Visiones Peligrosas I (8 page)

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Authors: Harlan Ellison

Tags: #Ciencia-ficción

BOOK: Visiones Peligrosas I
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Un tipo de una agencia de prensa aulló:

—¡Subid el sonido!

Hubo un movimiento convulsivo en torno al aparato. El sonido desapareció por completo durante un momento; luego restalló:

—…los marcianos son vertebrados, de sangre caliente y aparentemente mamíferos. Un examen superficial indica un nivel bajo generalizado del metabolismo, aunque el doctor Bache afirma que es posible que eso sea en buena parte el resultado de su difícil y confinado viaje a lo largo de doscientos veinte millones de kilómetros por el espacio en la cámara de especímenes de la espacionave Algonquino Nueve. No hay, repito, no hay evidencia de enfermedades contagiosas, aunque las normales precauciones de esterilización han sido…

—Está diciendo tonterías —gritó alguien, probablemente un corresponsal de la CBS—. Walter Cronkite ha entrevistado en la Clínica Mayo a uno que…

—¡Cállate! —rugieron una docena de voces, y la televisión se hizo audible de nuevo:

—…completa el texto del informe del doctor Hugo Bache tal como nos ha sido comunicado hace un momento por el coronel Happy Wingerter.

Hubo una pausa; luego la voz del locutor, cansada pero animosa, reanudó el hilo y prosiguió su recapitulación de los anteriores comunicados. La partida de poker prosiguió mientras el locutor iba describiendo la conferencia de prensa del doctor Sam Sullivan, del Instituto de Lingüística de la Universidad de Indiana, y sus conclusiones de que los sonidos emitidos por los marcianos eran sin lugar a dudas alguna especie de lenguaje.

Qué tontería, pensó el señor Mándala, que se caía de sueño. Cogió un taburete y se sentó, sintiendo que los ojos se le cerraban.

Luego el ruido de unas risas lo despertó, y se alzó con aire beligerante. Hizo sonar su campanilla para llamar la atención.

—¡Caballeros! ¡Señoras! ¡Por favor! —gritó—. Son las cuatro de la madrugada. Nuestros otros huéspedes están intentando dormir.

—Oh, sí, claro —dijo el hombre de la CBS, alzando impaciente una mano—. Pero espere un momento. Tengo uno muy bueno. ¿Qué es un rascacielos marciano? ¿Lo captan?

—Oh, dilo ya —murmuró una pelirroja de Life.

—¡Veintisiete pisos de apartamentos subterráneos!

—De acuerdo —dijo la chica—, yo también tengo uno. ¿Cuál es la prohibición religiosa que impide a las mujeres marcianas mantener los ojos abiertos mientras hacen el amor? —Aguardó a que alguien dijera algo—. ¡Dios les prohibe ver a sus maridos pasando un buen rato!

—¿Estamos jugando al póquer o no? —gruñó uno de los jugadores, pero eran demasiados para él.

—¿Quién ganó el concurso de belleza marciano?… ¡Nadie!

—¿Cómo conseguir que una mujer marciana renuncie al sexo?… ¡Casándose con ella!

El señor Mándala se echó a reír fuertemente ante aquél, y cuando uno de los periodistas se le acercó y le pidió una caja de cerillas, se la dio.

—Gracias —dijo el hombre, encendiendo su pipa—. Una larga noche, ¿eh?

—Y que lo diga —respondió el señor Mándala jovialmente.

En la pantalla de televisión estaban pasando de nuevo la cinta, por cuarta vez. El señor Mándala bostezó, mirándola con ojos vacuos; no había mucho que ver, realmente, pero aquello era todo lo que la gente había visto y probablemente vería de los marcianos. Todos aquellos periodistas, cámaras, columnistas e ingenieros de sonido, pensó el señor Mándala con placer, que aguardaban allí desde las diez de la mañana para conseguir información en Cabo Kennedy, efectuarían un viaje de sesenta kilómetros entre los pantanos de palmitos para nada. Porque todo lo que verían cuando llegaran allí sería exactamente lo mismo que estaban viendo ahora.

