Vencer al Dragón (34 page)

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Authors: Barbara Hambly

Tags: #Fantasía, Aventuras

BOOK: Vencer al Dragón
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Jenny se unió a los demás en el remolino de nieblas del valle. Habían disminuido la velocidad cuando la visibilidad desapareció; ella los llevó a medio galope sobre los senderos que conocía tan bien. Maldiciones y gritos, atenuados por la niebla, llegaban por detrás, desde la Ladera. Las nieblas frías se enredaban sobre el rostro de Jenny y acariciaban los rizos negros de su cabello. Sentía cómo desaparecían los hechizos que mantenían la niebla en su lugar a medida que ella se alejaba de la Ladera, pero no se atrevía a usar la fuerza de voluntad que necesitaba para mantenerlos allí después de partir. Le dolían los huesos por el esfuerzo pequeño de conjurarlos; sabía que necesitaría toda su fuerza para la batalla final.

Los tres caballos subieron los escalones de granito. Desde la oscuridad del arco de la puerta, Jenny se volvió para ver cómo la multitud peleaba aún contra la niebla cada vez más abierta, unos cincuenta o sesenta, de todas las clases y posiciones pero sobre todo trabajadores sin recursos. Los uniformes del manojo de guardias de palacio se destacaban como manchas fantasmales en el gris. Jenny oyó los gritos y los juramentos. Se perdían en un territorio que conocían desde hacía años. No durará mucho, pensó Jenny.

Luna se asustó y relinchó por el olor del dragón y de la sangre vieja dentro de la penumbra vasta de la Sala del Mercado. El cadáver de Osprey había desaparecido, pero el lugar todavía olía a muerte, y todos los caballos lo sentían. Jenny se deslizó desde el lomo alto de su yegua y le acarició el cuello, luego le murmuró que se quedara cerca en caso de necesidad y dejó que bajara de nuevo los escalones.

Los cascos golpearon detrás de ella sobre las piedras rotas y chamuscadas. Jenny se dio media vuelta y vio a John, color ceniza bajo la barba, todavía sostenido de algún modo sobre la montura de Vaca. Estudiaba el valle con su falta de expresión de siempre.

—¿Está Zyerne allí? —preguntó y Jenny meneó la cabeza.

—Tal vez la herí mucho. Tal vez se quedó en el palacio para reunir más fuerzas.

—Siempre le gustó que otros mataran por ella. ¿Cuánto tiempo durarán tus hechizos?

—No mucho —dijo Jenny con dudas—. Tenemos que mantenerlos lejos de la puerta, John. Si son de Grutas, muchos conocen los primeros niveles de la Gruta. Hay cuatro o cinco formas de salir de la Sala del Mercado. Si retrocedemos, estaremos rodeados.

—Sí. —Él se rascó el costado de la nariz con preocupación-—. ¿Y que tal si los dejamos entrar? Podríamos escondernos…, una vez que lleguen al templo de Sarmendes con todo ese oro, no creo que quieran perder energía buscándonos.

Jenny dudó un momento y luego meneó la cabeza.

—No —dijo—. Si eso de ahí afuera fuera una multitud común, diría que sí pero Zyerne quiere que nos maten. Si no puede quebrar mi mente ni vencerla con magia, no va a darse por vencida hasta que destruya mi cuerpo. Hay suficientes para seguir persiguiéndonos y no podemos llevar un caballo por los túneles más profundos; sin un caballo, no podremos moverte lo suficientemente rápido para evitarlos. Nos atraparían en algún lugar cerrado y nos asesinarían. No, si vamos a defendernos, tiene que ser aquí.

—De acuerdo —asintió—. ¿Podemos ayudarte?

Ella había vuelto su atención hacia la multitud furiosa de figuras que se movían entre las ruinas pálidas. Dijo sobre su hombro:

—No puedes ni ayudarte a ti mismo.

