Visiones Peligrosas II (11 page)

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Authors: Harlan Ellison

Tags: #Ciencia-ficción

BOOK: Visiones Peligrosas II
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Cayó al suelo.

¡Y después de todo eso, ni siquiera mencionaron los bancos de órganos destrozados!

Sentado en la sala del tribunal, escuchando el murmullo del ritual del juicio, Lew se acercó al oído del señor Broxton para hacerle una pregunta. El señor Broxton le sonrió.

—¿Por qué querrían sacar eso a relucir? Creen que ya tienen suficiente con esto. Si vences esta acusación, entonces te acusarán de destrucción criminal de valiosos recursos médicos. Pero están seguros de que no lo harás.

—¿Y usted?

—Me temo que tengan razón. Pero lo intentaremos. Ahora Hennessey va a leer los cargos. ¿Puedes arreglártelas para parecer herido e indignado?

—Claro que sí.

—Bien.

La acusación leyó los cargos, con voz resonante como la voz del destino cayendo bajo un fino bigote rubio. Warren Lewis Knowles parecía herido e indignado. Pero ya no sentía de esa forma. Había hecho algo por lo que valía la pena morir.

La causa de todo aquello eran los bancos de órganos. Con buenos médicos y un suministro suficiente de material a los bancos de órganos, cualquier contribuyente podía esperar vivir indefinidamente. ¿Quién votaría contra la vida eterna? La pena de muerte significaba su inmortalidad y votaría la pena de muerte cualquiera que fuese el crimen.

Lewis Knowles les había devuelto el golpe.

—El Estado probará que el susodicho Warren Lewis Knowles, en el espacio de dos años se saltó voluntariamente un total de seis semáforos en rojo. Durante ese mismo período, el dicho Warren Knowles sobrepasó los límites de velocidad permitidos no menos de diez veces. Sus informes nunca han sido buenos. Mostraremos pruebas de su arresto en 2082 bajo la acusación de conducir en estado de embriaguez, acusación de la que fue absuelto solamente por…

—¡Protesto!

—Se admite la protesta. Consejero, el tribunal debe suponerle inocente, si fue absuelto.

* * *

Hay un banco de órganos en su futuro, o en el futuro de sus nietos. Nada excepto un holocausto de índole mundial puede detenerlo. El rápido alcance en las técnicas de trasplante es de conocimiento común. Muchos de los grandes nombres de la ciencia ficción han escrito sobre el problema de los bancos de órganos, debido a que es tan inevitable como interesante.

Lo que sigue no debería provocar discusiones, pero las provoca y las seguirá provocando.

La tecnología humana puede cambiar la moral humana.

Si ustedes lo dudan, consideren: dinamita, pólvora negra, la imprenta, la desmotadora de algodón, las modernas técnicas publicitarias, la psicología. Consideren el automóvil: actualmente es inmoral volver a casa después de la fiesta de Nochevieja. (A menos que tome usted un taxi, lo cual no puede hacerse excepto a punta de pistola.) Consideren la bomba de cobalto, que ha vuelto inmoral la guerra total. ¿Era inmoral la guerra total antes de la bomba de cobalto? En 1945, los Aliados exigían ni más ni menos que la derrota total de Alemania. ¿Estaban equivocados? ¿Lo dijeron ustedes entonces? Yo no lo hice (por aquel entonces tenía siete años) y no lo hago ahora (que tengo veintiocho).

¿Qué ocurre cuando la muerte de un auténtico criminal puede salvar las vidas de veinte contribuyentes? La moral cambia.

Mucho del arte/ciencia de la psicología se dirige sobre todo a la rehabilitación de criminales. Esas técnicas serán muy pronto una artesanía olvidada, como la alquimia.

