Volver a empezar (43 page)

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Authors: Ken Grimwood

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Volver a empezar
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Pamela había terminado de vestirse y se cepilló el cabello fino y lacio con el que se había levantado de la cama. ¿Cuántas veces la había visto peinarse así, en cuántos espejos? Más de los que ella podía imaginar o de los que él se atrevía a recordar.

—Te veré la semana que viene —le dijo Pamela inclinándose para besarlo, y luego cogió su bolso de la mesilla de noche—. Intentaré coger el tren temprano. Él le retribuyó el beso, sostuvo unos instantes entre sus manos su rostro sonriente y pensó en los años, las décadas, las esperanzas y los planes logrados y malogrados de sus vidas…

Pero a la semana siguiente disfrutarían de un día entero para ellos, un día cálido de primavera. Algo que merecía la pena esperar. La primera brisa invernal sopló desde el lago agitando las hojas amarillo rojizas de los árboles de Cherry Hill. La fuente del vestíbulo de la estación soltaba sus chorros de agua fría cuando Jeff y Pamela pasaron delante de ella en dirección del Bow Bridge de Central Park con su agraciado arco de hierro forjado.

Al llegar al otro lado del puente, deambularon hacia el norte por los senderos arbolados del Paseo, dejando el lago a la izquierda. Cientos de pájaros cantaban alegremente a su alrededor, preparándose para el viaje hacia el sur.

—¿No sería maravilloso que pudiéramos ir con ellos? —comentó Pamela, apretujándose contra Jeff mientras seguían andando—. Volar a alguna isla o a Sudamérica…

Él no le contestó, se limitó a abrazarla con más fuerza enlazándola por la cintura con gesto protector. Pero sabía con amarga certeza que no podía protegerla de lo que pronto iba a ocurrirles a ambos.

En el extremo norte del lago se detuvieron en Balcony Bridge, desde donde se quedaron mirando las arboledas que había debajo y el agua en la que se reflejaban los rascacielos de Manhattan.

—Adivina qué —susurró Pamela, acercando su rostro al de él.

—¿Qué?

—Le he dicho a Steve que el fin de semana volveré a Boston a ver a mi antigua compañera de la universidad. Desde el viernes hasta el lunes. Si quieres, podríamos irnos en avión a alguna parte.

—Es…, es estupendo.

No podía decir nada más; habría sido el colmo de la crueldad contarle lo que sabía. Que ése sería el último día que iban a verse. Dentro de cinco días, el martes siguiente, para ellos el mundo acabaría para siempre.

—No te veo nada entusiasmado —le dijo, frunciendo el ceño.

Jeff se esforzó por sonreír y trató de ocultar la pena y el miedo. Dejaría que ella se aferrara a su inocente confianza en los años que creía tener por delante; tan cerca del fin, mentirle era el mejor regalo que podía hacerle.

—Es genial —le dijo con fingido entusiasmo—. Es que me ha sorprendido, es todo. Podemos ir adonde tú quieras. A cualquier parte. Barbados, Acapulco, las Bahamas…, elige tú.

—Me da igual —contestó ella, apretándose contra él—, con tal de que sea un lugar caluroso y tranquilo y que vaya contigo. Jeff sabía que si volvía a hablar su voz lo delataría. La besó y luchó para que la pena infinita que sentía se transformara en una expresión tangible de cuanto había sentido por ella, de cuanto habían…

Ella gimió de repente y cayó completamente sin fuerzas contra su cuerpo. Él la aferró de los hombros y la sostuvo para que no se fuera de bruces contra el suelo.

—¿Pamela? Dios mío, ¿qué…?

Pamela recuperó el equilibrio, apartó el rostro y lo miró asombrada.

—¿Jeff? Cielos, ¿Jeff?

