—
Uno
de nosotros puede tratar de ir —sugirió Trey con timidez—. Policarpio y los gnomos en la ciudadela deben conocer el camino desde allí. Ellos podrían volver a buscar al resto. Tengo unas velas en mi bolsa y algo de tiza para marcar el camino, y no sirvo de nada aquí…
—No —objetó Gareth, peleando con valor contra su miedo a los túneles oscuros—. Iré yo.
—Nunca encontraríais el camino —dijo Jenny—. Ya he estado en la Gruta. Gareth. Créeme, no es algo que se pueda dominar con tiza y velas. Y, como dice John, la puerta al final del camino debe de estar cerrada de todos modos, y eso si no la han volado para cerrar el paso.
Más abajo, podía oírse vagamente la voz de Servio. Gritaba que la Puerta no era real, que era sólo un truco de maga y que todo el oro que se había perdido era de ellos por derecho. La gente empezaba a gritar:
—¡Muerte a los ladrones! ¡Muerte a los amigos de los gnomos!
Jenny inclinó la cabeza contra la piedra del pilar; una barra de luz solar cayó a través de la Puerta a su alrededor y quedó extendida como una alfombra pálida sobre la basura negra de fuego de la Sala del Mercado. Se preguntó si Zyerne se había sentido así alguna vez cuando conjuraba las reservas profundas de sus poderes sin poner Límites…, si se había sentido impotente ante la rabia de los hombres.
Lo dudaba. Cuando uno era impotente, aprendía algo.
Todo poder debe pagarse. Zyerne nunca había pagado.
Se preguntó, sólo por un momento, cómo hacía la encantadora para lograrlo.
—¿Qué es eso?
Al oír la voz de Trey, abrió los ojos de nuevo y miró hacia donde señalaba la muchacha, la luz que llenaba el valle brillaba con fuerza sobre algo que estaba cerca de la torre del reloj. Jenny escuchó con cuidado y logró distinguir el sonido de los cascos y las voces y sintió el clamor distante de la rabia y el odio irracionales. Contra el color pizarra apagado de las piedras de la torre, la maleza de la colina parecía pálida como una enredadera amarina; entre ellos, los uniformes de la mitad de los guardias de la compañía del palacio brillaban como un montón de amapolas de invernadero. El sol ponía fuego en sus armas.
—Ah —dijo John—. Refuerzos.
Servio y un pequeño grupo de hombres corrían subiendo por los escombros y los juncos hacia la nueva compañía; las moscas se reunían a montones sobre las heridas sin atender del cortesano. Pequeños, en la distancia, Jenny vio más y más hombres bajo la sombra de la torre, el cobre brillante de las lanzas y las corazas, el rojo de las crestas de los cascos como sangre derramada contra los colores callados de las rocas. El cansancio mordía como veneno los huesos de Jenny. Sentía la piel como una herida abierta, hirviente; a través de ella, sentía cómo la ilusión de las Puertas se desvanecía en el aire a medida que el poder se secaba y moría en ella.
—Vosotros tres id detrás de las puertas del Gran Pasaje. Gar, Trey…, llevad a John. Cerrad las puertas desde adentro. Allí hay poleas y correas.
—No seas tonta. —John se aferraba al poste de la puerta junto a ella para mantenerse de pie.
—No seas tonto tú. —No sacaba los ojos del enjambre de hombres en la plaza. —No vamos a dejaros —dijo Gareth—. Al menos, yo no. Trey, lleva a John…
—No —insistieron Trey y el Vencedor de Dragones al mismo tiempo. Todos se miraron y se las arreglaron para sonreír levemente.
—O todos o ninguno, amor.
Ella se volvió bruscamente para mirarlos, los ojos brillando pálidos con la frialdad cristalina de los del dragón.
—Ninguno de vosotros puede ayudarme en nada contra tantos. John y Trey, lo único que conseguiréis es que os maten inmediatamente. Gareth… —Los ojos de Jenny se clavaron en los del muchacho como una lanza de escarcha—. Tal vez a ti no te maten. Tal vez tienen otras instrucciones de Zyerne. Y yo quizá tenga fuerzas para un hechizo más. Eso puede daros algo de tiempo. La inteligencia de John tal vez os mantenga con vida un poco más en la Gruta; y necesitáis la voluntad de Trey. Ahora, fuera.
Hubo un corto silencio y en ese tiempo, ella sintió los ojos de John sobre los suyos. Era consciente de los hombres que se aproximaban al valle; su alma gritaba para librarse de esos tres a los que amaba mientras todavía había tiempo. Fue Gareth el que habló.
—¿Realmente creéis que podréis impedirles entrar por la Puerta otra vez? ¿Incluso a los hombres de…, de mi padre?
—Eso creo —mintió Jenny, que sabía que no tenía fuerza ni para encender una vela.
—Entonces de acuerdo, amor —dijo John con suavidad—. Vámonos. —Tomó la alabarda de Jenny para usarla como bastón; se puso de pie con eso, apoyó una mano sobre la nuca de Jenny y la besó. Tenía la boca fría, los labios suaves a pesar de la dureza de la barba de cinco días.
