Read Vivir y morir en Dallas Online
Authors: Charlaine Harris
Así que fui al trabajo con alegría. Cuando vi el solitario Buick aparcado delante del bar, me acordé de la sorprendente borrachera de Andy de la noche anterior. Confieso que sonreí, pensando en cómo debía de sentirse esa mañana. Justo cuando iba a dar marcha atrás y aparcar junto a los coches de los demás empleados, me di cuenta de que la puerta de atrás del coche de Andy estaba ligeramente abierta. Eso supondría que la luz interior habría permanecido encendida y que su batería se habría agotado. También supondría que él se enfadaría, que tendría que entrar en el bar para llamar a la grúa y pedir a alguien que le llevara... En fin, aparqué y me deslicé fuera del coche, dejándolo en marcha. Aquello resultó ser un error revestido de optimismo.
Empujé la puerta, pero apenas cedió un centímetro. Empujé con el cuerpo, convencida de que se cerraría y de que podría seguir con lo mío. De nuevo, la puerta no quiso cerrarse. Impaciente, la abrí de par en par y descubrí qué la atascaba. Una oleada de olor nauseabundo invadió el aparcamiento. Se me hizo un nudo en la garganta ante un hedor que no me era en absoluto desconocido. Contemplé el asiento trasero del coche, cubriéndome la boca con la mano, aunque eso apenas ayudó a disimular el olor.
—Oh, Dios —susurré—. Mierda.
Alguien había dejado en el asiento trasero a Lafayette, uno de los cocineros del Merlotte's. Estaba desnudo. Era el fino pie marrón de Lafayette, con las uñas teñidas de un profundo carmesí, lo que impedía que la puerta se cerrara del todo, y era su cadáver lo que despedía ese hedor.
Retrocedí a toda prisa, me metí como pude en mi coche y conduje hasta la parte trasera del bar, haciendo sonar el claxon. Sam salió corriendo por la puerta de empleados con un delantal atado a la cintura. Apagué el motor de mi coche y salí tan deprisa que apenas me di cuenta de que lo hacía, sólo para abrazarme a él como una posesa.
—¿Qué pasa? —oí decir a Sam en mi oído. Me eché atrás y lo miré sin necesidad de alzar mucho la vista, porque Sam es más bien bajo. Su pelo rojizo con tonos dorados brillaba bajo el sol de la mañana. Sus ojos son muy azules, y estaban muy abiertos, llenos de preocupación.
—Es Lafayette —dije, y empecé a llorar. Era ridículo y estúpido, y no ayudaba en absoluto, pero no pude evitarlo—. Está muerto, en el coche de Andy Bellefleur.
Sentí cómo los brazos de Sam se estrechaban con fuerza a mi alrededor y me conducían de vuelta al coche.
—Sookie, lamento que lo hayas visto —dijo—. Llamaremos a la policía. Pobre Lafayette.
Como ser el cocinero del Merlotte's no requiere precisamente tener unas cualidades culinarias extraordinarias, pues Sam apenas ofrece algunos sándwiches y patatas fritas, suele haber bastante rotación. Pero Lafayette había durado más que la mayoría para mi sorpresa. Lafayette era gay, ostentosamente gay, de los de maquillaje y uñas largas. La gente en el norte de Luisiana es menos tolerante que la de Nueva Orleans, y me temo que Lafayette, de raza negra, lo debió de pasar mal por partida doble. A pesar de sus dificultades, o puede que precisamente debido a ellas, era un tipo alegre, travieso, inteligente y realmente buen cocinero. Les echaba a las hamburguesas una salsa especial de su invención, y la gente solía pedir mucho aquellas
Hamburguesas
Lafayette.
—¿Tenía familiares por aquí? —le pregunté a Sam. Nos apartamos nerviosamente y nos dirigimos hacia el edificio, al despacho de Sam.