—Ya lo sé —aceptó él con voz tranquila—. Pero no es lo que te he preguntado, cielo. Mira… —Señaló. —Ese tarado de allá acaba de ver el camino. Aquí vienen. ¡Ah, si son como hormigas…!

Jenny no dijo nada pero sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo al ver cómo el arroyo de atacantes se ensanchaba hasta convertirse en río.

Gareth se puso junto a los dos, con Martillo de Batalla de la brida. Jenny murmuró algo al gran caballo y lo dejó suelto sobre los escalones. Su mente ya estaba volviéndose sobre sí misma, buscando la fuerza en las profundidades exhaustas de su espíritu y su cuerpo. John, Gareth y la muchacha flaca vestida en los harapos blancos de un traje de corte y aferrada al brazo de Gareth se estaban transformando en meros espectros para ella a medida que su alma se hundía en espiral en un sólo vórtice interno; como la locura que viene después de dar a luz, nada existía excepto ella misma, su poder y lo que debía hacer.

Tenía las manos apoyadas contra la roca fría del pilar de la puerta y sentía que sacaba fuego y fuerza de la roca misma y de la montaña que había bajo sus pies y sobre su cabeza…, los tomaba del aire y de la oscuridad que la rodeaban. Sintió que la magia se movía en sus venas como un remolino dominado de relámpagos comprimidos. Su poder la asustó porque sabía que era más grande que lo que podía tolerar su cuerpo y sin embargo no podía poner Límites a esos hechizos. Era así con los dragones, lo sabía, pero su cuerpo no era el de un dragón.

Vio a John que llevaba a Vaca lejos, como si estuviera asustado; Gareth y Trey ya habían retrocedido. Pero su mente estaba afuera en la luz pálida de los escalones, mirando hacia abajo, a Grutas, contemplando en un ocio sin tiempo a los hombres y mujeres que corrían por las paredes derrumbadas de las ruinas. Vio a cada uno con la exactitud fría de los ojos de un dragón, no sólo la forma en que estaban vestidos, sino la composición de sus almas a través de la piel. A Servio lo vio con claridad, apurándolos con una espada en la mano, el alma carcomida como la madera atacada por las termitas.

Los primeros corredores llegaron al suelo quebrado y polvoriento de la plaza, frente a las puertas. Como el salto de un insecto en una pared, oyó protestar a Gareth:

—¿Qué podemos hacer? ¡Tenemos que ayudarla! —Mientras tanto, ella, sin pasión, reunía el fuego en sus manos.

—Baja eso —dijo la voz de John, débil de pronto—. Prepárate para correr…, puedes esconderte en los túneles durante un tiempo si nos vencen. Aquí están los mapas…

La multitud estaba ya sobre los escalones. El odio incoherente se elevó alrededor de Jenny como una marea tormentosa. Ella levantó las manos con toda la fuerza de la roca y la oscuridad hundiéndose en su cuerpo, la mente relajada en el tirón en lugar de luchar contra él.

La clave de la magia es magia, pensó. Su vida empezaba y terminaba en cada segundo aislado, cristalino de tiempo de impacto.

El fuego creció en el tercer escalón, una pared roja, completa, que lo consumía todo. Ella oyó los gritos de los que quedaron atrapados y olió el humo, la carne chamuscada, la tela que ardía. Como un dragón, mataba sin odio, golpeando con crueldad y dureza, sabiendo que debía matar al primer golpe si quería que su pequeño grupo sobreviviera.

Luego cerró la ilusión de las puertas que hacía ya mucho tiempo habían dejado de existir en el arco oscuro. Aparecieron como vidrio desmayado desde adentro, pero cada clavo, cada viga y cada tirante estaba tallado con perfección en aire encantado. A través de ellos vio a los hombres y las mujeres arremolinándose en la base de los escalones, señalando lo que veían como las Puertas renovadas de la Gruta y gritando su alarma, su sorpresa. Otros yacían en el suelo o se arrastraban indefensos, apagando las llamas de sus ropas con manos enloquecidas. Los que no habían sido atrapados en el fuego ni siquiera se movieron para ayudarlos; se quedaron de pie al final de los escalones, mirando las puertas y gritando con rabia de borrachos. Con la cacofonía de los gritos y los gruñidos de los heridos, el ruido era terrible y todavía peor que el ruido era el olor de la carne chamuscada. Entre todos los demás, Servio Clerlock, de pie, miraba las puertas fantasmales con los ojos comidos por el hambre.

