Porthos entró en pos de él; había descolgado la lámpara de la escalera y con ella encendió la de la habitación.
Athos y Aramis se presentaron en la puerta y la cerraron con llave.
—Tened la molestia de sentaros —murmuró D’Artagnan presentando una silla al joven.
Cogió éste la silla de las manos de D’Artagnan y se sentó con mesura, aunque muy pálido. A tres pasos de distancia puso Aramis tres sillas para sí, D’Artagnan y Porthos.
Athos fue a sentarse en el rincón más oscuro del aposento, como resuelto a ser mero espectador de lo que iba a pasar.
Porthos colocóse a la izquierda de D’Artagnan y Aramis a la derecha. Athos se manifestaba abatido. Porthos se restregaba las manos con febril impaciencia.
Sin dejar de sonreírse, Aramis se oprimía los labios hasta hacerse sangre.
Sólo D’Artagnan conservaba su moderación, al menos en apariencia.
—Señor Mordaunt —dijo al joven—, ya que después de perder tantos días en correr unos en pos de otros ha venido a reunirnos la casualidad, tengamos, si os parece, un rato de conversación.
Tan inesperadamente se vio sorprendido Mordaunt, tan confusos fueron los sentimientos bajo cuya impresión subió la escalera, que no le fue posible conservar íntegra su reflexión, pues en los primeros momentos se vio dominado por la emoción, la sorpresa y el invencible terror que de todo hombre se apodera al caer en manos de un adversario mortal y de fuerzas superiores, cuando supone que este enemigo se halla en otro sitio y atendiendo a otros objetos.
Poco después que se sentó, luego que notó que se concedía una tregua, cualquiera que fuese su causa; reconcentró todas sus ideas y reunió todas sus fuerzas; en vez de intimidarle el fuego de las miradas de D’Artagnan, le electrizó porque aquellas ardientes y amenazadoras miradas revelaban francamente su odio y su cólera. Dispuesto Mordaunt a aprovechar la menor ocasión para salir del paso, fuera por fuerza, o por medio de alguna estratagema, se replegó sobre sí mismo, como hace el oso acorralado en su caverna, que sigue con ojos inmóviles aparentemente todos los gestos del cazador que le amenaza.
Llevó rápidamente la vista a la larga y fuerte tizona que de su costado pendía; puso sin afectación la mano izquierda sobre la empuñadura, acercóla al alcance de su diestra, y se sentó accediendo a la insinuación de D’Artagnan.
Sin duda esperaba éste alguna palabra ofensiva para entablar uno de esos diálogos irónicos y terribles que tan bien sabía sostener. Aramis decía entre sí: Oigamos unas cuantas vaciedades. Porthos se mordía los bigotes murmurando: ¡Voto a tantos, tanta etiqueta para aplastar a esa víbora! Athos continuaba en su rincón, inmóvil y pálido como un bajo relieve de mármol, y sintiendo a pesar de su inmovilidad su frente bañada en sudor.
Mordaunt nada decía: cuando se cercioró de que aún podía disponer de su espada, cruzó imperturbable las piernas y aguardó.
No podía prolongarse más el silencio sin degenerar en ridículo. Conociólo D’Artagnan, y como había brindado a Mordaunt con una silla para hablar, creyó que a él le correspondía comenzar el primero.
—Voy creyendo, señor mío —le dijo con su mortal cortesía—, que mudáis de traje casi tan rápidamente como los actores italianos que trajo de Bérgamo el señor cardenal Mazarino, y que sin duda os llevó a ver durante vuestra residencia en Francia.
Mordaunt no respondió.
—No ha mucho —contestó D’Artagnan— que estabais disfrazado, miento, vestido de asesino, y ahora…
—Y ahora, por el contrario, parezco un hombre que va a morir asesinado —contestó Mordaunt con seca y serena voz.
—¡Oh! —repuso D’Artagnan—. No digáis eso estando en compañía de caballeros, y llevando pendiente del cinto tan excelente espada.
—No hay arma que valga contra cuatro espadas y otros tantos puñales, sin contar los puñales y espadas de los satélites que abajo os esperan.
—Perdonad —objetó D’Artagnan—; los que nos esperan abajo no son satélites, sino lacayos. Soy muy escrupuloso en esto de poner la verdad en su punto.
Mordaunt sólo contestó con cierta sonrisa que crispó irónicamente sus labios.
—Pero no se trata ahora de eso —prosiguió D’Artagnan—. Vuelvo a la cuestión. Me he tomado la libertad de interrogaros por qué habíais variado de traje; la careta, al parecer, era bastante cómoda, la barba gris os caía perfectamente, y en cuanto al hacha con que tan noble golpe habéis dado, tampoco creo que os sentase mal en este instante. ¿Por qué la habéis dejado?
—Porque recordé la escena de Armentières, y me pareció que encontraría cuatro hachas en lugar de una, debiendo verme entre cuatro verdugos.