En sus ojos volvió a reflejarse todo nuevamente: comprensión, reconocimiento, recuerdos. El conocimiento y la angustia acumulados en ocho vidas distintas le ensombrecieron el rostro y le crisparon la boca con repentina confusión. Miró a su alrededor, vio el parque, el horizonte irregular de Nueva York. Se le llenaron los ojos de lágrimas y buscó con la mirada los de Jeff.

—Me había… ¡Se suponía que esto había acabado!

—Pamela…

—¿En qué año estamos? ¿Cuánto tiempo tenemos? No podía ocultárselo, tenía que saberlo.

—En 1988.

Volvió a mirar los árboles, las hojas cobrizas que se arremolinaban a su alrededor.

—¡Ya es otoño!

Con la mano le alisó el pelo que el viento le había alborotado, y deseó poder aplazar la verdad aunque tan sólo fuera un instante, pero no pudo.

—Trece de octubre —le dijo en voz baja.

—¡Faltan sólo cinco días!

—Sí.

—No es justo —sollozó—. La última vez me había preparado, casi había llegado a aceptarlo… —Se le quebró la voz y lo miró otra vez con asombro—. ¿Qué hacemos aquí juntos? ¿Por qué no estoy en casa?

—Tenía…, tenía que verte.

—Me estabas besando —le dijo, acusadora—. ¡La estabas besando a ella, a la persona que fui!

—Pamela, creí que…

—No me importa lo que hayas creído —le espetó, apartándose de él con violencia—. Sabías que no era yo, ¿cómo has podido ser tan…, tan perverso?

—Pero eras tú —insistió—. Te faltaban los recuerdos, pero seguías siendo tú, nos…

—¡No puedo creer lo que me estás diciendo! ¿Cuánto llevamos con esta historia, cuándo has empezado con esto?

—Hace casi dos años.

—¡Dos años! Me has estado… usando como si fuera un objeto inanimado, como…

—¡No fue así, de ningún modo! Nos queríamos, volviste a pintar, a estudiar…

—¡No me importa lo que hice! Me sedujiste para alejarme de mi familia, me engañaste. ¡Sabías exactamente lo que estabas haciendo, qué cuerdas tocar para influir en mí, para controlarme!

—Pamela, por favor. —Tendió la mano para cogerla del brazo, para tratar de calmarla y hacer que entendiera—. Lo estás tergiversando todo, te…

—¡No me toques! —le gritó, alejándose del puente en el que momentos antes habían estado abrazándose—. ¡Déjame sola, déjame morir en paz! ¡Ojalá nos muramos los dos y que esto acabe de una vez!

Jeff trató de impedir que saliera corriendo, pero no pudo. Había perdido la última esperanza de su última vida, la había perdido en el sendero que conducía a la calle Setenta y Siete, en la ciudad anónima y devoradora…, la muerte, la muerte inmutable y certera se la arrebataría.

Capítulo 21

Jeff Winston murió solo, pero la suya no fue una muerte definitiva. Despertó en su despacho de la WFYI, donde se había truncado abruptamente la primera de sus muchas vidas; de las paredes colgaban horarios de periodistas, en su escritorio había un retrato de Linda, el pisapapeles que se había mellado cuando él se había aferrado el pecho y dejó caer el teléfono hacía tanto tiempo. Echó un vistazo al reloj digital de la estantería de libros:

12:57 18 OCT 1988

Le quedaban nueve minutos de vida. No tenía tiempo para pensar en nada más que en el dolor que se perfilaba, amenazante, y en la nada.

Las manos empezaron a temblarle y los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Eh, Jeff, lo de la nueva campaña… —Ron Sweeney, el director de promociones, estaba en el vano de la puerta de su despacho y lo miraba fijamente—. ¡Caray, estás blanco como un papel! ¿Qué te ocurre? —Jeff volvió a mirar el reloj.

13:02 18 OCT 1988

—Sal de aquí, Ron.

—¿Quieres que te traiga un Alka—Seltzer o algo así? ¿Quieres que llame a un médico?

—¡Que salgas, joder!