Jenny retrocedió, descompuesta de pronto cuando lo humano que había en ella descubrió lo que había hecho el dragón en su alma. Había matado antes para proteger su vida o las de los que amaba. Pero nunca en esa escala y el poder que tenía la impresionaba en la misma medida en que le quitaba fuerzas.

El dragón que hay en ti contestó,
había dicho Morkeleb. Ella se sentía enferma de horror al comprobar la verdad de sus palabras.

Retrocedió, tropezando y alguien la sostuvo…, John y Gareth, que parecían un par de bandoleros no demasiado eficaces, sucios y quebrados e incongruentes en sus anteojos. Trey, con la capa rota de Gareth todavía puesta sobre su seda blanca manchada de barro y su cabello púrpura y blanco colgando en rizos asimétricos sobre la cara color de la cera, tomó una taza de lata plegable de su cajita adornada con perlas, la llenó de agua de la botella que había sobre la montura de Vaca y se la tendió.

—No los detendrá por mucho tiempo —dijo John. Una niebla de sudor le cubría la cara y los orificios de la larga nariz estaban marcados por el dolor que le causaba el sólo esfuerzo de mantenerse de pie—. Mira, ahí está Servio buscando apoyo para un segundo intento. Estúpido plañidero. —Echó una mirada a Trey y agregó—: Lo lamento. —Ella sólo meneó la cabeza.

Jenny se liberó y caminó sin equilibrio hasta el borde de la sombra de la puerta. Su cabeza estaba hinchada de cansancio y sentía náuseas. Las voces de los hombres y la suya propia cuando habló, sonaban chatas e irreales.

—Y lo conseguirá.

En la plaza bajo las puertas, Servio corría aquí y allá entre los hombres, pasando sobre los cuerpos quemados de los moribundos, gesticulando y señalando las puertas fantasmales. Los guardias del palacio no parecían muy decididos, pero los trabajadores del Mercado se estaban reuniendo a su alrededor, escuchando y pasando botas de vino entre ellos. Levantaron los puños cerrados contra la Gruta y Jenny dijo:

—Como los gnomos, ellos también saben lo que es la pobreza.

—Sí, pero ¿por qué nos culpan por ella? —objetó Gareth, indignado—. ¿Por qué culpan a los gnomos? Los gnomos son todavía más víctimas que ellos.

—Sea como sea —dijo John, inclinado sobre el pilar de piedra de la Puerta—, te apuesto a que se están diciendo unos a otros que el oro de la Gruta les pertenece por derecho. Es lo que les dijo Zyerne y obviamente lo creen y están dispuestos a matar por eso.

—¡Pero es una tontería!

—No tanto como enamorarse de una maga, y todos lo hemos hecho —replicó John con alegría. A pesar de su cansancio, Jenny rió—. ¿Cuánto tiempo puedes luchar contra ellos, amor?

Algo en el sonido de la voz de John hizo que ella se volviera a mirarlo con rapidez. Aunque había desmontado de Vaca para ayudarla, era obvio que no podía mantenerse de pie solo y tenía la piel gris como la ceniza. Un momento después unos gritos abajo llamaron la atención de Jenny; más allá del humo que todavía se torcía sobre los escalones, vio a los hombres que se formaban en una línea desgarrada, la locura del odio sin sentido en todos los ojos.

—No sé —dijo ella con suavidad—. Todo poder debe pagarse. Mantener la ilusión de las Puertas me quita más fuerzas. Pero nos da un poco de tiempo y quiebra un poco la voluntad de ellos si piensan que tendrán que echarlas abajo.

