Visiones Peligrosas I (6 page)

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Authors: Harlan Ellison

Tags: #Ciencia-ficción

BOOK: Visiones Peligrosas I
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Contrariamente a los escritores que encuentran intrincadas y brillantes formas de sumergirse en depresiones, bloqueos, tensiones, complicaciones y situaciones comprometidas, los ordenados hábitos de trabajo de Silverberg hacen que uno pueda confiar en él. Así, ha producido una gran cantidad de trabajo de sustancial mérito, mucho más impresionante aún cuando uno considera la cantidad de novelas y relatos memorables y obras de no ficción que había publicado ya antes de cumplir los treinta años. Ahora, apenas rebasada la treintena, Bob Silverberg escribe libros como Man Before Adam (El hombre antes de Adán), Lost Cities and Vanished Civilizations (Ciudades perdidas y civilizaciones desvanecidas), Home of the Red Man: Indian North America Before Columbus (La tierra del piel roja: La Norteamérica india antes de Colón), Needle in a Timestack (Aguja en un alvéolo de tiempo), The Time-Hoppers (Los saltatiempos) y el maravilloso libro sobre los fósiles vivientes, Forgotten by Time (Olvidados por el tiempo). Sus intereses y su autoridad han superado desde hace tiempo los limites de la ficción, como lo demuestra una lista al azar de tan sólo unos pocos de sus libros.

Sin embargo, Silverberg es un producto del género de ciencia ficción. Es uno de los últimos fans-convertidos-en-profesionales, y aunque la mayor parte de sus ingresos proceden hoy de otro tipo de escritos, regresa con agradable regularidad a la ficción especulativa, a fin de establecer su reputación, reforzar sus raíces, disfrutar con esa clase de historias que sólo él puede escribir de esta forma. Entre todas ellas, la última está representada aquí. Quizá sea a causa de mi amistad de más de diez años con Bob y a mi conocimiento de gran parte de todo lo que ha escrito, pero aseguro que
Moscas
es una de las historias más penetrantes y originalmente escritas que él haya intentado nunca. Y su intento es un éxito completo.

* * *

Aquí yace Cassiday, clavado en una mesa.

No quedaba mucho de él: el receptáculo del cerebro, unos cuantos nervios sueltos, un miembro. La repentina implosión se había cuidado del resto. Sin embargo, quedaba lo suficiente. Las doradas no necesitaban más para actuar. Le habían encontrado entre los restos de la nave destrozada cuando ésta pasara ante su zona, más allá de Iapetus. Estaba vivo. Podían repararlo. Los otros que quedaban en la nave eran casos perdidos.

¿Repararlo? Claro. ¿Acaso uno ha de ser humano para mostrarse humanitario? Repararlo, no faltaba más Y cambiarlo. Las doradas eran creativas.

Lo que quedaba de Cassiday fue puesto en dique seco sobre una mesa, en una esfera dorada de fuerza. No había cambio de estaciones allí; sólo el brillo de los muros, el calor invariable. Ni día ni noche; ni ayer ni mañana. Las formas iban y venían en torno a él. Le regeneraban paso a paso, mientras yacía en una inmovilidad total, sin ningún pensamiento. El cerebro estaba intacto, pero aún no funcionaba. Poco a poco, el resto del hombre surgía de nuevo: tendones y ligamentos, huesos y sangre, el corazón, los codos… Montículos alargados de tejido daban paso a diminutos botones que crecían en ampollas de carne. Unir las células, reconstruir a un hombre de sus propias ruinas… Nada difícil para las doradas. Tenían habilidad. Pero todavía les quedaba mucho que aprender, y Cassiday podía ayudarlas en eso.

Día a día progresaba la reconstrucción total de Cassiday. No lo despertaban. Yacía envuelto en calor, inmóvil, sin pensar, como llevado por la marea. La carne nueva era rosada y suave como la de un bebé. El endurecimiento epitelial vendría un poco más tarde. El mismo Cassiday servía como modelo. Las doradas lo estaban duplicando, lo construían de nuevo a partir de sus propias cadenas polinucleótidas, decodificaban sus proteínas y las reedificaban a partir de ese patrón. Una tarea fácil para ellas. ¿Por qué no? Una burbuja de protoplasma podía hacerlo… por sí misma. Las doradas, que no eran protoplasmáticas, podían hacerlo por otros.