—Vaya, lo siento, yo sólo… —Sweeney se encogió de hombros y cerró la puerta. El temblor de las manos le fue subiendo a los hombros y de ahí pasó a la espalda. Cerró los ojos, se mordió el labio superior y sintió gusto de sangre. Sonó el teléfono. Lo cogió con mano temblorosa cerrando el amplísimo círculo que había comenzado hacía tantas vidas.

—Jeff —le dijo Linda—. Tenemos que…

El martillo invisible le golpeó el pecho y volvió a matarlo.

Volvió a despertar y miró aterrado los números rojos que brillaban en la otra punta de la habitación:

13:02 18 OCT 1988

Lanzó el pisapapeles al reloj y le destrozó la esfera de plástico. Sonó el teléfono y siguió sonando. Jeff acalló sus timbrazos con un grito, un aullido animal, y luego murió y volvió a despertar con el teléfono en la mano, y oyó las palabras de Linda y volvió a morir una y otra vez. Despertó y murió, la conciencia y el vacío se alternaron tan deprisa que no logró percibirlos, pues no podía hacer otra cosa que concentrarse en el momento en que se iniciaba el dolor en el pecho. La mente estragada de Jeff suplicó que la liberaran, pero su súplica no fue atendida, e intentó huir, hacia la locura o el olvido, ya no importaba. Pero él seguía viendo, oyendo y sintiendo, plenamente consciente de aquel tormento, suspendido sin fin en la terrible oscuridad que impera en el momento paralizante que media entre la vida y la muerte.

—Tenemos que… —oyó decir a Linda—, tenemos que hablar.

Sintió un dolor pero no supo dónde. Tardó un momento en identificar su origen: la mano con la que sujetaba el teléfono estaba rígida como una garra. Jeff la relajó y el dolor aminoró.

—¿Jeff? ¿Has oído lo que te he dicho?

Intentó hablar pero a duras penas le salió un sonido gutural mezcla de gemido y gruñido.

—He dicho que tenemos que hablar —repitió Linda—. Tenemos que sentarnos y hablar muy en serio sobre nuestro matrimonio. No sé si a estas alturas se podrá arreglar, pero me parece que merece la pena intentarlo.

Jeff abrió los ojos, miró el reloj de su estantería:

13:07 18 OCT 1988

—¿Vas a contestarme? ¿Entiendes lo importante que es esto para los dos?

Los números de la esfera del reloj cambiaron silenciosamente avanzando hasta la 13:08.

—Sí —respondió con gran esfuerzo—. Lo entiendo. Hablaremos. Ella soltó un largo suspiro.

—Tendríamos que haberlo hecho hace tiempo, quizá no sea tarde.

—Ya veremos.

—¿Crees que podrás volver temprano?

—Intentaré —le dijo Jeff con un nudo en la garganta reseca.

—Te veré entonces —dijo Linda—. Tenemos mucho de que hablar. Jeff colgó sin dejar de mirar el reloj. Eran las 13:09.

Se tocó el pecho y notó el latido acompasado. Vivo. Estaba vivo y el tiempo había retomado su fluir natural. ¿Acaso había dejado de fluir alguna vez? Tal vez había tenido un ataque al corazón, un ataque leve, aunque lo bastante fuerte como para empujarlo al borde de la alucinación. No era nada raro; él mismo había pensado en la analogía del hombre que se ahoga y ve repetirse los acontecimientos de su vida en el fondo; la primera vez que sintió el dolor esperaba que le ocurriera algo así. El cerebro era capaz de elaborar prodigiosas fantasías en las que el tiempo se comprime o se expande, sobre todo en un momento de crisis como la que él había experimentado. Claro, pensó secándose con alivio la frente sudorosa. Tenía sentido, más que creer que había pasado por todas esas vidas, experimentado todos esos…

Jeff volvió a mirar el teléfono. Sólo había un modo de salir de dudas. Sintiéndose un poco tonto, marcó el número de información del condado de Westchester.