Uno de los jugadores de póquer estaba contando una larga y complicada historia sobre marcianos que llevaban abrigos de pieles en Miami Beach. El señor Mándala miró al grupo con disgusto. Si al menos algunos de ellos se fueran a sus habitaciones a dormir un poco podría intentar preguntar a los otros si estaban registrados en el motel. Aunque de todos modos no podía admitir realmente a nadie más, pues todas las habitaciones estaban ocupadas al doble de su capacidad. Rechazó el pensamiento y miró con aire ausente a los marcianos en la pantalla, intentando imaginar a toda la gente del mundo mirando aquella misma imagen en sus aparatos de televisión, leyendo sobre ellos en sus periódicos, interesándose por ellos. No parecían en absoluto dignos de que nadie se interesara por ellos, arrastrándose de aquel modo sobre sus largas y débiles piernas, parecidas a alargadas aletas de foca, jadeando fuertemente bajo el tirón de la gravedad terrestre y mirándolo todo con sus grandes ojos vacuos.

—Parecen más bien estúpidos —dijo uno de los periodistas al fumador de pipa—. ¿Sabes lo que he oído decir? Que la razón por la que los astronautas los mantuvieron encerrados a la vuelta es porque hieden.

—Es probable que ellos no lo noten en Marte —dijo juiciosamente el fumador de pipa—. El aire es más tenue, ¿sabes?

—¿Que no lo noten? Lo adoran. —Echó un billete de un dólar sobre el mostrador ante el señor Mándala—. ¿Tiene usted cambio para la máquina de Coca-Cola?

El señor Mándala contó en silencio diez monedas de diez centavos. No se le había ocurrido pensar que los marcianos pudieran oler mal, pero sólo porque no había pensado en ello. Si lo hubiera hecho, probablemente se le habría ocurrido también.

El señor Mándala tomó otra moneda de diez centavos para él y siguió a los dos hombres hacia la máquina de Coca-Cola. La imagen en la pantalla de televisión cambió para mostrar algunas fotos más bien imprecisas, tomadas por los astronautas, mostrando unos bajos e irregulares edificios color arena sobre un suelo de arena resplandeciente. Eso era lo que la NASA llamaba «la mayor ciudad marciana», compuesta aproximadamente de un centenar de aquellas estructuras bajas y sin ventanas.

—No sé… —dijo finalmente el segundo periodista, llevándose su botella de Coca-Cola a los labios—. ¿Crees que son lo que tú llamarías inteligentes?

—Es difícil decirlo exactamente —dijo el fumador de pipa. Pertenecía a la Reuter y lo parecía, con su rojiza y ancha cara inglesa—. Construyen casas —observó.

—Los gorilas también.

—Sin duda, sin duda —murmuró el hombre de la Reuter. Su rostro se iluminó—. Hey, espera un momento. Eso me hace pensar en uno bueno. Era…, déjame ver, en casa lo contábamos refiriéndonos a los irlandeses… Sí, ya lo tengo. La próxima espacionave llega a Marte, y descubren que alguna terrible enfermedad terrestre ha borrado del planeta a toda la raza, a toda menos una hembra. Todos eliminados. Todos desaparecidos excepto ella. Bien, se sienten terriblemente trastornados, y hay un debate en la ONU, y se firma un pacto antigenocidio, y América vota doscientos millones de dólares como reparación y, bueno, en pocas palabras, se decide que para preservar la raza se aparee a un hombre con esa hembra marciana sobreviviente.

—¡Caramba!

—Sí, así es. Bien, entonces van a buscar a Paddy O'Shaughnessy, que se encuentra pasando un apuro, y le dicen: «Mira, Paddy, vas a entrar en esa jaula; dentro encontrarás una buena hembra. Todo lo que tienes que hacer es dejarla preñada, ¿entiendes?» Responde O'Shaughnessy: «¿Y qué conseguiré a cambio?». Le ofrecen miles de libras. Y por supuesto acepta. Pero luego abre la puerta de la jaula y ve lo que parece aquella hembra. Y se vuelve atrás. —El hombre de la Reuter dejó su botella de Coca-Cola vacía en el estante e hizo una mueca, mostrando la expresión de repulsión de Paddy—. «Santo cielo», dice, «no creí que sería algo así». «Miles de libras, Paddy», le dicen, animándole a seguir adelante. «Oh, está bien entonces», dice él, «pero con una condición». «¿Cuál?», le preguntan. «Tenéis que prometerme que los niños serán educados en la religión católica», contesta Paddy.

