—Vamos, no hay que afligirse, conde —dijo una sonora voz desde la escalera, en la que resonaron los agigantados pasos de Porthos—; todos somos mortales, queridos amigos míos.
—Tarde venís, querido Porthos —dijo el conde de la Fère.
—Sí —contestó Porthos—; la gente que había en el camino me ha detenido. ¡Miserables! ¡Estaban bailando! ¡Cogí a uno por el pescuezo y casi le ahogué! En aquel momento acertó a pasar una patrulla. Afortunadamente, el objeto particular de mi enojo estuvo algunos minutos sin poder hablar, aproveché esta circunstancia y me metí en una calleja. Esta me condujo a otra más estrecha aún, me perdí y como no conozco Londres ni sé el inglés, temí no volver a encontraros, pero al fin aquí estoy.
—¿Habéis visto a D’Artagnan? —dijo Aramis—. ¿Si le habrá pasado algo?
—Nos separamos en medio del gentío —respondió Porthos—, y a pesar de todos mis esfuerzos no he podido dar con él.
—¡Oh! —dijo tristemente Athos—. Yo sí le he visto: estaba en la primera fila, admirablemente situado para no perder ningún pormenor, y como en el último caso el espectáculo era curioso, habrá querido presenciarle hasta el fin.
—¡Oh, conde de la Fère! —murmuró una voz serena, aunque algo sofocada por la precipitación del camino—. ¿Sois vos el que así calumnia a los ausentes?
Semejante reconvención conmovió el corazón de Athos; sin embargo, como al ver a D’Artagnan en las primeras filas de aquel pueblo estúpido y feroz, le había producido una impresión profunda, se limitó a responder:
—No os calumnio, amigo mío. Se dudaba aquí dónde estaríais y yo lo he dicho. No conocíais al rey Carlos; para vos no pasaba de ser un extranjero, y no estabais obligado a quererle.
Y al decir esto presentó la mano a su amigo. Pero D’Artagnan hizo que no veía, y no sacó la suya de debajo de la capa.
Athos retiró el brazo.
—¡Uf! ¡Qué cansado estoy! —exclamó D’Artagnan.
—Bebed un vaso de vino de Oporto —dijo Aramis tomando una botella de encima de una mesa y llenando un vaso—; bebed, así tomaréis fuerzas.
—Sí, bebamos —añadió Athos, que sintiendo el descontento del gascón deseaba brindar con él—, bebamos y salgamos de este abominable país. Ya sabéis que nos espera el falucho; vámonos esta noche; nada nos queda que hacer aquí.
—Mucha prisa tenéis, señor conde —dijo D’Artagnan.
—Este ensangrentado suelo me abrasa los pies —respondió Athos.
—Pues a mí no me produce la nieve tal efecto —repuso tranquilamente el gascón.
—Pero ¿qué queréis que hagamos —preguntó Athos—, habiendo muerto el rey?
—De modo, señor conde —dijo D’Artagnan con negligencia—, que no veis que os falte nada que hacer en Inglaterra.
—Nada, nada —dijo Athos—, sino dudar de la bondad divina y menospreciar mis propias fuerzas.
—Pues yo, que soy un miserable, un mentecato, un hombre sanguinario; yo que he ido a situarme a treinta pasos del cadalso para ver mejor cómo cortaban la cabeza al rey a quien no conozco, y que, al parecer, me es indiferente, yo pienso de otra manera que el señor conde… y me quedo.
Athos se puso sumamente pálido; cada reconvención de su amigo vibraba en lo más mínimo de su corazón.
—¡Calle! ¿Os quedáis en Londres? —dijo Porthos a D’Artagnan.
—Sí, por cierto —respondió éste—, ¿y vos?
—¡Diantre! —repuso Porthos algo vacilante entre Athos y Aramis—. ¡Pardiez! Si os quedáis, como he venido con vos, no me iré hasta que os vayáis: no os he de dejar solo en este maldito país.