—Tenía un primo —contestó Sam, mientras sus dedos marcaban el teléfono de emergencias—. Por favor, necesitamos que alguien venga al Merlotte's, en Hummingbird Road —le dijo a la telefonista—. Hay un muerto en un coche. Sí, en el aparcamiento, en la parte de delante. Oh, y puede que quieran informar a Andy Bellefleur. Es su coche.
Desde donde estaba, podía escuchar la vocecilla del otro lado de la línea.
Danielle Gray y Holly Cleary, las dos camareras del turno de mañana, aparecieron por la puerta trasera envueltas en risas. Ambas estaban divorciadas, en el ecuador de la veintena, eran amigas de toda la vida y parecían felices con su trabajo mientras estuvieran juntas. Holly tenía un hijo de cinco años que iba al jardín de infancia, y Danielle tenía una niña de siete y otro crío demasiado joven para ir a la escuela y que se quedaba con su abuela mientras la madre trabajaba. Nunca hice migas con ninguna de las dos, a pesar de tener más o menos la misma edad que yo, por su autosuficiencia.
—¿Qué pasa? —preguntó Danielle al verme la cara. La suya, estrecha y pecosa, adquirió enseguida una sombra de preocupación.
—¿Qué hace el coche de Andy delante? —preguntó Holly. Recordé entonces que había salido con Andy Bellefleur durante bastante tiempo. Holly tenía el pelo corto y rubio, que le caía alrededor de la cara como pétalos de margarita marchitos, y la piel más preciosa que había visto jamás—. ¿Ha pasado la noche dentro?
—Él no —dije.
—¿Entonces quién?
—Lafayette.
—¿Andy ha dejado que un sarasa negro duerma en su coche? —dijo Holly, que era la que no tenía pelos en la lengua.
—¿Qué le ha pasado? —preguntó Danielle, que era la más lista de las dos.
—No lo sabemos —dijo Sam—. La policía está de camino.
—¿Estás diciendo... —dijo Danielle, lenta y cuidadosamente—, que está muerto?
—Sí —contesté—. Eso es exactamente lo que queremos decir.
—Pues tenemos que abrir dentro de una hora —comentó Holly, apoyando las manos en las caderas—. ¿Qué hacemos? Y si la policía nos deja abrir, ¿quién va a cocinar? La gente querrá comer.
—Será mejor que nos preparemos, por si acaso —dijo Sam—, aunque no creo que abramos hasta esta tarde.
Y se dirigió a su despacho para llamar a cocineros de reemplazo.
Resultaba extraño pasar por la rutina de la apertura, como si Lafayette fuese a aparecer en cualquier momento con una historia sobre alguna fiesta en la que hubiese estado, igual que había hecho apenas unos días antes. Las sirenas aullaron por la carretera comarcal que pasaba delante del Merlotte's. Los coches irrumpieron en el aparcamiento de gravilla de Sam. Cuando habíamos colocado las sillas, preparado las mesas y dispuesto nuevos cubiertos enrollados en servilletas para cambiarlos por los usados, entró la policía.
El Merlotte's se encuentra fuera de los límites de la ciudad, así que el sheriff del distrito, Bud Dearborn, estaba al mando. Bud Dearborn, que había sido buen amigo de mi padre, ahora tenía el pelo gris. Su cara era mórbida, como si fuese un pekinés humano, y sus ojos de un marrón opaco. En cuanto entró por la puerta principal del bar, me di cuenta de que calzaba unas pesadas botas y su gorra de los Saints. Debía de estar trabajando en su granja cuando recibió la llamada. Le acompañaba Alcee Beck, el único detective afroamericano del distrito. Alcee eran tan negro que su camisa blanca parecía brillar en contraste. Llevaba la corbata anudada con precisión, el traje inmaculado y los zapatos lustrosos y brillantes.
Bud y Alcee se encargaban del distrito... Al menos de los elementos más importantes que lo mantenían en funcionamiento. Mike Spencer, director de la funeraria y forense del distrito, tenía mucha mano en los asuntos locales también, y era buen amigo de Bud. Estaba dispuesta a apostar a que Mike ya estaba en el aparcamiento, lamentando verbalmente la muerte del pobre Lafayette.