Introdujeron algunos cambios en el patrón. Por supuesto. Eran artistas y había mucho que querían aprender.

Mirad a Cassiday:

el dossier.

NACIMIENTO: 1 de agosto de 2316.

LUGAR: Nyak, Nueva York.

PADRES: Varios.

NIVELECONOMICO: Bajo.

NIVEL EDUCACIONAL: Medio.

OCUPACION: Técnico de combustibles.

ESTADO CIVIL: Tres relaciones legales. Duración: ocho meses, dieciséis meses y dos meses.

ALTURA: Dos metros.

PESO: 96 kilos.

COLOR DEL PELO: Rubio.

OJOS: Azules.

SANGRETIPO: A +

NIVEL DE INTELIGENCIA: Elevado.

INCLINACIONES SEXUALES: Normales.

Observadlas ahora, transformándole.

El hombre completo estaba ante ellas, fundido nuevamente, dispuesto para el renacimiento. Faltaban los ajustes definitivos. Tomaron el cerebro gris en su envoltura rosada y lo introdujeron, viajando por los entresijos de la mente, deteniéndose ahora en esta cueva, echando después el ancla en la base de aquel acantilado. Operaban, pero lo hacían limpiamente. No había resecciones mucosas, ni hojas brillantes que cortaran la carne y el hueso, ni un rayo láser en funcionamiento, ni un martilleo torpe en las meninges tiernas. El acero frío no cortaba las sinapsis. Las doradas tenían mayor sutileza. Ellas mismas disponían el circuito que era Cassiday. Aumentaban la fuerza, reducían el ruido.

Y lo hacían suavemente.

Cuando hubieron acabado con él, era mucho más sensible. Sentía ansias nuevas. Y le habían concedido ciertas habilidades.

Lo despertaron.

—Estás vivo, Cassiday —dijo una voz susurrante—. Tu nave quedó destruida. Tus compañeros murieron. Sólo tú sobreviviste.

—¿Qué hospital es éste?

—No estás en la Tierra. Volverás allí pronto. Levántate, Cassiday. Mueve la mano derecha. La izquierda. Dobla las rodillas. Llena los pulmones. Abre y cierra los ojos varias veces. ¿Cómo te llamas, Cassiday?

—Richard Henry Cassiday.

—¿Cuántos años tienes?

—Cuarenta y uno.

—Mira este reflejo. ¿Qué ves?

—A mí mismo.

—¿Tienes alguna pregunta que hacer?

—¿Qué me habéis hecho?

—Te reparamos. Estabas casi destrozado.

—¿Me cambiasteis en algo?

—Te hicimos más sensible a los sentimientos de tus congéneres.

—¡Ah! —dijo Cassiday.

Seguid a Cassiday mientras viaja, de regreso a la Tierra.

Llegó en un día en el que se había programado la nieve. Una nieve ligera, que se fundía rápidamente. Una cuestión de estética, más que una manifestación auténtica del tiempo. Era magnífico poner de nuevo los pies en el mundo. Las doradas habían dispuesto diestramente su regreso, poniéndole a bordo de su nave destrozada y dándole el impulso suficiente para que se situara al alcance de una nave de salvamento. Los monitores lo habían detectado y recogido. «¿Cómo sobrevivió al desastre sin ninguna herida, astronauta Cassiday?» «Muy sencillo, señor. Estaba fuera de la nave cuando sucedió aquello. Hubo una implosión y todos murieron. Sólo quedé yo para contarlo.»