Cuando sus labios se separaron, sus ojos se encontraron, y ella sintió que John sabía que le estaba mintiendo.
—Vamos, niños —dijo él—. No echaremos el cerrojo hasta que sea absolutamente necesario, Jenny.
La línea de soldados bajaba por el laberinto de cimientos partidos y piedras requemadas. Se habían unido a los hombres y mujeres de Grutas, esos que habían arrojado basura a la señora Mab en la fuente, recordó Jenny.
Armas caseras, además de lanzas y espadas. En el brillo de la luz del día, todo parecía duro y afilado. Cada ladrillo, cada viga de las casas era independiente en los sentidos desnudos de Jenny como un trabajo de filigrana, cada matorral de maleza y brizna de hierba, clara e individual.
El aire color ámbar llevaba el hedor de azufre y carne quemada. Como un fondo lejano para los gritos furiosos de exhortación y delirio, se elevaba el aullido de los heridos y, de vez en cuando, voces que gritaban:
—Oro…, oro…
Casi no saben para qué sirve,
había dicho Morkeleb.
Jenny pensó en Ian y en Adric y se preguntó brevemente quién se ocuparía de ellos, y si, sin la protección de John y la de ella, llegarían a adultos en las Tierras de Invierno. Luego suspiró y se adelantó desde las sombras de la luz. El sol pálido la empapó, una mujer pequeña, flacucha, morena, sola en el arco vasto de la Puerta deshecha. Los hombres la señalaron, gritando. Una roca saltó sobre los escalones, a unos metros. El sol era cálido y agradable en la cara de Jenny.
Servio gritaba como un histérico:
—¡Atacad! ¡Atacad ahora! ¡Matad a esa bruja perra! ¡Es nuestro oro! Esta vez atraparemos a esa puta…, atacadla…
Los hombres empezaron a correr hacia los escalones. Ella los miró llegar con un sentimiento curioso de distanciamiento total. Los fuegos de la magia del dragón la habían secado por completo…, una última trampa de Morkeleb, pensó con ironía, una venganza final por haberlo humillado. La multitud se curvó como una ola que va a romper sobre las vigas caídas y los paneles de las hojas deshechas de la puerta; el sol, brillante sobre el acero de las armas que llevaban en las manos.
Luego, una sombra cruzó la luz del sol…, como la de un halcón pero infinitamente más grande.
Un hombre miró hacia arriba, señaló al cielo y gritó. Jenny alzó la cabeza. La luz dorada caía, translúcida, a través de la negra extensión de los huesos y las venas negras de las alas cubiertas de piel, brillaba sobre las espinas que salpicaban los veinte metros de seda silenciosa y tachonaban de oro cada cuerno, cada cinta de la melena lustrosa.
Ella vio cómo el dragón hacía un círculo, cabalgando sobre su estela como un águila vasta y sólo muy atrás en su conciencia, oyó los aullidos aterrorizados de los hombres y los relinchos agudos y enloquecidos de los caballos de los guardias. Chillando y tropezando en la basura, los atacantes de la Gruta se dieron media vuelta y huyeron, cayendo sobre sus muertos y dejando atrás las armas en su huida desesperada.
El valle estaba casi vacío cuando Morkeleb aterrizó sobre los escalones destrozados de la Gruta.
¿Por qué has vuelto?
El sol se había puesto. Ecos de su brillo se demoraban todavía sobre los bordes canela del acantilado. Después de la luz del fuego y la negrura de la Sala del Mercado, donde se podía oír a Gareth y a Trey hablando con suavidad junto a la pequeña luz que habían alimentado, la frialdad del viento en los escalones era refrescante. Jenny se pasó las manos cansadas por el cabello y el frío de sus dedos fue un alivio contra su cabeza dolorida.
La gran forma de un negro brillante, que yacía como una esfinge sobre el primer escalón, volvió la cabeza hacia ella. En el brillo reflejado del fuego de la Sala, Jenny vio los largos bordes del cráneo parecido al de un pájaro, el giro de la melena de cintas y el lustre de los pompones de agua que parecían temblar sobre las dos antenas.
La voz de él era suave en su mente.
Necesito tu ayuda, mujer maga.
¿Qué?
Era lo último que hubiera esperado del dragón. Se preguntó con poca lógica si habría oído bien, aunque con los dragones esa pregunta era estúpida.
¿Mi AYUDA? ¿Mi ayuda?
Una furia amarga brotó del dragón como un humo ácido: furia por tener que pedir ayuda a un ser humano, furia por necesitar ayuda, furia por admitirlo, incluso ante sí mismo. Pero en su mente bien protegida, Jenny sintió otras cosas: un cansancio que se parecía al de ella y el frío hilo del miedo.
Por mi nombre, me echaste de este lugar,
dijo él.
Pero hay otra cosa, algo que está más allá de mi nombre, que me llama de nuevo.
Como una joya, una de las antenas con punta redonda tembló en el viento.
