguna parte desafiando su voluntad.
—¿Tomarás una taza de té? — preguntó la señora Olufsen—. No es de verdad, claro.
—Sí, por favor.
—¿Y un bocadillo? Han sobrado muchos.
—No, gracias. — Hermia no había comido nada en todo el día, pero estaba demasiado tensa para comer—. ¿Dónde está Harald? — preguntó impacientemente.
—No lo sabemos —dijo el pastor.
—¿Cómo es eso?
El pastor pareció avergonzado, una expresión rara en su cara.
—Harald y yo nos dijimos cosas bastante duras. Yo estuve tan terco como él. Desde entonces, el Señor me ha recordado cuán precioso es el tiempo que un hombre pasa con sus hijos. — Una lágrima rodó por su rostro lleno de arrugas—. Harald se fue hecho una furia, negándose a decir adónde iba. Cinco días después regresó, solo por unas horas, y tuvimos algo parecido a una reconciliación. En esa ocasión le dijo a su madre que iba a alojarse en la casa de un compañero de la escuela, pero cuando telefoneamos, nos dijeron que no estaba allí.
—¿Cree que todavía está enfadado con usted?
—No —dijo el pastor—. Bueno, quizá lo esté, pero esa no es la razón por la que ha desaparecido.
—¿Qué quiere decir?
—Mi vecino, Axel Flemming, tiene un hijo que está en la policía de Copenhague.
—Me acuerdo de él —dijo Hermia—. Peter Flemming.
—Tuvo la desvergüenza de acudir al funeral —intervino la señora Olufsen, hablando en un tono lleno de amargura que no era nada propio de ella.
El pastor siguió hablando.
—Peter afirma que Arne espiaba para los británicos, y que Harald está continuando con su trabajo.
—Ah.
—No pareces sorprendida.
—No le mentiré —dijo Hermia—. Peter está en lo cierto. Le pedí a Arne que sacara fotografías de la base militar que hay en esta isla. Harald tiene la película.
—¿Cómo pudo hacer algo semejante? — exclamó la señora Olufsen—. ¡Arne está muerto a causa de eso! ¡Perdimos a nuestro hijo y tú has perdido a tu prometido! ¿Cómo pudo hacerlo?
—Lo siento —murmuró Hermia.
—Hay una guerra, Lisbeth —dijo el pastor—. Muchos hombres jóvenes han muerto combatiendo a los nazis. Hermia no tiene la culpa de lo que ocurrió.
—He de conseguir la película que Harald tiene en su poder —dijo Hermia—. Tengo que dar con él. ¿Me ayudarán?
—¡No quiero perder a mi otro hijo! — dijo la señora Olufsen—. ¡No podría soportarlo!
El pastor le cogió la mano.
—Arne estaba haciendo algo contra los nazis. Si Hermia y Harald pueden terminar el trabajo que empezó, entonces su muerte tendrá algún significado. Debemos ayudar.
La señora Olufsen asintió.
—Lo sé —dijo—. Lo sé, pero es que estoy muy asustada…
—¿Adónde dijo Harald que iba a ir? — preguntó Hermia.
—A Kirstenslot —respondió la señora Olufsen—. Es un castillo, el hogar de la familia Duchwitz. El hijo, Josef, estaba en la escuela con Harald.
—Pero ellos dicen que ahora no está allí.
La señora Olufsen volvió a asentir.
—Pero no anda muy lejos. Hablé con Karen, la hermana gemela de Josef. Está enamorada de Harald.
—¿Cómo lo sabes? — preguntó el pastor incrédulamente.
—Por la voz que ponía cuando hablaba de él.
—No me lo mencionaste.
—Habrías dicho que eso era algo que yo no podía notar.
El pastor sonrió con abatimiento.
—Sí, eso es lo que hubiese dicho.
—Así que usted piensa que Harald está en los alrededores de Kirstenslot, y que Karen sabe dónde se encuentra —dijo Hermia.
—Sí.
—Entonces tendré que ir allí.
El pastor sacó un reloj del bolsillo de su chaleco.
—Has perdido el último tren. Será mejor que pases la noche aquí. Mañana te llevaré al transbordador en cuanto amanezca.
La voz de Hermia se convirtió en un suspiro.
—¿Cómo puede ser tan bueno conmigo? Arne murió a causa de mí.
—El Señor da y el Señor quita —dijo el pastor—. Bendito sea el nombre del Señor.
El Hornet Moth estaba listo para volar.
Harald ya había instalado los nuevos cables procedentes de Vodal. El neumático pinchado había sido su última tarea. Harald había utilizado el gato del Rolls—Royce para levantar el avión y luego había llevado la rueda al garaje más próximo y pagado a un mecánico para que reparase el neumático. También se le había ocurrido un método para poder repostar en vuelo, quitando una de las ventanas de la cabina y pasando una manguera a través del hueco hasta introducirla en el conducto del llenador de combustible. Finalmente había desplegado las alas, dejándolas fijadas en posición de vuelo mediante las clavijas de acero que acompañaban al Hornet Moth. Ahora el avión llenaba todo el ancho de la iglesia.