—Gracias, buen amigo. En ese caso tengo que proponeros un asuntillo que llevaremos a ejecución luego que se vaya el señor conde, y que me vino a las mientes estando presenciando el espectáculo que sabéis.
—¿Y qué es? —preguntó Porthos.
—Saber quién era el enmascarado que con tanta complacencia se ofreció a decapitar a Su Majestad.
—¡Un enmascarado! —murmuró Athos—. ¿Pues no se fugó el verdugo?
—¡El verdugo! —repitió D’Artagnan—. Sigue sin novedad en la bodega, donde creo que habrá trabado conocimiento con las botellas del huésped. Y ahora me hacéis pensar en él.
Y marchando hacia la puerta, dijo:
—¡Mosquetón!
—¡Señor! —contestó una voz que parecía salir de lo profundo de la tierra.
—Soltad al prisionero —dijo D’Artagnan—; ya no nos hace falta.
—¿Pues quién es el canalla que ha puesto mano sobre su rey? —preguntó Athos.
—Un verdugo de afición que maneja por cierto el hacha con facilidad, pues
conforme esperaba
, no ha necesitado dar más que un golpe —respondió Aramis.
—¿Visteis su cara?
—La llevaba cubierta —dijo D’Artagnan.
—Pero vos que estabais tan cerca de él, Aramis…
—Sólo pude notar que tenía la barba algo canosa.
—¿Luego era hombre de edad avanzada? —preguntó Athos.
—¡Bah! —replicó D’Artagnan—. Eso nada significa. Tan fácil es ponerse una careta…
—Siento no haberle seguido —dijo Porthos.
—Pues precisamente eso es lo que a mí se me ocurrió, amigo —replicó D’Artagnan.
Todo lo comprendió Athos.
—Perdóname, D’Artagnan —díjole levantándose—; habiendo dudado de Dios, bien podría dudar de ti. Perdóname, amigo.
—Ahora trataremos de eso —respondió D’Artagnan sonriéndose.
—Continuad —dijo Aramis.
—Interin miraba —repuso D’Artagnan—, no al rey, como piensa el señor conde, porque sé muy bien lo que es un hombre que va a morir, y aunque debía estar acostumbrado a esta clase de lances, siempre me hace daño, sino al verdugo enmascarado, me ocurrió la idea, como ya os he dicho, de saber quién era. Y como tenemos la costumbre de completarnos unos con otros y de prestarnos mutuamente auxilio, como se le da una mano a otra, miré maquinalmente en torno mío para ver si estaba allí Porthos, porque a Aramis le había visto junto al rey, y sabía que vos, señor conde, os encontrabais bajo el cadalso, gracias a lo cual os perdono —añadió presentando la mano a Athos—, porque debéis de haber padecido mucho. Miré, pues, en torno mío y divisé hacia la derecha una cabeza que demostraba haber tenido un chirlo antaño, y que bien o mal iba remendada con tafetán negro. «¡Pardiez!», dije para mí; «me parece que en esa costura ha andado mi mano, y que yo he zurcido ese cráneo en alguna parte». Era, en efecto, aquel infeliz escocés, aquel hermano de Parry con quien se divirtió míster Groslow en probar sus fuerzas y que cuando tropezamos con él, no tenía más que media cabeza.
—Ya caigo —dijo Porthos—, el de las gallinas negras.
—El mismo; estaba haciendo señas a otro hombre que estaba a mi izquierda; me volví y reconocí al buen Grimaud entretenido como yo en devorar con la vista a mi enmascarado verdugo.
»—¡Eh! —le dije—. Y como esta sílaba es la abreviatura que emplea el señor conde para hablarle los días que le habla, Grimaud comprendió que le llamaban, y se encaró conmigo cual si lo moviera un resorte; me conoció, y apuntando al enmascarado:
»—¿Eh? —díjome. Lo cual quiere decir: ¿habéis visto?
»—¡Toma! —respondí.
»Nos habíamos entendido perfectamente.
»Me volví hacia el escocés, cuyas miradas eran también sumamente expresivas.
