Tenían el hocico largo y azul, provisto de amarillentos colmillos, ojos pequeños y malignos, casi humanos, y exhalaban un hedor repugnante a suciedad, a excrementos y a orina. Los caballos parecían sentir una repugnancia especial ante tales seres, y de los tres supervivientes, dos rompieron las riendas y huyeron, con los ojos fuera de las órbitas, relinchando como niños asustados. Sólo quedó Aneberg, tenso como un arco, con las cuatro patas plantadas sólidamente en el suelo, el largo cuello extendido hacia el enemigo.
Durante unos momentos, los caballos que huían fueron solamente una masa de mandriles amontonada encima de las dos bestias, con brazos peludos que se levantaban y acuchillaban, y hocicos azules, chorreando baba amarilla, que mordían las ancas y los blandos estómagos… Primero uno, después el otro, los dos brutos cayeron al suelo, revolcándose en la agonía, y siendo devorados vivos por la hormigueante masa de mandriles…
Juana Stone cayó con la cabeza abierta de un mazazo; Jeremías, con una flecha en un ojo… En un momento de apuro, el cuchillo de Marta abrió el pecho de una hembra parloteante que había caído sobre la cabeza de Sergio…
La última ráfaga de disparos puso en fuga al resto del salvaje ejército.
—Esperemos —dijo el Capitán Grotton— que esto les haya servido de lección, y que no vuelvan.
Pero todos se dieron cuenta, por el tono de su voz, de que ni siquiera él mismo creía en eso. El Capitán Grotton no era ya más que un fantasma, con el vientre caído en blandos pellejos, sobre el cinturón cada vez más apretado, y los ojos rodeados de profundas ojeras violáceas.
Quedaban diez. Marta di Jorse, el Capitán Grotton, Sergio, el abuelo Jones, Amos Smith, Zacarías Gómez, Magnus Peterson, María Viborg, Janne Bergamo y el Largo Reed. Tres mujeres y siete hombres, con poca pólvora y sin alimentos.
Los mandriles malheridos gemían y gritaban a su alrededor, revolcándose en su propia sangre. Uno de ellos, con las piernas rotas, se arrastró hacia el cadáver de uno de sus compañeros y le clavó los dientes en el hombro, arrancando un pedazo de carne, que deglutió apresuradamente, los malsanos ojuelos fijos en la patrulla, soltando chorros de baba por ambos lados del hocico azul.
Un espeso parloteo surgía aún de entre los mandriles heridos y de las profundidades del bosque:
—¿Volv'mos?
—Yo no v'elvo. M' cogen y m' matan.
—Esos s' com'n.
—La p'rnc'sa d'ra.
Las lentas voces de bajo se retiraron hacia el fondo del roquedal y dejaron de oírse. Sólo se escuchaba algún bronco gemido entre los cuerpos peludos cubiertos de vivida sangre roja. Uno de los moribundos se retorció sobre la tierra, volvió las nalgas peladas, rojizas, hacia los expedicionarios, y soltó una ventosidad atroz. Después, lentamente, se subió encima de una hembra muerta, y trató torpemente de introducirle un pene grueso como un bastón, violáceo en la punta. Murió allí mismo, sin acabar el acto.
—La luna saldrá dentro de una hora —dijo el Capitán Grotton—. Tenemos el tiempo justo de avanzar, coger la piedra de Luna y retirarnos…
—Siento mucho que por mi culpa… —comenzó Sergio. No pudo seguir. Una mano le tapó la boca, cogiéndola por detrás. Sintió en la espalda el contacto del busto de Marta, y la ancha boca junto a su oído.
—No digas tonterías, Sergio, encanto. ¿No ves que no te hacen caso? ¿Por qué se te ha metido en la cabeza que te guardamos rencor por haber venido aquí?
