—¡AYÚDAME, JOE!
Me llevan de vuelta a la oficina del capitán. Me pone bajo vigilancia armada hasta que lleguen los papeles del consejo de guerra.
—¡Tu culo morirá en Leavenworth! —grita el capitán, casi apopléjico.
Al cabo de dos horas hay tres, cuéntenlas, tres Indagaciones del Congreso en el escritorio del capitán. ¿Por qué atosiga usted al soldado Ellison?, dice una de ellas. Deje al soldado Ellison tranquilo, dice una segunda. El soldado Ellison tiene amigos, advierte la tercera. Luego llega la indagación de Stuart Symington, y el capitán sabe que ha sido vencido. Me sentencia a una semana de limpieza de los cristales de los barracones. Mi culo nunca verá el interior de Leavenworth. El capitán sufre una depresión nerviosa y es enviado a las Bahamas a recuperarse, si es posible. Joe L. Hensley está allá en Madison, Indiana, sonriendo con la comisura de sus labios.
Carol Carr dice que Joe L. Hensley es un gatito. Es mejor creerla.
Hensley no es creíble. Es una especie de leyenda viviente. Es uno de los hombres más gigantescos que jamás haya conocido. Le falta poco para los dos metros, es carne sólida de la cabeza a los pies, con un pelo en cerda muy corto que hace que su cabeza se parezca a una de esas chucherías de yeso que uno puede comprar en Woolworth's para plantar semillas de césped, que crecen igual que el pelo de Joe. Tiene un rostro como hecho de pasta de modelar que le encanta retorcer hasta conseguir expresiones imbéciles, dando la impresión de que es un pobre idiota. Lo cual sirve únicamente para confiar a la oposición con un falso sentimiento de seguridad. Una noche, en un bar en Evansville, Indiana, Joe y yo fuimos atrapados por un par de lummoxen que deseaban un poco de pelea. Joe adoptó esa sonrisa de medio lado en su rostro, empezó a emitir sonidos guturales como Lenny en De los ratones y de los hombres, y murmuró:
—Seguro, va a gustarme un poco de pelea. Seguro, seguro que va a gustarme.
Y se acercó a una pared de ladrillo, y empezó a golpearla con su mano «muerta» —aquella cuyas terminaciones nerviosas están embotadas por haber resultado quemadas en un incendio— hasta que los ladrillos empezaron a desconcharse y su mano se despellejó y sangró y trozos de hueso empezaron a asomar por entre la piel rota y hubo sangre por todas partes. Los dos tipos se pusieron de pronto realmente verdes, y uno de ellos murmuró:
—¡Este tipo está loco!
Y los dos se largaron horrorizados. Creo que vomité.
Todo lo cual sólo da una leve idea de la increíble personalidad de Hensley el Impredecible. Pese al hecho de que es la auténtica encarnación de Morgan/McMurphy/Yossarian/Sebastian Dangerfield/Gully Jimson, todos ellos metidos en un solo petardo, Hensley es un pilar de la comunidad, un abogado altamente respetado cuyo historial político es como sigue:
Abogado general del Condado de Jefferson, Indiana, en 1960; abogado de la Comisión del Plan de Urbanismo de la Ciudad de Madison de 1959 a 1962; elegido para la Asamblea General de Indiana en 1960, sirviendo en 1961-1962; presidente de la Comisión Consultora de Seguridad en el Tráfico del Gobernador de 1961 a 1965; miembro de la Comisión del Código Criminal del estado de Indiana; elegido fiscal de la Quinta Región Judicial del estado de Indiana. En 1966 se presentó a las elecciones legislativas por un área de cinco condados, y fue vergonzosamente vencido por 70 votos. Probablemente fue su toma de posición en favor de la obscenidad y la pornografía lo que volvió la tortilla. Eso fue llamado el Retroceso Puritano.