—Dudo que esos tengan inteligencia hasta para pensar en eso. —Todavía inclinado sobre el pilar, John miró el sol inclinado sobre la plaza, más afuera—. Mira, ahí vienen.

—Atrás —dijo Jenny. Le dolían los huesos sólo de pensar en volver a sacar poder de ellos y de la piedra y del aire a su alrededor—. No sé qué puede pasar sin Límites.

—No puedo retroceder, amor; si me suelto de esta pared, me caigo.

A través de la forma fantasmal de las Puertas, Jenny los vio venir, atravesando la plaza a la carrera hacia los escalones. La magia vino con más lentitud, arrancada del corazón arrasado de su ser…; su alma se sentía acabada con el esfuerzo. Las voces crecieron más abajo en un crescendo enloquecido en el que las palabras «oro» y «muerte» se arrojaban como espadas de madera en la rabia del ataque que empezaba. Jenny miró a Servio Clerlock o lo que quedaba de Servio Clerlock, en algún lugar en medio de los demás, su traje de corte rosado como una concha entre los tintes sangre y oro de los guardias de palacio. Su mente se enfocó, como la mente de un dragón; todas las cosas se hicieron claras para ella y distantes, impersonales como imágenes en un cristal de adivinación. Llamó a la rabia blanca del dragón como a un trueno y llenó los escalones de fuego, no frente a ellos esta vez, sino bajo sus pies.

Cuando el fuego estalló en la piedra desnuda, una náusea terrible la sacudió, como si en ese segundo se hubieran abierto sus venas. El chillido de los hombres, atrapados en la agonía del fuego, le golpeó los oídos como una mano que da una bofetada, como ese color gris que amenazaba con ahogar sus sentidos; el calor se alzó a su alrededor y luego se hundió, dejando detrás un frío como el de la muerte.

Jenny los vio tambalearse y tropezar, arrancándose las ropas en llamas de la piel chamuscada. Lágrimas de dolor y de debilidad corrían por la cara de Jenny por lo que había hecho, aunque sabía que la multitud los hubiera desgarrado a los cuatro en mil pedazos, aunque esta vez había sabido de antemano que podía conjurar el fuego. La ilusión de las Puertas parecía tenue como una burbuja de jabón alrededor de ella…, como su cuerpo mismo, leve y volátil. Jenny se tambaleó y John llegó tropezando a sostenerla. La llevó hacia atrás y la apoyó sobre el pilar en el que él se había recostado antes; durante un momento, los dos se aferraron a la piedra; no tenían fuerzas ni para estar de pie.

Los ojos de Jenny se aclararon algo. Vio hombres que corrían por la plaza aterrorizados, furiosos, enloquecidos de dolor; y a Servio que corría tras ellos sin pensar en las quemaduras que le cubrían la mano y el brazo, gritando.

—¿Qué hacemos ahora, amor?

Ella meneó la cabeza.

—No sé —murmuró—. Me parece que me voy a desmayar.

El brazo de él se hizo más fuerte en su cintura.

—Ah, hazlo —dijo con entusiasmo—. Siempre he querido ponerte a salvo en mis brazos.

La risa revivió a Jenny y eso era lo que él había querido, sin duda. Ella se separó del pilar mientras llegaban Gareth y Trey, los dos enfermos y asustados.

—¿Podríamos correr a la Gruta? —preguntó Gareth, buscando en los mapas de un bolsillo interno y dejando caer dos al hacerlo—. A la ciudadela, quiero decir.

—No —dijo Jenny—. Le he explicado a John que si dejamos la Sala del Mercado, nos rodearán; y como tenemos que llevar a John, no podemos ir más rápido que ellos.

—Yo podría quedarme, amor —dijo John con calma—. Podría ganar tiempo para vosotros.

—El tiempo que tardarían en levantarse después de haberte deshecho en las escaleras no serviría de mucho —replicó ella, sarcástica.

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