—¿Dónde está Zacarías Gómez?
—Se lo llevaron hace un rato —contestó Marta di Jorse—. Si quieres comer, nos han dejado ahí… no sé el qué.
Era un amasijo blancuzco, del que se desprendía un penetrante olor a enmohecido. Sergio trató de vencer la repugnancia que le causaba el hedor a excrementos y a orina que reinaba en la celda, y el tufo animal que los mandriles despedían. Quiso comer algo, pero no pudo pasar ni un bocado. Aquello sabía de una forma aún peor que su aspecto, si tal cosa era posible.
Pasaron horas. Los mandriles de guardia fueron sustituidos por otros, que se entretuvieron durante los primeros minutos en perseguir a los prisioneros con la punta de las lanzas, riéndose y charloteando con saña cuando los heridos cuerpos trataban de esquivar los pinchazos. Solamente María Viborg permanecía tendida donde estaba, como insensible, hasta que entre el Capitán Grotton y el abuelo Jones la retiraron hasta el fondo de la celda. Afortunadamente los mandriles se cansaron pronto de su diversión, y se retiraron junto a las antorchas, rezongando y parloteando en su bestial lenguaje.
—¿Qué le pasa? —preguntó Sergio, señalando a María.
—Lo mismo que a mí —dijo Marta, con su ronca voz llena de odio—. Nada más encerrarnos aquí nos cogieron a ella y a mí y nos llevaron arriba… Había más de veinte mandriles borrachos, bebiendo arak… Nos violaron. Luego nos trajeron aquí de nuevo. Lo que pasa es que ella lo soporta peor que yo…
Como si algo se hubiera roto en su interior. Marta ocultó el rostro en los hombros de Sergio. Este la rodeó con los brazos, casi sin sentirse irritado por lo que la mujer acababa de decir. Le parecía haber perdido toda capacidad de ira y de sufrimiento… Con horror, se dio cuenta de que estaba dispuesto a tolerar cualquier cosa con tal de salir vivo de allí, si es que ello era posible. Sin embargo, con la mano libre, acarició suavemente los sucios y revueltos cabellos de Marta, una vez tras otra, una vez tras otra, muy despacio, sin detenerse, sintiendo que este acto repetido le devolvía algo de serenidad. Algo semejante debió pasarle a ella, porque al poco rato levantó el rostro, le dirigió una sonrisa que quería ser alegre, y volvió a reclinarse sobre, la viscosa pared.
Por algún motivo desconocido estalló una pelea entre los dos mandriles que se hallaban de guardia. Aullándose ferozmente el uno al otro, se enzarzaron a golpes y lanzazos, y rodaron por el suelo, brutalmente entrelazados. Los prisioneros no tuvieron tiempo de ponerse en pie; con un aullido odiosamente humano, el más grande, se sentó sobre el cuerpo del otro y le clavó la lanza varias veces. Después, tranquilamente, como si no hubiera pasado nada, extrajo un cuchillo de pedernal y le cortó los testículos, que procedió a devorar a continuación, con grandes gestos de placer.
—Que asquerosas bestias… —musitó María Viborg—. ¡Oh, qué asquerosas bestias! ¡Son… son… lo más repugnante que existe! Si pudiera matarlos a todos, si pudiera matarlos a todos…
Durante bastante rato, con los ojos alucinados, la boca amoratada de María Viborg continuó repitiendo lo mismo, con la regularidad de un metrónomo.
—…si pudiera matarlos a todos… si pudiera matarlos a todos…
Marta alzó el rostro.
—Ella se resistió. Es peor… te hace más daño. Yo me dejé hacer… Me daba un espantoso asco, pero ¿sabes? el asco no mata… Además, se aburrieron antes de mí… Preferían hacerlo con ella, quizá porque se resistía…
—Es culpa mía. Marta —dijo Sergio—. Si no hubiera organizado yo todo esto…
—No lo digas de nuevo, tonto. Tuya fue sólo la idea… vinimos porque quisimos… y si no hubiera sido aquí, habría sido en otro lado. ¿Crees que te guardo rencor? En todo caso tendría que guardármelo a mí misma…
—¿Y ellos?
