Visiones Peligrosas I (21 page)

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Authors: Harlan Ellison

Tags: #Ciencia-ficción

BOOK: Visiones Peligrosas I
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—¡Hey, sacarina, mira qué recuerdo acabo de conseguirte!

Pero no era Marta. Era uno de esos asquerosos tipos de la Fed Planetaria.

BRATHMORE:

Tengo hambre de nuevo. Soy una persona fuerte y vital; necesito auténtica comida. ¿Esperan esos estúpidos que viva siempre de neurosintéticos y predigeridos? Cuando tengo hambre necesito comer.

Esta vez estaba de suerte. Mi pequeño anuncio siempre me los proporciona, pero no siempre lo que yo necesito; entonces tengo que dejarlos irse y esperar al siguiente. Exactamente la edad precisa…; jugosos y tiernos, pero no demasiado jóvenes. Los demasiado jóvenes no tienen carne sobre los huesos.

Soy metódico; llevo un registro. Éste era el Número 78. Y todos en cuatro años, desde que tuve la inspiración de poner el anuncio en el comunicáfono público. «Se busca pareja para un número de baile, masculina o femenina, de 16-23 años.» Porque después de esa edad, si son realmente bailarines, sus músculos se vuelven duros.

Con la semana de veinticuatro horas, uno de cada dos especialistas o diplomados pertenecen a algún Culto del Ocio, y yo tenía la sensación de que muchos de ellos deseaban ser bailarines profesionales. Yo no les decía que estaba en la tridi o en el senso o en una jaula de meneos, pero ¿en qué otro lugar podía estar?

—¿Cuántos años tienes? ¿En qué escuela estudiaste? ¿Cuánto tiempo? ¿Qué es lo que puedes hacer? Pondré la música, y tú me lo muestras.

No me lo mostraban mucho rato…, sólo lo suficiente para tener una idea. Tengo una auténtica oficina, en el piso 270 del Sky-High Rise, ni más ni menos. Todo muy respetable. Mi nombre —o el nombre que utilizo— en la puerta. Y la indicación «Agencia de espectáculos».

A los satisfactorios les digo:

—De acuerdo. Ahora iremos a mi sala de prácticas y veremos lo que podemos hacer juntos.

Subimos y tomamos el cóptero…, pero hacia mi escondrijo. A veces se ponen nerviosos, pero los tranquilizo. Si no puedo, simplemente aterrizo en el heliparking más próximo y les digo:

—Afuera, hermano —o hermana, según sea el caso—. No puedo trabajar con alguien que no tiene confianza en mí.

Dos veces han venido los polis a mi oficina a causa de la queja de algún imbécil, pero lo tengo todo previsto. No hubiera pensado en el baile si no hubiera tenido todos mis papeles en regla. Todos me reconocen en seguida…; fui profesional durante veinte años.

Nadie se preocupa nunca de aquellos que desaparecen. Normalmente no le dicen a nadie adonde van. Si lo hicieran, y me preguntasen, me limitaría a decir que nunca vinieron, y nadie podría probar que no fue así.

Así que éste es el Número 78. Mujer, diecinueve años, hermosa y bien desarrollada, pero aún no demasiado musculada.

Una vez en casa, el resto es fácil.

—Ponte tu tutu, hermana, y vayamos a la sala de prácticas. El vestidor está ahí.

El vestidor es gaseado apenas pulso el botón. Se necesitan unos seis minutos. Luego a mi cocina especialmente equipada. Las ropas al incinerador. El macerador y el disolvente para el metal y el vidrio. Lentes de contacto, joyas, dinero, todo va a parar ahí: no soy un ladrón. Luego al horno, bien aceitada y sazonada.

Una media hora aproximadamente, así es como me gustan. Después de comer, cuando lo he limpiado todo, el macerador se encarga de los huesos y los dientes. (Y en una ocasión de los cálculos biliares, lo crean o no.) Disco unas cuantas copas para aguzar mi apetito, y saco mi cuchillo y mi tenedor…; genuinamente antiguos, me costaron una fortuna, de los días en que la gente comía aún auténtica comida.

En su punto y humeante, dorada por fuera y rezumando jugo. Mi estómago gruñe de satisfacción anticipada. Tomo mi primer delicioso bocado.

¡Aaaag! En nombre de… ¿Qué es lo que tenía? ¡Debía de pertenecer a una de esas bandas de muchachos que se atiborran de todos los venenos! Un dolor horrible desgarra mis entrañas. Me doblo. No recuerdo haber gritado, pero me dijeron que me oyeron con claridad desde la carretera exprés, y alguien finalmente reventó mi puerta y me encontró.

Me llevaron a toda prisa al hospital, donde tuvieron que reemplazar la mitad de mi estómago.

Y por supuesto la encontraron a ella también.

—Extremadamente interesante —dijo el criminólogo visitante de la Unión Africana.

