Read Vivir y morir en Dallas Online
Authors: Charlaine Harris
—¿Y en qué consiste el nuevo negocio? —pregunté.
—He comprado el centro comercial que hay junto a la autopista, donde está LaLaurie's.
—¿A quién se lo has comprado?
—Los terrenos eran de los Bellefleur. Se lo cedieron a Sid Matt Lancaster para que edificara en ellos.
Sid Matt Lancaster había sido abogado de mi hermano. Llevaba muchos años en activo y tenía mucha más influencia que Portia.
—Me alegro por los Bellefleur. Hace un par de años que intentan venderlo. Están muy necesitados de dinero. ¿Compraste el centro comercial y los terrenos? ¿Cuánto mide esa parcela?
—Alrededor de media hectárea, pero está en muy buen sitio —dijo Bill con un tono de empresario que nunca le había oído antes.
—¿Es el mismo sitio donde están LaLaurie's, la peluquería y Prendas Tara? —además del club de campo, LaLaurie's era el único restaurante con pretensiones de toda la zona de Bon Temps. Era donde todos los hombres llevaban a cenar a sus mujeres para celebrar las bodas de plata, al jefe cuando buscaban un ascenso o a la novia si de verdad la querían impresionar. Pero me habían dicho que el negocio no daba mucho dinero.
No tengo ni idea de cómo se regenta un negocio ya que toda mi vida he estado a uno o dos pasos de la pobreza. Si mis padres no hubiesen tenido la suerte de encontrar un poco de petróleo en sus tierras y no hubiesen ahorrado todo el dinero antes de que se agotara, Jason, la abuela y yo lo habríamos pasado verdaderamente mal. A punto habíamos estado de vender la casa de mis padres un par de veces para mantener la casa de la abuela y pagar los impuestos mientras ella nos criaba.
—¿Y cómo funciona? ¿Eres propietario del edificio donde se alojan los tres negocios y te pagan un alquiler?
Bill asintió.
—Así que, si quieres hacerte algo en el pelo, ve a Clip and Curl.
Sólo he ido a la peluquería una vez en toda mi vida. Si se me abrían las puntas, solía acudir a la autocaravana de Arlene y ella me las igualaba.
—¿Crees que necesito hacerme algo en el pelo? —pregunté, dubitativa.
—No, está precioso —dijo Bill con una seguridad que resultaba tranquilizadora—. Pero si quieres ir, tienen productos de manicura y cuidado del cabello —dijo «cuidado del cabello» como si estuviese pronunciando un idioma extranjero. Esbocé una sonrisa—. Y —prosiguió— lleva a quien quieras a LaLaurie's. No tendrás que pagar.
Me volví sobre el asiento para mirarlo fijamente.
—Y Tara sabe que tiene que poner en mi cuenta toda la ropa que te lleves.
Sentí cómo me estallaba el temperamento y se desbordaba. Por desgracia, Bill no.
—O sea que, en otras palabras —dije con un tono cargado de orgullo—, saben que tienen que mimar a la chica del jefe.
Bill pareció percatarse de que había cometido un error.
—Oh, Sookie —empezó, pero no tenía nada que hacer. El orgullo se me había desbordado hasta la cara. No suelo perder los estribos, pero cuando me pasa se me da muy bien.
—¿Por qué no puedes limitarte a mandarme unas malditas flores, como cualquier novio? Unos bombones también servirían. Me gustan los dulces. ¡Cómprame una tarjeta Hallmark si quieres, o un gatito, o una bufanda!
—Quería hacerte un regalo —dijo con cautela.
—Me has hecho sentir como una mantenida. Y seguro que has dado la misma impresión a la gente que trabaja en esos establecimientos.
Por la expresión de su cara bajo la tenue luz del salpicadero, pude ver cómo Bill se preguntaba cuál era la diferencia. Acabábamos de pasar el desvío al lago Mimosa y los faros del coche delataban los bosques que jalonaban la carretera.