Pero los trasplantes de órganos son solamente la mitad de la historia. La aloplastia, la ciencia y técnica empírica consistente en introducir materias extrañas en el cuerpo humano con finalidades médicas, es otra técnica totalmente distinta. Miles de personas caminan actualmente por la calle llevando marcapasos metálicos. Otras llevan tubos de nylon que reemplazan secciones de las arterías, o válvulas de plástico que reemplazan las válvulas orgánicas en las grandes venas, o injertos transparentes en los cristalinos de sus ojos…

Cuando la aloplastia cura un hombre, nadie muere.

Pueden ustedes pensar en los próximos quinientos años como en una carrera entre dos técnicas, la aloplastia y el trasplante de órganos. Pero el trasplante de órganos vencerá. Es un conjunto de técnicas mucho más simple.

El lado bueno de los trasplantes de órganos es muy bueno, realmente. En tanto que los bancos de órganos no vayan escasos de materiales, cualquier ciudadano puede vivir durante tanto tiempo como resista su sistema nervioso central puesto que los doctores pueden seguir reemplazando en él las partes averiadas tan rápidamente como empiecen a fallar. ¿Cuánto tiempo puede vivir el cerebro con un aporte de sangre regular y siempre joven? Ustedes pueden decirlo. Por mi parte, yo digo siglos.

Pero, con siglos de existencia en juego, ¿qué ciudadano votará contra la pena de muerte por publicidad falsa, imprudencia peatonal continuada, grosería, fraude fiscal, o tener un hijo sin licencia? ¿O (y este es el auténtico peligro) criticar la política del gobierno? Con los bancos de órganos, El rompecabezas humano es tan sólo un atisbo del mejor de los futuros posibles. El peor es una dictadura sin fin.

El día de Navidad de 1965, Harlan me dijo que estaba recopilando material para una antología. Yo me hallaba en medio de la elaboración de una novela que trataba del problema de los bancos de órganos en una de las colonias interestelares de la Tierra (ya casi la había terminado), y dediqué algo de tiempo para demostrar cómo el problema podía afectar a la Tierra.

Creo que hubiera podido publicar esta historia en cualquier lugar. Pero provocará discusiones, cumpliendo así con su finalidad. Porque alguien tiene que empezar a pensar en esto. No tenemos mucho tiempo. Es sólo un accidente histórico el que los bancos de sangre de la Cruz Roja no sean alimentados por los condenados a muerte. Piensen en las ventajas… y preocúpense.

Voy a probar suerte

Fritz Leiber

De una forma bastante curiosa, el campo de la ficción especulativa tiende a convertir a sus autores en especialistas. Hay ecologistas de ambientes alienígenas como Hal Clement, e imaginistas poéticos como Ray Bradbury, y destructores de mundos como Edmond Hamilton y A. E. van Vogt. Pero hay muy pocos escritores renaissance cuyo espectro especulativo cubra desde historias góticas hasta ciencia «dura». Y entre esos pocos autores multidisciplinarios hay tan sólo un puñado que puedan manejar el relato de horror en un contexto de sociedad moderna.

Fritz Leiber, que como ganador dos veces del premio Hugo no necesita presentación, es realmente el más ambidextro de ese puñado. Nacido en Chicago en 1910, hijo de los actores shakespearianos Fritz y Virgnia Bronson Leiber, se educó en la Universidad de Chicago, de la que salió con un diploma de honor en psicología, y estuvo tres años en la sociedad Phi Beta Kappa. Fue lector laico en una iglesia episcopaliana, y siguió un curso en el Seminario de Teología General de Nueva York. Actuó en la gira de la compañía de su padre en 1935, hizo periodismo de 1937 hasta 1956, con un año enseñando arte dramático en el Occidental College de Los Ángeles. Fue director asociado del Science Digest de 1945 a 1956, y desde entonces ha sido escritor independiente.

