Visiones Peligrosas III (13 page)

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Authors: Harlan Ellison

Tags: #Ciencia-ficción

BOOK: Visiones Peligrosas III
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Uno sólo puede utilizar este truco con unas mínimas garantías de éxito cuando sabe con absoluta certeza que tiene entre las manos un artículo vendible, algo que va a entrarles por los ojos. Bob Mills era lo suficientemente listo como para usar ese truco conmigo. Sabía que tenía un artículo vendible.
La raza feliz
de John T. Sladek es una historia fabulosamente buena.

Sladek nació en lowa el 15/12/1937, y diecinueve años más tarde acudió a la Universidad de Minnesota como el estudiante número 449731. Estudió ingeniería mecánica, luego literatura inglesa. Abandonó los estudios para ponerse a trabajar (cartilla de la Seguridad Social número 475-38-5320) como redactor técnico, camarero, y para el Gran Ferrocarril del Norte como guardagujas número 17728. Dio tumbos por Europa con el pasaporte número D776097, hasta que se encontró haciendo cola ante la sopa benéfica de Saint-Severin, en París. Trabajó como dibujante en Nueva York, luego regresó a Europa. Ahora vive en Inglaterra, registrado como Extranjero número E538368. Ha publicado en New Worlds, Escapade, Ellery Queen's Mysíery Magazlne, y en otros sitios. Acaba de terminar su primera novela de ficción especulativa,
The Reproductive System
(
El sistema reproductivo
).

Lo único molesto acerca de Sladek o su historia es su inclinación hacia las cifras. Sigan adelante.

* * *

1987

—No lo sé —dijo James, alzándose de los almohadones esparcidos por el suelo como brillantes hojas—. No puedo decir que sea realmente feliz, ya sabes. ¿Ginebra, o alguna falsificación?

—Vamos, hombre, no me exijas decisiones, dame algo de beber —dijo Porter.

Estaba tendido sobre el diván negro y mullido que llamaba «el diván de psiquiatra» de James.

—Ginebra, entonces.

James pulsó un botón, y un vaso de martini, escarchado y casi comestible, se deslizó a la hornacina en la pared y se llenó. Sujetándolo por la base, se lo pasó a Porter, luego alzó sus tupidas cejas en dirección a Mayra.

—Nada —dijo ésta en español.

Estaba tumbada en un «sillón», realmente una pieza de escultura, y uno de sus pies desnudos se había tendido para acariciar la pierna de Porter.

James se preparó para él un martini y se lo quedó mirando con desagrado. «Si rompes este vaso —pensó—, ni siquiera te quedará ningún trozo cortante para, digamos, cortarte las venas.»

—¿Qué estaba diciendo? Oh…, no puedo afirmar que sea realmente/efe, pero tampoco estoy…, esto…

—¿Triste? —lo animó Mayra, mirando por debajo de la visera de su gorra de cazador.

—Deprimido. No, no estoy deprimido. Así que debo de ser feliz —terminó, y ocultó su confusión tras el vaso.

Mientras daba unos sorbos la miró de nuevo, desde sus bien formados tobillos hasta su horrible gorra de cazador marrón. El año anterior por aquella época llevaba una gorra de béisbol, azul con galones dorados. Podía recordarlo porque ese año todas las chicas del Village llevaban gorras de béisbol. Mayra Katyovna iba siempre por delante del pelotón, tanto en el vestir como en sus pinturas.

—¿Cómo sabes que eres feliz? —preguntó ella—. La semana pasada yo también creía que era feliz. Acababa de terminar mi mejor obra, e intenté ahogarme. La Máquina me drenó completamente. Luego me sentí triste.

—¿Por qué querías suicidarte? —preguntó James, intentando mantenerla enfocada.

—Tuve la sensación de que después de una obra perfecta el artista debía ser destruido. Durero acostumbraba a destruir las planchas de sus grabados tras algunas impresiones.