Joe nació en Bloomington, Indiana, en 1926, y creció allí, y creció, y creció. Acudió a la Universidad de Indiana para sus estudios generales y de leyes. Sirvió dos años en el ejército en el Pacífico Sur durante el Segundo Gran Follón, y fue vuelto a llamar durante dieciséis deliciosos meses durante la II y 1/2 Guerra Mundial, Corea. Está casado con la encantadora Charlotte (y tiene que ser realmente encantadora para que me guste con un nombre así, que era el nombre de mi primera esposa, lo cual es completamente otra historia), y tiene un hijo, Mike, de doce años.
Conocí a Hensley en la Convención de Ciencia Ficción del Medio Oeste, a mediados de los años cincuenta, y hemos sido compañeros desde entonces. Hay quienes pretenden que somos la encarnación contemporánea de los Rover Boys. Pero al decir esto se mantienen prudentemente en el anonimato. Joe no escribe tanto como debería. Su talento es natural, una delicia que brota libremente, frenada principalmente por su mente analítica de hombre de leyes. Sin embargo, el contenido emocional de una historia de Hensley se halla normalmente varios puntos por encima del de la mayoría de los demás escritores. Voy a dejar a ese loco hablar en su propia defensa sobre este punto:
«Empecé a escribir en 1951, y vendí uno de mis primeros esfuerzos a la revista Planet Stories. A raíz de esto, entré en una agradable e interesante relación con ellos. Yo escribía una historia, y Planet la compraba. Empecé a vender a otras revistas, y vi mi obra publicada en revistas tales como Swank (con Harlan Ellison), Rogue (con Harlan Ellison), Amazing Stories (con Harlan Ellison), y en la mayoría de las revistas de ciencia ficción y para hombres, tales como Geni, Dapper (sin Harlan Ellison). Una novela, The Color of Hate (El color del odio), fue publicada en 1960; otra, Deliver Us to Evil (Líbranos para el mal), se halla dando vueltas por ahí; y una tercera, Privileged Communication (Comunicación privilegiada, título sugerido por Harlan Ellison), está en camino y quedará completada este año.
«Considero la historia que sigue el mejor relato corto que haya escrito yo nunca. Aparte esto, el acusado no tiene nada más que decir».
* * *
Se rebeló la noche en que le llegó el aviso de abandonar el lugar cálido y líquido; pero él era débil y la naturaleza fuerte. Afuera, empezaba la lluvia; una tormenta tan formidable que los meteorólogos iban a referirse a ella durante todo el tiempo que quedaba. Luchó para quedarse en la cosa-madre, pero la cosa-madre lo expulsó, y en su miedo y su rabia hirió a la cosa-madre sutilmente. Nubes negras ocultaban las estrellas, y los árboles se doblegaban únicamente al viento.
La noche anterior, Sam Moore había dejado que su hijo Randall jugara hasta tarde en el patio… si aquello era «jugar». El chico no tenía juegos formales, y los niños del vecindario evitaban los alrededores de la casa de los Moore. A veces algún niño le gritaba al chico insultándole desde algún lugar oculto, pero normalmente se mantenían apartados de él.
Sam se sentó en el sofá y observó aburridamente, atrapado en la autocompasión de escribir su propia necrológica, haciéndose la eterna pregunta. ¿Quién eres? ¿Qué has hecho realmente en tu vida? ¿Y por qué yo? ¿Por qué yo ahora?
Observó al chico con oculta revulsión. Randall avanzaba suavemente a lo largo de la línea trasera de setos, sus ojillos de niño pequeño observando atentamente los otros patios que bordeaban el suyo. Había habido un tiempo en que los niños del vecindario tenían la costumbre fetichista de arrojar una piedra cuando pasaban, hasta que los dos chicos Swihart, echando a correr tras haber tirado sus misiles, cayeron en un pozo en el solar de la esquina cuya existencia nadie había conocido antes. No tuvieron suerte, pero Randall vivía con el recuerdo de las piedras y parecía desconfiar de una tregua. Sam observó mientras el chico proseguía su patrulla.