Él y el alcaide, sentados en la oficina del segundo, contemplaban la gran pantalla mientras los técnicos retiraban las sondas cerebrales y, flanqueados por los roboguardias, sacaban a los cuatro hombres y a la mujer —¿o el último era también una mujer?; era difícil decirio—, abotagados y arrastrando los pies, hacia sus cubículos de descanso.

—¿Quiere decir que hacen ustedes esto todos los días? —preguntó el visitante.

—Todos los días de su condena. La mayoría de ellos tienen sentencias de cadena perpetua.

—¿Y hacen eso con todos los prisioneros? ¿O sólo con los criminales?

El alcaide se echó a reír.

—Ni siquiera con todos los criminales —respondió—. Sólo con los casos de homicidio de Clase Uno, violación y mutilación. Difícilmente sería aconsejable permitir que un ladrón profesional reviviera cada día su última fechoría; no haría más que anotar todos sus fallos y educarse para realizar un trabajo mejor cuando saliera.

—¿Y actúa esto realmente como factor disuasorio?

—Si no fuera así, no podríamos usarlo. En la Unión Interamericana tenemos una cláusula, ya sabe, contra «castigos crueles e insólitos». Éste ya no es insólito, y nuestro Tribunal Supremo y los Tribunales de Apelación de las Regiones Terrestres han dictaminado que no es cruel. Es terapéutico.

—Quiero decir disuasorio para los criminales en potencia del exterior.

—Todo lo que puedo decir es que todas las escuelas secundarias de la Unión incluyen un curso de criminología elemental, con una docena de films-documento sobre este procedimiento. Hemos tenido mucha publicidad. He sido entrevistado a menudo. Y de los dos mil reclusos de esta institución, que es de mediana importancia, actualmente esos cinco son los únicos sujetos a este tratamiento. El índice de homicidios en esta Unión ha bajado del más alto al más bajo de toda la Tierra en los diez años transcurridos desde que empezamos.

—Oh, sí, ya sabía eso, por supuesto. Por eso fui delegado para hacer un estudio, a fin de ver si podría resultar conveniente también para nosotros. Entiendo que sólo soy uno más de tales visitantes.

—Exacto. La Unión del Asia Oriental lo está estudiando actualmente, y varias otras Uniones esperan poder incluirlo en sus agendas.

—Pero ¿y en el otro sentido de la disuasión…, cómo afecta a los propios sujetos? ¿Cómo funciona con ellos? Por supuesto, sé que no pueden continuar sus carreras criminales en este momento, pero ¿cuál es el efecto psicológico en ellos, aquí y ahora?

—El principio fue definido por Lachim Malley, nuestro notable criminalista… —dijo el alcaide.

—Por supuesto, uno de los más grandes.

—Creemos que sí. Su idea surgió originalmente de un detalle muy pequeño y banal de la historia popular. Allá por los viejos días, cuando existían las tiendas de propiedad particular y la gente recibía un salario por trabajar en ellas, era costumbre, en las tiendas que vendían pasteles y bombones y todas esas cosas que tanto les gustan a los jóvenes, y también, creo, en las cervecerías y vinaterías, permitir a los nuevos empleados que comieran y bebieran hasta saciarse. Se descubrió que se sentían saciados muy pronto, y que al final llegaban a aborrecer aquello que antes tanto les gustaba…, lo cual evidentemente ahorraba una gran cantidad de dinero a largo plazo.

»Se le ocurrió a Malley que si un criminal particularmente perverso era obligado a revivir una y otra vez el episodio que había conducido a su encarcelamiento…, si se le atiborraba a diario con él, por decirlo así, la incesante repetición obtendría efectos similares en él. Puesto que en la actualidad podemos activar cualquier parte del cerebro de una forma totalmente indolora mediante sondas eléctricas aplicadas en zonas determinadas, el experimento era realizable. En esta prisión fuimos los primeros en ponerlo en práctica.

—¿Y cómo les afecta eso?

—Al principio algunos de los más perversos, ese horrible caníbal que ha visto, o el pederasta, por ejemplo, parecen saborear realmente el revivir sus crímenes. Los menos deteriorados temen e intentan eludir el tratamiento desde el principio. E incluso los peores, aquellos que se hallan tan sólo al principio de sus condenas, empiezan gradualmente a sentirse hastiados, luego saciados y, por último, a su debido tiempo, alienados por completo por sus anteriores impulsos. Algunos de ellos terriblemente llenos de remordimientos también; hemos tenido a endurecidos criminales que han caído de rodillas y me han suplicado que les deje olvidar. Pero, por supuesto, yo no puedo.

—¿Y después que han cumplido su condena? Porque supongo, como en nuestra Unión, que cadena perpetua significa en realidad no más de quince años.

—Entre nosotros unos doce, por término medio. Pero algunos de ésos, el último caso por ejemplo, nunca pueden ser dejados libres con seguridad. En general terminan por acostumbrarse. Porque, aparte su confrontación diaria, sus vidas no son demasiado malas aquí. Viven confortablemente, tienen todas las posibilidades de divertirse y educarse, cuando es posible disponemos visitas conyugales, y muchos de ellos prosiguen carreras útiles como si no estuvieran en prisión.