A través de la oscuridad, pasaron sobre los extendidos cadáveres de los mandriles, lo más rápidamente posible, para evitar el intenso olor a excrementos y a suciedad. Alguno seguía todavía con vida, pues se escuchaban leves gemidos. El abuelo Jones, verdadero esqueleto viviente, cubierto solamente con unos desgarrados calzones, se ocupó, con una sonrisita maligna, de que esos gemidos dejaran de oírse. El ir y venir del largo machete del viejo hipnotizaba a Sergio… Abajo… Arriba… Un gemido menos. Pronto se hizo el silencio.
Amos Smith y María Viborg, malheridos, caminaban apoyándose en dos de sus compañeros, sombras apenas visibles en la oscuridad. Les habían ofrecido dejarlos allí, y volver por ellos, pero se negaron rotundamente. Sabían muy bien lo que hubieran durado de quedarse allí solos.
El roquedal se abrió sobre algo amplio y totalmente desprovisto de árboles. La luna relumbraba sobre una ancha plaza de losas mal conjuntadas… ¿La luna?
—No es la luna —dijo Marta, en un susurro—. Es… otra cosa…
Era una extensa plaza abierta en mitad de la selva, rodeada por todas partes por altos árboles cuyas copas parecían completamente negras bajo el suave luminar… Las losas estaban imbricadas en algunos lugares, faltaban en otros… en ciertos sitios la vegetación las había levantado, y algo como una catarata de lajas de piedra dejaba paso a un potente y retorcido tronco… Y al final de la plaza había un edificio, rectangular, de tres pisos, con ventanas cuadradas y una gran puerta, a través de las cuales salía una plateada luz, totalmente semejante a la lunar, derramando una blanca luminosidad sobre la plaza…
—La Piedra de Luna —musitó Sergio…
—A la derecha, a la derecha todos —gruñó el Capitán Grotton—. Pegados a los árboles. Zacarías, Magnus; vigilad el interior de la plaza; Sergio, abuelo Jones, el edificio; los demás, el interior de la selva… Despacio y sin hacer ruido… Amos, María… ¿queréis esperar aquí…?
—No…
—Entonces, por favor… ni un solo gemido. Mordeos los nudillos, si es preciso… pero ni un ruido.
Se deslizaron hacia el rectangular edificio, cada uno con los ojos puestos en su objetivo. Nada se oía en la selva, y ni una sombra atravesaba las retorcidas losas de la plaza… A medida que se acercaban, Sergio pudo ver que en las cuadradas ventanas del templo quedaban restos de cristales, que dejaban filtrar polvorientamente la plateada luz. En el techo, completamente plano, antenas y placas se alzaban hacia el negro firmamento; algunas de ellas estaban quebradas y rotas, caídas sobre, la fachada…
En varias ocasiones, Sergio se volvió a mirar atrás, temeroso de que Aneberg, a quien había dejado atado flojamente a la rama de un árbol en el lugar donde se defendieron de los mandriles, hubiera soltado las riendas y les siguiese. Pero no era así. El caballo había permanecido inmóvil, con los llameantes ojos fijos en él, y se había quedado donde estaba, sin hacer ningún movimiento.
Había un silencio absoluto. Incluso las aves y los merodeadores nocturnos parecían haber callado, como impresionados por la matanza que había tenido lugar pocas horas antes.
Caminaron a lo largo de la corroída pared del edificio, cuidando de no tropezar en las irregulares losas, muchas de las cuales, levantadas a medias por nudosas raíces, ofrecían dificultades para caminar sobre ellas. El Capitán Grotton, con el fusil apuntado hacia adelante, fue el primero que entró en el templo, seguido inmediatamente por los demás…
—Janne a la derecha de la puerta… Tú, Largo Reed, a la izquierda. Pegaos a la pared, y vigilad bien… Los demás, seguidme.