—No sé lo que pensarán ellos; pero si te quieren echar a ti la culpa, harán mal. Además, ¿crees que no te lo habrían dicho?
—…si pudiera matarlos a todos, si pudiera matarlos a todos…
Marta miraba al frente, hacia el mandril vivo, que aún seguía mascando, golosa y repetidamente, el escogido bocado que había cortado a su compañero. La mirada de Marta era fija, fría, con una profunda e intensa expresión de odio. Pero no el odio incontrolable y sin dirección de María Viborg. El odio de Marta era retenido, frío, y calculador. En un impulso, Sergio se incorporó un poco, trabajosamente, y la besó en la sucia mejilla. El rostro de Marta pareció iluminarse, repentinamente, al volverse hacia él.
—Eres muy amable —dijo—. Me hacía falta algo así.
Unos gritos roncos se dejaron oír en el exterior. Aparecieron dos mandriles gigantescos, arrastrando entre ellos a Zacarías Gómez. La puerta de gruesos bambúes se abrió, girando suavemente sobre sus goznes de cuero crudo; de un empujón, los dos recién llegados arrojaron al hombre al interior de la celda. Uno de ellos lanzó una risa mezcla de chillido y de amenaza, y señaló, gorgoteante, el cadáver del pequeño mandril. Charloteando apresuradamente, lo cogió por una pierna y se lo llevó arrastrando. Los prisioneros volvieron a quedarse solos con su único guardián.
—¿Qué te han hecho? —preguntó Sergio.
Zacarías Gómez se arrastró hasta el cuenco de agua y bebió apresuradamente, a largos tragos. Luego, arrastrándose igualmente, se sentó junto a María Viborg, con la cabeza entre las piernas.
—¿Qué te han hecho?
—¡Déjame en paz! —aulló Zacarías, mirándole con ojos de loco.
—Déjalo —susurró Marta, con su boca junto al oído de Sergio—. Ya te lo puedes imaginar… sabiendo lo que me hicieron a mí…
Sergio mismo se avergonzó al darse cuenta de que el húmedo y caliente aliento de Marta en su oído le estaba excitando de una forma totalmente inesperada en estas circunstancias; o quizá precisamente por la tensión nerviosa derivada de ellas. Mientras que hasta ahora la desnudez de los demás y la suya propia habían pasado ante sus ojos sin producir efecto alguno, en este momento no era así. Volvió los ojos, evitando el mirar a Marta, y tratando de que ésta no se diera cuenta de su evidente excitación.
Hubo nuevos charloteos en el exterior de la celda. La pareja de mandriles que había traído al pobre Zacarías regresó nuevamente. Pero debía haber alguien más, oculto a la vista, porque los dos brutos, sin hablar, miraban hacia el lugar por donde habían venido. El carcelero abrió la reja, mientras los recién llegados apuntaban con sus aguzadas lanzas hacia el interior…
Hubo como un susurro apagado, apenas audible, proveniente del lugar a donde miraban los dos gigantescos mandriles.
—H'mbre con r'fle… —dijo uno de ellos—. Qu' salga.
Un nuevo bisbiseo más intenso.
—R'fle m'gnetico —el rostro del mandril se retorció casi cómicamente al pronunciar la difícil palabra—. Afuera, apr's.
—No salgas —dijo Marta, nerviosamente—. No salgas.
—Sal'r apr'sa, o matamos t'dos.
—Adiós, Marta —dijo Sergio—. Si no nos volvemos a ver… procura salvarte, y decirle a Edy…
—¡Apr'sa! —aulló el mandril, dándole a Sergio un fuerte golpe en las costillas con la contera de la lanza. El otro le cogió por un brazo y le arrastró fuera, con una fuerza hercúlea. Vio Sergio el rostro de Marta tras las rejas, y escuchó un grito cuando el carcelero introdujo brutalmente su lanza entre dos bambúes. Luego, dos manos callosas, que se cerraban sobre sus brazos con la fuerza de una prensa, le arrastraron.