Lo llevaron a Marte, lo examinaron, lo retuvieron algún tiempo en un área de descontaminación situada en la Luna y por fin lo enviaron de regreso a la Tierra. Llegó con la tormenta de nieve, un hombre alto de paso brioso, con los callos adecuados en los lugares adecuados. Contaba con pocos amigos, ningún pariente, dinero suficiente para vivir una temporada y algunas ex esposas a las que visitar. Según la ley, tenía derecho a un año de permiso con paga completa por el accidente. Se proponía aprovechar la licencia.

Aún no había empezado a utilizar su nueva sensibilidad. Las doradas lo habían planeado de modo que su capacidad no entrara en funcionamiento hasta que regresara a su mundo. Ahora había llegado, y era el momento de servirse de ella. Las criaturas siempre curiosas que vivían más allá de Iapetus aguardaban pacientemente mientras Cassiday buscaba a las personas que lo habían amado.

Empezó su búsqueda en el Distrito Urbano de Chicago, porque allí se hallaba el puerto espacial, justo en las afueras de Rockford. La avenida deslizante lo llevó rápidamente a la torre de caliza adornada con brillantes incrustaciones de ébano y metal violeta. Allí, en el Teleyector Central de la localidad, Cassiday comprobó la situación actual de sus anteriores esposas. Se mostró paciente, un hombre enorme de rostro apacible, apretando los botones adecuados y aguardando con calma a que los contactos se unieran en algún punto en las profundidades de la Tierra. Cassiday nunca había sido violento. Era tranquilo. Y sabía esperar.

La máquina le dijo que Beryl Fraser Cassiday Mellon vivía en el Distrito Urbano de Boston. La máquina le dijo que Lureen Holstein Cassiday vivía en el Distrito Urbano de Nueva York La máquina le dijo que Mirabel Gunryk Cassiday Milman Reed vivía en el Distrito Urbano de San Francisco.

Esos nombres despertaron recuerdos: el calor de la carne, el aroma de los cabellos, el contacto de las manos, el sonido de una voz. Susurros de pasión. Gritos de desprecio. Jadeos amorosos.

Cassiday, devuelto a la vida, fue a ver a sus ex esposas.

Encontramos a una, sana y salva.

Beryl tenía las pupilas lechosas, los ojos verdosos donde debían de haber sido blancos. Había perdido peso en los últimos diez años y su tez se tensaba como pergamino sobre los huesos. Un rostro devastado, los pómulos presionando bajo la piel, a punto de horadar. Cassiday había estado casado con ella durante ocho meses cuando tenía veinticuatro años. Se habían separado porque ella insistía en presentar la Solicitud de Esterilidad. En realidad él no deseaba hijos, pero se sintió ofendido por la maniobra. Ahora, lo recibió acostada en una cama de espuma tratando de sonreírle sin que se le resquebrajaran los labios.

—Dijeron que habías muerto.

—Escapé. ¿Qué tal te ha ido, Beryl?

—Ya puedes verlo. Me estoy sometiendo a una cura.

—¿Una cura?

—Me aficioné a la trilina. ¿No lo ves? ¿No ves mis ojos, mi cara? Me deshizo. Pero significaba la paz. Como desconectar el alma. Sólo que un año más me habría matado. Ahora estoy en tratamiento. Me libraron de ello el mes pasado. Me están reconstruyendo el sistema a base de prótesis. Estoy rellena de plástico. Pero viva.

—Te volviste a casar? —preguntó Cassiday.

—Me dejó hace tiempo. He pasado sola cinco años. Sola con la trilina. Aunque por fin la he dejado. —Parpadeó penosamente—. Tú pareces relajado, Dick. Siempre fuiste muy tranquilo. Sereno y seguro de ti mismo. Tú nunca te entregarías a la trilina. Cógeme la mano, ¿quieres?

Cogió aquella garra seca. Sintió el calor que se desprendía de ella, la necesidad de amor. Algo semejante a una oleada lo inundó, un latido de anhelo que se filtraba a través de él y ascendía hasta las doradas, que vigilaban allá lejos.

—Una vez me amaste —dijo Beryl. Entonces éramos muy tontos los dos. Ámame de nuevo. Ayúdame a recuperarme. Necesito tu fuerza.

