Read Visiones Peligrosas III Online

Authors: Harlan Ellison

Tags: #Ciencia-ficción

Visiones Peligrosas III (14 page)

BOOK: Visiones Peligrosas III
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La puerta de la cocina se negó a abrirse, y Lloyd se dio cuenta de que eso significaba que debía ponerse los zapatos. Maldita sea, cómo le hubiera gustado ir descalzo. Maldita sea, le hubiera gustado un montón.

También le hubiera gustado ordeñar él mismo las vacas, pero Ellas le habían explicado lo peligroso que era. ¡Uno podía recibir una coz en la cabeza antes siquiera de darse cuenta de ello! A regañadientes las Máquinas le habían permitido finalmente ordeñar, cada mañana, una vaca que había sido inyectada con tranquilizantes y cuyas patas habían sido atadas a un marco de acero.

Se puso sus toscos y confortables zapatos azules y tomó de nuevo su cubo. Esta vez la puerta de la cocina se abrió fácilmente, y mientras lo hacía un gallo cantó en la distancia.

Sí, había habido un montón de puertas cerradas en la casa de Lloyd. Las suficientes como para convertirlo en un hombre amargado, de no haber sido por Ellas. Sabía que podía confiar en Ellas, pese a que lo habían dejado sin trabajo en los setenta. Durante diez años se había limitado a ir de un lado para otro, intentando conseguir trabajo en alguna fábrica, cualquier cosa. Al final de la cuerda, sí, hasta que Ellas lo habían salvado.

En el establo, Betsy, su vaca Jersey favorita, había sido ya tranquilizada y sujetada cuando llegó. La Muzik dejaba oír un melodía alegre y festiva, perfecta para el ordeño.

No, no eran las Máquinas las que te harían todas esas cochinadas, él lo sabía bien. Era la gente. La gente y los animales, las cosas vivas que intentaban constantemente darte en la cabeza. Quería mucho a Joe y Betsy, mucho más de lo que quería a la gente; no confiaba realmente en ella.

Uno podía confiar en las Máquinas. Se preocupaban por ti. El único problema con Ellas era…, bien, que sabían demasiado. Siempre estaban tan terriblemente atareadas, y eran tan terriblemente listas…; hacían que uno se sintiera inútil. Casi como si les molestara.

Fueron de todos modos diez minutos deliciosos, y cuando se dirigió al frío depósito de la leche para vaciar el cubo en el receptáculo que conducía Dios sabía dónde, Lloyd sintió un extraño impulso. Deseaba probar la leche cálida, algo que había prometido no hacer. Ellas le habían advertido de posibles enfermedades, pero esa mañana se sentía demasiado bien como para preocuparse. Se llevó el plateado cubo a los labios…

Y un rayo de luz le golpeó, arrojándole contra el suelo. Al menos parecía un rayo de luz. Intentó ponerse en pie, y descubrió que no podía moverse. Una niebla verdosa empezó a brotar del techo. ¿Qué diablos era todo aquello?, se preguntó, y se sumió en el sueño en medio de un charco de leche derramada.

La primera unidad MED informó que no había heridas superficiales. Lloyd C. Young, AAAAMTL-RHO1AB, estaba descansando bien, el pulso alto, la respiración normal. MED 8 desinfectó cuidadosamente la zona y destruyó todas las huellas de leche derramada. Mientras MED 1 lavaba su estómago y limpiaba su nariz, garganta, esófago y tráquea, MED 8 cortó y destruyó todas sus ropas. Una unidad calefactora de emergencia lo mantuvo a una temperatura adecuada hasta que pudieron construirse nuevas ropas. Pese al suelo almohadillado, el paciente se había fracturado un dedo del pie al caer. Se decidió no moverle sino construir una cama y un dispositivo de tracción allí mismo. MED 19 recomendó un castigo terapéutico.

Cuando Lloyd despertó, la televisión cobró vida, mostrando a un hombre de pelo blanco y modales amistosos.

