Viaje alucinante (54 page)

Read Viaje alucinante Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia-ficción

BOOK: Viaje alucinante
7.65Mb size Format: txt, pdf, ePub

–¡Ah! –exclamó mirando una hoja doblada que tenía toda la apariencia de ser algún papel oficial. Se lo metió en el bolsillo de su chaqueta blanca y siguió buscando. Aparecieron otros objetos... Un par de llaves pequeñas, por ejemplo. Rápidamente registró a Konev y sacó un pequeño disco metálico de la parte interior de la solapa.

–Su longitud de onda personal –dijo, y también lo guardó en el bolsillo.

Finalmente encontró un objeto negro y rectangular y preguntó:

–Es suyo, ¿verdad?

Morrison gruñó. Era el programa de su computadora. Había estado tan preocupado que ni se había dado cuenta de que Konev se lo había quitado. Ahora lo cogió con fuerza.

Paleron colocó a Konev y Kaliinin de frente, apoyándolos para que no se separaran. Entonces colocó el brazo de Konev rodeando a Kaliinin y los cubrió a los dos con la manta sujetándola debajo de cada uno de ellos para mantenerlos en posición.

–No se me quede mirando así, Morrison –le dijo cuando hubo terminado–. Vamos.

Lo agarró con fuerza por el brazo. Él se resistió:

–¿A dónde vamos? ¿Qué pasa?

–Se lo diré después. Ahora cállese. No hay tiempo que perder. Ni un minuto. Ni un segundo. Venga –concluyó con suave ferocidad y Morrison la siguió.

Salieron de la habitación, bajaron la escalera con el menor ruido posible (él siguiéndola e imitándola), a lo largo del corredor alfombrado y una vez afuera se dirigieron al coche.

Paleron abrió la puerta delantera correspondiente al pasajero con una de las llaves que había obtenido de Kaliinin y ordenó secamente:

–Entre.

–¿A dónde vamos?

–Entre –y virtualmente lo empujó dentro.

Rápidamente se instaló al volante y Morrison resistió el impulso de preguntarle si sabía conducir. Por fin su atontada mente había percibido que Paleron no era una simple camarera. (Que había representado aquel papel, era obvio por el leve olor a cebollas que todavía persistía y que se mezclaba lamentablemente con el aroma rico y agradable del interior del coche.)

Paleron puso el coche en marcha, mirando hacia el área de aparcamiento que estaba desierta, excepto por un gato que caminaba despreocupadamente, y salió por un sendero arenoso que conducía a la cercana carretera.

Poco a poco, el coche fue adquiriendo velocidad hasta llegar a los noventa y cinco kilómetros por hora, circulando por una autopista de dos carriles con, de tanto en tanto, un coche circulando en la dirección contraría. Morrison volvió a sentirse capaz de pensar normalmente.

Miró angustiado por el cristal trasero. Un coche, pero lejos de ellos, se desviaba en un cruce que habían dejado atrás un momento antes. No parecía que nadie los siguiera.

Entonces Morrison se volvió para mirar el perfil de Paleron. Parecía sombría pero competente. Ahora era obvio que no solamente no era una camarera de profesión sino que probablemente tampoco era ciudadana soviética. Su inglés tenía un fuerte acento urbano que ningún europeo aprendería en la escuela o captaría de tal modo que pudiera engañar el oído de Morrison. Le dijo:

–¿Estaba esperando fuera del hotel, leyendo un libro, para ver cuándo llegaríamos Sofía y yo?

–Lo ha entendido –dijo Paleron.

–¿Es agente americana, verdad?

–Más y más astuto.

–¿A dónde vamos?

–Al aeropuerto elegido para que el avión sueco le recoja. Tuve que recoger los detalles de boca de Kaliinin.

–¿Y sabe cómo llegar hasta allí?