—Sí, ya lo había oído —dijo el otro periodista.

Se adelantó para depositar también su botella, y al hacerlo su pie se enganchó en la estantería, y cuatro botellas de Coca-Cola vacías se estrellaron ruidosamente contra el suelo.

Aquello fue más de lo que el señor Mándala podía soportar; jadeó, tartajeó, agitó su campanilla y gritó:

—¡Ernest! ¡Berzie! ¡Venid inmediatamente! —Cuando Ernest apareció, pasando su oscura cabeza color ciruela por la puerta de servicio con una expresión que revelaba una anticipación de desastre, el señor Mándala gritó—: ¡Pandilla de cabezas de chorlito, os he dicho cien veces que mantengáis esas estanterías limpias y vacías.

Y se mantuvo de pie allí, dominando a los dos botones con su estatura, refunfuñando, mientras se agachaban sobre el caos de botellas y cristales rotos, mirándole de tanto en tanto con el rabillo del ojo, preocupados, ciruela oscura y arena árabe. Sabía que todos los periodistas lo estaban mirando y que desaprobaban su conducta.

Entonces salió al aire de la noche para tranquilizarse, porque se sentía apesadumbrado y sabía que iba a sentirse aún más apesadumbrado.

La hierba estaba húmeda. El rocío condensado goteaba de la estructura del trampolín de la piscina. El motel no estaba tan tranquilo como debería haberlo estado tan cerca del amanecer, pero estaba bastante tranquilo. Sólo se oía alguna distante y ocasional risa, y los ruidos procedentes del vestíbulo. Para el señor Mándala aquello era tranquilizador. Reconfortó su alma caminando por todas las galerías, comprobando las máquinas de cubitos y las expendedoras de cigarrillos, y encontrándolas todas en orden.

Un jet militar de McCoy aullaba en el cielo sobre su cabeza. Tras él las estrellas aún brillaban, pese al naciente amanecer allá en el este. El señor Mándala bostezó, alzó la vista cansadamente y se preguntó cuál de ellas sería Marte; luego regresó a su mostrador. Muy pronto estaría demasiado ocupado con la larga y agotadora ronda de llamadas a las habitaciones y con las comprobaciones para pensar en marcianos.

Más tarde, cuando la mayor parte de los clientes montaban ruidosamente en sus coches y camionetas, y el equipo de día estaba llegando, el señor Mándala destapó dos botellas de Coca-Cola y le llevó una a Ernest a la puerta de servicio.

—Dura noche —dijo, y Ernest, aceptando la Coca-Cola y la buena intención, asintió y bebió. Se dirigieron hacia el muro que protegía la piscina de la carretera de acceso y observaron a los periodistas de ambos sexos dirigirse hacia la carretera general y hacia su conferencia de prensa de las diez. La mayoría de ellos no habían dormido. El señor Mándala agitó la cabeza, desaprobando tanta conmoción por tan poca causa.

Ernest chasqueó los dedos, sonrió y dijo:

—Sé un chiste de marcianos, señor Mándala. ¿Cómo llamaría usted a un marciano de tres metros que avanzara hacia usted con una lanza?

—Oh, demonios, Ernest —dijo el señor Mándala—, le llamaría «señor». Todo el mundo lo sabe. —Bostezó y se estiró, y dijo reflexivamente—: Cabía pensar que sacarían algunos chistes nuevos con ellos. Todos los que he oído eran viejos, sólo que dedicados a los judíos, a los católicos y a los…, a todo el mundo; y ahora los aplican a los marcianos.

—Sí, ya me he dado cuenta de eso, señor Mándala —dijo Ernest.

El señor Mándala volvió a desperezarse.