La puerta, carente de hojas, aun cuando con residuos de grandes y oxidadas bisagras, desembocaba en una gran sala sin columnas, con el pavimento de blanco mármol, o algo parecido, en donde se reflejaba lóbregamente la luz plateada de lo que había al fondo. A lo largo de las paredes se amontonaban pesados restos de maquinaria destrozada, apilados de cualquier manera; por las rotas ventanas entraba el olor a podredumbre de la selva… Al fondo se abrían varias arcadas completamente oscuras, en una de las cuales se adivinaba, más que se veía, una escalera descendente… Y entre dos de estas arcadas, sobre un grotesco altar hecho con troncos de cocotero, relucía la triste luz blanca de la Piedra de Luna.
Se detuvieron alrededor del altar, en silencio, mirando aquel objeto al que tanto les había costado llegar. Era un cilindro nacarado, de unos veinticinco centímetros de altura por quince de base. No era regular sino que aparecía cubierto de estrías irregulares, así como también de protuberancias distribuidas sobre su superficie… El dibujo causaba una impresión hipnótica; una vez que estaban fijos los ojos en la Piedra de Luna resultaba difícil separarlos de ella, quién sabe sí por la nacarada y potente luminosidad fría que exhalaba, o por la combinación de surcos y protuberancias en su superficie, curiosamente combinados.
—Ahí la tienes —dijo el Capitán Grotton, con un hilo de voz—. Cógela, y marchémonos…
Sintiéndose emocionado, Sergio se adelantó y colocó una de sus manos en la parte superior de la Piedra de Luna, redondeada como la tapa de una caldera. No sintió absolutamente nada, salvo que le resultó curiosa la forma como su mano se destacaba en negro, sobre la perlina luminosidad del objeto. Después, con las dos manos, la tomó, notando con cierta sorpresa que apenas pesada nada, y la introdujo en su mochila, ahora casi vacía.
La luminosidad se extinguió bruscamente, al quedar encerrado el objeto bajo la espesa lona de la mochila de Sergio. Permanecieron quietos durante unos segundos, tratando de acostumbrarse a la repentina oscuridad. Después, vieron que a través de las ventanas entraba una luminosidad difusa, apenas visible, pero suficiente para orientarles…
—Vámonos ya —dijo el Capitán Grotton—. Y mucho cuidado…
Anduvieron en la penumbra hacia la puerta, que se adivinaba como un rectángulo algo más claro sobre la oscuridad del interior. Mientras caminaban, la luz exterior aumentó un poco con una tonalidad similar a la de la Piedra. Un azulado rayo se deslizó lúgubremente a través de los polvorientos cristales destrozados. La luna acababa de salir.
Fue el Capitán Grotton el primero que llegó a la puerta. Se detuvo en seco, como fulminado, mientras que de sus labios, se escapaba algo como un gemido. En un segundo, los demás estuvieron a su lado…
Bajo la luz de la luna saliente, se veía la plaza cubierta totalmente de centenares y centenares de mandriles, quietos, silenciosos, con lanzas y porras extendidas ante ellos, los hocicos babeantes semiabiertos y los malignos ojos mirándoles fijamente. Apenas tuvieron tiempo de observar los cadáveres de Janne de Bergamo y del Largo Reed, al pie de los leprosos muros. Con un solo y gigantesco aullido, que pareció hacer temblar el templo en sus mismos cimientos, la ingente multitud de mandriles, rezongando y gruñendo en voz baja, alzando los peludos brazos, se lanzó sobre ellos, y los aplastó bajo su masa maloliente. Sergio intentó inútilmente levantar el rifle magnético… Una porra de piedra chocó con su cabeza; no pudo hacer ni un solo disparo.
—Este, por lo menos, está vivo.
La primera sensación de Sergio fue de frío. Vio unas ondas amarillas y rojas que corrían velozmente por una superficie plana… algo como un bulto desdibujado que se movía entre estas ondas. Cerró los ojos de nuevo, sintiéndose mareado y con el cuerpo totalmente dolorido. La cicatriz de la frente, donde le hiriera con su rifle la enviada de la Ciudad, había vuelto a dolerle, y le latía furiosamente.