–Por supuesto. He estado en Malenkigrad mucho más tiempo del que lleva su Kaliinin... Pero dígame, ¿por qué le ha dicho que ese hombre, Konev, estaba enamorado de ella? Estaba esperando oírlo de boca de una tercera persona.
Quería
que se lo confirmara y usted lo hizo. De esta forma ponía todo el juego en manos de Konev. ¿Por qué lo hizo?

–En primer lugar –dijo Morrison abrumado– porque era la verdad.

–¿La
verdad?
–Paleron disgustada movió la cabeza–. Usted no es de este mundo. Seguro que no. Me sorprende que nadie le diera en la cabeza y lo enterraran hace tiempo... por su bien. Además, ¿cómo sabe que es la verdad?

–Lo sé... Pero me daba pena. Ayer salvó mi vida. Bueno, salvó todas nuestras vidas. Y, sinceramente, Konev también me salvó la vida.

–Vaya, veo que se salvaron unos a otros.

–Sí, es cierto.

–Pero eso fue ayer. Hoy ha empezado de nuevo y no hubiera debido dejar que el ayer influyera en el hoy. Nunca se hubiera vuelto a reconciliar con él de no ser por su estúpida observación. Podía haber estado jurando que la amaba hasta el fin de los siglos y demás tonterías, y con ella no le hubiera creído. No se
atrevía.
¿Hacer el idiota por segunda vez? ¡Jamás! Lo hubiera dejado inconsciente en el suelo en aquel momento, y entonces va usted y se lo dice: «Pues sí, niña, este hombre te quiere», y eso era lo único que necesitaba. Le juro, Morrison, que no deberían dejarlo circular solo, sin su niñera.

–¿Cómo sabe todo esto? –preguntó inquieto.

–Estaba en el suelo de la parte trasera del coche, dispuesta a ir con usted y Kiilinin para estar segura de que lo llevaba al avión. Y de pronto, va usted, y se saca el comodín de la manga. ¿Qué podía hacer sino agarrarle y evitar que lo desintegraran, devolverlo a su habitación, donde pudiéramos estar en privado y después buscar el sistema de apoderarme del stunner?

–Gracias.

–De nada... Además los he dejado como si fueran una pareja de amantes. Cualquiera que entre tendrá que decir: «Perdón», y salir rápidamente... y esto nos dará más tiempo.

–¿Cuánto tardarán en recobrar el conocimiento?

–No lo sé. Todo depende de lo correctamente que haya marcado la radiación y del estado de ánimo de uno y de otro y yo qué sé qué más. Pero cuando despierten, tardarán mucho tiempo en recordar lo ocurrido. Tengo la esperanza de que en su postura, lo primero que recordarán es que están enamorados. Esto les preocupará durante un tiempo. Luego cuando puedan acordarse de usted y de lo que iba a hacerse con Moscú, será demasiado tarde.

–¿Y sufrirán algún daño permanente? Paleron dirigió una mirada al rostro preocupado de Morrison.

–¿Se preocupa por ellos? ¿Por qué? ¿Qué son para usted?

–Pues..., compañeros de viaje.

Paleron lanzó un sonido poco elegante:

–Creo que se recuperarán bien. Estarán mucho mejor si parte de su hipersensible mente queda algo limada. Podrán estar unidos y formar una simpática familia.

–¿Y qué ocurrirá con usted? Sería mejor que se viniera en el avión conmigo?

–No sea burro. Los suecos no me aceptarían. Tienen órdenes de recoger a una persona y harán pruebas para asegurarse de que usted es usted. Tienen sus huellas y su patrón de retina que habrán encontrado en el Registro de Población. Si admiten a la persona equivocada o admiten a otro más, se crearía un nuevo incidente y los suecos son demasiado listos para que los pillen.

–Entonces, ¿qué ocurrirá con usted?

–Bien, para empezar diré que usted se apoderó del stunner y los borró a los dos, luego me apuntó a mí y me ordenó que lo llevara al aeropuerto porque usted no sabía cómo localizarlo.