—Será mejor que vayamos a dormir un poco —aconsejó—, porque puede que vuelvan esta noche. No sé para qué… ¿Sabes lo que pienso, Ernest? Aparte los chistes, no creo que dentro de seis meses nadie se acuerde ya de que existen los marcianos. No creo que su llegada suponga ningún cambio para nadie.

—Lamento tener que disentir, señor Mándala —dijo Ernest amablemente—, pero yo no lo creo así. Van a cambiar muchas cosas para alguna gente. De hecho, va a suponer un gran cambio para mí.

* * *

Siempre he estado convencido, y sigo estándolo, de que una historia habla por sí misma, y que cualquier palabra que un escritor le añada tras terminarla no es más que una retractación, una mentira o un error. Pero hay una cosa que me gustaría decir acerca de la razón por la cual fue escrita esta historia. No para persuadirles a ustedes de que es una buena razón o de que la historia cumple con su finalidad…, ya se habrán hecho una idea sobre eso, o deberían habérsela hecho…, sino para decirles cómo la naturaleza imita fielmente al arte.

Después de haber escrito El día siguiente a la llegada de los marcianos conocí a un sacerdote de una pequeña ciudad de Alabama. Como muchas iglesias, no sólo en Alabama, la suya se ve dividida por la cuestión de la integración. Él ha encontrado una forma, cree, de resolver el problema —o al menos de mejorarlo— entre los adolescentes blancos de su congregación: les anima a que lean ciencia ficción, con la esperanza de que lleguen a aprender, primero, a preocuparse de los hombrecillos verdes marcianos en vez de los hombres negros norteamericanos, y segundo, que todos los hombres son hermanos…, al menos frente a un enorme universo que muy probablemente estará poblado de criaturas cuya apariencia no será en absoluto humana.

Me gusta la forma en que este hombre sirve a su Dios. Es una buena idea. Debería funcionar. Será mejor que funcione, o de otro modo que Dios nos ayude a todos.

Jinetes del salario púrpura

Philip José Farmer

Philip José Farmer es una de las pocas personas realmente buenas que yo haya encontrado nunca. Es un hombre gentil, con todas las implicaciones que comporta esta palabra en lo relativo a nobleza, sabiduría y humanidad. También es indestructible. Ha sido pateado por los maestros, y de alguna forma ha conseguido salir incólume de los embrollos. Ha sido robado por editores despreciables, criminalmente engañado por agentes ineptos, vergonzosamente ignorado por críticos sentenciosos, asaltado por las Furias del Azar y de la Mala Suerte, y pese a ello, pese a ello, ha conseguido producir quince libros de una importancia tan singular que es considerado como un «escritor de escritores», en un campo donde los celos y las envidias son el modus operandi que acuchilla las costillas del vecino.

Phil Farmer ronda la cincuentena, tiene una voz suave y un formidable caudal de información sobre todo, desde arqueología hasta los hábitos nocturnos de sir Richard Burton (no el actor). Es un buen andarín de calles, gran bebedor de café, fumador de cigarrillos, apasionado de sus nietos. Pero, sobre todo lo demás, es un escritor de historias. Historias como The Lovers (Los amantes), que estalló en el campo de la ciencia ficción en un número de 1952 de Startling Stories como una explosión en una fábrica de aire comprimido. Hasta que Phil Farmer le echó una buena ojeada al tema, el sexo era algo confinado a las portadas de Bergey representando jóvenes muchachas de poderosos muslos llevando sujetadores de cobre. Ha examinado todas las facetas de la psicología anormal —parece—, en una forma adulta y extrapolativa que la mayoría de editores hubieran rechazado como imposible en 1951. Aquellos que consideran despreciable una tal hazaña, en un campo en el que la ausencia de genitales en Kimball Kinnison nunca pareció preocupar ni a editores ni a aficionados, sólo tienen que considerar que, hasta Farmer y el vigor de su obra, lo más parecido dentro del género a las exploraciones psicológicas eran las historias del doctor David H. Keller, que quedaban muy por debajo de los niveles alcanzados por, digamos, un Dostoievski o un Kafka.

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