—Lo hacía por dinero —murmuró Porter.

—De acuerdo, entonces como aquel arquitecto en Arabia. Cuando hubo creado su magnum opus, el sultán hizo que lo cegaran, a fin de que no pudiera hacer copias más baratas. ¿Entendéis lo que quiero decir? Se supone que la vida de un artista debe conducir a su obra maestra, no más allá. Porter abrió los ojos y dijo:

—¡Existe! El fin de la vida es la vida. Existe, hombre, es todo lo que tienes.

—Eso suena a existencialismo barato —refunfuñó ella, apartando su pie—. Porter, te estás volviendo cada vez más como esos malditos musulhombres.

Porter sonrió airadamente y cerró los ojos.

Era el momento de cambiar de tema.

—¿Habéis oído ese acerca del marciano que creyó que era un terrestre? —dijo James, utilizando su agradable tono profesional—. Bueno, pues resulta que va a su psiquiatra…

Mientras seguía con su chiste, estudió a los dos. Mayra no presentaba ningún problema, ni siquiera con su dramática tentativa de suicidio. Pero Porter era preocupante.

O. Henry Porter, ése era su nombre completo adoptado, en honor de un autor de segunda fila de antaño. Porter era también escritor, o lo había sido. Hasta hacía unos pocos meses, había sido considerado como un genio, uno de los pocos del siglo xx.

Algo había ocurrido. Quizás el declive general de lectores. Quizás existía un elemento de autofracaso en él. Por la razón que fuera, Porter se había convertido en apenas algo más que un vegetal. Incluso cuando hablaba, lo hacía con los clichés más manidos de la vieja moda de hacía veinte años. Y cada vez hablaba menos.

Vagamente, James relacionaba aquello con las Máquinas. Porter había sido expuesto a las Máquinas de Entorno Terapéutico por más tiempo que la mayoría, y quizá su genio se había entremezclado con lo que fuera que ellas estuvieran curando. James había dejado de ejercer hacía demasiado tiempo para adivinar de qué se trataba, pero recordaba casos similares.

—«Así que por eso brilla en la noche» —terminó James. Como había esperado, Mayra se echó a reír, pero Porter sólo forzó una sonrisa, más allá de su habitual expresión de mística beatitud.

—Es un viejo chiste —se disculpó James.

—Tú eres un viejo chiste —declaró Porter—. Un estrujacabezas sin cabezas que estrujar. ¿Qué demonios haces todo el día?

—¿Qué es lo que te corroe? —dijo Mayra al ex escritor—. ¿Qué es lo que te ha sacado de las profundidades?

James fue a buscar otra bebida en la hornacina de la pared. Antes de llevarla a sus labios, dijo:

—Creo que necesito algunos nuevos amigos.

Tan pronto como se hubieron ido lamentó su grosería. Sin embargo, parecía no haber ninguna razón para seguir comportándose como un ser humano. Ya no era un psiquiatra, y aquéllos no eran sus pacientes. Cualquier pequeño trauma que sufrieran podía ser rápidamente reparado por sus Máquinas. Pero pese a todo, tendría que hacer un gran esfuerzo para dejar a un lado las neurosis de sus amigos si no era capaz de discar AMIGOS y pedir un nuevo grupo.

Tan sólo habían pasado unos pocos años desde que las Máquinas habían empezado a velar por la felicidad, salud y continuidad de la raza humana, pero apenas podía recordar la vida antes de Ellas. En el polvoriento espejo de su inactiva memoria no quedaban más que unas pocas manchas claras. Recordó su trabajo como psiquiatra en los tests de Entorno Terapéutico.

Recordó la discusión con Brody.

—De acuerdo, funciona en algunos casos de prueba. Pero hasta el momento esos artilugios no han hecho nada que un psiquiatra cualificado no pueda hacer —dijo James.