»Por fin, llegó el lúgubre desenlace; la gente se marchó; iba viniendo la noche poco a poco. Me retiré a un rincón de la plaza con Grimaud y el escocés, a quien le hice señal de que se quedara en nuestra compañía, y me puse a observar al verdugo, el cual cambió de traje en la real cámara por estar sin duda el suyo manchado de sangre. Hecho esto, se puso en la cabeza un sombrero negro, se embozó en una capa y desapareció. Comprendí que iba a salir y corrí a situarme frente a la puerta. En efecto, cinco minutos después le vimos bajar la escalera.
—¿Le seguisteis? —preguntó Athos.
—¿Pues no? —dijo D’Artagnan—. Y no sin trabajo por cierto. A cada instante volvía la cabeza, y teníamos que escondernos o hacernos los distraídos. De buena gana me hubiera tirado sobre él, pero no soy egoísta y quería reservar ese placer para Aramis, y para Athos sobre todo, a fin de consolarle algo. Por último, después de una media hora de marcha por las calles más tortuosas de la City, llegó a una casita aislada, donde no se oía el menor ruido ni se veía la menor luz. Grimaud sacó una pistola de sus anchos bolsillos.
«—¿Eh? —me dijo mostrándomela.
»—Ya os he dicho que tenía mi plan.
»El enmascarado se paró junto a una puerta baja y sacó una llave; pero antes de meterla se volvió para ver si le seguían. Yo permanecía detrás de un árbol; Grimaud, detrás de un guardacantón, y el escocés, que no tenía donde esconderse, se tiró de bruces en mitad del camino.
»Sin duda se creyó solo el que perseguíamos, pues oí el ruido de la llave; abrióse la puerta y desapareció».
—¡Miserable! —dijo Aramis—. Habrá huido durante vuestra ausencia y ya no volveremos a encontrarle.
—¡Cómo, Aramis! —murmuró D’Artagnan—. ¿Tan bajo concepto merezco de vos?
—Sin embargo —replicó Athos—, no estando allí…
—No estando yo allí estaban Grimaud y el escocés para reemplazarme; antes de que él pudiera dar diez pasos en el interior, había yo dado la vuelta a la casa. En la puerta por donde entró, dejé al escocés, previniéndole por señas que si salía el enmascarado le siguiera; Grimaud le seguiría a él y volvería a esperarnos en aquel sitio. Aposté a Grimaud en la puerta trasera haciéndole el mismo encargo, y aquí estoy ya. Ya se ha cortado la retirada a la fiera; ¿quién quiere venir a rematarla?
Athos se arrojó en brazos de D’Artagnan, el cual se enjugaba la frente.
—Declaro, amigo —le dijo—, que habéis llevado al extremo vuestra bondad al perdonarme; soy culpable, mil veces culpable, y, sin embargo, ya debía yo conoceros; pero siempre tenemos en el fondo del corazón un instinto perverso que nos inclina a dudar.
—¡Hum! —interrumpió Porthos—. ¿Si habrá hecho de verdugo el mismo Cromwell, para tener más certeza de que se consumase su obra?
—¡Disparate! Cromwell es grueso y pequeño, y éste era delgado y más bien alto que bajo.
—Algún soldado condenado a muerte que habrá comprado su perdón a ese precio —dijo Athos—, como hicieron con el desgraciado Chalais.
—Tampoco —continuó D’Artagnan—; no tiene el acompasado paso de un soldado de infantería, ni la tortuosa marcha de un jinete. Anda con ligereza, con distinción. ¡Mucho me equivoco si no nos las tenemos con un noble!
—¡Un noble! —exclamó Athos—. Es imposible… Sería una deshonra para toda la clase.
—¡Magnífica caza! —dijo Porthos con una risotada que conmovió los vidrios—. ¡Magnífica caza por vida mía!
—¿Persistís en marcharos, Athos? —preguntó D’Artagnan.
—No; me quedo —contestó el caballero con un gesto amenazador que nada bueno prometía a la persona a quien iba dirigido.
—Pues vengan las espadas —dijo Aramis—; las espadas y no perdamos un instante.