Para mi sorpresa, el tubo de escape pareció toser y el coche se caló. Aproveché la oportunidad.
Bill habría bloqueado las puertas de saber lo que iba a hacer, pues pareció francamente desconcertado cuando me apeé y emprendí la marcha hacia el bosque.
—¡Sookie, vuelve aquí ahora mismo! —por Dios que Bill estaba enfadado. Bueno, le había costado lo suyo llegar a estarlo. La cosa ya no tenía remedio cuando me adentré en el bosque.
Sabía que si Bill me quería en el coche no me quedaría más remedio que estarlo, pues es unas veinte veces más fuerte y más rápido que yo. Después de unos instantes sumida en la oscuridad, casi deseé que me alcanzara, pero entonces el orgullo volvió a chasquear en mi mente y supe que había hecho lo correcto. Bill parecía un poco confundido acerca de la naturaleza de nuestra relación, y yo quería que lo tuviese bien claro. Por mí podía irse solo a Shreveport y explicar mi ausencia a su superior, Eric. Vaya, eso sí que le enseñaría una lección.
—Sookie —me llamó Bill desde el borde de la carretera—. Me voy a la gasolinera más cercana a buscar un mecánico.
—Buena suerte —murmuré entre dientes. ¿Una gasolinera con un servicio de reparaciones abierto en plena noche? Bill se había quedado en los cincuenta, o en alguna otra época histórica.
—Te estás comportando como una cría, Sookie —dijo Bill—. Podría ir a por ti, pero no voy a perder el tiempo. Cuando te tranquilices, súbete al coche y ciérralo. Me voy —Bill también tenía su orgullo.
Para mi alivio y preocupación, oí los leves pasos en la carretera que indicaban que Bill corría a la velocidad de los vampiros. Se había marchado de verdad.
Seguramente pensaba que me estaba dando una lección, cuando lo cierto era justamente lo contrario. Me lo repetí varias veces. Después de todo, regresaría al cabo de unos minutos. Estaba segura. Lo único que tenía que hacer era no adentrarme tanto en el bosque como para caerme en el lago.
La oscuridad era absoluta. Si bien la luna no estaba del todo llena, era una noche despejada y la sombra de los pinos se antojaba completamente negra en contraste con el frío y remoto destello de los espacios abiertos.
Deshice mi camino hacia la carretera, respiré hondo y dirigí mis pasos hacia Bon Temps, en dirección opuesta a la que había tomado Bill. Me preguntaba cuántos kilómetros habríamos recorrido desde Bon Temps antes de que Bill iniciara la conversación. No demasiados, era lo que me repetía a mí misma, convenciéndome de que lo que llevaba en los pies eran zapatillas deportivas, y no sandalias de tacón alto. No me había llevado ninguna prenda de abrigo y tenía erizada la piel al aire entre la blusa y los pantalones. Aligeré el paso. No había ninguna farola, así que lo habría pasado mal de no ser por la luz de la luna.
Justo cuando recordé que había por ahí alguien suelto que había asesinado a Lafayette, empecé a escuchar pasos que discurrían paralelos a los míos por el bosque.
Cuando me detuve, el movimiento entre los árboles hizo lo mismo.
Ya tenía suficiente.
—Bien, ¿quién anda por ahí? —grité—. Si vas a comerme, acabemos con esto de una vez.
Una mujer emergió del bosque. Con ella iba una especie de cerdo salvaje cuyos colmillos brillaban en medio de la noche. En la mano izquierda, la mujer llevaba un palo corto o una vara con una especie de penacho en la punta.
—Genial —me dije—. Sencillamente genial.
La mujer tenía un aspecto tan temible como el animal. Estaba segura de que no era una vampira, pues podía sentir su actividad mental, pero estaba claro que era algún tipo de ser sobrenatural porque no enviaba una señal clara. Aun así podía atisbar el tono de sus pensamientos. Aquello parecía divertirla.