—¿Quién encontró el cuerpo? —inquirió Bud Dearborn.
—Yo —Bud y Alcee se dirigieron hacia mí.
—¿Podemos usar tu despacho, Sam? —solicitó Bud. Sin esperar a la respuesta de Sam, me hizo una indicación con la cabeza para que entrara.
—Claro, adelante —dijo mi jefe escuetamente—. ¿Estás bien, Sookie?
—Estoy bien, Sam —no estaba segura de que eso fuese verdad, pero Sam no podía hacer nada al respecto sin meterse en problemas, y sin garantía alguna de que fuera a servir de ayuda. Si bien Bud me indicó que me sentara, negué con la cabeza mientras él y Alcee se acomodaron en las sillas del despacho. Evidentemente, Bud cogió la gran silla de Sam, y Alcee se conformó con la otra, la que sólo conservaba ya algo de acolchado.
—Háblanos sobre la última vez que viste a Lafayette con vida —sugirió Bud.
Me lo pensé.
—Anoche no trabajó —dije—. Le tocaba a Anthony, Anthony Bolivar.
—¿Quién es ése? —la ancha frente de Alcee se arrugó—. No me suena el nombre.
—Es amigo de Bill. Estaba de paso y necesitaba un trabajo. Tenía experiencia —de hecho, había trabajado en un comedor durante la Gran Depresión.
—¿Me estás diciendo que el cocinero del Merlotte's es un vampiro?
—¿Y qué? —pregunté. Sentí cómo la boca se me ponía rígida y las cejas se contraían. Enseguida supe que se me torcía el gesto. Intentaba con todas mis fuerzas no leer sus mentes, tratando de mantenerme completamente al margen de aquello, pero no resultaba fácil. Bud Dearborn era normal, pero Alcee proyectaba sus pensamientos como un faro lanza sus destellos. En ese preciso momento irradiaba asco y miedo.
En los meses anteriores a conocer a Bill y descubrir que valoraba mi tara —mi don, como él lo veía—, hacía todo lo que podía para fingir, de cara a mí misma y a todos los demás, que no podía leer la mente de nadie. Pero desde que Bill me liberara de la pequeña prisión que me había construido yo misma, había practicado y experimentado, siempre con el apoyo de Bill. Para él traduje en palabras lo que había estado sintiendo durante años. Había personas que mandaban mensajes claros, rotundos, como Alcee, pero el pensamiento de la mayoría de la gente me llegaba de forma intermitente, como ocurría con Bud Dearborn. Por lo que yo sabía, dependía mucho de la fuerza de sus emociones, lo lúcidos que fueran y el tiempo que hiciera. Algunas personas eran terriblemente lóbregas, y era casi imposible adivinar lo que estaban pensando. Quizá podía entrever algo de su humor, pero eso era todo.
Sabía que si tocaba a la gente mientras leía su mente, la imagen se hacía más clara, como cuando instalas la tele por cable después de estar acostumbrado a la antena tradicional. También había aprendido que si «enviaba» imágenes tranquilas a la persona, podía fluir por su mente como el agua.
No había nada que me apeteciera menos que fluir por la mente de Alcee Beck. Pero, de forma absolutamente involuntaria, estaba recibiendo una completa imagen de la profunda reacción supersticiosa de Alcee al saber que había un vampiro trabajando en el Merlotte's, así como su aborrecimiento al saber que yo era la mujer de la que había oído hablar y que salía con un vampiro; y también su profunda convicción de que el gay declarado que era Lafayette había sido toda una desgracia para la comunidad negra. Alcee supuso que alguien se la quería jugar a Andy Bellefleur al colocarle el cadáver de un gay negro en el coche. Alcee se preguntaba si Lafayette tenía sida, si el virus podía haberse transmitido de alguna manera a los asientos del coche y haber sobrevivido allí. Si el coche fuese suyo, lo vendería.
Si hubiese tocado a Alcee, habría averiguado hasta su número de teléfono y la talla de sujetador de su mujer.