—Admitido —convino su superior—. Pero tampoco han cometido ningún error. Doctor, esa gente está curada. Es más, ¡es feliz!

Una franca envidia estaba pintada en el macizo rostro del doctor Brody. James se dio cuenta de que su superior tenía de nuevo problemas con su esposa.

—Pero doctor —empezó James—, esa gente no está aprendiendo a vivir con su entorno. Es su entorno el que está aprendiendo a vivir con ellos. ¡Eso no es medicina, es mimo!

»Cuando alguien está deprimido, recibe una dosis de ritalina, ritmos alegres de la Muzik, y algún buen amigo acude a visitarle inesperadamente. Si es maniaco o violento recibe thorazina, música suave, historias melancólicas en la televisión, y quizás una ducha fría. Si está aburrido, recibe excitación; si está frustrado, recibe algo que romper; si…

—De acuerdo —le interrumpió Brody—. Déjeme hacerle la pregunta de los sesenta y cuatro dólares: ¿puede usted hacer algo mejor?

Nadie podía hacer nada mejor. El enorme complejo de las Máquinas de Entorno Terapéutico hizo avanzar la medicina un milenio en un solo año. El gobierno tomó el control, para asegurar que todo el mundo, por modestos que fueran sus medios, tuviera a su disposición los mejores especialistas del país, con los últimos datos y técnicas. En efecto, esos especialistas estaban de servicio las veinticuatro horas del día en casa de cada paciente, manteniéndolo vivo, en buena salud y razonablemente feliz.

Además, ni siquiera estaban limitadas al tratamiento. Las Máquinas poseían extensiones que registraban las junglas de todo el mundo, espiando a los curanderos y aprendiendo nuevas medicinas. La investigación de medicamentos y dietas se convirtió en su campo, así como los cultivos científicos y el control de natalidad. A partir de 1985, cuando se puso de manifiesto que las Máquinas podían —y de hecho lo hacían— llevarlo todo mejor, y que casi todo el mundo deseaba ser paciente suyo, el gobierno de los Estados Unidos dimitió. Otras naciones le siguieron.

Por aquel entonces nadie trabajaba, en absoluto, por lo que James sabía. La gente tenía una única tarea: ser feliz.

Y eran felices. La felicidad era garantizada por cada relé y transistor, desde los que controlaban el aire acondicionado hasta los del complejo principal de ordenadores llamado MEDCENTRAL, en Washington…, ¿o estaba en La Haya ahora? James no había leído un periódico desde que la gente había dejado de matarse los unos a los otros, desde que las noticias se habían trasladado a la meteorología y al deporte. De hecho, había dejado de leer los periódicos desde que habían empezado a aparecer los anuncios de empleos para médicos.

No eran trabajos, sólo Actividades Felices…, simulacros de empleos inventados por las Máquinas. En esos empleos uno no encontraba nunca un problema insoluble o siquiera difícil. Uno terminaba su trabajo diario sin haber agotado su mente ni su cuerpo. El trabajo ya no era trabajo, sino terapia, y como tal, era constantemente gratificante.

La felicidad, la normalidad. James veía la personalidad de todo el mundo desmoronarse, como diferentes e intrincados copos de nieve fundiéndose finalmente en un barro vulgar e informe.

—Estoy borracho, eso es todo —dijo en voz alta—. El alcohol es un depresivo. Necesito otra copa.

Se tambaleó ligeramente mientras cruzaba la habitación en dirección a la hornacina. El suelo debió de detectarlo, puesto que en vez de un martini el botón que pulsó extrajo una muestra de sangre de su pulgar. En un segundo la pared había analizado su sangre y le presentó un vaso de líquido. Un letrero se iluminó: «Beba esto de un trago inmediatamente. Vuelva a dejar el vaso en su sitio».

Apuró el líquido, de un sabor agradable, y de inmediato se sintió soñoliento y agradablemente cálido. De algún modo consiguió llegar al dormitorio, la puerta se abrió para dejarle pasar, y se dejó caer en la cama.

