Se dio cuenta, de pronto, de que alguien más había entrado en el valle.
Era parecido a un sonido, pero no se oía. El sentido de la magia llegó hasta ella como el humo en un cambio de viento. Se quedó inmóvil entre los arbustos secos de retama; los hilos fríos de la brisa que bajaba desde los matorrales jugaron en su capa. Había magia en el valle, sobre el acantilado. Ella oía el roce y el rasguido de la seda contra las agujas caídas de las hayas, el ruido sorprendido de agua que se dejaba caer en el crepúsculo de la montaña y la voz de Gareth detenida en un nombre…
Jenny se levantó la falda y empezó a correr.
El olor del perfume de Zyerne parecía estar por todas partes en el bosque. La oscuridad había empezado a reunirse bajo los árboles. Jadeando, Jenny saltó sobre las rocas blancuzcas hacia el claro junto a la fuente. Una larga experiencia en las Tierras de Invierno le había enseñado a moverse en un silencio absoluto, incluso cuando corría; y por lo tanto, al principio, ninguno de los que estaban cerca del pequeño pozo notó su llegada.
Le llevó un momento ver a Zyerne. A Gareth lo vio enseguida, de pie, congelado, frente al pozo. El agua derramada mojaba las agujas de las hayas entre sus pies; un balde medio vacío se balanceaba sobre el borde de la roca junto al pozo. Gareth no lo miraba; Jenny se preguntó si notaba algo de lo que pasaba a su alrededor.
Los hechizos de Zyerne llenaban el pequeño claro como la música que se oye en los sueños. Hasta ella, mujer, olía el calor perfumado del aire que ensanchaba el frío tintineante más abajo en el valle y sentía la necesidad moviéndose en su piel. En los ojos de Gareth había una especie de locura y sus manos temblaban con los dedos cerrados, anudados en puños, frente a la cintura. Su voz era un murmullo más desesperado que un grito cuando dijo:
—No.
—Gareth. —Zyerne se movió y Jenny la vio: parecía flotar como un fantasma en el crepúsculo entre los abedules al final del claro—. ¿Por qué fingir? Sabes que tu amor por mí ha crecido tanto como el mío por ti. Es como fuego en tu piel; el sabor de tu boca en mis sueños me ha atormentado día y noche…
—¿Mientras te acostabas con mi padre?
Ella meneó la cabeza y movió el cabello, un gesto pequeño, característico y se sacó los mechones de la suave frente. Era difícil ver lo que tenía puesto en la penumbra…, algo blanco y frágil que hacía ondas pequeñas con los movimientos del viento, algo pálido como los abedules. Llevaba el cabello suelto en la espalda como el de una niña; y, como una niña, venía sin velo. Los años parecían haberse desvanecido de su cuerpo, a pesar de lo joven que había parecido antes. Parecía una niña de la edad de Gareth, a menos que, como Jenny, uno la mirara con los ojos de un mago.
—Gareth. Nunca me he acostado con tu padre —dijo Zyerne con suavidad—. Claro que decidimos fingir que lo hacíamos para guardar las apariencias en la corte…, pero incluso si él hubiera querido, dudo que yo hubiera podido hacerlo. Me trató como a una hija. Eras tú a quien yo quería, tú…
—¡Eso es mentira! —La boca de Gareth parecía seca de calor febril.
Ella extendió las manos y el viento levantó la tela leve de sus mangas hacia atrás desde sus brazos cuando dio un paso hacia el claro.
—Ya no podía seguir esperando. Tenía que venir, saber lo que te había pasado…, estar contigo…
Él sollozó.
—¡No te acerques! —Tenía la cara torcida en una mueca de algo que era casi dolor.
Ella se limitó a susurrar:
—Te quiero…
Jenny apareció desde la sombra oscura del sendero y dijo:
—No, Zyerne. Lo que quieres es la Gruta.