—Tiene usted toda mi simpatía —dijo el hombre—. Ha sobrevivido usted por los pelos a lo que llamamos «Accidente Mortal Número Uno», una desafortunada caída en su propio hogar. Nuestras Máquinas fueron en parte responsables de ello, mientras intentaban salvar su vida de… —el hombre vaciló, mientras un letrero destellaba tras él: ENVENENAMIENTO BACTERIANO. Luego prosiguió—: arrancándole físicamente del peligro. Puesto que ése era el único medio del que disponíamos, su daño no podía ser evitado.

»Excepto por usted mismo. Sólo usted puede salvar su vida, en último extremo. —El hombre señaló a Lloyd—. Sólo usted puede hacer que toda la ciencia moderna sirva para algo. Y sólo usted puede ayudar a hacer que descienda nuestra impresionante tasa de mortalidad. Usted cooperará, ¿verdad? Gracias.

La pantalla se apagó, y el aparato emitió un folleto.

Era un informe completo de su accidente, y una advertencia sobre la leche no pasteurizada. Debería guardar cama durante una semana, decía, y le animaba a que hiciera uso de su teléfono y AMIGOS.

El profesor David Wattleigh estaba sentado en la templada agua de su piscina en el sur de California y soñaba con nadar. Pero estaba prohibido. Los artilugios tenían alguna forma de saber lo que estaba haciendo, suponía, puesto que cada vez que se sumergía más profundamente que hasta el pecho, el motor del resucitador chasqueaba una advertencia junto a la piscina. Sonaba como el ladrido de un perro pastor. O quizá, pensó, un Guardián de los Cielos, un antimefistófeles venido a tentarle virtuosamente.

Wattleigh se sentó perfectamente rígido por un momento, luego extrajo a regañadientes su rollizo y rosado cuerpo del agua. Ah, no era mejor que un baño. Mientras entraba en la casa, dirigió una mirada de odio y de desprecio a la acuclillada Máquina.

Parecía como si cualquier cosa que deseara hacer estuviera prohibida. Desde el día en que se había visto obligado a abandonar la literatura inglesa del siglo XIX, las coacciones de las mechanica se habían ido cerrando en torno a Wattleigh, apartándole de sus antiguos placeres uno tras otro. Habían sido suprimidos su pipa y su oporto, los suculentos desayunos, su natación de la mañana. En lugar de su biblioteca, ahora existía una especie de máquina distribuidora que, cada día, le «distribuía» dos páginas de Dickens cuidadosamente expurgado. Pasajes alegres, llenos de color, pintorescos, escritos en gruesos caracteres de parvulario. Lo deprimían completamente.

Sin embargo no se sentía enteramente vencido. Pronunciaba un anatema contra las Máquinas en cada una de las cartas que escribía a Delphinia, una dama imaginaria a la que conocía, y luchaba obstinadamente contra su comedor a cada desayuno.

Si bien el comedor no le privaba realmente de comida, haría todo lo posible por menguar su apetito. En varias ocasiones se había pintado de amarillo bilioso, había tocado música fuerte y estridente, y había exhibido retratos de gente gorda desnuda en sus paredes. Cada día le ofrecía un nuevo truco, y cada día Wattleigh era más listo que él.

Ahora se vistió con sus ropas académicas y entró en el comedor, preparado para la batalla. Hoy, observó, la habitación estaba tapizada de terciopelo verde e iluminada por un candelabro dorado. La mesa del comedor era sólida, de madera de roble, sin pulir. No había ni una pizca de comida sobre ella.

En su lugar había una mujer rubia y bonita.

—Hola —dijo, saltando de la mesa—. ¿Eres el profesor David Wattleigh? Soy Helena Hershee, de Nueva York. He obtenido tu nombre a través de AMIGOS, y he venido a conocerte.

—Oh…, ¿cómo está usted? —balbuceó él. Por toda respuesta, ella se desnudó.

MED 19 aprobó lo que siguió como tendente a debilitar aquella dañina ilusión, «Delphinia». MED 8 proyectó un año de tratamiento, y descubrió que la pérdida de peso resultante podía añadir tanto como 0,12 años a las expectativas de vida del paciente Wattleigh.

