—Pero querido, realmente en este momento no puedo. No puedo. He ido a Leteo y ahora estoy de vuelta, y he prometido…
—¿Prometido a quién?
—A Stren.
—Pero yo pensé… —Había pensado excesivas cosas, y no le era posible clasificarlas o incluso aislarlas unas de otras. Bueno, quizá no había entendido los parentescos…; después de todo, había cuatro adultos y seis pequeños; ya tendría tiempo de aclararlo todo al día siguiente—. ¿Quieres decir que prometiste a Stren que no te acostarías conmigo? —añadió.
—No, tontito. Esta noche me acostaré con Stren. Por favor no te enojes. Habrá muchas oportunidades. Mañana. ¿Por la mañana? —Se rió y le tomó la cara con las dos manos, sacudiéndole la cabeza como si quisiera disipar su enfurruñamiento—. ¿Mañana muy temprano?
—No imaginé que mi primera noche aquí habría de ser así. Lo siento. Creo que hay muchas cosas que no entiendo —masculló, desolado. Luego la angustia se abatió sobre él como un proyectil y ya no le preocuparon ni los huéspedes, ni los anfitriones, ni las nuevas costumbres, ni nada—. Te quiero —gritó—. ¿Acaso no lo comprendes?
—Por supuesto, por supuesto que lo entiendo. Yo también te quiero, y nos querremos mucho, mucho tiempo. ¿Cómo pudiste suponer que no lo sabía?
Su perplejidad era tan genuina que él pudo advertirla incluso a través de las brumas de su dolor. Y contestó, tan cerca de las lágrimas como según le pareció podía llegar un adulto, que simplemente no entendía.
—Ya entenderás, amor, ya entenderás. Hablaremos hasta que comprendas, no importa el tiempo que lleve. —Y luego añadió, con una crueldad absolutamente inocente—: Pero lo haremos mañana, ahora tengo que irme. Stren me está esperando. Buenas noches, querido mío.
Y después de besar el extremo de la cabeza que él apartaba, salió rápidamente caminando sobre la punta de sus pies desnudos.
Sus palabras le habían llegado tan hondo que era imposible guardarle rencor. Sólo podía sufrir. Nunca había sabido hasta esos dos últimos días que pudiera sentir con tanta intensidad o soportar tanto dolor. Enterró la cara en los almohadones del largo sofá del… ¿salón?…, o como quiera que se llamara ese lugar en que las nociones de interior y exterior estaban tan enredadas como su corazón, pero mucho más armoniosamente, y se entregó al sufrimiento.
Al cabo de un tiempo alguien se arrodilló junto a él y tocó levemente su cuello. Torció la cabeza sólo lo suficiente para ver quién era. Era Tyng, con su cabello luminoso en la penumbra, y su cara, al menos lo que podía ver de ella, llena de compasión.
—¿Te agradaría que me quedara en lugar de ella? —preguntó.
—¡Nadie puede estar en su lugar! —gritó él, con la absoluta franqueza de alguien que se siente agobiado.
La autenticidad y la pena de ella eran inequívocas. Así lo afirmó Tyng; lo acarició una vez más y se deslizó de la habitación. En el curso de la noche Charli consiguió despertarse lo suficiente para encontrar el cuarto que le habían asignado, y así gozó de un poco de calma en el más completo de los vacíos.
Una vez despierto al llegar el día, buscó otro alivio para su pena; trabajar e iniciar el catálogo de recursos del planeta. Todos trataron de un modo u otro de comunicarse con él pero, a menos que se tratara de cuestiones de trabajo, se cerró ante cualquier contacto (excepto, por supuesto, con respecto al irresistible Handr, quien se transformó rápidamente en su amigo para toda la vida). Encontró a Tyng cerca de él cada vez con mayor frecuencia, y le fue muy útil; no se había vuelto tan áspero e irritable como para rehusar una estilográfica o un texto de referencia (abierto en el lugar oportuno) cuando se los colocaban en la mano exactamente en el momento en que los necesitaba. Tyng permanecía con él muchas horas, atenta pero absolutamente silenciosa, hasta que él condescendía a preguntarle tal o cual dato, o deseaba informarse acerca de pesos y medidas, o cálculos de horas-hombres expresados en el sistema de Vex-velt. Si ella lo ignoraba, lo averiguaba con un mínimo de demora y con absoluta claridad. Sabía, sin embargo, mucho más de lo que él había supuesto. Y así llegó un momento en que Charli empezó a charlar como un papagayo y a planear ansiosamente con ella el siguiente día de trabajo.
