Sintió Carlos deshacerse su corazón ante aquellos dos niños, a quienes volvía a ver después de dos años de separación, en el instante de morir. Brotó de sus ojos una lágrima, pero apartó la cabeza para enjugarla, pues quería parecer fuerte a los dos huérfanos, a quienes sólo legaba por herencia sufrimientos y desgracias.
Dirigióse primero a la niña, y acercándola a sí, le encargó mucha piedad, mucha resignación y mucho amor filial; pasando en seguida al joven duque de Gloucester, le sentó sobre sus rodillas para poder a la par estrecharle contra su corazón y besar su cara.
—Hijo mío —le dijo—, al venir aquí habréis visto en las calles y en las antecámaras mucha gente; no olvidéis nunca que esa gente va a cortar la cabeza de vuestro padre. Tal vez llegue un día en que estando en medio de ellos y teniéndoos en su poder, quieran haceros rey con exclusión del príncipe de Gales o del duque de York, que son vuestros primogénitos y que se encuentran el uno en Francia y el otro no sé dónde, pero no sois rey, hijo mío, y no podéis serlo sin que ellos mueran. Juradme, pues, que no os dejaréis coronar sin legítimos derechos, porque algún día, no lo olvidéis, hijo mío, algún día, si tal hicierais, rodarían vuestra corona y vuestra cabeza, y no podríais morir tranquilo y sin remordimientos como yo muero. Prometédmelo, hijo mío.
Colocó el niño su manecita entre las de su padre, y dijo:
—Señor, juro a Vuestra Majestad…
Carlos interrumpióle, y le dijo:
—Llámame padre, Enrique.
—Padre —repuso el niño—, os juro que antes me dejaré matar que permitir que me coronen.
—Bien, hijo querido —dijo Carlos—. Abrazadme ahora los dos y no me olvidéis jamás.
—¡Oh! No, ¡jamás! —gritaron entrambos niños arrojándose al cuello de su padre.
—Adiós —exclamó Carlos—, adiós, hijos míos. Lleváoslos, Juxon; sus lágrimas me quitarían el valor que para morir necesito.
Arrancó Juxon a los pobres niños de los brazos de su padre y entrególos a sus conductores.
Abriéronse después las puertas y se permitió al público que entrase.
Cuando el monarca se vio en medio de la turba de guardias y de curiosos que empezaban a invadir el aposento, recordó lo poco distante que se hallaba el conde de la Fère, sin poder verle, y conservando tal vez esperanzas de salvarle.
Temía que el menor ruido le pareciese una señal y que se descubriere Athos volviendo a su trabajo. Procuró, pues, permanecer inmóvil y contuvo con su ejemplo a todos los concurrentes.
No se equivocaba el rey. Efectivamente, Athos estaba a sus pies, aplicando el oído y desesperado por no oír la seña; a veces cedía a su impaciencia y empezaba a desmoronar otra vez las piedras, pero al punto le detenía el recelo de que le oyesen.
Dos horas duró esta horrible inacción. En la cámara real reinaba un silencio de muerte.
Resuelto al fin a averiguar la causa de aquella sombría y muda tranquilidad, turbada sólo por el inmenso rumor de la turba, entreabrió la colgadura que tapaba el boquerón en que se ocultaba y descendió al piso superior del cadalso. Apenas distaba cuatro pulgadas de su cabeza el tablado que se extendía al nivel del balcón.
Aquel estrépito que sólo había oído sordamente hasta entonces, y que a la sazón llegó a él siniestro y amenazador, le hizo estremecerse.
Marchó hasta la extremidad del cadalso, entreabrió la negra colgadura y divisó una fila de soldados de a caballo cercando la terrible armazón; otra fila de partesaneros más allá de los jinetes; más allá otra de mosqueteros, y después las cabezas del pueblo, que agitábase y mugía como el alborotado Océano.
—¿Qué habrá sucedido? —dijo Athos, más trémulo que la negra sarga cuyos pliegues apretaba entre sus manos—. Se agolpa el pueblo, los soldados están sobre las armas, y entre los espectadores que tienen la vista fija en la ventana veo a D’Artagnan; ¿qué espera?, ¿qué mira? ¡Gran Dios! ¿Habéis dejado escapar al verdugo?
Sonó de pronto en la plaza el sordo y fúnebre redoble del tambor, y sobre su cabeza sintió Athos un prolongado y fuerte ruido de pasos; parecióle que dentro de White-Hall se agitaba una larga procesión, poco después oyó crujir las mismas tablas del cadalso. Lanzó la última ojeada a la plaza, y por la actitud de los espectadores comprendió lo que todavía le impedía adivinar un resto de esperanza albergado en lo profundo de su corazón.
Cesó enteramente el murmullo. Todos los ojos permanecían fijos en el balcón de White-Hall. Entreabierta la boca, suspenso el aliento, conocíase que los circunstantes aguardaban algún terrible espectáculo.
Los pasos que había oído Athos en la cámara del rey desde el lugar que debajo de ella ocupaba, se reprodujeron en el cadalso, cuyas tablas cedieron tanto que casi tocaron la frente del infeliz caballero. Sin duda, los daban los soldados al formarse en fila sobre el tablado.
En el mismo momento, una voz harto conocida del caballero, una voz llena de nobleza pronunció estas palabras en la parte de arriba:
—Señor coronel, quiero hablar al pueblo.
Estremecióse Athos de pies a cabeza; era el rey el que hablaba.
En efecto, después de beber algunas gotas de vino y tomar un bocado de pan, cansado Carlos de esperar a la muerte y decidido a salir a su encuentro, dio la señal de la marcha.