Como los sueños insatisfechos que me trajeron primero a este lugar, no me deja descansar. Es un deseo como el deseo por el oro pero peor. Me atormentó mientras volaba hacia el norte; se convertía en dolor y yo sólo conseguía alivio cuándo volvía a volar hacia el sur. Ahora todos los tormentos de mi alma y mis sueños se centran en esta montaña. Antes de que tú entraras en mi mente, no era así…, yo iba y venía como quería y nada, excepto mi propio deseo de oro, podía hacerme volver. Pero este dolor, este deseo del corazón, es algo que nunca había sentido, nunca hasta ahora en todos mis años; es algo que no conocía hasta que tu curación me tocó por dentro. No es tuyo, porque tú me ordenaste marchar. Es una magia que no entiendo, distinta de la magia de los dragones. No me deja descansar, no me da tregua. Pienso constantemente en este lugar, aunque, por mi nombre, mujer maga, es contra mi deseo que regreso.
Se sentó sobre las ancas y se acostó como a veces se acuestan los gatos, los miembros delanteros y los hombros como una esfinge, pero las piernas extendidas sobre el primer escalón. El cuerpo espinoso de su cola golpeaba, liviano, la punta llena de garras.
No es el oro,
dijo.
El oro me llama, pero nunca con una locura como ésta. Está más allá de mi comprensión, como si me estuvieran arrancando el alma de raíz. Odio este lugar porque ahora es un lugar de derrota y desgracia para mí, pero el deseo de estar aquí me consume. Nunca había sentido esto antes y no sé lo que es. ¿Viene de ti, mujer maga? ¿Sabes lo que es?
Jenny se quedó en silencio un momento. Su fuerza volvía poco a poco, y se sentía ya un poco menos débil y frágil que antes. Sentada sobre los escalones entre las garras del dragón, tenía la cabeza de él por encima de la suya, las cintas leves, satinadas de su melena acariciándole el rostro. Ahora él miró hacia abajo y al mirarlo, Jenny se encontró con un ojo cristalino.
Es un deseo como los que sienten los seres humanos,
dijo ella.
No sé por qué razón puede poseerte a ti, Morkeleb…, pero creo que ya es hora de que lo averigüemos. No eres el único al que la Gruta atrae como si estuviera poseído. Yo tampoco creo que sea el oro. Hay algo en la Gruta. Lo siento. Lo noto en mis huesos.
El dragón meneó la gran cabeza.
Conozco la Gruta
, dijo.
Era mi reino y mi dominio. Conozco cada moneda caída, cada pedazo de cristal. Oí el ruido de todos los pasos que huían hacia la ciudadela, arriba, y el deslizarse del pez ciego y blanco a través de las aguas, muy abajo. Te digo que no hay nada en la Gruta excepto agua, piedra y el oro de los gnomos que duerme en la oscuridad. No hay nada allí que pudiera atraerme de ese modo.
Tal vez, dijo Jenny.
Luego, en voz alta, llamó en la caverna llena de ecos a su espalda:
—¡Gareth! ¡John! ¡Trey!
El dragón levantó la cabeza con indignación cuando oyó los pasos suaves deslizándose adentro. Como un habla sin palabras, Jenny sintió el estallido agudo del orgullo y la rabia de Morkeleb porque ella llamaba a otros seres humanos al consejo y se dio cuenta de que tenía ganas de pegarle en la nariz como a su gato cuando le robaba comida de entre los dedos.
Él debió de sentir el brillo reflejado de su enojo porque se agachó y el mentón estrecho bajó a descansar sobre los garfios de huesos largos de una garra delantera. Más allá de las espadas de su columna, Jenny vio golpear la punta de la gran cola.
Los otros tres salieron de la cueva; Gareth y Trey llevaban a John entre los dos. Había dormido un poco; había descansado y se le veía mejor que antes. Los hechizos de curación de Jenny estaban surtiendo efecto. Levantó la vista hacia la forma negra del dragón y Jenny sintió que los ojos de los dos se encontraban y se dio cuenta de que Morkeleb le hablaba, aunque no oyó lo que le dijo.
—Bueno, de todos modos salió bien, ¿no es cierto? Gracias —replicó John en palabras.
Sus ojos se miraron durante un momento. Luego, el dragón levantó la cabeza y la apartó con irritación. Observó con su mirada fría y plateada la cara de Gareth. Jenny vio que el joven enrojecía de vergüenza y confusión; no supo lo que dijo el dragón porque Gareth no contestó.
Acostaron a John con la espalda contra el pilar de granito de la puerta, la capa doblada bajo los hombros. Sus anteojos brillaban a la luz de las estrellas, un poco como el brillo de los ojos del dragón. Jenny se sentó en los escalones entre John y las garras del animal; Gareth y Trey, como para protegerse mutuamente, se sentaron enfrente, muy juntos, mirando maravillados la forma flaca, serpentina del Dragón Negro de la Pared de Nast.
Un poco después, la voz de Jenny, plateada, quebrada, rompió el silencio.
—¿Qué hay en la Gruta? —preguntó—. ¿Qué es lo que Zyerne quiere desesperadamente? Todo lo que hizo fue para conseguirla…, su dominio sobre el rey, sus intentos por seducir a Gareth, su deseo de tener un hijo, el sitio de Halnath y la llegada del dragón.