—¿Qué ciudad, por favor? —le preguntó el operador.

—New Rochelle. Busco a un señor que se llama Robison, Steve o Steven Robison. Siguió una pausa, un clic en la línea y a continuación, una voz monótona sintetizada por ordenador le leyó el número.

A lo mejor había oído aquel nombre en alguna parte, pensó Jeff, tal vez en alguna noticia menor. Pudo habérsele grabado en la mente y quedar sutilmente entrelazado en su delirio durante semanas, incluso meses.

Marcó el número que le había dado el ordenador. Le contestó la voz gangosa y congestionada de una chica joven.

—¿Está tu madre? —le preguntó Jeff.

—Ahora se pone. ¡Mamá, teléfono!

Le contestó la voz distorsionada y sin aliento de una mujer.

—¿Diga?

Resultaba difícil precisar nada porque respiraba deprisa, como si le faltara el aire.

—¿Eres… Pamela Robison? ¿Pamela Phillips? Silencio. Hasta la respiración se detuvo.

—Kimberly —dijo la mujer—. Ya puedes colgar. Y tómate otro Contac y el jarabe para la tos.

—¿Pamela? —repitió Jeff cuando la niña hubo colgado el teléfono—. Soy…

—Ya lo sé. Hola, Jeff.

Jeff cerró los ojos, Inspiró hondo y soltó el aire despacio.

—Entonces… sí ocurrió. Todo esto ocurrió de verdad. Starsea, Montgomery Creek y Russell Hedges. ¿Sabes de qué te estoy hablando?

—Sí. Yo tampoco estaba segura de que fuera real hasta que oí tu voz. Dios mío, Jeff, empecé a morirme y a resucitar una y otra vez, tan deprisa que…

—Ya lo sé. A mí me pasó lo mismo. Pero, ¿de veras te acuerdas de todo lo que pasamos juntos, de todas esas vidas?

—De cada una de ellas. Fui médico, pintora…, tú escribiste libros, los dos…

—Planeamos.

—Sí, de eso también me acuerdo.

La oyó lanzar un largo suspiro cargado de pena, de fatiga, de algo más. Y entonces le dijo:

—En cuanto al último día en Central Park…

—Creí que iba a ser mi última vida, que tú…, que tú ya no volverías nunca. Cuando vi que se acercaba el final sentí la necesidad de estar contigo, aunque sólo fuera… con una parte de ti que en realidad no me conocía.

Ella no dijo nada y al cabo de unos instantes, el silencio quedó suspendido entre los dos como los años que habían perdido.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó al fin Pamela.

—No lo sé. Todavía no logro pensar con claridad, ¿y tú?

—Tampoco —reconoció ella—. En estos momentos no sé lo que es mejor para nosotros. Hizo una pausa vacilante—. ¿Sabes…? Kimberly no ha ido a la escuela porque está enferma, por eso se puso ella al teléfono. Es un simple resfriado, pero además, ayer tuvo su primera regla. Me morí justo cuando ella empezaba a ser mujer. Y ahora…

—Lo entiendo.

—Nunca la he visto crecer. Su padre tampoco. Y Christopher empezará el bachillerato dentro de poco… Estos años son muy importantes para ellos.

—En estos momentos es demasiado pronto como para que hagamos ningún plan definitivo —le dijo Jeff—. Tenemos que digerir un montón de cosas y aceptarlas.

—Me alegra saber que…, que no fueron imaginaciones mías.

—Pamela… —Luchó por encontrar las palabras con las que expresar lo que sentía—Si supieras cuánto…

—Ya lo sé. No tienes que decir nada más.

Jeff colgó despacio y se quedó mirando el teléfono un rato largo. Tal vez habían pasado juntos por demasiadas cosas, habían visto, conocido y compartido más de lo que es normal en este mundo. Habían ganado y perdido, se habían aferrado a las cosas y las habían dejado ir…

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