Tan pronto como James R. Fairchild, AAAAGTR-RH01A, estuvo dormido, los mecanismos entraron en acción para salvar su vida. En realidad no había ningún peligro inmediato, pero MED 8 informó un descenso en sus expectativas de vida de 0,00005 años como resultado de su exceso, y MED 19 evaluó su comportamiento, registrado en cinta magnética, como incrementando su índice de suicidio en unos peligrosos quince puntos. Una unidad de diagnóstico se desprendió de la pared del cuarto de baño y avanzó oscilando hasta el dormitorio, deteniéndose silenciosa y exactamente a su lado. Extrajo más sangre, comprobó el pulso, la temperatura, la respiración, cardio y encefalograma, e hizo una radiografía de su abdomen. No habiendo recibido instrucciones de comprobar los reflejos rotulianos, recogió su instrumental y se marchó rápidamente.

En el salón, una máquina ama de llaves zumbó de un lado para otro realizando su trabajo, destruyendo los almohadones naranja, la escultura, el diván y la alfombra. Las paredes adoptaron un tono imperceptiblemente cálido. La nueva alfombra hada juego con él.

El mobiliario —elegido y servido sin el conocimiento del durmiente— era estilo Reina Ana, y lo bastante numeroso como para llenar la habitación. La ropa de cama de polietileno fue dejada en su lugar mientras se desinfectaba la habitación.

En la cocina, FARMO 9 encargó y recibió una nueva provisión de antidepresivos.

Siempre era el sonido de un tractor lo que despertaba a Lloyd Young, y aunque sabía que era un sonido artificial, le gustaba lo mismo. Casi hacía que su día empezara bien. Permaneció tendido escuchando durante un momento antes de abrir los ojos.

Demonios, los auténticos tractores no hacían ningún ruido. Trabajaban por la noche, cavando sus surcos y labrando en una hora un campo que a un hombre le hubiera llevado doce. Las Máquinas bombeaban nuevos y extraños productos químicos al suelo, y aplicaban calor, para forzar dos cosechas completas de maíz en un corto verano de Minnesota.

No resultaba de mucha utilidad ser granjero, pero él siempre había deseado tener una granja, y las Máquinas decían que uno podía tener todo lo que quisiera. Lloyd era casi el único hombre por aquella zona que aún vivía en el campo, sólo él y doce vacas y un perro medio ciego, Joe. No había mucho que hacer, con Ellas dirigiéndolo todo. Podía ir a observar cómo eran ordeñadas las vacas, o bajar con Joe a buscar el correo, o mirar la televisión. Pero era una vida tranquila y pacífica, y a él le gustaba.

Excepto por Ellas y su molesta forma de hacer las cosas. Habían deseado proporcionarle a Joe un nuevo juego de ojos máquina, pero Lloyd se había negado, diciendo que si el buen Dios hubiera deseado que el perro viera, nunca lo habría dejado ciego. Lo mismo les dijo con respecto a la operación del corazón. Casi parecía como si no tuvieran otra cosa que hacer que preocuparse por él. Siempre estaban incordiándole, él que siempre había sabido cuidarse de sí mismo a lo largo del MIT y de veinte años de ingeniero.

Cuando Ellas lo habían automatizado todo, se había encontrado sin trabajo, pero no podía odiarlas por ello. Si las Máquinas eran mejores ingenieros que él, ¡bien, adelante!

Abrió los ojos y vio que era tarde para el ordeño si no se apresuraba. Sin siquiera pensarlo, eligió el mono azul pálido con cordoncillo rosa de su guardarropa, se echó a la cabeza un sombrero de paja azul y se dirigió a la cocina.

Su cubo estaba junto a la puerta. Hoy era plateado…, ayer había sido dorado. Decidió que le gustaba más el plateado, la leche parecía más fresca y blanca en él.

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