Nunca hablaba con Tamba. No se proponía herirla, pero podía percibir su avidez por establecer contacto con él, y no se sentía capaz de soportarla. Por consideración, ella dejó simplemente de intentarlo.
Una secuencia estadística particularmente compleja lo mantuvo trabajando sin interrupción dos días y dos noches consecutivas. Tyng lo acompañó todo el tiempo sin una sola queja, hasta que al fin, en las primeras horas de la tercera madrugada, puso los ojos en blanco y se desplomó. Charli se incorporó, tambaleándose sobre sus piernas dormidas por haber permanecido tanto tiempo sentado, se sacudió las estadísticas de los ojos, acomodó a Tyng en la mullida alfombra de piel, y enderezó una de sus piernas, que tenía doblada. Bajo la suave luz que surgía de la lámpara se veía exquisita, en especial porque Charli sabía de antemano que lo era, incluso bajo el más brillante de los resplandores. Las sombras suaves ponían de relieve el alabastro de la piel, y sus pálidos labios inconscientes ya no eran más oscuros que su tez; extrañamente, se asemejaba a una escultural figura sin vida. Usaba un vestido al estilo cretense, con un ajustado peto que sostenía sus senos desnudos y sujetaba la falda transparente. Como pensó que el cinturón podía impedirle respirar, lo desabrochó y lo apartó del cuerpo de Tyng. A la altura del diafragma, donde antes había estado el cinturón, la piel, si no a la vista, por lo menos se ofrecía al tacto hinchada y surcada de arrugas. La masajeó suavemente mientras perseguía indefinidos pensamientos a través de las brumas de la fatiga: pirofilita, Leteo, hermano, sales de vanadio recuperables, Vorhidin, precipitados, Tyng mirándome… Tyng lo observaba en la semioscuridad. Apartó los ojos de ella y su mirada recorrió el cuerpo de Tyng hasta su propia mano. Esa mano había dejado de moverse poco tiempo atrás, y había permanecido inmóvil por propia voluntad. ¿Tenía Tyng los ojos cerrados o abiertos? Se inclinó hacia delante para ver y perdió el equilibrio. Ambos penetraron en un profundo sueño, con los labios unidos, pero sin siquiera haberse besado.
El viejo Platón, en los tiempos anteriores a la Nova, decía que el primitivo ser humano era un cuadrúpedo, con dos sexos. Una noche terrible, durante una tormenta engendrada por las fuerzas del mal, todos los seres humanos fueron divididos en dos; y desde entonces cada uno ha buscado la otra mitad de sí mismo. Cada uno de los seres de sexos opuestos puede hacer algo, pero habitualmente eso en cierto modo resulta incompleto. Ahora bien, cuando una parte encuentra su otra mitad, ningún poder de la tierra puede mantenerlas separadas, ni apartarlas una vez que se han unido. Eso sucedió aquella noche, en algún momento de un sueño tan profundo que ninguno de los dos pudo recordarlo jamás. Lo que les sucedió fue que se desplazaron hacia lugares desconocidos donde nada había existido antes, y ése fue el comienzo de algo eterno. La esencia misma de una cosa como ésa es la aceptación, y para no ser juzgado a su vez, Charli Bux dejó de juzgar en exceso y comenzó a aprender, hasta cierto punto, los modos de vida que lo rodeaban. Y esa vida sin duda ocultaba muy poco. Los niños dormían donde elegían. Sus juegos sexuales no eran ni más entusiastas ni más frecuentes que sus otros juegos…, ni tampoco más disimulados. Se hablaba menos de sexo de lo que había podido comprobar en grupos de cualquier edad. Siguió trabajando intensamente, pero ya no se ocultó los hechos. Percibió una gran cantidad de cosas que no se había permitido ver antes, y descubrió con sorpresa que, después de todo, no eran el fin del mundo.