En beneficio de los historiadores, diré que la primera historia de Fritz Leiber que le fue aceptada fue The Automatic Pistol (La pistola automática), que apareció en la revista Weird Tales en mayo de 1940. Su primera historia publicada (y pagada) fue Two Sought Adventure (Dos en busca de aventura), la primera de su memorable serie de espadas y brujería de Fafhrd y el Ratonero Gris, que vio la luz en el número de agosto de 1939 de la revista Unknown. Entre sus catorce libros, los fans de Leiber recordarán nostálgicamente Conjure Wife (Arde, bruja, arde), Gather, Darkness! (¡Unios, tinieblas!), los premios Hugo de 1958 y 1964 The Big Time (El gran tiempo) y The Wanderer (El vagabundo), Night's Black Agents (Agentes negros de la noche), A Pail of Air (Un cubo de aire), y Torzón and the Valley of Gold (Tarzán y el valle de oro).

Incidentalmente, es lógico que, de todas las posibles elecciones de autores para escribir una nueva aventura utilizando el nombre del mundialmente famoso Edgar Rice Burroughs, el trabajo recayera sobre Fritz Leiber. Su habilidad de aportar no solamente oficio sino también auténtica poesía a cualquier cosa que escriba lo ha mantenido en la vanguardia de la literatura imaginativa durante varias décadas. Como ha demostrado en la novela de Tarzán, su desbordante talento para fusionar lo imaginativo con lo realista no tiene parangón. Y como contribución a esta antología, nada podía ser más apropiado que la historia que Fritz Leiber ha elegido contarnos, porque de una forma sencilla explica por qué raramente puede trazarse una línea divisoria entre la fantasía y la ciencia ficción.

Voy a probar suerte (cuyo título original inglés, Gonna Roll the Bones, se refiere al hecho de hacer rodar los huesecillos en el antiguo juego de la taba) es el primer relato corto de Fritz Leiber en dos años, cuando escribo estas líneas. Muestra la concepción leiberiana del universo unificado por la magia, la ciencia y la superstición, al tiempo que despliega el amor que siente el autor hacia el idioma inglés. Es imposible clasificarlo en ninguna categoría, aunque tiene huellas de puro horror, ciencia ficción, fantasía psicológica y explicaciones jungianas acerca de la locura personal de nuestro tiempo. En cuanto a los prerrequisitos establecidos para las historias de esta recopilación, los satisface con creces: a los autores se les pedía que presentaran visiones «peligrosas», y afirmo que existen pocos conceptos más petrificantes que el desarrollado aquí por Fritz Leiber, pronunciando finalmente el nombre del Príncipe de las Tinieblas.

* * *

De repente Joe Slattermill supo que tenía que irse pronto, porque si no la impaciencia lo obligaría a darse golpes contra los remiendos y los parches que mantenían en pie la decadente casa, que era algo así como un conjunto de grandes naipes de madera y otros materiales entremezclados. Lo único bueno era la chimenea, el horno y el hogar que veía a través de la cocina.

Éstos sí eran de piedra sólida. El hogar llegaba hasta la barbilla, tenía el doble de ancho y estaba lleno de llamas rugientes. Encima se veían las puertas cuadradas de los hornos. Su esposa amasaba y luego cocía en ellos lo que después vendía para ayudar a pagar los gastos. Sobre los hornos, bien altos para que su madre no los alcanzara y para que mister Guts no saltara, se hallaban sobre la repisa toda una serie de objetos curiosos, si bien todo lo que no fuera de porcelana, de piedra o de cristal había sufrido el efecto de las décadas de calor, de tal forma que parecían cabezas humanas achicadas y negras pelotas de golf. En un extremo se hallaban agrupadas las cuadradas botellas de ginebra de la esposa, y sobre la repisa había un antiguo cromo, tan alto y tan ennegrecido por la grasa y el hollín que no se podía distinguir si los remolinos y la gruesa figura en forma de cigarro era un ballenero ante un huracán o una nave espacial precipitándose entre una tormenta de motas de polvo arrastradas por la energía lumínica.