Miró fuera. Hacía un día muy tranquilo, con un poco de viento y unas cuantas nubes bajas que servirían para ocultar el Hornet Moth a la Luftwaffe. Aquella noche partirían.
La ansiedad le ponía un nudo en el estómago cuando pensó en ello. El simple hecho de volar alrededor de la escuela de adiestramiento de Vodal a bordo de un Tiger Moth le había parecido una aventura espeluznante. Ahora Harald planeaba volar centenares de kilómetros por encima del mar abierto.
Un avión como el Hornet Moth siempre debería mantenerse junto a la costa, para que de esa manera pudiese tomar tierra planeando en el caso de que tuviera problemas. Volando hasta Inglaterra desde allí, teóricamente era posible seguir las líneas costeras de Dinamarca, Alemania, Holanda, Bélgica y Francia. Pero Harald y Karen estarían muchos kilómetros mar adentro, muy lejos de las tierras ocupadas por los alemanes. Si algo iba mal, no tendrían ningún lugar al que ir.
Harald todavía estaba preocupándose por ello cuando Karen entró por la ventana, llevando consigo una cesta como la Caperucita Roja. El corazón de Harald dio un vuelco de placer al verla. Mientras trabajaba en el avión, había pasado el día entero pensando en cómo se habían besado aquel amanecer, después de que hubieran robado el combustible. De vez en cuando se rozaba los labios con las yemas de los dedos para que el recuerdo volviese a su memoria.
Karen contempló el Hornet Moth y dijo:
—Uf.
Harald se sintió muy complacido al ver que la había impresionado.
—Bonito, ¿verdad?
—Pero no puedes sacarlo por la puerta mientras esté así.
—Ya lo sé. Tendré que volver a plegar las alas, y luego volveré a extenderlas una vez que el avión esté fuera.
—¿Y entonces por qué las has desplegado ahora?
—Para practicar. La segunda vez podré hacerlo más deprisa.
—¿Como cuánto de deprisa?
—No estoy seguro.
—¿Y los soldados? Si nos ven…
—Estarán durmiendo.
Karen se había puesto muy solemne.
—Estamos listos, ¿verdad?
—Estamos listos.
—¿Cuándo nos iremos?
—Esta noche, naturalmente.
—Oh, Dios mío.
—Esperar solo sirve para incrementar las probabilidades de nos descubran antes de que nos hayamos ido.
—Lo sé, pero…
—¿Qué?
—Supongo que no había pensado que el momento llegaría tan deprisa. — Sacó un paquete de su bolsa y se lo tendió distraídamente—. Te he traído un poco de buey frío. — Cada noche le llevaba algo para que cenara.
—Gracias. — Harald la observó con mucha atención—. No habrás cambiado de parecer, ¿verdad?
Ella sacudió la cabeza resueltamente.
—No. Solo me estaba acordando de que han pasado tres años desde la última vez que me senté en un asiento de piloto.
Harald fue hacia el banco de trabajo, seleccionó una hachuela y un ovillo de grueso cordel y lo guardó todo en el pequeño compartimiento que había debajo del salpicadero del avión.
—¿Para qué es eso? — preguntó Karen.
—Si caemos al mar, me imagino que el avión se hundirá debido al peso del motor. Pero por sí solas las alas flotarían. Así que si podemos cortar las alas, entonces podríamos unirlas con ese cordel para hacer una balsa improvisada.
—¿En el mar del Norte? Creo que no tardaríamos mucho en morir de frío.
—Eso siempre es mejor que ahogarse.
Karen se estremeció.
—Si tú lo dices…
—Deberíamos coger unas cuantas galletas y un par de botellas de agua.
—Traeré unas cuantas de la cocina. Y hablando del agua… vamos a pasar más de seis horas en el aire.
—¿Y?
—¿Cómo hacemos pipí?
—Abriendo la puerta y esperando que todo vaya lo mejor posible.
—Eso será una solución para ti.
Harald sonrió.
—Lo siento.
Karen miró en torno a ella y cogió un puñado de periódicos viejos.
—Guárdalos en la cabina.
—¿Para qué?
—Por si se da el caso de que yo tenga que hacer pipí.
Él frunció el ceño.
—No veo cómo…
—Reza para que nunca tengas que llegar a averiguarlo.
Harald puso los periódicos encima del asiento.
—¿Tenemos algún mapa? — preguntó Karen.
—No. Pensé que nos limitaríamos a volar hacia el oeste hasta que viéramos tierra, y que lo que viéramos entonces sería Inglaterra.
Karen sacudió la cabeza.
—Cuando estás en el aire siempre resulta bastante difícil saber dónde te encuentras exactamente. Yo solía perderme solo volando por aquí. ¿Y si el viento nos desvía de nuestro curso? Podríamos tomar tierra en Francia por error.