Volvió a gritar:
¡Morkeleb!,
y se arrojó, mente y cuerpo, hacia él. Las mentes de los dos se unieron y se fundieron. A través de los ojos del dragón, vio la forma horrible de la criatura y comprendió la manera en que él había reconocido a Zyerne a través de su disfraz: la forma del alma de la hechicera era inconfundible. Por otra parte, lateralmente, Jenny era consciente de que eso era verdad para cada uno de los hombres y los gnomos que se escondían detrás de los umbrales y la protección de las torrecillas; veía las cosas como las ve un dragón. La fuerza de la Piedra golpeaba contra la mente de Jenny y sin embargo, no tenía poder sobre ella, ningún dominio sobre lo que hacía. A través de los ojos de Morkeleb, se vio a sí misma que todavía corría hacia él (en cierto modo, hacia sí misma) y vio cómo la criatura se volvía para golpear rápido ese harapo pequeño de huesos y cabello envuelto en negro, al que ella reconocía de una forma distante como su propio cuerpo.
Su mente estaba dentro de la del dragón: un escudo contra el dominio ardiente de la Piedra. Como un gato, el dragón golpeó y la criatura que había sido Zyerne se volvió para enfrentarse a la amenaza inesperada. Mitad en su propio cuerpo, mitad en el de Morkeleb, Jenny se metió bajo el vientre saliente, hinchado, del monstruo que se alzaba enorme, cerca de ella y le hundió la alabarda. Cuando la hoja cortó la carne maloliente, oyó la voz de Zyerne en su mente, gritándole las obscenidades de putita malcriada que los gnomos habían recibido por la promesa de poder que veían en ella. Luego, la criatura recogió sus miembros desmantelados debajo de su cuerpo y se arrojó hacia el cielo. Por encima de su cabeza, Jenny oyó el rugir caliente del trueno.
Su contrahechizo bloqueó el rayo que hubiera caído sobre el patio un instante después; usó un hechizo de dragón, como esos que usan los que recorren las rutas del aire para volar en medio de las tormentas. Morkeleb estaba junto a ella; la mente de Jenny lo protegía de la Piedra mientras el cuerpo del dragón la protegía a ella de la fuerza mayor de Zyerne. Con las mentes entrelazadas, no necesitaban palabras. Jenny levantó las uñas de punta de cuchillo de las patas delanteras del dragón y él la llevó hasta su espalda; ella se apretó, incómoda, contra las puntas de lanza que guardaban su columna. Volvieron a oír el trueno y la falta de aliento terrible del ozono. Jenny arrojó un hechizo para desviar ese rayo, y el fuego —canalizado, como lo vio ella, a través de la criatura que flotaba en el aire lívido como una bolsa de pus a la deriva sobre la ciudadela— golpeó el arma tubular para disparar arpones sobre la rampa. El arma explotó en una estrella ardiente de llama y hierro quebrado y los dos hombres que llevaban otra catapulta para disparar al monstruo dieron media vuelta y huyeron.
Jenny comprendió entonces que Zyerne había conjurado la tormenta, la había llamado con sus poderes a través de la Piedra desde muy lejos y la magia de la Piedra le daba el poder de dirigir el rayo para hacerlo caer cuando quisiera y donde quisiera. Ésas eran sus armas para destruir la ciudadela: la Piedra, la tormenta y el dragón.
Se quitó el cinturón y lo usó para atarse a la espina de medio metro que tenía por delante. No le serviría de mucho si el dragón se ponía boca abajo en vuelo pero impediría que cayera de lado y eso era todo lo que podía esperar por el momento. Sabía que su cuerpo estaba exhausto y herido pero la mente del dragón la elevó de sí misma y de todos modos, no tenía opción. Se cerró como una ostra ante el dolor y arrancó los Límites de su cabeza y de su carne.
El dragón se arrojó al cielo con violencia hacia la cosa que lo esperaba más arriba.
El viento los desgarró, abofeteando las alas de Morkeleb de modo que el dragón tuvo que girar de pronto para impedir que el aire lo aplastara contra la torre más alta de la ciudadela. Desde arriba, la criatura escupió una lluvia de moco ácido, de color verde y maloliente, que tocó las manos y la cara de Jenny como veneno e hizo huellas humeantes de corrosión sobre el acero de las escamas del dragón. Furiosa, tratando de mantener la mente concentrada contra la agonía de dolor, que la sacudía, Jenny envió su voluntad a las nubes y la lluvia empezó a caer, lavando el ácido y cegándola a medias con su furia. La melena negra colgaba pegajosa contra los hombros de Jenny cuando el dragón giró en el viento y ella oyó cómo el rayo volvía a canalizarse desde la criatura que volaba frente a ellos. Lo aferró con la mente y lo arrojó de vuelta. Estalló en algún lugar entre las dos combatientes y el golpe desgarró los huesos de Jenny como un martillazo. Había olvidado que no era un dragón y que su carne era mortal.