—Claro que te ayudaré —aseguró Cassiday.

Dejó el apartamento y se fue a comprar tres cubos de trilina. Al volver, activó uno de ellos y lo puso en la mano de Beryl. Los ojos verdes y lechosos giraron aterrados.

—¡No! —gimió.

El dolor que surgía de su alma destrozada era exquisito en su intensidad. Cassiday lo aceptó plenamente. Luego, ella apretó el puño y la droga entró en su metabolismo. Y de nuevo la inundó la paz.

Vean a la siguiente, con un amigo.

El anunciador dijo:

—El señor Cassiday está aquí.

—Que entre —contestó Mirabel Gunryk Cassiday Milman Reed.

La puerta se abrió con un resplandor, y Cassiday pasó por ella a un ambiente lujoso, de ónix y mármol. Rayos de palisandro dorado formaban un marco de madera pulido sobre el que yacía Mirabel. Indudablemente, disfrutaba con la sensación de la madera dura contra su grueso cuerpo. Una cascada de pelo de cristal coloreado le caía hasta los hombros. Había sido esposa de Cassiday durante dieciséis meses en 2346. Entonces era una chica delgada y tímida, pero apenas si la reconocía ahora en aquella mole de carne mimada y satisfecha.

—Te has casado bien —observó.

—A la tercera fue la vencida —asintió Mirabel—. Siéntate. ¿Una copa? ¿Ajusto el ambiente?

—Está bien así. —Seguía en pie—. Siempre deseaste una mansión lujosa, Mirabel. Fuiste la más intelectual de mis esposas, pero ansiabas la comodidad. Supongo que te sentirás cómoda ahora.

—Mucho.

—¿Feliz?

—Disfruto de mi comodidad —respondió Mirabel—. No leo mucho ya, pero me siento cómoda.

Cassiday observó lo que parecía ser una mantita arrugada, algo púrpura, suave y ocioso, que se acurrucaba en su regazo. Tenía varios ojos. Mirabel lo acariciaba con las manos.

—¿De Ganímedes? —preguntó él—. ¿Un animalito doméstico?

—Sí. Mi marido me lo trajo el año pasado. Me es muy querido.

—Todo el mundo los aprecia. Creo que son caros.

—Pero encantadores —dijo Mirabel—. Casi humanos. Muy devotos. Supongo que pensarás que soy tonta, pero se ha convertido en la cosa más importante de mi vida. Más que mi marido incluso. Le quiero, compréndelo. Estoy acostumbrada a que los demás me quieran, pero no hay muchas cosas a las que haya podido amar.

—¿Me dejas que lo vea? —preguntó Cassiday suavemente.

—Con cuidado.

—Desde luego.

Cogió aquella criatura de Ganímedes. Su textura era extraordinaria, lo más suave que había visto en su vida. Algo tembló de aprensión en el interior del cuerpo del animal. Cassiday detectó un temor semejante en Mirabel, mientras él sostenía a su querido animalito. Acarició a la criatura, que latió ahora afectuosamente. Bandas de iridiscencia brillaban al contacto de sus manos. Ella le preguntó:

—¿Qué haces ahora, Dick? ¿Algún trabajo para la línea espacial?

Ignoró la pregunta.

—Dime aquel verso de Shakespeare, Mirabel. Aquel sobre las moscas y los chicos traviesos.

En la frente pálida se marcaron unas arrugas.

—Es del Rey Lear —dijo—. Espera. Sí. Lo que las moscas son para los chicos traviesos, eso somos nosotros para los dioses. Nos matan para divertirse.

—Eso es —asintió Cassiday.

Sus grandes manos se enroscaron súbitamente en torno a la criatura de Ganímedes. Ésta se tornó de un gris mustio. Fibras sinuosas saltaron en su superficie reventada. Cassiday lo dejó caer al suelo. El grito de horror, dolor y pérdida que estalló en los labios de Mirabel casi lo anonadó, pero aceptó y transmitió aquel sentimiento.

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