Me ordenó detenerme en la entrada, me disparó y luego tiró el stunner dentro del coche. Mañana temprano, regresaré a Malenkigrad, como si despertara del disparo.

–Pero, Konev y Kaliinin negarán su historia.

–No me estaban mirando cuando les disparé y, en todo caso, casi nadie recuerda el momento del disparo. Además, el Gobierno soviético sabe que se dio orden de que lo devolvieran, y si
fue devuelto,
cualquier cosa que Konev les cuente no lo beneficiará. El Gobierno aceptará el
jait accompli.
Son rublos contra kopecs, o mejor, dólares contra kopecs que preferirán olvidar todo el asunto... y yo volveré a hacer de camarera.

–Pero, alguien puede sospechar de usted.

–¡Entonces, veremos,
Nichevo!
Lo que sea será. –Y esbozó una sonrisa.

Continuaron viajando por la autopista y Morrison, avergonzado, dijo:

–¿No deberíamos ir un poco más de prisa?

–Ni siquiera un kilómetro más por hora –declaró Paleron con firmeza–. Estamos yendo exactamente dentro del límite de velocidad y los soviéticos tienen hasta el último milímetro de carretera radarizado. No tienen sentido del humor respecto al límite de velocidad y no estoy dispuesta a pasar horas tratando de salir de una comisaría por el capricho de ganar quince minutos para llegar al avión.

Era algo más de mediodía y Morrison empezaba a sentir las punzadas premonitorias del hambre.

Preguntó:

–¿Tiene idea de lo que Konev dijo de mí a los de Moscú?

Paleron movió la cabeza.

–Ni idea. Fuera lo que fuera, recibió la respuesta en su longitud de onda personal. Oí la señal hará cosa de veinte minutos. ¿No la oyó?

–No.

–Qué poco duraría en mi oficio... Naturalmente, no han recibido respuesta, así que no importa con quién haya contactado Konev en Moscú, tratará de descubrir por qué. Alguien los encontrará y ellos se imaginarán que está camino del aeropuerto y alguien nos perseguirá para ver si pueden cazarlo. Igual que los carros del faraón.

–Sólo que no tenemos a Moisés para que separe el mar Rojo –masculló Morrison.

–Si llegamos al aeropuerto, tendremos a los suecos. No lo entregarán a nadie.

–¿Qué pueden hacer contra los militares soviéticos?

–No serán los militares. Será algún funcionario, trabajando para algún grupo de tendencias extremistas, el que intentará engañar a los suecos. Pero tenemos los documentos oficiales que garantizan su salida y no se dejarán engañar. Lo importante es llegar antes.

–¿Y no cree que debemos correr más?

Paleron volvió a mover la cabeza negativamente.

Media hora más tarde, Paleron le indicó:

–Aquí estamos y tenemos suerte. El avión sueco ha venido antes y ya ha aterrizado.

Paró el coche, pulsó un botón y se abrió la puerta del pasajero:

–Vaya solo. Yo no quiero ser vista, pero oiga... –Se inclinó hacia él–: Mi nombre es Ashby. Cuando llegue a Washington, dígales si no creen que ya ha llegado la hora, para mí, de desaparecer..., que estoy dispuesta. ¿Entendido?

–Entendido.

Morrison bajó del coche, parpadeando al sol. A la distancia, un hombre de uniforme (pero no un uniforme soviético por lo que pudo apreciar) le indicó que se acercara.

Morrison echó a correr. No había límite de velocidad en aquella carrera y aunque no podía ver a nadie persiguiéndolo, no se hubiera sorprendido de ver surgir a alguien de la tierra para detenerlo.

Se volvió, agitó la mano por última vez en dirección al coche, creyó ver una mano agitándose en respuesta, y continuó corriendo.

El hombre que le había hecho una señal avanzó hacia él, primero andando, luego corriendo, y lo alcanzó cuando ya casi se desplomaba. Morrison veía ahora claramente que llevaba el uniforme de la Federación Europea.