Zyerne se dio media vuelta con brusquedad. Su concentración se quebró, como Morkeleb había tratado de quebrar la de Jenny. La sensualidad extravagante que había goteado en el aire se sacudió y desapareció con un ruido audible. De pronto, Zyerne pareció más vieja: ya no era esa niña virgen que podía encender la pasión de Gareth. El muchacho cayó sobre sus rodillas y se cubrió la cara con las manos, el cuerpo sacudido por sollozos secos.
—Eso es lo que siempre quisiste, ¿verdad? —Jenny tocó el cabello de Gareth para consolarlo y él le pasó los brazos por la cintura y se aferró a ella como un hombre que se ahoga se aferra a un palo en el agua. Era extraño, pero Jenny no tenía miedo de Zyerne ahora ni de la fuerza mayor de la magia de la joven. Ahora le parecía ver a Zyerne de otro modo y cuando se encaró con ella, estaba lista y tranquila. Zyerne dejó escapar una carcajada burlona.
—¿Así que éste era el muchacho que no quería sacarle la amante a su padre? ¿Los tuviste a los dos para ti, no es cierto, puta, desde el norte incluso? Tiempo más que suficiente para enredarlo en tus hilos.
Gareth se soltó de Jenny y se puso de pie, temblando de rabia. Aunque Jenny veía que todavía estaba aterrorizado, se enfrentó a la hechicera y le gritó, jadeando:
—¡Mentira!
Zyerne rió otra vez, con un sonido feo, como había hecho en el jardín cerca de las habitaciones del rey. Jenny dijo solamente:
—Ella sabe que es mentira. ¿Para qué has venido, Zyerne? ¿Para hacerle a Gareth lo que le hiciste a su padre? ¿O para ver si por fin está libre el camino para entrar en la Gruta?
La boca de la hechicera se movió, sin sentido y desvió la mirada bajo los ojos fríos de Jenny. Luego rió pero la burla de la risa estaba manchada de dudas.
—¿Qué te parece para arreglar unos asuntos con tu precioso Vencedor de Dragones?
Una semana, un día antes, Jenny habría respondido a la burla con miedo por la seguridad de John. Pero sabía que Zyerne no se había acercado a él. Sabía que si hubiera habido una magia así, tan cerca, lo habría sentido…, hasta habría oído las voces, no importa lo bajo que hablaran y de todos modos, John no podía escaparse. Uno siempre se ocupa primero de los enemigos sanos.
Vio que la mano de Zyerne se movía y sintió la naturaleza del hechizo al mismo tiempo que olía la lana chamuscada de sus faldas que ya empezaban a humear. Su contra hechizo fue rápido y duro, conjurado con la mente y el gesto mínimo de la mano más que con el trabajo difícil que había necesitado antes. Zyerne retrocedió, tambaleándose, las manos sobre los ojos, cogida totalmente por sorpresa.
Cuando levantó la cabeza de nuevo, sus ojos estaban lívidos de rabia, amarillos como los del diablo, la cara transformada por la furia.
—No puedes apartarme de la Gruta —dijo en una voz temblorosa—. Es mía, será mía. Saqué a los gnomos de allí. Cuando la tome, nadie, pero nadie podrá contra mí y mi poder…
Se agachó, tomó un manojo de hojas viejas y frutos de hayas de la masa que había entre sus pies y se las arrojó a Jenny. En el aire, se encendieron y crecieron mientras ardían: una hoguera enredada que Jenny alejó de sí con un hechizo que casi había ignorado que sabía. Los troncos ardientes se esparcieron por todos lados, como arroyos de fuego amarillo en la penumbra azul, troncos que se encendieron en media docena de lugares en los que tocaron la maleza seca. Doblada como una liebre sobre sus huellas, Zyerne escapó hacia el sendero que llevaba al valle. Jenny saltó tras ella y sus suaves botas alcanzaron en tres pasos la distancia cubierta por los zapatos precarios de corte que llevaba la joven.