Cuando Helena se hubo ido a dormir, el profesor jugó algunas partidas con el Ajedrecista Ideal. Wattleigh había pertenecido antiguamente a un club de ajedrez, y no deseaba perder por completo el contacto con el juego. Uno podía oxidarse muy fácilmente. Se sentía sorprendido al comprobar cuántas veces el Ajedrecista Ideal tenía incluso que hacer trampas para dejarle ganar.

Pero ganaba, partida tras partida, y el Ajedrecista Ideal agitaba cada vez su cabeza de plástico de un lado a otro y murmuraba sonriendo:

—Esta vez me ha ganado, Wattleigh. ¿Hacemos otra?

—No —dijo Wattleigh, absolutamente desanimado.

Obedientemente, la Máquina dobló el tablero dentro de su pecho y se fue rodando a algún lugar.

Wattleigh se sentó en su escritorio y empezó a escribirle una carta a Delphinia.

«Mi querida Delphinia —rasgueó su vieja pluma de acero sobre el fino y satinado papel—. Hoy se me ha ocurrido algo, mientras estaba (nadando) bañándome en Brighton. A menudo te he hablado casi siempre para quejarme de su comportamiento, de mi sirviente, M—. Esa cosa, porque no me decido a llamarlo ni «él» ni «ella», se ha mostrado muy irritado por el hecho de que te escribo, hasta el punto de despuntar mis plumas y esconderme el papel. No me he rendido ante esta detestable actitud porque me siento ligado a ti…, sí, ligado, por un extraño (y terrible secreto) destino que me hace dudar a veces de quién es el amo y quién el criado. Eso me recuerda algunas antiguas comedias en las cuales amo y criado cambian sus papeles, y lo mismo hacen ama y doncella, y luego se encuentran. Me refiero, por supuesto, a las obras de»

Allí terminaba la carta, ya que el profesor no podía encontrar el nombre adecuado. Después de escribir, y tachar, «Dickens, Dryden, Dostoievski, Racine, Rousseau, Camus», y una docena de nombres más, se le acabó la tinta. Sabía que era inútil pedir más tinta, porque la Máquina se oponía absolutamente a aquella carta…

Mirando por la ventana, vio una ambulancia pintada a brillantes rayas amarillas y rosas. De modo que el médico de la puerta de al lado se iba al país de los zombies, ¿eh? O, más correctamente, al Hospital para Asocíales. En el este les llamaban «musulhombres»; allí, «zombies»; pero todo venía a ser lo mismo: los muertos vivos que no necesitaban casas sofisticadas, juegos, tinta. Necesitaban únicamente alimentación intravenosa, y poco más. Las cortinas se corrieron por sí mismas, y así Wattleigh supo que el médico estaba siendo sacado en aquel momento. Terminó su pensamiento interrumpido.

…y de todos modos él tampoco estaba completamente satisfecho con aquella carta. No había mencionado a Helena, el desayuno, su resucitador que le gruñía, y tantas otras cosas. Podría llenar volúmenes, si tan sólo tuviera tinta para escribir, si tan sólo su memoria no le fallara cuando se sentaba a escribir, si tan sólo…

James permanecía con el codo apoyado en la repisa de mármol de la chimenea del apartamento de Mayra, observando a los demás huéspedes y midiéndolos. Había allí un granjero de Minnesota, increíblemente estúpido, que proclamaba haber sido en su tiempo ingeniero, pero que apenas sabía lo que era una regla de cálculo. Estaba Mayra, en compañía de un joven musculado que James había odiado a primera vista, un ex matemático llamado Dewes o Clewes. Mayra se preparaba para jugar una partida de ajedrez con un tipo gordo de California, mientras la chica de éste, una cosita rubia llamada Helena Hershee, se situaba al lado para mirar.

—Soy prácticamente un campeón —explicaba Wattleigh, colocando las piezas—. De modo que quizá debiera darle una torre o dos.