–¿Puede darme su nombre, por favor? –le dijo el hombre en inglés. Su acento, con gran alivio por parte de Morrison, era sueco.

–Albert Jonás Morrison –contestó; y juntos fueron andando hacia el avión y el pequeño grupo que esperaba para comprobar su identidad.

Morrison se sentó junto a la ventanilla, tenso y exhausto, mirando hacia abajo a la tierra que iba quedando atrás, al Este.

Un almuerzo, consistente en arenque y patatas cocidas, había tranquilizado su estómago pero no su mente.

¿Acaso el viaje miniaturizado a través de la corriente sanguínea y del cerebro, ayer (¿sólo ayer?) había convertido para siempre su actitud de aprensión mental, en una de desastre inminente? ¿Volvería a ser capaz de aceptar el Universo como un lugar amistoso? ¿Volvería a poder caminar serenamente consciente de que nada o nadie le deseaba algún mal?

¿O no había tenido tiempo suficiente para recuperarse?

El sentido común le decía, naturalmente, que no debía sentirse aún completamente a salvo. Lo que veía debajo del avión era todavía suelo soviético.

¿Había aún tiempo para los aliados de Konev, fueran quienes fuesen, de mandar aviones tras los suecos? ¿Eran suficientemente poderosos para hacerlo? ¿Se elevarían los carros del faraón y continuarían su persecución por el aire?

Por un momento creyó que el corazón le fallaba al ver un avión a distancia..., luego otro.

Se volvió a la azafata, que estaba sentada del otro lado del pasillo. No tuvo que preguntarle nada. Por lo visto ésta adivinó su angustiada expresión correctamente y le explicó:

–Aviones de la Federación, son nuestra escolta. Ya hemos dejado el territorio soviético. Los aviones llevan tripulación sueca.

Luego cuando pasaron por encima del canal de la Mancha, aviones americanos se unieron a la escolta. En todo caso, Morrison estaba a salvo de los carros.

Pero su mente no le dejaba descansar. ¿Misiles? ¿Y si alguien cometía un acto bélico? Trató de calmarse. Seguro que ningún hombre de la Unión Soviética, ni siquiera el mismo presidente, podía tomar tal decisión sin consultar, y la consulta llevaría horas, o días quizá.

No podía ser.

Pero, hasta que el avión hubo aterrizado en las afueras de Washington, no pudo Morrison permitirse sentir que todo había terminado y que estaba a salvo en su propio país.

Era sábado por la mañana y Morrison se estaba recuperando. Había satisfecho sus necesidades humanas. Había desayunado y se había lavado. Incluso estaba a medio vestir.

En este momento se encontraba tumbado en la cama, con los brazos bajo la cabeza. El día estaba nublado y apenas había entreabierto la ventana, porque quería experimentar la sensación de intimidad. En las horas que siguieron al desembarco del avión y a su traslado a este lugar de ocultación, había visto a tanta gente oficial a su alrededor que pensó si estaba mejor en los Estados Unidos de lo que había estado en la Unión Soviética.

Los médicos habían terminado por fin su reconocimiento; las cuestiones iniciales se habían formulado y contestado incluso durante la cena, y finalmente lo habían dejado para que durmiera en una habitación que estaba, a su vez, dentro de lo que parecía una fortaleza por su enorme seguridad.

En fin, por suerte no tenía que hacer frente a la miniaturización. Esta idea, por lo menos, lo animaba.

La señal de la puerta se encendió y Morrison alzó la mano por encima de su cabeza, en busca del botón que clarificaría la ventanilla de la puerta. Reconoció la cara y apretó otro botón que permitía abrir la puerta desde afuera.

Other books

GIRL GLADIATOR by Graeme Farmer
El país de los Kenders by Mary Kirchoff
An Honourable Defeat by Anton Gill
Agyar by Steven Brust