El exterior de la celda se abría en una bóveda de piedra de cuyo techo colgaban anchos penachos de musgo chorreante. Al fondo, en la semioscuridad, lejos de una antorcha lagrimeante de resina, había una figura alta, cubierta por un velo gris. Sin mirarle, la figura velada se volvió y se perdió en las sombras, mientras los dos mandriles, mirando golosamente al prisionero, le arreaban hacia adelante. Uno de ellos deslizó una mano sucia con grandes uñas amarillas para palpar las escuálidas carnes del brazo de Sergio, clavando los dedos en el ya dolorido músculo. Sergio reprimió a duras penas un grito.
—M'y malo —graznó el otro—. M'y d'lgado. No s'rve.
—Eng'rdamos… y ñam, ñam. Asado.
—Los h'evos p'ra mí.
—No. P'ra mí.
De la bóveda, ante ellos, llegó un nuevo susurro, y los dos mandriles, molestos, pero no asustados, callaron.
La bóveda continuaba hacia adelante, mal iluminada por escasas antorchas clavadas en los muros. No había pasajes laterales, sino solamente alguna hornacina en la que brillaban huesos semicorroídos. En un ángulo, Sergio pudo ver un esqueleto completo, aún cubierto en algunas zonas de trozos de apergaminada piel. A juzgar por las arqueadas tibias, el pronunciado hocico óseo, y las profundas y retrasadas órbitas, era el de un mandril.
Había una escalera de resbaladizos peldaños que se elevaba, despegándose del húmedo corredor, el cual continuaba hacia perdidas profundidades. La velada figura subió por ella, siendo iluminada claramente por una luz más fuerte que surgía de arriba. Los mandriles empujaron a Sergio por la escalera; cuando tropezó, en el colmo de la debilidad, con uno de los destrozados peldaños, le levantaron a golpes. Un nuevo bisbiseo vino de la parte superior de la escalera. Sergio pudo ver que era una habitación no muy grande, con las paredes cubiertas de burdos tejidos llenos de dibujos grotescos y chafarrinones de pintura… Al fondo había una masa de cojines de palma, algunas banquetas, y un montón indescriptible de ropas, botas, armas, y objetos diversos entre los cuales Sergio pudo reconocer su rifle y su mochila, además del cinturón de Marta y algunas otras cosas pertenecientes a los expedicionarios. Había también fusiles oxidados hasta un grado increíble, lo que daba idea de su vejez, y sombreros o calzado que se caía a pedazos, comido a lo largo de los años por la humedad y las bacterias… Una caja de madera, volcada, derramaba sobre el suelo frascos de medicinas y botellas de licor, cubiertas de verdín; un cofre de cuero, con los costados desgarrados, dejaba escapar una tela estampada chorreante de humedad…
En las paredes, cestos de teas ardían con vibrante luz, soltando gotas de brea sobre el suelo. Quizás hubiera ventanas, pues las groseras cortinas se movían suavemente, como bajo los impulsos de una brisa, pero ni un rayo de luz diurna entraba en el asfixiante recinto. En dos toscos pebeteros hechos de piedra ardían resinas aromáticas, desparramando por la estancia un humo espeso y adormecedor…
—Atadlo —dijo la figura velada, hablando claramente por primera vez. Pero la voz había sido tan débil que Sergio sólo pudo darse cuenta de que era una mujer, sin poder concretar la edad. La figura velada se dejó caer sobre la pila de almohadones, y tomó de una bandeja, a su lado, un puñado de bayas.
Los mandriles, procurando hacerle todo el daño posible, ataron los pies de Sergio con una correa de cuero crudo; con otra le rodearon la cintura, y le ataron las muñecas, dejándole los brazos delante, pero cuidadosamente anudadas las ligaduras a la correa pasada por la cintura. Después, lo arrastraron hasta la figura velada, y lo dejaron caer brutalmente sobre el suelo. De los labios de Sergio, aunque se los mordía para evitar una expresión de dolor, se escapó un quejido.