El dolor interno había sido peor ese día, y Sam aguardaba el bienhechor olvido del sueño.
Finalmente, era la hora.
El primero vino en silencio, y los recuerdos de aquella noche se han perdido en el tiempo. Ese creció fácilmente y solo, porque hasta más tarde no empezaron las crónicas de la vida. Su gente emigró y los recuerdos destellaron en una masa de leyendas. Pero la sangre estaba ahí.
ítem: El viejo se cuidaba de los jardines del vecindario desde hacía varios años. Era un hombre achacoso con una suave sonrisa desdentada, que hablaba mal, y vivía de los recuerdos de cosas pasadas: esvásticas, estrellas amarillas, Buchenwald. De vez en cuando escribía poemas sencillos y los enviaba al periódico local, y en una ocasión habían publicado uno. Era un viejo amigable y hablaba con todo el mundo, incluida una de las reinas del vecindario, quinceañera. Ella prefirió interpretarlo mal e informó de su amistad como de otra cosa.
Ese día, hace ahora un año de ello, el viejo había estado podando unos rosales en el jardín delantero de la casa del otro lado de la calle. Randall lo observaba, chupando un pirulí de menta que el viejo le había dado, dejando que el jugo resbalara por las comisuras de su boca.
El coche negro se detuvo con un chirrido de los neumáticos, y los tres decididos muchachos bajaron de él. Llevaban suéteres amarillos. En la espalda de cada suéter había sido bordada un águila, tan diestramente que sus alas parecían agitarse para emprender el vuelo a cada movimiento de los hombros. Cada muchacho llevaba un trozo de sierra de cadena con un mango recubierto de plástico negro. Randall los observó con creciente interés, sin comprender aún realmente.
Golpearon al viejo con poderosos brazos de jugar al rugby, y él intentó cubrirse, gritando en una lengua gutural y extraña. Todo terminó rápidamente. El viejo quedó tendido acurrucado y sangrante en el oscuro suelo. Los muchachos volvieron a subir al coche negro y partieron a gran velocidad. Randall podía oír el sonido de sus risas, como pendones agitándose al viento tras ellos.
Dos manzanas más allá, el terreno no era apto para la construcción. Había una abrupta colina. El neumático estalló allí y el coche negro se precipitó por la colina, ganando velocidad. Cayó rodando y dando volteretas, arrojando enormes géiseres de llamas, como una rueda de fuegos artificiales; y el fuego rugió tan intensamente que casi cubrió los gritos.
Por la mañana, Sam Moore se despertó sin haber descansado apenas. Aquel sábado, la mujer de la limpieza/niñera llegó a su hora, para variar, y Sam los dejó a ambos sentados en el salón. La televisión estaba aullando una sangrienta película de guerra, en la que los hombres morían en número asombroso. Randall permanecía sentado en el suelo, con las piernas cruzadas y frente a la televisión, mirando ávidamente. La señora Cable contemplaba la pantalla y se negaba a cruzar su mirada con la de Sam, perdida en su propio mundo amargo. Hubo un tiempo en que Sam daba instrucciones antes de irse, pero esos días ya habían pasado. No muchas mujeres querían cuidar a un niño retardado. Ahora, sumido en sus propios problemas, y sin que le importara realmente mucho, hablaba muy poco. Si la vigilancia era ocasional y la seguridad del chico sólo probable…, él al menos había procurado los medios necesarios para que el chico estuviera atendido.
Miró al muchacho, y algo en su interior se ensombreció. Ann había sido brillante y su embarazo había sido normal; pero el parto había presentado dificultades y el niño un monstruoso problema. Ella había cambiado. El chico no. Los primeros tests que se le hicieron habían resultado negativos, pero físicamente había habido siempre una falta de interés, una lentitud de movimientos, unos ojos que podían buscar y seguir, pero que no lo hacían.
Aquella mañana no se sintió con fuerzas para acercarse al chico.