Pero Dearborn me miraba con aire divertido.
—¿Decía algo? —pregunté.
—Sí. Me preguntaba si habías visto a Lafayette aquí durante la noche. ¿Se pasó para tomarse algo?
—No lo vi —ahora que lo pienso, nunca he visto a Lafayette tomarse nada. Por primera vez, me di cuenta de que, si bien a la hora de comer había gente de todo tipo, a la hora de cenar casi todos éramos blancos.
—¿Dónde pasaba el tiempo libre?
—No tengo ni idea —todas las historias que contaba Lafayette venían con los nombres cambiados para proteger a los inocentes. Bueno, a los culpables, en realidad.
—¿Cuándo fue la última vez que lo viste?
—En el coche, muerto.
Bud meneó la cabeza, exasperado.
—Digo vivo, Sookie.
—Hmmm. Creo que... hace tres días. Aún estaba aquí cuando empecé el turno, y nos saludamos. Oh, me habló de una fiesta en la que había estado —traté de recordar las palabras exactas—. Dijo que había estado en una casa donde se hacía todo tipo de marranadas sexuales.
Los dos hombres me clavaron la mirada, boquiabiertos.
—¡Bueno, ésas fueron sus palabras! No sé cuánta verdad había en ello.
Podía ver la cara de Lafayette cuando me lo contó, la tímida forma en que cruzó sus labios con el dedo, indicando que no iba a soltar prenda sobre nombres o lugares.
—¿No crees que deberías habérselo contado a alguien? —Bud Dearborn parecía aturdido.
—Era una fiesta privada. ¿Por qué debería habérselo dicho a nadie?
Pero ese tipo de fiestas no debían celebrarse en su distrito. Ambos me estaban incinerando con la mirada.
—¿Te contó Lafayette si había drogas en esa fiesta? —me preguntó Bud, con los labios tensos.
—No, no recuerdo nada de eso.
—¿La fiesta se celebró en casa de alguien blanco o negro?
—Blanco —contesté, y entonces deseé haber alegado ignorancia al respecto. Pero Lafayette había quedado muy impresionado con la casa, auque no porque fuese grande y lujosa. ¿Qué le había impresionado tanto? No estaba muy segura de las cosas que podían impresionar a Lafayette, que se había criado en un entorno de pobreza, y así había seguido, pero estaba segura de que se había referido a la casa de un blanco, pues dijo: «Todas los retratos de las paredes eran de blancos como lirios que sonreían como caimanes». No compartí ese comentario con la policía, y ellos no preguntaron más.
Cuando salí del despacho de Sam, después de explicar qué hacía el coche de Andy en el aparcamiento, volví detrás de la barra. No me apetecía ver lo que hacían allí, y no había clientes a los que atender, puesto que la policía había bloqueado los accesos.
Sam estaba colocando las botellas detrás de la barra, quitándoles el polvo de paso, y Holly y Danielle se habían agenciado una mesa en la sección de fumadores para que Danielle pudiera echarse un pitillo.
—¿Cómo ha ido? —preguntó Sam.
—No hay mucho que contar. No les ha gustado saber que Anthony trabajaba aquí, y no les ha gustado lo que les he dicho de la fiesta a la que fue Lafayette el otro día. ¿Oíste que me lo contaba? Lo de la orgía y eso.
—Sí, a mí también me dijo algo al respecto. Tuvo que ser una gran noche para él. Si es que ocurrió realmente.
—¿Crees que Lafayette se lo inventó?
—No creo que haya muchas fiestas bisexuales que admitan a ambas razas en Bon Temps —respondió.
—Pero eso es porque nadie te ha invitado a una —le solté mordaz. Me preguntaba si de verdad sabía lo que se cocía en esta pequeña ciudad. De todos los habitantes de Bon Temps, yo era la que más debía conocer los dimes y diretes, puesto que la información era, en cierto modo, más accesible para mí si me decidía a averiguarla—. Porque supongo que no lo habrán hecho, ¿verdad?