Tan pronto como Joe comenzó a mover los dedos de los pies dentro de las botas, su madre se dio cuenta de lo que quería.

—Ya va a salir a holgazanear —murmuró—. Con los bolsillos de los pantalones llenos de dinero que tendría que gastarse en la casa, pero que va a tirar en algún pecado.

Y siguió masticando los largos trozos de carne que arrancaba al esqueleto del pavo, mientras que con la otra mano tenía a raya a mister Guts, quien la miraba fijamente con sus ojazos amarillos, retorciendo la cola que remataba sus flancos adelgazados. Con su vestido sucio, lleno de parches como los costados del pavo, la madre de Joe parecía una ajada bolsa marrón, de la cual salían, como ramas abultadas, sus dedos quebradizos.

La mujer de Joe lo supo tan pronto como la madre o antes, porque esbozó una de sus desvaídas sonrisas sobre su marido, desde donde abarcaba el horno situado en el centro. Antes de que cerrara la puerta, Joe pudo ver que se estaban cociendo dos largas, chatas y estrechas hogazas, junto a otra alta y coronada por una cúpula redonda. Su mujer era delgada como la muerte y el hambre, envuelta en su vestido violeta. Sin mirar, alargó un brazo flaquísimo y largo, tomó la más cercana de las botellas de ginebra y empinó un buen trago, luego volvió a sonreír. Y sin que intercambiaran una sola palabra, Joe supo que ella le habría dicho:

—Vas a salir, a jugar, a emborracharte y a correr una juerga para venir luego a pegarme e ir a la cárcel otra vez.

Y entonces recordó la última vez que había estado en la cárcel, tan desagradable; y a ella acercándose a medianoche con la luz de la luna alumbrándole los lugares de su cabeza donde habían quedado las huellas de los golpes, para susurrarle cosas a través de la ventanita del fondo, mientras le pasaba una botella por entre los barrotes.

Y entonces Joe supo, con seguridad, que esta vez el lío sería igual o peor, pero de todos modos se levantó, con sus bolsillos que sonaban llenos de dinero y se deslizó hasta la puerta murmurando:

—Voy a probar suerte, a darme un garbeo y vuelvo —mientras balanceaba los brazos de codos nudosos como si fueran ruedas de paletas, para que toda la cosa tomara un tinte de broma.

Al salir mantuvo la puerta un poco abierta durante unos segundos. Cuando finalmente la cerró, se apoderó de él un intenso sentimiento de tristeza. Años atrás, mister Guts se hubiera apresurado a colarse por la gatera, para acompañarlo, buscando hembras y peleas en vallados y techos. Pero ahora, el muy cómodo, se contentaba con quedarse en casa y gozar del fuego mientras trataba de robar algún trozo de pavo y se peleaba con la escoba, compartiendo la velada con dos mujeres que se hallaban limitadas a quedarse en casa. Joe sólo fue seguido por el ruido de su madre al masticar y por el tintineo de la botella de ginebra al ser apoyada sobre la repisa, mientras el piso crujía bajo sus pies.

La noche estaba patas para arriba, hundida profundamente entre las escarchadas estrellas. Algunas parecían moverse, como los chorros de luz blanca que surgían de las toberas de las naves espaciales. Más abajo parecía que toda la ciudad de Ironmine había apagado o soplado la luz para irse a dormir, dejando las calles y los espacios a las brisas y los fantasmas, todos invisibles. Pero Joe se hallaba todavía en el hemisferio de los olores musgosos y secos de la madera comida por los gusanos que quedaba atrás. Y mientras sintió y oyó que el césped seco de afuera le rozaba las piernas, se le ocurrió que algo desde muy dentro de sí mismo había planeado las cosas, desde hacía años, para que él mismo, la casa, su mujer, su madre, y mister Guts terminaran juntos. Parecía realmente un milagro que el calor no hubiera llegado a los lugares donde se guardaban las cosas inflamables.

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