—Caballero —respondió D’Artagnan con gran flema, si bien por un instantáneo movimiento de cejas dio a entender que empezaba a sofocarse—; caballero, aunque estáis profundamente viciado y corrompido, sois aún muy joven, y no me detendré en refutar vuestras frívolas palabras. Frívolas, sí, pues lo que acabáis de decir de Armentières no tiene la menor relación con la situación actual. Efectivamente, nos era imposible ofrecer una espada a vuestra madre y mi señora, y pedirle que la esgrimiese contra nosotros. Pero a vos, caballero, a un joven que maneja el puñal y la pistola con la destreza que todos sabemos, y que tiene una espada de esas dimensiones, no hay quien no pueda pedir el favor de una entrevista a solas.
—¡Ah! —dijo Mordaunt—. ¿Conque lo que deseáis es un desafío?
Y se levantó con chispeantes ojos, como dispuesto a contestar en el acto a la proposición.
También se levantó Porthos, pronto, como siempre, a esta especie de aventuras.
—Poco a poco —dijo D’Artagnan con sangre fría—, no hay que apresurarse; todos debemos querer que vayan las cosas en regla. Sentaos, pues, querido Porthos, y vos señor Mordaunt, tened la bondad de no alteraros. Ya se compondrá el asunto a satisfacción de los presentes. Hablando con franqueza, señor Mordaunt, declarad que de buena gana mataríais a cualquiera de nosotros.
—A todos —respondió Mordaunt.
Volvióse D’Artagnan a Aramis, y le dijo:
—No es poca fortuna, amigo Aramis, que el señor Mordaunt esté tan en los toques de la lengua francesa; la lo menos no habrá
quid pro quos
y nos entenderemos perfectamente.
Y prosiguió dirigiéndose a Mordaunt.
—Debo deciros, querido Mordaunt, que estos señores os pagan los buenos sentimientos que os inspiran y celebrarían también mataros. Diré más; y es que os matarán seguramente; sin embargo, será como caballeros, y aquí tenéis la mejor prueba.
Y diciendo esto, tiró D’Artagnan el sombrero sobre la alfombra, arrimó la silla a la pared, hizo seña a sus compañeros de que le imitasen, y saludando a Mordaunt con una gracia enteramente francesa:
—Estoy a vuestras órdenes, caballero —continuó—; pues si no tenéis nada que replicar contra el honor que reclamo, seré yo el que empiece con vuestro permiso. Cierto que mi espada es más corta que la vuestra; pero ¡ah! el brazo suplirá lo que falte.
—¡Alto ahí! —gritó Porthos—. Yo soy el que ha de empezar y sin andarme con palabritas de buena crianza…
—Con permiso Porthos —dijo Aramis.
Athos no hizo un solo movimiento; parecía un mármol; no se sentía su respiración.
—Señores, señores —dijo D’Artagnan—, no hay que apurarse; ya os llegará vuestro turno. Mirad los ojos de ese caballero, y deducid de ellos el grato rencor que le inspiramos; ved con qué habilidad ha empuñado la espada; admirad la circunstancia con que examina el aposento por si hay algún obstáculo que le estorbe. ¿No os demuestra eso que el señor Mordaunt es un gran espadachín, y que si le dejo, no tardaréis mucho en sucederme? No os mováis imitad a Athos, cuya pacífica actitud os recomiendo una y cien veces, y quede por mi cuenta la iniciativa que me he tomado. Y en fin —continuó sacando la espada con terrible ademán—, tengo personales asuntos que ventilar con el señor, y seré por tanto el primero. Deseo, quiero empezar.
Era la primera vez que pronunciaba D’Artagnan esta palabra hablando a sus compañeros. Hasta entonces se había contentado con pensarla.
Porthos se apartó. Aramis se puso la espada debajo del brazo. Athos estuvo inmóvil en su oscuro rincón, no en pacífica actitud como había dicho D’Artagnan, sino sofocado y palpitante.
—Envainad —dijo D’Artagnan a Aramis—, no os atribuya este caballero intenciones de las cuales sois ajenos.
Y volviéndose a Mordaunt:
—Ya os espero, señor mío —añadió.
—Y yo os admiro, señores. Discutís quién ha de ser el primero que se bata conmigo, y no me consultáis sobre un punto que a mi entender no deja de interesarme. Cierto que a todos os odio; pero es en diferente escala. Espero mataros a todos, pero tengo más probabilidades para el primero que para el segundo; para el segundo que para el tercero, para éste que para el último. Reclamo, por tanto, el derecho a escoger mi adversario. Si me lo negáis, no me defenderé.
Los cuatro amigos se miraron.
—Razona bien —observaron Porthos y Aramis, esperando que recayese en ellos la elección.
Nada dijeron Athos ni D’Artagnan, pero su silencio indicaba el mismo sentimiento.
—Bien —continuó Mordaunt en medio del profundo y solemne silencio que reinaba en la misteriosa casa—, escojo por primer adversario al que por no considerarse digno de llevar el nombre del conde de la Fère, se hace llamar Athos.
Athos se levantó como movido por algún secreto resorte; mas con gran sorpresa de sus amigos, dijo moviendo la cabeza y después de un momento de inmovilidad:
—Señor Mordaunt, es imposible un desafío entre nosotros; haced a otro el honor que me otorgáis.
Y se volvió a sentar.