No podía tratarse de nada bueno.
Recé por que el cerdo salvaje fuera amistoso. No era muy habitual verlos en Bon Temps, aunque de vez en cuando algún cazador atisbara alguno; aún más raro era ver uno abatido. Así que ésta era una ocasión entre un millón. Aunque el animal oliera a mil demonios.
No sabía muy bien a quién dirigirme. Después de todo, cabía la posibilidad de que el cerdo no fuese ningún animal, sino un cambiante. Esa era una de las cosas que había aprendido a lo largo de los últimos meses. Si los vampiros, que desde siempre habían sido considerados como un mito excitante, existían de verdad, lo mismo podía ocurrir con otras cosas igualmente catalogadas.
Estaba muy nerviosa, así que sonreí.
Ella tenía una larga melena enredada de un color indefinido, si bien oscuro, bajo aquella luz incierta, y apenas iba vestida. Lucía una especie de atuendo corto, rasgado y manchado. Iba descalza. Me devolvió la sonrisa. En lugar de gritar, amplié la mía.
—No tengo intención de comerte —dijo.
—Me alegra saberlo. ¿Qué me dice de su amigo?
—Oh, el cerdo —como si acabase de reparar en su presencia, la mujer extendió la mano y rascó el cuello del animal del mismo modo que lo haría yo con un perro. Los feroces colmillos oscilaron de arriba abajo—. Sólo hará lo que yo le diga —añadió, como si tal cosa. No necesité ningún traductor para comprender la amenaza. Traté de parecer igual de despreocupada mientras paseaba la mirada por el terreno circundante, desesperada por encontrar un árbol al que poder encaramarme en caso de necesidad. Pero todos los troncos que tenía a mi alcance estaban desprovistos de ramas. Eran los pinos salvajes que crecían a millones en nuestra parte del bosque y alimentaban los aserraderos. Las ramas hacían acto de presencia a partir de los cuatro metros.
Caí en la cuenta de algo en lo que debí haber reparado antes: la avería del coche de Bill no era una casualidad, e incluso puede que la discusión que habíamos tenido tampoco.
—¿Quería hablar conmigo de algo? —le pregunté, y al volverme hacia ella descubrí que se había acercado varios metros. Ahora podía verle la cara un poco mejor, y en absoluto me sentí más tranquila. Tenía una mancha alrededor de la boca y, cuando la abrió para hablar, pude ver que sus dientes presentaban márgenes oscuros: Doña Misteriosa se había comido un mamífero crudo—. Veo que ya ha cenado —dije, nerviosa, e inmediatamente me habría abofeteado yo misma por la tontería.
—Mmmm —dijo ella—. ¿Eres la mascota de Bill?
—Sí —dije. No me gustaba el término que había empleado, pero no estaba en disposición de objetar nada—. Se sentiría terriblemente molesto si algo me ocurriese.
—Como si me importase la ira de un vampiro —dijo, ofendida.
—Disculpe, señora, pero ¿qué es usted? Si no le ofende la pregunta.
Volvió a sonreír, y yo me estremecí.
—En absoluto. Soy una ménade.
Eso era algo griego. No sabía exactamente el qué, pero era femenino, salvaje y vivía en entornos silvestres, si no me equivocaba.
—Es muy interesante —dije, esbozando la mejor sonrisa de la que pude echar mano—. ¿Y está de paseo esta noche porque...?
—Necesito enviar un mensaje a Eric Northman —dijo, acercándose más aún. Esta vez pude ver cómo lo hacía. El cerdo salvaje resolló junto a ella, como si lo llevase atado. El hedor era insoportable. Vi su tupida cola meneándose hacia delante y hacia atrás en una especie de movimiento nervioso.