Zyerne se retorció bajo las manos de Jenny. Era más alta que ella pero no tan fuerte físicamente, a pesar del agotamiento de Jenny; durante un instante los ojos de las dos estuvieron a centímetros unos de los otros; la mirada amarilla, penetrante como una bola de fuego en el azul.
Como el golpe de un martillo, Jenny sintió el impacto de una mente en la suya, hechizos de dolor y espanto que aferraban y retorcían sus músculos, totalmente diferentes del peso y la fuerza viviente de la mente del dragón. Los detuvo no tanto como otros hechizos como con la fuerza de su voluntad. Arrojó las palabras mágicas de vuelta contra Zyerne, y oyó que la joven maldecía en un ataque de furia como una alcantarilla que estalla. Unas uñas le desgarraron las muñecas mientras ella buscaba de nuevo los ojos amarillos con los suyos. Tiró de los rizos sedosos de Zyerne con un puño como una roca y la obligó a mirar. Era la primera vez que se había encarado con la fuerza de otro mago en furia, no en calma y le sorprendió lo instintivo que era en ella el acto de buscar la esencia…, como había buscado en la de Gareth y Mab en la de ella, no sólo para comprender, sino para dominar con la comprensión, para no dar nada de su propia alma a cambio. Tuvo una visión instantánea de algo horrible y pegajoso como esas plantas que se comen a los que son lo suficientemente tontos para acercarse, los restos erosionados de un alma, como el cuerpo muerto y animal de la mente de la joven.
Zyerne gritó cuando sintió que desnudaban los secretos de su ser y el poder estalló en el aire entre las dos, un fuego ardiente que las rodeó en un remolino de fuerza desgarradora. Jenny sintió que caía un peso sobre ella, una negrura como la mente del dragón pero más grande, la sombra de algún poder destructor, aplastante, como un océano de años incontables. La hizo poner de rodillas, pero se sostuvo, desechando los dolores agudos, inquietos que le desgarraban la piel, la agonía terrible de sus músculos, el fuego y la oscuridad, mientras taladraba la mente de Zyerne con la suya, como una aguja blanca de fuego.
El peso de la sombra se desvaneció. Jenny sintió que los nervios y la voluntad de Zyerne se quebraban y volvió a ponerse de pie. Separó el cuerpo de la muchacha del suyo con todas sus fuerzas. Zyerne se dejó caer sobre el polvo del sendero, el cabello negro colgando en un torrente sobre el vestido blanco, las uñas rotas que había clavado en las muñecas de Jenny, la nariz llena de líquido y el polvo pegado con moco contra su cara. Jenny se quedó de pie a su lado, jadeando, con todos los músculos doloridos por el impacto torcido de los hechizos de la otra mujer.
—Vete —dijo, con la voz tranquila pero con todo el poder en las palabras—. Vete a Bel y no vuelvas a tocar a Gareth.
Sollozando de furia, Zyerne se puso de pie como pudo. La voz le temblaba.
—¡Tú, cerda maloliente! ¡Nadie me apartará de la Gruta! Es mía, te digo; y cuando vaya, te lo demostraré. ¡Lo juro por la Piedra: cuando tenga la Gruta, te aplastaré como a una cucaracha comemierda, porque eso es lo que eres! ¡Ya verás! ¡Se lo mostraré a todos! ¡No tienen derecho a apartarme de ella!
—Sal de aquí —dijo Jenny suavemente.
Zyerne la obedeció, sollozando; reunió su vestido blanco y caído y se alejó tropezando por el camino que llevaba a la torre del reloj. Jenny se quedó allí un largo rato, mirándola. El poder que había conjurado para protegerse se desvaneció lentamente, como el fuego bajo las cenizas, escondido hasta que se lo necesita de nuevo.
Sólo cuando Zyerne desapareció de su vista, Jenny se dio cuenta de que no debería haber podido hacer lo que había hecho…, ni aquí ni en la Gruta.
Y entonces comprendió lo que había pasado cuando había tocado la mente del dragón.