—¡Ja, ja! —exclamó Mordaunt—. Ya tiene miedo uno.
—¡Rayo del cielo! —gritó D’Artagnan arrojándose sobre el joven—: ¿Quién afirma que Athos tiene miedo?
—Dejadle, D’Artagnan —repuso Athos con una sonrisa llena de tristeza y desprecio.
—¿Estáis resuelto? —preguntó el gascón.
—Absolutamente.
—Bien, punto concluido.
Y prosiguió dirigiéndose a Mordaunt:
—Ya lo habéis oído, el conde de la Fère no quiere concederos el honor de batirse con vos. Escoged entre nosotros al que debe reemplazarle.
—No batiéndome con él —replicó Mordaunt— me importa poco con quien sea. Escribid vuestros nombres, echadlos en un sombrero y sacaré uno.
—Ingenioso pensamiento —dijo D’Artagnan.
—En efecto —observó Aramis—, por ese medio todo se concilia.
—No se me hubiera ocurrido a mí —añadió Porthos—, y eso que es tan sencillo.
—Vaya, Aramis —dijo D’Artagnan—, escribidlos con aquella letra tan linda con que comunicasteis a María Michon que la madre del señor Mordaunt proyectaba asesinar al duque de Buckingham.
Mordaunt sufrió este nuevo ataque sin pestañear; estaba de pie, con los brazos cruzados y tan tranquilo como puede estarlo un hombre en semejantes circunstancias. Si no era aquello valor, era soberbia, cosas muy parecidas.
Acercóse Aramis al bufete de Cromwell; partió tres pedazos de papel de iguales dimensiones; escribió en el primero su nombre, y en los otros los de sus compañeros; los presentó abiertos a Mordaunt, el cual movió la cabeza sin leerlos, como dando a entender que confiaba enteramente en él, y arrollándolos uno por uno, los puso en un sombrero y se los presentó al joven.
Éste sumergió la mano en el sombrero, sacó un papel y dejóle caer desdeñosamente sobre la mesa sin leerle.
—¡Ah, serpiente! —murmuró D’Artagnan—. Diera yo todas mis esperanzas de lograr la capitanía de mosqueteros porque estuviese ahí mi nombre.
Aramis abrió el papel, y aunque aparentaba mucha tranquilidad, y frialdad, se conocía que temblaba de odio y deseo.
—¡D’Artagnan! —leyó en voz alta.
El gascón lanzó un grito de alegría.
—¡Bien! —gritó—. El cielo es justo.
Y volviéndose a Mordaunt:
—Espero —le dijo— que ya no tendréis ninguna objeción que hacer.
—Ninguna, caballero —respondió Mordaunt desenvainando y apoyando la punta de la espada sobre su bota.
Seguro ya D’Artagnan de que se cumplirían sus deseos, y de que no se le escaparía su adversario, recobró toda su tranquilidad, toda su flema, y aún toda la lentitud con que acostumbraba a hacer los preparativos de ese grave asunto llamado duelo. Al enrollarse las vueltas de la ropilla y restregar la planta del pie derecho contra el suelo, observó que Mordaunt lanzaba en torno suyo la singular mirada que ya otra vez habíale sorprendido.
—¿Estáis dispuesto? —preguntó.
—Os aguardo —dijo Mordaunt alzando la cabeza y mirando a D’Artagnan con ojos de indefinible expresión.
—Pues andad con tiento —respondió el gascón—, porque manejo regularmente la espada.
—Y yo también dijo Mordaunt.
—Mejor. Así estará tranquila mi conciencia. ¡En guardia!
—Un momento —dijo el joven—; dadme palabra, caballeros, de que no os echaréis sobre mí todos juntos.
—¿Lo preguntas con ánimo de insultarnos, mala víbora? —dijo Porthos.
—No, sino a fin de tener la conciencia tranquila, como este caballero.
—No es por eso —murmuró D’Artagnan moviendo la cabeza y mirando con inquietud en torno suyo.
—Damos nuestra palabra dijeron a la par Aramis y Porthos.
—Entonces, señores —insistió Mordaunt—, retiraos a un rincón como el señor conde de la Fère, quien ya que no quiere batirse, demuestra al menos que conoce las reglas del duelo, y dejarnos terreno franco, porque es probable que le necesitemos.
—En hora buena —dijo Aramis.
—¡Cuánto inconveniente! —murmuró Porthos.
—Apartaos, señores —dijo D’Artagnan—. No hay que dejar al señor el menor pretexto para que proceda mal, de lo cual, salvo sea el respeto que le debo, creo que tiene no pocas ganas.
Este nuevo sarcasmo se embotó en el impasible rostro de Mordaunt.
Porthos y Aramis colocáronse en el ángulo paralelo al que ocupaba Porthos, de suerte que los dos campeones disponían del centro del aposento y se hallaban alumbrados por las dos lámparas puestas sobre la mesa de Cromwell. La luz, como es consiguiente, era menos en los puntos más distantes.
—Vamos —dijo D’Artagnan—, ¿estáis ya preparado?
—Sí —respondió Mordaunt.
Dieron los dos un paso adelante, y gracias a este simultáneo movimiento, se tocaron los aceros.