No tardaron los cuatro amigos en vestir su acostumbrado traje; se armaron, mandaron subir a Mosquetón y Blasois y les encargaron que arreglasen la cuenta con el huésped y preparasen lo necesario para el viaje, siendo probable que saliesen de Londres aquella misma noche.
Esta se había puesto todavía más oscura, seguía cayendo nieve, y la ciudad regicida parecía estar cubierta con una vasta mortaja; serían las siete, y apenas se veía alguno que otro transeúnte; todos se hallaban en sus casas hablando con recato de los horribles acontecimientos de aquel día.
Embozados los cuatro amigos en sus capas, atravesaron todas las plazas y calles de la City, tan concurridas por el día como solitarias por la noche. Guiábales D’Artagnan, haciendo por reconocer de vez en cuando las cruces que con su puñal había trazado en las paredes, mas era tanta la oscuridad, que le costaba algún trabajo dar con sus señales. Sin embargo, con tal precisión había grabado D’Artagnan en su memoria todas las esquinas, todas las fuentes, todas las muestras del camino, que después de media hora de marcha, llegó con sus tres compañeros a la casa aislada.
Al principio temió el gascón que el hermano de Parry hubiese desaparecido; pero se equivocaba; el robusto escocés, acostumbrado a los hielos de sus montañas, se había tendido junto a un guardacantón, y dejado que le cubriese la nieve como una estatua derribada, insensible a los rigores de la estación, pero al acercarse los cuatro amigos se levantó.
—Bien —dijo Athos—; otro criado fiel. ¡Vive Dios! Menos raras son de lo que parece las personas de honor; consoladora es esa idea.
—No hay que tener tanta prisa en tejer coronas a nuestro escocés —respondió D’Artagnan—; lo más probable es que esté aquí por su propio interés. Tengo oído que esa gente de la otra parte del Tweed es muy vengativa. ¡Guay de maese Groslow! Le vaticino un mal cuarto de hora si topa con él.
Y separándose de sus amigos, se acercó al escocés y se dio a conocer.
Luego hizo seña a los otros de que se acercaran.
—¿Ha salido alguien? —preguntó Athos en inglés.
—Nadie —contestó el hermano de Parry.
—Bien; quedaos con este hombre, Porthos, y vos también, Aramis. D’Artagnan me llevará adonde está Grimaud.
No menos inmóvil Grimaud que el escocés, estaba pegado a un sauce, cuyo socavado tronco había convertido en garita. También al principio temió D’Artagnan que hubiera salido el enmascarado y que Grimaud le hubiera seguido.
De pronto asomó una cabeza y se oyó un ligero silbido.
—¡Eh! dijo Athos.
—Sí —respondió Grimaud.
—¿Hombre o mujer?
—¡Hombre!
—¡Pardiez! —dijo D’Artagnan—. ¿Conque hay dos dentro?
—¡Ojalá fueran cuatro! —dijo Athos—. A lo menos sería igual el partido.
—Puede que lo sean —dijo D’Artagnan.
—¿Cómo?
—Bien podrían estar otros esperándolos en esa casa.
—Fácil es verlo —dijo Grimaud indicando una ventana por entre cuyas maderas se filtraban algunos rayos de luz.
—Justamente —añadió D’Artagnan—; llamemos a los otros.
Y dieron la vuelta a la casa para hacer señas a Porthos y Aramis. Ambos acudieron presurosos y preguntaron:
—¿Habéis visto algo?
—No, pero ahora tendremos noticias —contestó D’Artagnan, mostrando a Grimaud que, a favor de las hendiduras de la pared, iba trepando y se hallaba a cinco o seis pies de distancia.
Acercáronse todos. Grimaud prosiguió su ascensión con la destreza de un gato, y logró por fin asirse a uno de esos ganchos que sirven para conservar abiertas las hojas de las ventanas; al mismo tiempo encontró su pie una hendidura que sin duda le presentó suficiente punto de apoyo, pues dio a entender por señas que había conseguido su objetivo. Entonces acercó la vista a una rendija.