Entonces tuvo que enfrentar un nuevo y terrible golpe. Charli dormía a veces en la habitación de Tyng, y otras ella lo hacía en la de él. Una mañana temprano se despertó solo, recordó un aspecto escurridizo del trabajo, se levantó y se encaminó pesadamente hacia la habitación de ella. Se dio cuenta del significado de aquel suave canturreo demasiado tarde para pasarlo por alto; y transcurrió mucho tiempo antes de que pudiera comprender su furia ante el descubrimiento de que aquella canción no le pertenecía solamente a él. Se encontró dentro del cuarto antes de poder detenerse; después salió, cegado y tembloroso.
Estaba sentado en la tierra húmeda, en el verde hueco debajo de un sauce, cuando Vorhidin lo encontró. (Nunca supo cómo lo había hallado, ni siquiera cómo se le ocurrió buscarlo.) Miraba fijamente hacia delante, y lo había hecho tanto tiempo que los globos oculares se le habían secado. Parecía gozar con la agonía. Había hundido los dedos con tanta fuerza en la tierra que sus manos estaban enterradas hasta las muñecas. Tres uñas se habían roto al doblarse hacia atrás, pero él aún seguía presionando.
Vorhidin permaneció completamente silencioso al principio, limitándose a sentarse a su lado. Esperó un tiempo que le pareció suficiente y luego pronunció suavemente el nombre del muchacho. Charli no se movió. Entonces Vorhidin le puso una mano sobre el hombro, y el resultado fue sorprendente. Charli Bux no movió nada visible, excepto los tendones de la mandíbula y la garganta, y al contacto con la mano del vexveltiano vomitó. Fue lo que clínicamente se denomina un «vómito proyectante». Empapado y manchado desde las caderas a los pies, con los ojos secos y la mirada fija, Charli permaneció sentado inmóvil. Vorhidin, que entendía lo que había sucedido y posiblemente lo había esperado, permaneció donde se encontraba, con una mano en el hombro del joven.
—¡Dilo! —gritó.
Charli Bux giró lentamente la cabeza para mirar al hombretón. Enfocó los ojos y parpadeó, luego parpadeó nuevamente. Escupió el gusto agrio de su boca y sus labios se retorcieron y temblaron.
—Dilo —repitió Vorhidin, con voz calma pero apremiante, pues sabía que Charli no había podido contener las palabras y preferido vomitar antes que pronunciarlas.
—T…, t… —Charli tuvo que escupir nuevamente—. ¡Tú! —gritó enronquecido—. ¡Tú…, su padrel —gritó al fin, y en una fracción de segundo se transformó en un derviche furioso, en un molino de viento, en un tigre aullante.
Las manos embarradas y ensangrentadas, absolutamente fuera de dominio por el exceso de furia, no llegaron a convertirse en puños. Vorhidin se agazapó en el lugar donde se encontraba y recibió los golpes sin intentar defenderse más allá de un ocasional movimiento de la cabeza para proteger sus ojos. Luego podría curar cualquier daño que los golpes pudieran causarle, pero si esos golpes no se descargaban, Charli Bux jamás se curaría. Todo siguió y siguió por un largo rato, pues algo dentro de Charli no le permitía mostrar fatiga, y probablemente ni siquiera sentirla. Cuando el último de los recursos lo abandonó, el colapso fue súbito y total. Vorhidin se arrodilló gruñendo, se puso penosamente de pie, se inclinó sobre el terrestre, salpicándolo con su sangre, lo levantó en sus brazos y lo transportó a casa.
A su debido momento Vorhidin le explicó todo. Tomó largo tiempo, ya que al principio Charli no podía admitir ninguna razón, y menos de Vorhidin, y posteriormente sólo en pequeñas dosis. La síntesis de medio centenar de conversaciones es la siguiente:
—En la antigüedad —dijo Vorhidin— un desconocido escribió: «Lo que no sabes no es lo que te hiere, sino lo que sabes que no es así». Contéstame algunas preguntas. No te detengas a pensar. (Eso es tonto. Nadie fuera de Vexvelt se detiene a pensar en el incesto. Hablan mucho, así, y muy rápido, pero no piensan.) Yo preguntaré y tú responderás. ¿En cuántas especies bisexuales, pájaros, animales, peces e insectos incluidos, se advierten indicios del tabú del incesto?