—¿Y cuál es el mensaje? —la miré y me volví para salir corriendo a toda prisa. Si no hubiese ingerido un poco de sangre de vampiro a principios de verano, no me habría podido dar la vuelta a tiempo y habría recibido el golpe en el pecho y la cara en lugar de en la espalda. Era como si alguien muy fuerte hubiese lanzado un enorme rastrillo y las puntas me hubiesen mordido la piel, abriéndose paso por mi espalda.
Fui incapaz de mantenerme en pie, y me lancé de frente para caer sobre el estómago. Oí cómo se reía a mis espaldas, al tiempo que el cerdo seguía resollando. Y entonces desapareció. Me quedé allí tendida, llorando durante uno o dos minutos. Traté de no chillar, y me encontré como una parturienta jadeante, tratando de controlar el dolor. La espalda me dolía terriblemente.
Con la poca energía que me quedaba, también me permití el lujo de enfadarme. Esa zorra, ménade o lo que demonios fuese, me había tomado por un panel de anuncios viviente. Mientras me arrastraba sobre ramas, terreno escarpado, agujas de pino y tierra, mi ira iba ganando enteros. Todo el cuerpo me temblaba de dolor y rabia. Me arrastré sin parar, hasta que dejé de pensar que merecía la pena morirme dado el lamentable estado que debía de presentar. Me dirigí a rastras de vuelta al coche, hacia el punto en el que Bill tuviera más probabilidades de encontrarme, pero cuando casi había llegado me lo pensé dos veces antes de permanecer en espacio abierto.
Había dado por sentado que la carretera era sinónimo de auxilio, pero era evidente que no. Apenas unos minutos antes había aprendido que no todo el mundo con el que te cruzas en la carretera está de humor para ayudar. ¿Qué pasaría si me topaba con otra cosa hambrienta? El olor de mi sangre podría estar atrayendo a un depredador en aquel preciso instante. Dicen que los tiburones son capaces de detectar las más ínfimas partículas de sangre en el agua, y a nadie le cabe duda de que un vampiro es la versión terrestre de un tiburón.
Así que me arrastré hasta el linde de los árboles en vez de permanecer junto a la carretera, donde sería visible. No parecía un lugar muy digno o significativo para morir. No era como el Álamo o las Termópilas. No era más que un punto boscoso indeterminado junto a una carretera del norte de Luisiana. Probablemente estaba tumbada sobre hiedras venenosas. Aunque quizá tampoco fuera a vivir lo suficiente para notar los primeros síntomas del envenenamiento.
Esperaba que, con el tiempo, el dolor comenzara a remitir, pero no hacía sino aumentar. No podía evitar que las lágrimas surcaran mis mejillas. Traté de no sollozar en voz demasiado alta para no atraer más atención, pero me resultaba imposible permanecer en silencio.
Me concentraba tan desesperadamente por no hacer ruido, que casi pasé por alto a Bill. Recorría la carretera mirando hacia el bosque, y por su forma de hacerlo supe que estaba alerta ante el peligro. Bill sabía que algo iba mal.
—Bill —murmuré, pero gracias a su oído vampírico aquello era como un grito.
Se quedó quieto de repente, los ojos escrutando la oscuridad.
—Estoy aquí —dije, tragándome un sollozo—. Ten cuidado —podía ser que alguien me estuviera usando como cebo.
Bajo la luz de la luna, vi que su rostro estaba desprovisto de cualquier emoción, pero sabía que estaba sopesando las posibilidades, igual que yo. Uno de los dos tenía que moverse, y me di cuenta de que si al menos podía salir a la luz de la luna, Bill podría ver más claramente si algo me atacaba.
Extendí las manos, me aferré a la maleza y tiré. Ni siquiera era capaz de ponerme de rodillas, así que aquélla era toda la velocidad que podía alcanzar. Empujé un poco con los pies, aunque apenas ese exiguo uso de los músculos de la espalda desembocó en un dolor atroz. No quería mirar hacia Bill mientras me movía porque no quería ablandarme ante su ira. Y es que era casi palpable.