—Adiós —dijo, y recibió en respuesta una breve mirada con un ligero aire de reconocimiento en ella. Un chico tiene tres años sólo un vez; ¿pero qué ocurre cuando tiene tres y ocho al mismo tiempo? ¿Cuando va a tener siempre tres años?
En la pantalla de la televisión un soldado de piel oscura arrastraba a su capitán blanco apartándolo del camino de un impresionante tanque. Sam recordó el guión. Era uno de esos films con mensaje de Hollywood. La camaradería continuaría hasta que el hombre de piel oscura necesitara otro tipo de ayuda.
Afuera, no se dio cuenta de lo maravilloso del día. Se detuvo frente al garaje, pensativo. (Con la puerta basculante cerrada, el garaje era hermético. Podía poner en marcha el motor del coche, y el resto sería fácil. Eso era lo que había hecho Ann, su esposa, aunque por una razón distinta y de una forma diferente. Ella había engullido una caja de pastillas para dormir cuando él estaba fuera de la ciudad defendiendo un caso. Eso había sido mucho tiempo después de los hospitales y las clínicas, después del último de los curanderos con sus enfermizos discursos acerca de la moralidad, los herbolarios, los charlatanes, y todos aquellos a los que, en su desesperación, había llevado al chico. Ahora hacía cuatro años de ello. Nadie había examinado a Randall desde entonces.
(Ella nunca había estado realmente allí tras el nacimiento de Randall. Había vagado por allí durante un tiempo, con sus grandes y sensitivos ojos mirando desde algún lugar muy lejano, su mente una desordenada sombra de lo que en un tiempo había sido.
—No me toques —le había dicho—. Ya sé que dicen que deberíamos tener otro hijo, pero no puedo… Por favor, Sam. —Y lo que aún quedaba parcialmente vivo en él había muerto. Sabía que era el chico. Ahora… no era que no la hubiera amado, pero sólo podía recordar su rostro a través del rostro del chico, en esa pequeña y odiosa cara, ese rostro que había matado aquello que Sam amaba.)
Alzó la puerta del garaje con un seco chasquido, y condujo hacia su bufete. Otro día, quizás otro dólar. Ya no quedaban muchos días. El doctor Yancey había dicho de-seis-meses-a-un-año, y eso había sido hacía más de cuatro meses; el día que habían abierto a Sam Moore y habían vuelto a suturarlo rápidamente para ocultar la masa corrompida que había dentro.
—Demasiado avanzado —había dicho Yancey, y luego había añadido las viejas palabras de desesperación que tantos hombres oyen finalmente—: No podemos hacer nada.
Siddharta Gautama llegó fácilmente al parque recordando a los elefantes. Las leyendas dicen que los árboles se inclinaban ante él. Su madre, Maya, se sentía sostenida por una intensa sensación de poder. La sangre era fuerte, pero el niño era lento y estaba protegido y la realización nunca había sido alcanzada, el don crecía en la vaguedad, sin ser nunca completamente usado.
ítem: Randall estaba sentado bajo un árbol frente a la casa de los Moore. Observaba el mundo a su alrededor con una curiosa intensidad. Una abeja melífera volaba cerca; observó a la criatura con una cierta preocupación, pero la abeja no le atacó. Ya no le molestaban desde que una de ellas le había picado en primavera, y las había destruido a todas en un radio de diez manzanas.
Pudo oír el intenso sonido mucho antes de poder decir de donde procedía. Un camión publicitario apareció y se acercó. En unos pocos momentos estuvo junto a la esquina de Randall y redujo la velocidad. En su costado había un llamativo cartel de un hombre vestido con ropas monjiles sujetando un rifle ante su pecho, los ojos llameando fuego. Debajo decía: «El Padre Tempestad Contra el Comunismo». La música retumbaba por los altavoces, varios decibelios por encima del límite permitido. Randall se cubrió los oídos. El sonido dolía.