Miró hacia abajo. Las llamas todavía temblaban encima del camión cisterna, y su claridad le permitió ver a los soldados saliendo del monasterio en su ropa de dormir. El capitán Kleiss estaba agitando los brazos mientras gritaba órdenes. La señora Jespersen yacía inmóvil en el suelo, aparentemente inconsciente. Hermia Mount había desaparecido. En la puerta del castillo, unos cuantos sirvientes permanecían inmóviles contemplando el avión.
Karen señaló un dial en el panel de instrumentos.
—No lo pierdas de vista —dijo—. Es el indicador de inclinación. Utiliza el timón de dirección para mantener la aguja en la posición de las doce.
La luz de la luna atravesaba el techo transparente de la cabina, pero no llegaba a ser lo bastante intensa para leer los instrumentos. Harald iluminó el dial con la linterna.
Continuaban subiendo, y el castillo fue empequeñeciéndose detrás de ellos. Karen no paraba de mirar a izquierda y derecha así como hacia delante, aunque no había mucho que ver aparte del paisaje danés iluminado por la luna.
—Abróchate la hebilla del cinturón —dijo Karen. Harald vio que ella llevaba puesto el suyo—. Eso evitará que te golpees la cabeza con el techo de la cabina si el viaje resulta un poco movido.
Harald se puso el cinturón. Empezaba a creer que habían escapado, y se permitió sentirse triunfante.
—Pensé que iba a morir Y yo…, varias veces.
—Tus padres van a enloquecer de preocupación.
—Les dejé una nota.
—Eso es más de lo que hice yo —dijo Harald, al que no se le había ocurrido pensar en ello.
—Intentemos seguir con vida, ¿de acuerdo? Eso los hará muy felices.
Harald le acarició la mejilla.
—¿Cómo te encuentras?
—Tengo un poco de fiebre.
—La tienes. Deberías beber un poco de agua.
—No, gracias. Tenemos por delante un vuelo de seis horas, y ningún cuarto de baño. No quiero tener que hacer pipí encima de un periódico delante de ti. Eso podría ser el fin de una hermosa amistad.
—Cerraré los ojos.
—¿Y pilotarás el avión con los ojos cerrados? Olvídalo. Aguantaré.
Karen bromeaba, pero Harald estaba preocupado por ella. Los nervios de él todavía no se habían recuperado de la dura prueba por la que acababan de pasar, y Karen había hecho todas esas mismas cosas con un tobillo y una muñeca dislocadas. Harald esperaba que no perdiera el conocimiento.
—Mira la brújula —dijo Karen—. ¿Cuál es nuestro curso?
Harald había examinado la brújula mientras el avión estaba en la iglesia y sabía cómo leerla.
—Doscientos treinta.
Karen inclinó el avión hacia la derecha.
—Nuestro curso hacia Inglaterra debería ser doscientos cincuenta. Avísame cuando lo estemos siguiendo.
Harald iluminó la brújula con la linterna hasta que esta mostró el curso correcto, y luego dijo:
—Ya está.
—¿Hora?
—Las doce cuarenta.
—Deberíamos ir tomando nota de todo esto, pero no hemos traído lápices.
—No creo que se me vaya a olvidar nada de ello.
—Me gustaría subir por encima de estas nubes —dijo Karen—. ¿Cuál es nuestra altitud?
Harald dirigió el haz de la linterna hacia el altímetro.
—Mil cuatrocientos diez metros.
—Lo cual quiere decir que esta nube se encuentra a unos mil quinientos metros del suelo.
Unos instantes después el avión fue engullido por lo que parecía humo, y Harald comprendió que habían entrado en la nube.
—Mantén iluminado el indicador de velocidad aérea —dijo Karen—. Avísame enseguida si nuestra velocidad cambia.
—¿Por qué?
—Cuando estás volando a ciegas, resulta bastante difícil mantener el avión en la altitud correcta. Yo podría subir el morro o bajarlo sin darme cuenta. Pero si eso ocurre, lo sabremos porque nuestra velocidad aumentará o disminuirá.
La sensación de estar ciego era extrañamente inquietante. Así es como tienen que ocurrir los accidentes, pensó Harald. Un avión podía estrellarse contra la cima de una montaña si estuviera envuelto en nubes. Afortunadamente no había montañas en Dinamarca. Pero si diese la casualidad de que había otro avión volando dentro de la misma nube, entonces los dos pilotos no lo sabrían hasta que ya fuese demasiado tarde.
Cuando hubo transcurrido un par de minutos, Harald descubrió que la nube dejaba pasar suficiente luz de luna para que pudiera verla remolineando junto a las ventanas. Entonces, para el inmenso alivio de Harald, salieron de ella y pudo ver la sombra del Hornet Moth proyectada por la luna sobre la nube, debajo de ellos.
Karen movió la palanca hacia delante para nivelar el avión.
—¿Ves el contador de revoluciones por minuto?
Harald encendió la linterna.
—Pone dos mil doscientos.
—Ve cerrando la válvula poco a poco hasta que baje a mil novecientos.