—Realmente no puedo decirlo. No recuerdo haber leído nada al respecto, pero además, ¿quién va a escribir sobre ese asunto? Yo diría que unos pocos. Eso sería sólo natural.
—Estás equivocado. Doblemente equivocado, a decir verdad. El Homo sapiens tiene la exclusividad, Charli…; a todo lo largo y ancho del universo sólo la humanidad tiene el tabú del incesto. Segundo error: no sería natural, no lo fue, no lo es y no lo será nunca.
—Es sólo una cuestión de términos, ¿no es así? Yo lo llamaría natural. Quiero decir que es parte de la naturaleza humana. No es necesario aprenderlo.
—Ahí está el error. Tiene que ser aprendido. Estoy en condiciones de documentarlo, pero eso puede esperar; más tarde consultaremos la biblioteca. Por el momento acepta mi argumento.
—Sólo por el momento.
—Gracias. ¿Qué porcentaje de gente crees que se siente atraída sexualmente por sus hermanos o hermanas?
—¿A qué edad te estás refiriendo?
—No interesa.
—Los impulsos sexuales no se manifiestan hasta una determinada edad, ¿no es así?
—¿Es así? ¿Y cuál dirías que es la edad promedio?
—Oh…, depende del indivi… Pero has dicho «promedio», ¿no? Digamos alrededor de los ocho. Nueve quizá.
—Falso. Espera a tener hijos y lo comprobarás. Yo diría que a los dos o tres minutos. Apostaría a que también existen bastante antes de eso.
—¡No lo creo!
—Ya sé que no lo crees —contestó Vorhidin—. De todos modos es verdad. ¿Y qué me dices acerca del progenitor de sexo opuesto?
—Bueno, eso debería darse en una etapa de la conciencia capaz de captar la diferencia.
—Bien…, ahora no estás tan equivocado como de costumbre —dijo en tono bondadoso—, pero te asombraría saber lo temprano que suele suceder. Pueden oler la diferencia mucho antes que verla. Unos pocos días, tal vez una semana.
—No lo sabía.
—No lo dudo ni por un momento. Ahora, vamos a olvidarnos de todo lo que has visto aquí. Vamos a suponer que estás de vuelta en Leteo y yo te pregunto: ¿cuáles serían los efectos en una cultura si cada individuo tuviera una inmediata y aceptable relación sexual con todos los demás?
—¿Relación sexual? —Charli emitió una risita nerviosa—. Exceso sexual lo llamaría yo.
—No hay nada de eso —dijo llanamente el hombretón—. Teniendo en cuenta quién seas y cuál es tu sexo, puedes hacerlo hasta que no puedas más o puedes seguir hasta que por último no suceda nada. Un hombre puede pasarlo muy bien con un desahogo sexual moderado dos veces al mes, o menos. Otro podría recurrir normalmente a él ocho o nueve veces al día.
—Yo no llamaría normal a eso.
—Yo sí. Insólito quizá, pero ciento por ciento normal para el tipo que lo hace, siempre que no sea patológico. Lo que quiero decir es que capacidad es capacidad, ya sea para el contenido de una taza, para un caballo de fuerza o para la altura límite de un avión. Hombre o máquina, no los dañarás si te mantienes dentro de los parámetros para los que fueron diseñados. Lo que sí causa daños, y algunos de la peor especie, es la culpa y el sentimiento de pecado, en los casos en que el pecado no es más que una suerte de apetito natural. He leído historias verídicas de muchachos que se suicidaron a causa de una polución nocturna, o porque sucumbieron a la tentación de masturbarse después de cinco o seis semanas de abstinencia…, algo que por supuesto les preocupaba, manteniéndolos absolutamente obsesionados por lo que no debería tener mayor importancia que aclararse la garganta. Me gustaría poder decir que este tipo de cuento de horror sólo existe en los viejos libros, pero en muchos mundos, incluso en este mismo momento, aún está sucediendo.