La figura hizo un gesto con la mano, y los dos mandriles dirigiendo miradas de deseo hacia la postrada figura, se retiraron, charloteando entre ellos. Uno cerró las dos hojas de una puerta, que, según Sergio pudo ver, eran de acero deteriorado, en otro tiempo pintado de gris mate. Aún se conservaba sobre el oxidado metal algún rastro de pintura, e incluso algún trazo blanco rectilíneo que podía haber pertenecido a un letrero o aviso.
—¿Quién eres? —dijo Sergio, retorciéndose sobre el frío suelo. Observó que era de las mismas losas de mármol blanco que formaban el pavimento en el templo de la Piedra de Luna.
La figura no contestó. Estaba introduciendo, con una mano huesuda y larga, montones de bayas bajo el velo gris que le cubría el rostro. Con sorpresa, Sergio vio que la mano era blanca, arrugada por la edad y cubierta de manchas amarillentas, pero no la grosera zarpa negra de un mandril. Faltaba totalmente, el dedo índice, formando allí la palma un grueso muñón.
—¿Vienes… vienes de arriba? —dijo la figura, con voz mucho más alta, cascada y casi ahogada por los velos, pero que revelaba una avanzada edad.
—Sí; vengo de arriba —respondió Sergio—. ¿Quién eres? La figura se encorvó hacia adelante, con las dos sarmentosas manos abiertas ante el bulto gris del rostro.
—¿Sigue… sigue habiendo… zumo de naranja, y Neocafé, y tostadas con mantequilla, y… y bonitos trajes… y hielo… hielo… mucho hielo…?
—Sí…
—¿Y hombres… hermosos hombres blancos, vestidos de cuero, con cinturones brillantes… mujeres con sedas… cines, patatas fritas envueltas en celofán, helados… muchos helados, de vainilla, de chocolate, de limón?
—Sí…
La figura estaba sacudida por un incontrolable temblor, como si padeciera epilepsia. Se puso en pie bruscamente, alzando al mismo tiempo el velo gris, y mostrando el rostro de una anciana de incalculable edad, con la piel cubierta por millones de diminutas arrugas, el pelo transformado en un ralo estropajo grisáceo, los ojos cubiertos de manchas blanquecinas, alucinantes, enloquecidos, hundidos en el fondo de profundas cuencas legañosas. Bajó, tambaleándose, de la pirámide de cojines, y se inclinó sobre Sergio, abriendo una boca desdentada de la que se escapaba un vaho pestilencial…
—¿Y coches que te llevan a todas partes… policías que vigilan, licores, pasteles de frutas, tartas, zapatos a la medida, medias, sillas de piel, y hielo… hielo… hielo…?
—Sí… ¿Quién eres? ¿Qué quieres de nosotros?
—¿Quién soy? ¿Quién soy? —repitió la mujer, mirándole como si no se hubiera dado cuenta de que estaba allí—. Soy… no me acuerdo bien… Soy la Princesa de los Mandriles… eso soy… Me echaron de la Ciudad… no lo sé… ¡oh, hace tantos, tantos, tantos años! Era Presidente Carlos II… ¿le conociste?
—Apenas… Lo mataron cuando yo tenía doce años…
—Lo mataron… ¿Lo mataron? ¿Cómo?
—Un silogista puso una bomba…
—Bomba, bomba, bomba. Bomba helada… Oh, lo que hecho de menos el hielo, hielo, hielo! Lo mataron… como quisieron matarme a mí… pero me salvé… la nave cayó aquí, ¿sabes?
La vieja volvió a trepar a su montón de almohadones, y tomó una brillante espada que había en la pila de despojos. Comenzó a trazar círculos en el aire con ella… era un arma resplandeciente, con la hoja brillante como un espejo, el mango de marfil, con un curioso escudo negro y oro en el puño, y gruesos cordones dorados pendientes de la cruz.