Harald hizo lo que le decía Karen.
—Utilizamos la potencia del motor para cambiar nuestra altitud —le explicó ella—. Válvula hacia delante, subimos; válvula hacia atrás, bajamos.
—¿Y entonces cómo controlamos nuestra velocidad?
—Mediante la altitud del avión. Morro hacia abajo para ir más rápido, morro hacia arriba para ir más despacio.
—Ya lo he pillado.
—Pero nunca subas el morro demasiado bruscamente, o entrarás en pérdida. Eso quiere decir que pierdes altura porque el motor empieza a calarse, y el avión se precipita.
A Harald le pareció que era una idea realmente aterradora.
—¿Y entonces qué haces?
—Bajas el morro para incrementar las revoluciones del motor. Es fácil…, pero surge el pequeño problema de que tus instintos te dicen que subas el morro, y eso lo empeora todo.
—Lo recordaré.
—Coge la palanca durante un rato —dijo Karen—. Veamos si puedes volar siguiendo el curso y manteniendo nivelado el avión. Bueno, ya tienes el control.
Harald agarró la palanca de control con la mano derecha.
—Se supone que has de decir: «Tengo el control» —dijo Karen—. Eso sirve para que el piloto y el copiloto nunca lleguen a encontrarse en una situación en la que cada uno piense que es el otro quien está pilotando el avión.
—Tengo el control —dijo Harald, pero no sentía que lo tuviese. El Hornet Moth tenía una vida propia, se bamboleaba y caía con cada turbulencia, y Harald descubrió que tenía que recurrir a todos sus poderes de concentración para mantener las alas niveladas y el morro en la misma posición.
—¿Te has dado cuenta de que siempre estás tirando de la palanca hacia atrás?
—Sí.
—Eso es porque hemos gastado un poco de combustible, lo que modifica el centro de gravedad del avión. ¿Ves esa palanca que hay en la esquina superior derecha de tu puerta?
Harald echó un rápido vistazo hacia arriba.
—Sí.
—Es la palanca de ajuste del timón de profundidad. Yo la moví hacia delante hasta ponerla al máximo para el despegue, cuando el depósito estaba lleno y la cola pesaba mucho. Ahora el avión necesita volver a ser ajustado.
—¿Cómo hacemos eso?
—Muy fácil. Sujeta la palanca con menos fuerza. ¿Notas cómo quiere deslizarse hacia delante por sí sola?
—Sí.
—Mueve la palanca de ajuste hacia atrás. Descubrirás que ya no es tan necesario que ejerzas una constante presión hacia atrás sobre la palanca.
Karen estaba en lo cierto.
—Ajusta ese control hasta que ya no necesites seguir tirando de la palanca.
Harald fue tirando de la palanca, haciéndola retroceder gradualmente. Antes de que pudiera darse cuenta de lo que estaba sucediendo, la columna de control ya le presionaba la mano.
—Demasiado —dijo, desplazando unos milímetros hacia delante la palanca de ajuste—. Eso está mejor.
—También puedes ajustar el timón de dirección, moviendo el dial que hay dentro de esa rendija con salientes de la parte inferior del panel de instrumentos. Cuando el avión está correctamente ajustado, debería volar siguiendo el curso y manteniéndose nivelado sin que haya ninguna presión sobre los controles.
Harald apartó experimentalmente su mano de la columna. El Hornet Moth continuó volando nivelado.
Volvió a poner la mano sobre la palanca.
La nube que había debajo de ellos no era continua, y a intervalos podían ver el suelo iluminado por la luna a través de los huecos. No tardaron en dejar atrás Selandia y se encontraron volando sobre el mar.
—Comprueba el altímetro —dijo Karen.
Harald descubrió que le costaba bastante bajar la vista hacia el panel de instrumentos, porque sentía instintivamente que necesitaba concentrarse en pilotar el avión. Cuando apartó la mirada del exterior, vio que habían alcanzado los dos mil cien metros de altitud.
—¿Cómo ha ocurrido eso? — preguntó.
—Estás manteniendo el morro demasiado hacia arriba. Es natural. Inconscientemente, temes chocar con el suelo y por eso sigues tratando de ascender. Baja el morro.
Harald movió la palanca hacia delante. Mientras el morro del Hornet Moth estaba bajando, vio a otro avión. En sus alas había unas cruces muy grandes. El miedo se apoderó de Harald.
Karen lo vio al mismo tiempo que él.
—Infiernos. La Luftwaffe —dijo, sonando tan asustada como se sentía Harald.
Karen empuñó la palanca e hizo bajar el morro en un brusco descenso.
—Tengo el control.
—Tienes el control.
El Hornet Moth inició un rápido picado.
Harald reconoció al otro avión como un Messerschmitt Bf110, un caza nocturno bimotor con un inconfundible plano de cola formado por dos alerones y una larga carlinga de color verde invernadero. Se acordó de que Arne había hablado del armamento del Bf110 con una mezcla de temor y envidia: en el morro tenía cañones y ametralladoras, y Harald pudo ver las ametralladoras traseras sobresaliendo del extremo posterior de la carlinga. Aquel era el avión que se utilizaba para derribar a los bombarderos británicos después de que la estación de radio de Sande los hubiera detectado.