Luego, la criatura cayó sobre ellos; sus alas gruesas chirriaban como las de un insecto. El peso hizo rodar al dragón en el aire y Jenny tuvo que aferrarse a las espinas a ambos lados por debajo de las hojas afiladas, pero de todos modos se cortó los dedos. La tierra rodó y giró debajo de ellos, pero los ojos y la mente de Jenny atraparon a la criatura que volaba más arriba. Su olor era impresionante, y desde la masa pululante de su piel, salía una cabeza como un tiburón que mordía las junturas macizas de las alas del dragón mientras el remolino de hechizos del mal tragaba y desgarraba todo alrededor de los tres, lastimando las dos mentes unidas.
Un líquido amarillo como la sangre de los dioses estalló en la boca de la criatura cuando mordió las espinas de las uniones de las alas. Jenny golpeó los ojos, humanos y grandes como puños, dorados y grises como aguamiel: los ojos de Zyerne. La hoja de la alabarda desgarró la carne y entre las capas separadas de la herida brotaron otras cabezas como una maraña de víboras en la sangre derramada, desgarrando la túnica negra y la piel de Jenny con bocas que chupaban, furiosas. Con amargura, luchando contra una sensación de horror de pesadilla, Jenny volvió a cortar; las manos agrietadas se cubrieron de barro. La mitad de su mente conjuraba desde el fondo del alma del dragón los hechizos de curación contra los venenos que sabía que había guardados en esas sucias mandíbulas.
Cuando golpeó el otro ojo, la criatura los soltó. El dolor de las heridas de Morkeleb y las suyas propias desgarró a Jenny cuando él giró hacia el cielo y entonces, supo que él también sentía la quemadura en la piel lastimada de la mujer. La ciudadela cayó tras ellos, como en un abismo. La lluvia las empapaba como agua de un cubo. Jenny levantó la vista y vio el brillo mortífero, púrpura, de los rayos guardados en el borde de las almohadas negras de las nubes, tan cerca sobre sus cabezas. La presión del alma de Zyerne sobre la de los dos disminuyó cuando la encantadora reunió sus propios hechizos, hechizos de naufragio y ruina contra la ciudadela y sus defensores.
Las nieblas velaron los pliegues ascendentes de la tierra que había debajo de ellos, la fortaleza de juguete y la esmeralda y la pizarra húmedas de las colinas cerca del arroyo blanco del río. Morkeleb hizo un círculo, los ojos de Jenny dentro de los suyos, mirando todo con una calma clara, increíble. El rayo cayó frente a Jenny y ella vio, como si la hubieran dibujado en líneas finas y negras frente a ella, la explosión de otra catapulta sobre las rampas. El hombre que la había estado enrollando cayó sobre el parapeto y se derrumbó con limpieza sobre el acantilado.
Luego el dragón dobló las alas y se dejó caer. Con la mente dentro de la de Morkeleb, Jenny no sentía miedo, aferrada a las espinas mientras el viento le desgarraba el cabello mojado y la túnica ensangrentada, empapada de lluvia y pegada a su cuerpo y a sus brazos. La mente de Jenny era como la de un halcón que se deja caer para el ataque. Vio, con un placer preciso, el cuerpo embolsado, machacado que era su blanco y sintió la alegría del impacto que llegaría sólo cuando el dragón clavara las garras…
El impacto casi la arrojó de su posición precaria sobre la columna del dragón. La criatura se retorció y se combó en el aire, luego giró bajo ellos y aferró con una docena de bocas el vientre y costados de Morkeleb y no le importaron ni las espinas ni el golpe brutal de la cola del dragón. Algo desgarró la espalda de Jenny; se volvió y mutiló la cabeza de un tentáculo de serpiente que la había atacado, pero sintió que la sangre fluía de su herida. Sus esfuerzos para cerrar esa herida fueron nulos y lentos. Los dos parecían haber caído en un vórtice de hechizos y el peso de la fuerza de la Piedra los tragaba, tratando de desatar el nudo cerrado de sus mentes.
Ya no sabía qué era magia humana y qué, magia del dragón; sólo sabía que las dos brillaban, hierro y oro, en una arma fundida que atacó al cuerpo y el alma de Zyerne. Jenny sentía el cansancio cada vez mayor de Morkeleb y su propio mareo mientras allá abajo, giraban, locos, las paredes y los acantilados con dientes de roca de la Pared de Nast. Cuanto más cortaban y desgarraban la criatura maloliente, horrible, tantas más bocas y tentáculos crecían de las heridas y tanto más fuerte se aferraban a los dos. Jenny ya no tenía más miedo que el que siente una bestia en un combate con otro de la misma especie, pero sí sentía el peso creciente de la cosa a medida que se multiplicaba y se hacía más grande y más poderosa mientras los dos cuerpos entrelazados luchaban en un mar de lluvia enfurecida.
El final, cuando llegó, fue sorpresivo, como el impacto de un garrote. Jenny sintió un rugido terrible en alguna parte de la tierra allá abajo, sordo y tembloroso a través de su conciencia concentrada en un solo objetivo y además, exhausta; luego, más claramente, oyó una voz como la de Zyerne que gritaba, una voz multiplicada mil veces a través de los hechizos que la sofocaban hasta que entró como un hacha en el cerebro de su enemiga con el eco terrible de un dolor indescriptible.