—Pero ¿qué ocurre con aquellos que son dejados libres? ¿Ha recaído alguno de ellos en el crimen? ¿Tienen ustedes reincidentes? El alcaide pareció incómodo.

—No, nunca ha vuelto aquí ningún sujeto sometido al Sistema Malley —dijo reluctante—. De hecho, es mi deber decirle que hay una ligera desventaja en el Sistema.

»Hasta ahora no hemos podido dejar libre a ningún sujeto al final de su condena. Todos ellos han debido ser transferidos a hospitales mentales.

El criminólogo africano permaneció en silencio. Luego sus ojos miraron en torno a la oficina en la que permanecían sentados. Por primera vez observó las paredes blindadas, los cristales a prueba de balas, las armas electrónicas apuntando a la puerta y listas para ser activadas con sólo apretar un botón en el escritorio del alcaide.

El alcaide siguió su mirada y enrojeció.

—Me temo que soy un poco miedoso —dijo a la defensiva—. En realidad los sujetos son mantenidos bajo estrecha vigilancia, y los roboguardias tienen órdenes de tirar a matar. Pero no puedo dejar de pensar en lo que le ocurrió a mi predecesor, cuando él y Lachim Malley…

—Sé que Malley murió repentinamente mientras visitaba esta prisión —dijo el africano—. Un ataque al corazón, tengo entendido.

—Mi predecesor era demasiado despreocupado —observó el alcaide con una amarga sonrisa—. Tenía una fe ciega en el Sistema Malley, y ni siquiera tenía roboguardias para proteger a los técnicos, como tampoco hacía registrar a los sujetos en busca de cuchillos antes de su recapitulación diaria. Entonces había más sujetos también…, al menos catorce aquel día. Así que cuando dominaron simultáneamente a los técnicos, con las sondas ya puestas, e irrumpieron en esta oficina…

»Oh, sí, Malley murió de un ataque al corazón. Y mi predecesor también. Directamente al corazón, en ambos casos.

* * *

Puesto que la criminología y los relatos de misterio forman la mayor parte de mi obra, es natural que incluso en la ciencia ficción me atraiga el terna. Esta extrapolación en particular se me ocurrió repentinamente no sé cómo, del mismo modo que me pasa con buena parte de mi obra de ciencia ficción. Los asesinatos son cometidos por personas en un estado altamente emocional, incluso aunque la emoción sea tan sólo un deseo incontenible de excitación; y siendo así, ¿qué peor castigo podría infligirse que obligar a una repetición constante de la experiencia hasta que el asesino se sintiera atrozmente dominado por los remordimientos o (lo que parece más probable, y yo he indicado aquí) se viera reducido a un completo derrumbamiento psíquico?

Aceptando que la humanidad tiene un futuro, y que de alguna forma podemos atrapar social y psicológicamente nuestros logros técnicos, es posible que una técnica como la descrita se les ocurra a algunos de nuestros criminólogos futuros. El si será más o menos disuasoria que la actual posibilidad de una ejecución es ya otra cuestión. Y pese a mi rechazo, no estoy completamente segura de que los más altos tribunales de apelación de aquel tiempo no decidan que el castigo es más cruel aún que el crimen.

Un juguete para Juliette

Robert Bloch

Lo que sigue es, en su más puro sentido, el resultado final de un feedback literario. Recientemente, el realizador de una serie de televisión que se emitía a una hora de gran audiencia, no teniendo ningún guión que realizar, se sentó a su mesa y escribió él mismo uno antes que aguardar a que alguno de sus perezosos guionistas independientes se lo trajera. Cuando hubo completado el guión, que debía ser ofrecido por la pantalla al cabo de pocos días, lo envió por puro formulismo al departamento jurídico de los estudios, a fin de asegurarse de que los nombres de los personajes no iban a traerles problemas, etc. Más tarde, aquel mismo día, el departamento jurídico lo llamó precipitadamente. Casi escena por escena y palabra por palabra (incluido el título), el realizador de la serie —que no era de ciencia ficción— había copiado una muy conocida historia corta de ciencia ficción. Cuando se lo señalaron, el realizador palideció y recordó que había leído aquella historia, haría unos quince años. Apresuradamente, le fueron comprados los derechos de la historia al conocido escritor de relatos de fantasía que había concebido originalmente la idea. Debo apresurarme a añadir que acepto la sinceridad del realizador cuando jura que no recordaba conscientemente y no tenía la menor intención de imitar la historia. Le creo porque este tipo de plagio inconsciente es algo común en el mundo de los escritores. Es inevitable que gran parte de lo que lee constantemente un escritor quede de algún modo en su cerebro, en forma de vagos conceptos, retazos de escenas, fragmentos de personajes, que aparecen más tarde en la propia obra del autor; alterados y modificados, pero pese a todo un resultado directo de la obra de otro escritor. No es «plagio» en absoluto. Es parte de la respuesta a la pregunta que formulan los idiotas a los autores en las fiestas y los cócteles: «¿De dónde saca usted sus ideas?».

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