—Si usted quiere… —dijo Mayra—. Hace años que no juego. Todo lo que recuerdo es el Mate del Tonto.

James se dirigió hacia donde estaba Helena y observó el juego.

—Soy James Fairchild —dijo, y añadió de forma casi desafiante—: Doctor en Medicina.

Los labios de Helena, pintados con un lápiz labial demasiado brillante, se abrieron.

—He oído hablar de usted —murmuró—. ¿Es usted el agresivo doctor Fairchild que cambia tan rápidamente de amigos?

Los ojos de Mayra se alzaron del juego. Parecía como si sus ojos no tuvieran pupilas, y James adivinó que estaba atiborrada de ritalina.

—James no es agresivo en absoluto —dijo—. Pero se vuelve loco cuando alguien no le deja psicoanalizarle.

—No molesten el juego —dijo Wattleigh.

Apoyó ambos codos sobre la mesa en una actitud de concentración.

Helena no había oído la observación de Mayra. Se había vuelto para mirar al musculoso matemático que hablaba con Lloyd.

—Demonios, sí. Las Máquinas deben hacer todo lo necesario para criar y educar a los niños. De otro modo, tendremos una explosión demográfica. ¿Me sigue? Quiero decir que faltará comida…

—Me pregunto realmente dónde los encuentras, Mayra —dijo James. Hizo un gesto hacia el joven—. ¿Qué le ocurrió a ese «escritor»? ¿Porter, se llamaba? Cristo, aún puedo oírle diciendo: «¡Existe, hombre!»

James se echó a reír.

Mayra levantó de nuevo la cabeza, y las lágrimas brotaron de sus ojos sin pupilas.

—Porter fue al hospital. Ahora es un musulhombre —dijo con voz clara—. Me gustaría poder sentir algo por él, pero Ellas no me dejarán.

—…Es como la ley de Malthus, o la ley de algún otro. Los animales crecen más rápido que los vegetales —prosiguió el matemático, hablando con el granjero.

—Jaque mate —dijo Mayra, y se puso en pie—. James, ¿tienes un cigarrillo dulce? ¿Chocolate?

El hombre extrajo un cilindro de color naranja brillante.

—Sólo naranja amarga, me temo. Pregunta a la Máquina.

—Tengo miedo de preguntarle nada, hoy —dijo ella—. No deja de drogarme… James, se llevaron a Porter hace un mes, y desde entonces no he sido capaz de pintar. Dime, ¿crees que estoy loca? La Máquina cree que sí.

—La Máquina siempre tiene razón —dijo él, partiendo la punta del cigarro con los dientes.

Viendo a Helena que se había apartado para sentarse en el sofá chino de Mayra, se disculpó con un gesto de la cabeza y la siguió.

Wattleigh seguía sentado, estudiando desconcertado el Mate del Tonto.

—No puedo comprenderlo, simplemente no puedo comprenderlo —dijo.

—…Es como la liebre y la tortuga —rugió el matemático. Lloyd asintió solemnemente—. La lenta nunca podrá atrapar a la otra, ¿entiende?

—Bien, creo que ha llegado usted a algo —dijo Lloyd—. Ha llegado usted a algo. Sólo que creía que el lento era el vencedor.

—Oh.

Dewes (o Clewes) se sumió en un silencio pensativo. Mayra vagó por la habitación, tocando rostros como si fuera una persona ciega buscando a alguien a quien conocía.

—¡Pero no puedo comprenderlo! —dijo Wattleigh.

—Yo sí —murmuró James tras la punta de su cigarro.

El humo agridulce era tan espeso como un líquido en su boca. Lo comprendía, perfectamente. Los miró a todos, uno por uno: un ex matemático que ahora tenía problemas con la diferencia entre la aritmética y la geometría; un ex ingeniero lo mismo; una pintora a quien no se le permitía pintar, ni siquiera sentirlo; un antiguo «campeón» de ajedrez que no podía jugar. Quedaba Helena Hershee, amiga de aquel pobre y estúpido Wattleigh.

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