Como el pasaje de un segmento de sueño a otro, Jenny sintió que los hechizos que los rodeaban se extinguían y que la carne y el músculo fláccido que los aferraban se precipitaban hacia el suelo. Algo brilló entre los dos combatientes y, luego cayó a través del aire lleno de lluvia hacia las crestas mojadas de los techos de la ciudadela. Jenny se dio cuenta de que ese aletear de cabello castaño y vestido blanco que se había lanzado hacia abajo era Zyerne.
El instantáneo
Atrápala
y la respuesta de Morkeleb
Déjala caer
brillaron entre los dos un instante, como una chispa. Luego, sintió que el dragón se lanzaba de nuevo, como antes, como un halcón, rastreando el cuerpo que se derrumbaba con los precisos ojos de cristal y acogiéndolo en el aire con la exactitud de un niño que juega a las canicas.
Grises como el carbón por la lluvia, las paredes del patio de la ciudadela se alzaron alrededor de los tres. Hombres, mujeres y gnomos habían subido a las rampas, el cabello pegado a la cabeza por el estallido de las nubes al que nadie estaba prestando la más mínima atención. Un humo blanco salía de la puerta estrecha que daba a la Gruta, pero todos los ojos estaban levantados hacia el cielo, hacia la forma negra que se lanzaba como una plomada.
El dragón se balanceó un momento sobre el ancho de veinte metros de sus alas, luego extendió tres de sus delicadas patas para tocar el suelo. Con la cuarta, puso a Zyerne sobre la piedra llena de charcos del suelo del patio y el cabello negro se extendió a su alrededor bajo la lluvia persistente.
Jenny se deslizó desde el lomo del dragón y supo enseguida que Zyerne estaba muerta. La boca y los ojos estaban abiertos. Distorsionada por la rabia y el terror, la cara era ahora afilada y astuta, grabada por la preocupación constante y la adicción a enojos mezquinos.
Temblando de cansancio, Jenny se recostó contra la curva del hombro del dragón. Lentamente, la espiral titilante de sus mentes se desenredó. El borde de brillo y color que parecía rodearlo todo se desvaneció de la vista de Jenny. Las cosas vivas tenían cuerpos sólidos otra vez, en lugar de fantasmas incorpóreos de carne a través de los cuales brillaban las formas de las almas.
Miles de dolores la asaltaron: los de su cuerpo y los de la ruina desnuda e hiriente de su mente. Se dio cuenta de la sangre que le pegaba la bata desgarrada a la espalda y le corría por las piernas hasta los pies desnudos; se dio cuenta de la oscuridad de su corazón, la oscuridad que había aceptado en su batalla con Zyerne.
Aferrada a las escamas puntiagudas para sostenerse, bajó la vista hacia la cara aguda, blanca, que miraba hacia arriba con los ojos muy abiertos desde los charcos golpeados por la lluvia. Una mano humana le sostuvo el codo y vio a Trey junto a ella; el cabello frívolo y teñido, pegado por la lluvia alrededor de la cara pálida. Estaba cerca. Jenny nunca había visto a nadie acercarse así a Morkeleb, excepto ella misma, claro. Un momento después, se les unió Policarpio, un brazo envuelto en unas vendas provisionales y el cabello rojo quemado por el primer ataque de la criatura contra la puerta.
El viento blanco todavía subía desde la puerta de la Gruta. Jenny tosió y los pulmones le dolieron con los humos acres. Todos los que estaban en el patio tosían; era como si la Gruta misma estuviera en llamas.
Llegaron más toses desde adentro. En el umbral sombrío se materializaron dos figuras, la más baja recostada sobre la más alta. Desde caras manchadas de carbón, dos pares de anteojos brillaron, blancos en la luz pálida.
Un momento después salieron del humo y la sombra al silencio sorprendido de la multitud que los esperaba en el patio.
—Calculé mal la cantidad de pólvora —se disculpó John.
Desde que John y Gareth volaron la Piedra, pasaron muchos días antes de que Jenny empezara a recuperarse de la batalla sostenida por abajo y por encima de la ciudadela.
Tenía recuerdos brumosos de los dos hombres contándole a Policarpio cómo habían rastreado el camino hacia atrás, hacia la habitación junto a las puertas en que los gnomos habían dejado los sacos con pólvora y un recuerdo vago de Morkeleb cogiéndola entre las garras cuando cayó y llevándola, como un gato, hacia el pequeño refugio del patio superior. Más claro era el recuerdo de la voz de John, que prohibía a los demás ir tras ellos.
—Necesita una curación que nosotros no podemos darle —le oyó decir a Gareth—. Déjala.
Jenny se preguntó cómo había sabido eso pero claro, John la conocía muy bien.
Morkeleb la curó como curan los dragones, guiando el cuerpo con la mente. El cuerpo de Jenny se curó con rapidez: los venenos se quemaron y desaparecieron de sus venas, las heridas rojas, abiertas por las bocas de la criatura se cerraron y dejaron cicatrices feas, redondas, del tamaño de una palma. Como las heridas de las batallas con los dragones en el cuerpo de John, ella las llevaría por el resto de su vida.