El Hornet Moth se hallaba completamente indefenso.
—¿Qué vamos a hacer? — dijo Harald.
—Tratar de volver a meternos dentro de esa capa de nubes antes de que ese caza se encuentre lo bastante cerca para poder atacarnos. Maldita sea, no hubiese debido permitir que subieras tanto…
El Hornet Moth continuaba descendiendo. Harald echó una ojeada al indicador de velocidad aérea y vio que habían alcanzado los ciento treinta nudos. La sensación era como la de estar precipitándose por una montaña rusa. Reparó en que se estaba agarrando al borde de su asiento.
—¿No es peligroso hacer esto? — preguntó.
—Menos que el que te disparen.
El otro avión se aproximaba rápidamente. Era mucho más veloz que el Moth. Hubo un destello y un estruendo de disparos. Harald ya había estado esperando que el Messerschmitt disparara contra ellos, pero aun así no pudo reprimir un grito de conmoción y miedo.
Karen viró hacia la derecha, tratando de hacer que al artillero le resultara lo más difícil posible apuntar. El Messerschmitt pasó por debajo de ellos como una exhalación. Los disparos cesaron y el motor del Hornet Moth siguió zumbando. No les habían dado.
Harald se acordó de que Arne le había dicho que a un avión veloz le resultaba bastante difícil acertarle a uno lento. Quizá eso los había salvado.
Mientras viraban, Harald miró por la ventana y vio al caza perdiéndose en la lejanía.
—Creo que estamos fuera de su alcance —dijo.
—No por mucho tiempo —replicó Karen.
Y así era, porque el Messerschmitt ya estaba virando. Los segundos transcurrieron lentamente mientras el Hornet Moth se precipitaba hacia la protección de la nube y el veloz caza alemán describía un gran viraje. Harald vio que su velocidad había llegado a los ciento sesenta nudos. La nube se hallaba prometedoramente próxima…, pero no lo suficiente.
Vio los destellos y oyó las detonaciones cuando el caza volvió a abrir fuego. Esta vez el Hornet Moth se encontraba más cerca y el caza disponía de un ángulo mejor de ataque. Harald se horrorizó al ver aparecer un desgarrón en la tela del ala inferior izquierda. Karen empujó bruscamente la palanca y el Hornet Moth se ladeó.
Entonces, de pronto, se vieron sumergidos en la nube.
Los disparos cesaron.
—Gracias a Dios —dijo Harald. Aunque hacía frío, estaba sudando.
Karen tiró de la palanca y niveló el avión. Harald iluminó el altímetro con la linterna y vio que la aguja iba frenando poco a poco su movimiento antihorario y se detenía justo encima de los mil quinientos metros. La velocidad fue volviendo gradualmente a la velocidad de crucero normal de ochenta nudos.
Karen volvió a ladear el avión, cambiando de dirección para que el caza no pudiera alcanzarlos con solo seguir su curso anterior.
—Baja las revoluciones a mil seiscientas —dijo Karen—. Descenderemos hasta quedar justo debajo de esta nube.
—¿Por qué no nos mantenemos dentro de ella?
—Es difícil volar dentro de una nube durante mucho tiempo. Te desorientas, y no sabes distinguir el arriba del abajo. Los instrumentos te dicen lo que está sucediendo, pero tú no los crees. Así es como ocurren muchos accidentes.
Harald encontró la palanca en la oscuridad y tiró de ella.
—Fue mera casualidad que apareciera ese caza —dijo Karen—. Los alemanes quizá pueden vernos con sus haces de ondas de radio.
Harald frunció el ceño y empezó a pensar, alegrándose de tener un rompecabezas que apartara su mente del peligro que corrían.
—Lo dudo —dijo—. El metal interfiere las ondas de radio, pero no creo que el lino o la madera lo hagan. Un gran bombardero de aluminio reflejaría los haces mandándolos de vuelta a sus antenas, pero solo nuestro motor haría eso, y probablemente es demasiado pequeño para aparecer en sus detectores.
—Espero que estés en lo cierto —dijo Karen—. Si no, estamos muertos.
Salieron por debajo de la nube. Harald incrementó las revoluciones hasta mil novecientas, y Karen tiró de la palanca.
—No dejes de mirar alrededor—le dijo después—. Si volvemos a verlo, tenemos que subir lo más deprisa posible.
Harald hizo lo que le decía, pero no había mucho que ver. A un kilómetro y medio por delante de ellos, la luna brillaba a través de un hueco entre las nubes, y Harald pudo distinguir la geometría irregular de los campos y el terreno boscoso. Tenían que estar encima de la gran isla central de Fionia, pensó. Más cerca, una intensa luz se movía perceptiblemente a través del oscuro paisaje, y Harald supuso que sería un tren o un coche de la policía.