La magia del dragón estaba viva en su alma como una marca de hierro en el oro. Debería haberlo sabido antes; si no hubiera estado tan agotada, pensó tal vez lo habría sentido. Su comprensión, como la de Morkeleb, se había ensanchado hasta llenar el valle y así, hasta cuando dormía, sentía las cosas que pasaban a su alrededor. Un temblor le recorrió el cuerpo y sacudió sus huesos con terror y curiosidad, como si acabara de concebir de nuevo y algo vivo y extraño estuviera creciendo dentro de ella.
El humo de los bosques le mordió la nariz y los ojos y unas oleadas blancas le dijeron que Gareth había logrado extinguir las llamas. En algún lugar, los caballos relinchaban aterrorizados. Se sintió agotada y llena de dolor, el cuerpo entero doblado por los calambres de los poderosos hechizos, las muñecas partidas donde las habían desgarrado las uñas de Zyerne. Empezó a temblar y la nueva fuerza se alejó bajo el impacto de la impresión y el miedo.
Una ráfaga de viento distinto movió los árboles a su alrededor como un ala gigante. El cabello revoloteó en su cara y miró hacia arriba. Por un momento, no vio nada. Era algo que había oído decir: que los dragones, a pesar de su tamaño y sus colores chillones, podían ser más difíciles de ver a la luz del día que un ratón en medio de los arbustos. Ahora Morkeleb parecía doblarse saliendo de la penumbra, una forma vasta de ébano y seda negra, ojos de cristal y plata como pequeñas lunas en la oscuridad.
Ha notado que mi poder se acababa, pensó ella con desesperación, recordando la forma en que él la había atacado antes. El peso terrible, sombrío de los hechizos de Zyerne todavía estaba allí, en sus huesos; sintió que iban a quebrársele si trataba de conjurar el poder para defenderse del dragón. Envuelta en un cansancio que casi llegaba hasta las náuseas, se volvió para mirarlo y endureció su mente otra vez para defenderse del ataque.
Y mientras lo hacía, se dio cuenta de que él era hermoso, flotando un momento como un barrilete negro, liviano en el aire.
Luego, la mente de él tocó la de ella y el último dolor de los hechizos de Zyerne desapareció.
¿Qué te pasa, mujer maga?,
le preguntó él.
Son sólo palabras malas como las que se gritan las mujeres en el mercado.
El dragón bajó al sendero frente a ella, dobló sus alas grandes con una articulación extraña y llena de gracia y la miró con los ojos de plata en el crepúsculo. Dijo:
Tú lo entiendes.
No, replicó ella.
Creo que sé lo que ha pasado, pero no lo entiendo.
Bah.
En la penumbra gris y húmeda bajo los árboles, Jenny vio cómo las escamas de los costados del animal se movían levemente como el pelo de un gato enojado.
Creo que sí entiendes. Cuando tu mente estaba en la mía, mi magia te llamó y el dragón que hay en tí contestó esa llamada. ¿No conoces tu propio poder, mujer maga? ¿No sabes lo que podrías ser?
Con un vértigo frío que no era miedo del todo, Jenny lo comprendió y luego deseó no haber comprendido.
Él sintió cómo la mente de ella se cerraba y la irritación humeó desde su cuerpo como una espuma blanca de niebla.
Entiendes,
dijo de nuevo.
Has estado en mi mente y sabes lo que sería ser dragón.
Jenny dijo:
No,
no a él sino a ese hilito de fuego en su mente que se convertía en arroyo de pronto.
Como en un sueño, aparecieron imágenes que sentía que había conocido una vez y luego había olvidado, como la alta libertad del vuelo. Vio a la tierra perdida allá abajo entre las nubes y a su alrededor había una eternidad de vapores cuyo silencio absoluto se quebraba sólo con el brillo de sus alas de dragón. Como desde una altura inmensa, vio el círculo de piedra en Colina Helada, el pantano abajo como un pedazo roto de vidrio sucio y la pequeña casa de piedra como una crisálida, abierta para dejar salir a la mariposa que había dormido adentro. Dijo: