Veinte años después (84 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: Veinte años después
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—¿Qué pasa? —preguntó D’Artagnan.

Cerró Grimaud la mano y enseñó abiertos dos dedos.

—Habla —dijo Athos—; no se ven tus señas. ¿Cuántos son?

Grimaud contestó:

—Dos. Uno de ellos está frente a mí, el otro me vuelve la espalda.

—Bien. ¿Quién es el que se halla frente a ti?

—El que antes vi pasar.

—¿Le conoces?

—Creí reconocerle, y veo que no me equivoco; sí, es grueso y bajo.

—¿Quién es? —preguntaron al mismo tiempo y en voz baja los cuatro amigos.

—El general Oliver Cromwell. Los franceses miráronse.

—¿Y el otro? —preguntó Athos.

—Delgado y alto.

—Es el verdugo —dijeron a un tiempo D’Artagnan y Aramis.

—Está de espaldas —añadió Grimaud—; pero esperad, ahora hace un movimiento, va a volver la cara: si se ha quitado la máscara podré ver… ¡Ah!…

Como si le hubiesen dado una puñalada en el corazón, soltó Grimaud el gancho de hierro, y se dejó caer de espaldas lanzando un sordo gemido. Porthos le recibió en sus brazos.

—¿Le has visto? —preguntaron los cuatro amigos.

—Sí —respondió Grimaud con los cabellos erizados y la frente bañada en sudor.

—¿Al alto? —dijo D’Artagnan.

—Al alto.

—¿Al verdugo? —preguntó Aramis.

—Sí.

—¿Y quién es? —dijo Porthos.

—¡Él, él! —exclamó Grimaud, pálido como un cadáver y asiendo con sus trémulas manos las de su amo.

—¿Quién es él? —preguntó Athos.

—¡Mordaunt! —contestó Grimaud.

D’Artagnan, Porthos y Aramis lanzaron una exclamación de alegría. Athos retrocedió un paso, y se llevó la mano a la frente exclamando:

—¡Fatalidad!

Capítulo LXXIII
La casa de Cromwell

En efecto, D’Artagnan había seguido a Mordaunt sin conocerle.

Al entrar éste en la casita se quitó la máscara y la barba gris que para mejor disfrazarse llevaba; subió, abrió una puerta y en un cuarto iluminado por una lámpara y cubierto con colgaduras de sombrío color, halló a un hombre sentado ante un bufete y escribiendo.

Este hombre era Cromwell.

Ya se sabe que Cromwell tenía en Londres dos o tres albergues no conocidos de la mayor parte de sus amigos y cuyo secreto solamente confiaba a los más íntimos. Recordará el lector que Mordaunt podía contarse en este número.

Al oírle entrar levantó Cromwell la cabeza.

—¿Sois vos, Mordaunt? —le dijo—. Tarde venís.

—General —respondió Mordaunt—, me he detenido para presenciar la ceremonia hasta el fin.

—¡Ah! —repuso Cromwell—. No creía que fuerais tan curioso.

—Siempre me inspira curiosidad ver la caída de un enemigo de Vuestro Honor, y éste no era de los más pequeños; mas ¿y vos, general, no habéis estado en White-Hall?

—No —dijo Cromwell.

Reinó un momento de silencio.

—¿Sabéis los pormenores? —preguntó Mordaunt.

—Ninguno; desde esta mañana estoy aquí. Sólo sé que había un complot para salvar al rey.

—¿Eso sabíais? —dijo Mordaunt.

—Poca cosa. Cuatro personas disfrazadas de operarios debían sacar al rey de la cárcel y llevarle a Greenwich, donde les esperaba una embarcación.

—¿Sabiendo Vuestro Honor eso, se ha estado lejos de la City con esa calma y en esa inacción?

—Con tranquilidad, sí —respondió Cromwell—, pero en inacción ¿por qué?

—Sin embargo, si hubiera salido bien el complot…

—Me hubiera alegrado.

—Yo suponía que Vuestro Honor consideraba la muerte de Carlos I como una desgracia necesaria para el bienestar de Inglaterra.

—Y no he variado de opinión. Pero con tal que muriera, el sitio me hubiese importado poco, siendo preferible tal vez que no hubiera muerto en un cadalso.

—¿Y por qué? Cromwell sonrióse.

—Perdonadme —prosiguió Mordaunt—, pero ya sabéis que soy un mero aprendiz de política y deseo aprovechar las lecciones que se digne darme mi maestro.

—Porque así hubieran dicho que la justicia me movía a condenarle y la misericordia a permitir su fuga.

—¿Y si en efecto se hubiese fugado?

—Era imposible.

—¡Imposible!

—Sí, tenía tomadas mis precauciones.

—¿Conoce Vuestro Honor a los cuatro hombres que intentaban salvar al rey?

—Sí, cuatro franceses; dos los envió madame Enriqueta a su esposo; Mazarino me envió a los otros dos.

—¿Y si trajesen misión del cardenal para hacer lo que han hecho?

—Puede ser, pero ahora no reconocerá Mazarino sus actos.

—¿Es cierto?

—Es seguro.

—¿Por qué?

—Porque han salido bien con su proyecto.

—Vuestro Honor puso a mi disposición a dos de ellos cuando sólo eran culpables de combatir en favor de Carlos I; ahora que lo son de complot contra Inglaterra, ¿me concede Vuestro Honor a los cuatro?

—Concedido —dijo Cromwell.

Mordaunt hizo una cortesía y se sonrió con triunfante ferocidad.

—Pero volvamos al desgraciado Carlos —prosiguió Cromwell viendo que Mordaunt se disponía a darle gracias—: ¿ha gritado el pueblo?

—Casi nada, a no ser ¡viva Cromwell!

—¿Dónde estabais?

Miró Mordaunt un momento al general para adivinar por sus ojos si le hacía una pregunta indiferente, o si lo sabía todo.

Pero su viva mirada no pudo penetrar al través de la sombría profundidad de la de Cromwell.

—Estaba donde podía verlo y oírlo todo —contestó Mordaunt.

Entonces fue Cromwell el que miró fijamente a Mordaunt, y éste el que se hacía impenetrable. Después de algunos instantes de examen apartó primero los ojos con indiferencia.

—Parece —dijo Cromwell— que el verdugo improvisado ha hecho muy bien su papel. Me han referido que el golpe ha sido de mano maestra.

Recordó Mordaunt que Cromwell había dicho que no sabía ningún pormenor, y quedó entonces persuadido de que el general había presenciado la ejecución escondido detrás de alguna cortina o celosía.

—En efecto —dijo Mordaunt con voz serena y rostro impasible—; un solo golpe ha sido bastante.

—Quizá sería del oficio.

—¿Tal creéis?

—¿Por qué no?

—No tenía trazas de verdugo.

—¿Y quién si no un verdugo —preguntó Cromwell— hubiera consentido en desempeñar ese horrible papel?

—Algún enemigo personal del rey Carlos, que hubiese hecho voto de vengarse y que haya cumplido su promesa; algún caído, y que, sabiendo que iba a fugarse, se haya interpuesto así en su camino, cubierto el semblante y el hacha en la mano, no como suplente del verdugo, sino como un emisario de la fatalidad.

—Puede ser —dijo Cromwell.

—Y si así fuera, ¿reprobaría Vuestro Honor su acción?

—No soy yo quien le ha de juzgar —repuso Cromwell—. Es cosa que se ha de ventilar entre Dios y él.

—¿Pero y si Vuestro Honor conociese a ese caballero?

—No le conozco ni deseo conocerle —respondió Cromwell—, ¿qué me importa a mí quién sea? Carlos estaba condenado a muerte; no le ha muerto un hombre, sino una hacha.

—Sin embargo —replicó Mordaunt—, a no ser por ese hombre se hubiera salvado el rey.

Cromwell volvió a sonreírse.

—Vos mismo lo habéis dicho; le hubieran proporcionado medios de evadirse.

—Hasta Greenwich. Allí se hubiera embarcado en un falucho con sus cuatro libertadores. Pero en el falucho estaban cuatro hombres más y cuatro toneles de pólvora de la nación. En alta mar pasaban los cuatro hombres a la chalupa… y sois ya un político sobrado astuto, Mordaunt, para que yo os explique lo demás.

—Sí, en el mar hubieran volado todos.

—Justamente. La explosión hacía el oficio del hacha. El monarca Carlos desaparecía; la gente hubiera dicho que viéndole sustraerse a la justicia humana, le había perseguido la venganza celeste: nosotros éramos entonces sus jueces y Dios su verdugo. Ahí tenéis lo que nos ha hecho perder vuestro excelente enmascarado. Ya veis con cuánta razón he dicho que no quiero conocerle; pues, a pesar de sus excelentes intenciones, no sé en verdad si le agradecería su acción.

—Señor —dijo Mordaunt—, me humillo como siempre ante vos; sois un gran pensador, y la idea de volar el falucho es sublime.

—Absurda —repuso Cromwell— porque ha sido inútil. En política no hay más ideas sublimes que las que producen su fruto; las que abortan son disparatadas y áridas. Esta noche iréis a Greenwich —continuó levantándose—, preguntaréis por el patrón del falucho
Relámpago
, le enseñaréis un pañuelo blanco anudado por las cuatro puntas, que es la señal convenida; diréis a la tripulación que vuelva a tierra y mandaréis que lleven la pólvora al arsenal, a no ser que…

—¿Qué? —interrumpió Mordaunt, cuyo rostro se iluminó con una feroz alegría durante estas palabras de Cromwell.

—A no ser que ese falucho en su actual estado, pueda ser útil a vuestros proyectos personales.

—¡Ah, milord, milord! —murmuró Mordaunt—. Al elegiros Dios para representarle, os ha dado su mirada, a la cual nadie puede sustraerse.

—Creo que me habéis llamado milord —dijo Cromwell riéndose—. Pase, por ser entre nosotros, pero cuidado con que se os escape esa palabra delante de vuestros imbéciles puritanos.

—¿Pues no ha de llamarse así Vuestro Honor en breve?

—Es de esperar —contestó Cromwell—, pero no es tiempo todavía.

Levantóse con esto y tomó la capa.

—¿Ya os retiráis? —preguntó Mordaunt.

—Sí —dijo Cromwell—, he dormido aquí anoche y anteanoche, y bien sabéis que no acostumbro a hacerlo tres veces consecutivas en la misma cama.

—Es decir, que Vuestro Honor me deja en libertad por esta noche.

—Y también por mañana si es menester. Harto habéis hecho desde anoche en mi servicio —añadió Cromwell sonriéndose—. Justo es que os dé tiempo para atender a vuestros propios negocios.

—Gracias, señor, espero usar bien ese tiempo.

Despidióse Cromwell de Mordaunt con un movimiento de cabeza, y preguntó:

—¿Estáis armado?

—Traigo mi acero.

—¿Y os espera alguien a la puerta?

—Nadie.

—¿Por qué no venís conmigo, Mordaunt?

—Gracias, señor; los rodeos que hay que dar en el subterráneo haríanme perder tiempo, y ya he perdido demasiado por lo que acabáis de decirme. Saldré por la otra puerta.

—Como gustéis —dijo Cromwell.

Y apretando un secreto resorte, abrió una puerta tan disimulada, que el ojo más perspicaz no hubiera podido conocerla.

Obedeciendo el resorte, que era de acero, volvió a cerrarse en seguida que salió.

Era una de esas salidas ocultas que, según cuenta la historia, había en todas las misteriosas casas que habitaba Cromwell.

El conducto subterráneo atravesaba la calle y concluía en el fondo de una gruta del jardín de otra casa que distaba cien pasos de la que acababa de abandonar el futuro protector.

De este modo se explica cómo no vio Grimaud salir a nadie. Durante la última parte de este diálogo fue cuando por el hueco que dejaba descubierto una cortina mal corrida, veía a los dos hombres, en quienes reconoció sucesivamente a Cromwell y Mordaunt. Ya hemos sabido el efecto que produjo esta noticia en los cuatro amigos.

D’Artagnan fue el primero que recobró la plenitud de sus facultades.

—¡Mordaunt! —dijo Athos—. ¡Ah!, Dios mismo nos lo envía.

—Sí —murmuró Porthos—, derribemos la puerta y caigamos sobre él.

—Al contrario —dijo D’Artagnan—, no hay que derribar nada, no hay que hacer ruido. El ruido llama gente, y si está Mordaunt con su digno dueño, como dice Grimaud, debe haber tropa oculta a menos de cincuenta pasos. ¡Hola, Grimaud! Venid aquí y haced por sosteneros.

Grimaud se acercó. Había recobrado el furor con el conocimiento y se sentía firme.

—Bien —prosiguió D’Artagnan—; volved ahora a esa ventana y decidnos si está Mordaunt acompañado todavía, y si se dispone a salir o acostarse; si tiene compañía esperaremos a que se encuentre solo; si sale le sorprenderemos; si se queda forzaremos la ventana. Siempre es menos ruidoso y difícil que la puerta.

Grimaud empezó en silencio su escalamiento.

—Que guarden Athos y Aramis la otra puerta; nosotros nos quedaremos aquí con Porthos.

Los dos amigos obedecieron.

—¿Qué pasa, Grimaud? —preguntó D’Artagnan.

—Está sólo.

—¿Es cierto?

—Sí.

—No hemos visto salir a su compañero.

—Se habrá marchado por la otra puerta.

—¿Qué hace?

—Ponerse su capa y los guantes.

—¡Es nuestro! —murmuró D’Artagnan.

Porthos llevó la mano al puñal y lo desenvainó maquinalmente.

—Envaina, querido Porthos —dijo D’Artagnan—, no hay que atacarle por sorpresa. Procedamos con orden, ya que le tenemos en nuestro poder. Deben mediar primero explicaciones mutuas. Esto es una reproducción de Armentières, con la distinción de que probablemente el de ahora no tendrá progenie, y acabando con él quedará terminado todo.

—¡Chit! —dijo Grimaud—. Ya se dispone a salir; se acerca a la luz, la apaga; ya nada veo.

—¡Pues abajo, abajo!

Dio un salto Grimaud y cayó de pies. Nada se oyó, merced a la nieve que cubría la calle.

—Anda a avisar a Athos y a Aramis que se pongan a los dos lados de la puerta como Porthos y yo; que den una palmada si le cogen; nosotros haremos otro tanto si cae en nuestro poder.

—Porthos, Porthos —dijo D’Artagnan—, esconded mejor esos hombros, que no vea nada al salir.

—¡Cómo salga por aquí!…

—¡Chito!

Porthos arrimóse a la pared cual si quisiera incrustarse en ella. D’Artagnan le imitó.

—Oyéronse entonces los pasos de Mordaunt en la escalera. Abrióse rechinando un oculto postiguillo. Miró Mordaunt por él, y gracias a las precauciones tomadas por ambos amigos, nada pudo ver. Entonces introdujo la llave en la cerradura, abrió la puerta y se presentó en el umbral.

En el mismo instante se halló frente a frente con D’Artagnan. Quiso cerrar la puerta. Porthos se arrojó sobre ella y la abrió de par en par. A las tres palmadas que dio éste, se presentaron Athos y Aramis. Mordaunt se puso lívido, pero no dio un grito ni pidió socorro.

Marchó D’Artagnan rectamente a él, y empujándole, por decirlo así, con el pecho, le hizo subir de espaldas la escalera, iluminada por una lámpara, que permitía al gascón no perder de vista las manos de Mordaunt; pero éste conoció que aunque matara a D’Artagnan quedarían para vengarle sus tres amigos. No hizo, por tanto, un solo movimiento de defensa ni un solo gesto de amenaza. Al llegar a la puerta se vio acorralado contra ella, y sin duda creyó que era aquel su último momento; pero se engañaba; D’Artagnan alargó la mano y abrió la puerta hallándose los enemigos frente a frente en el aposento que diez minutos antes ocupaba el joven con Cromwell.

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