La sensación de frío y de humedad se hizo más clara. Notó, bajo su espalda, algo como protuberancias que se le clavaban en algunos lugares, causándole un intenso dolor…
—Bebe…
Le pusieron un basto cuenco de barro en la boca. El líquido sabía espantosamente mal, a pesar de lo cual trató de hacer pasar algunos tragos a través de la irritada garganta.
—L's comem's q'mados.
—D'slo a 'lia.
—M's p'rte p'ra mi.
—No. Yo m's.
Reconoció las broncas voces de bajo de los mandriles, y abrió los ojos. Estaba tendido en el suelo, sobre un pavimento formado por gruesas piedras redondas, cuya desigual presión era lo que sentía en la espalda. A su alrededor estaban acurrucados en el suelo, sentados como monos, y completamente desnudos, lo mismo que él, el resto de la expedición. En un rincón se hallaban tumbados los cuerpos de Amos Smith y Magnus Peterson, con los brazos caídos, completamente laxos, a lo largo del cuerpo. Durante un minuto, Sergio permaneció horrorizado, mirando los pechos desnudos, cubiertos de heridas y completamente inmóviles.
—Esos acabaron arriba —dijo la voz del Capitán Grotton—. Han tenido más suerte que nosotros…
No les habían dejado absolutamente nada; ni una brizna de ropa, ni el reloj de Sergio, ni los pendientes de María Viborg de cuyas desgarradas orejas aún goteaba la sangre… Marta di Jorse volvió a inclinarse sobre él…
—Bebe un poco más.
Sergio lo intentó, pero no pudo. Con un movimiento del estómago devolvió, entre arcadas que le sacudían hasta el fondo de su ser, todo el líquido que había bebido.
Se hallaban en una celda de paredes de piedra, cerrada por una gruesa reja de bambú. Al otro lado, dos mandriles, uno grande y otro pequeño, con lanzas en las manos, les miraban golosamente, bajo la luz de varias antorchas empotradas en el muro, y cuya llama producía sobre el techo las ondas rojas y amarillas que Sergio había visto.
—'stan d'lgados.
—'lla d'ce que los 'ngord'mos.
—S'ran b'na c'mida.
Marta le ayudó a incorporarse. Tenía una gran herida en la cara que bajaba desde una sien hasta la comisura de la boca. Mientras se sentaba junto a una de las paredes, apoyando en ella la escalofriada espalda, Sergio se dio cuenta de que sus hombros y sus pechos estaban cubiertos de moraduras verdinegras.
—¿Cuánto… tiempo… llevo aquí? —consiguió articular. Le pareció que la voz le surgía a través de un océano de dolores; y se llevó la mano a la martirizada garganta. La notaba hinchada y el simple hecho de tragar saliva era un martirio.
—Un día entero —dijo Marta, en voz baja—. Creímos que te morirías sin recuperar el conocimiento.
—¿Qué va a pasar ahora?
—A estos salvajes —dijo el Capitán Grotton, desde el otro extremo de la celda— lo que más les gusta es asar vivos a sus prisioneros… La otra vez escapé; esta, me parece que se acabó… En fin chicos, nos divertimos mientras duró, ¿no es cierto?
Nadie le contestó. Un poco más despejado, sintiendo que del cuerpo de Marta, sentada a su lado, surgía una leve corriente de benéfico calor, Sergio sacó los helados pies del cenagoso barrizal que había entre las piedras y los colocó sobre dos de éstas. En un rincón, María Viborg, casi tendida, se quejaba débilmente; en otro, el abuelo Jones, con los vivos ojuelos destellantes, se rascaba la rala cabeza, sin decir una palabra, acurrucado al lado del Capitán Grotton. Este último, con la arrugada barriga al descubierto, las gruesas piernas llenas de varices cruzadas ante él, y los párpados rodeados de profundas ojeras violáceas, tenía los ojos cerrados y respiraba lentamente.