Abriéronse entonces las dos hojas del balcón que caía a la plaza, y el pueblo pudo ver salir en silencio del vasto aposento, un hombre enmascarado, que, por el hacha que en las manos tenía, manifestaba ser el verdugo. Acercóse este hombre al tajo y arrimó a él su hacha.
Este ruido fue el que primeramente oyó Athos.
En pos del verdugo salió, pálido en verdad, pero sereno y con seguro paso, el rey Carlos Estuardo, avanzando entre dos sacerdotes, seguido de algunos oficiales superiores que debían presidir la ejecución, y escoltado por dos filas de partesaneros que se colocaron a los dos lados del cadalso.
El aspecto del enmascarado provocó prolongados murmullos. General era el deseo de saber quién fuese el incógnito que tan a punto se presentaba a fin de que no faltara al pueblo el terrible espectáculo que se le tenía prometido, cuando ya se creía necesario aplazarle para el siguiente día. Devoráronle todos con las miradas, pero lo más que pudieron sacar en limpio fue que su estatura era regular, que iba vestido de negro y que debía tocar en la edad madura, porque por debajo de la careta se veía asomar la extremidad de una barba de color ceniciento.
Pero al advertir el pueblo la serenidad, la nobleza, la dignidad del rey, se restableció el silencio; y todos pudieron oír sus palabras. Debió responder a esta petición la persona a quien iba dirigida con un gesto afirmativo, porque el monarca empezó a hablar con firme y sonora voz, que vibró hasta en el fondo del corazón de Athos. Reducíase su discurso a exponer su conducta y a dar consejos al pueblo para el bienestar de Inglaterra.
—¡Oh! —decía Athos para sí—. ¿Y es posible que yo oiga lo que estoy oyendo, y que vea lo que veo? ¿Es posible que haya abandonado el cielo a su representante en la tierra hasta el punto de dejarle morir tan miserablemente?… ¡Que no le haya yo visto!, ¡que no me haya despedido de él!
Oyóse un ruido igual al que haría el instrumento de muerte movido sobre el tajo.
—¡No toques el hacha! —dijo el rey interrumpiéndose. Y continuó su discurso.
Terminado éste, reinó un silencio glacial. Llevóse Athos la mano a la frente, y por entre ella corrieron gruesas gotas de sudor; la temperatura era de hielo.
Demostraba aquel silencio que se estaban haciendo los últimos preparativos.
Luego que concluyó el rey de hablar paseó por la multitud una mirada llena de misericordia, y quitándose la insignia de la orden que tenía puesta, y que era la misma placa de diamantes que le enviara la reina, se la entregó al sacerdote que acompañaba a Juxon. Después sacó del pecho una cruz, también de diamantes, que procedía así mismo de madame Enriqueta.
—Tendré esta cruz en la mano hasta el último momento —dijo el diácono—, quitádmela luego que haya muerto.
—Sí, señor —contestó una voz que Athos conoció al momento. Carlos, que hasta entonces había estado cubierto, se quitó el sombrero y le tiró a un lado; luego se desabrochó uno por uno todos los botones de la ropilla; se la quitó también y la echó junto al sombrero. Como hacía frío, pidió su bata y se la trajeron al instante.
Terrible era la pausa con que se hacía todo esto. Hubiérase dicho que el rey iba a echarse en su lecho y no en su ataúd.
Recogiéndose los cabellos con la mano, preguntó por fin al verdugo:
—¿Os estorbarán? En este caso podremos atarlos con un cordón. Acompañó Carlos estas palabras con una mirada que parecía querer taladrar la máscara del desconocido. Aquella mirada tan noble, tan serena, tan firme, obligó al verdugo a volver la cabeza; mas al huir de los penetrantes ojos del rey, se encontró con los ardientes de Aramis.
Viendo Carlos que no respondía, repitió su pregunta.
—Bastará —contestó el hombre con sorda voz— que los echéis a un lado.
Apartó el rey sus cabellos con sus manos y dijo mirando al tajo:
—Poca altura tiene; ¿no hay otro más alto?
—Es el que siempre se emplea —respondió el enmascarado.
—¿Podréis cortarme la cabeza de un solo golpe? —preguntó el rey.
—Así lo espero —dijo el ejecutor.
Tan extraño fue la entonación con que pronunció estas tres palabras
así lo espero
, que todos, excepto el rey, temblaron.
—Bien está —dijo el monarca—, ahora oídme, verdugo.
Dio un paso hacia delante del enmascarado, y se apoyó sobre su hacha.
—No quiero que me sorprendas —le dijo Carlos—. Voy a arrodillarme para rezar, pero no me hieras aún.
—¿Pues cuándo? —preguntó el enmascarado.
—Cuando ponga la cabeza sobre el tajo, y abra los brazos gritando
Remember
,
[5]
hiere si miedo.
El verdugo se inclinó ligeramente.
—Es llegado el momento de abandonar este mundo —dijo el rey a los que le rodeaban—. Señores, os dejo en medio de la tempestad, y os precedo en el viaje a la patria en que no existen tempestades. Adiós.
Miró a Aramis, y le hizo una seña particular con la cabeza.
—Apartaos ahora —continuó—, dejadme que rece. Aléjate también dijo al enmascarado—, no más que por un instante; ya sé que soy tuyo, pero cuida de no herirme hasta que te avise.
Hincóse Carlos de rodillas, hizo la señal de la cruz, acercó la boca a las tablas como si quisiera besar la plataforma, y apoyándose con una mano en el suelo y otra en el tajo:
—Conde de la Fère —dijo en francés—, ¿os encontráis ahí? ¿Puedo hablaros?
Esta voz partió reciamente al corazón de Athos y le atravesó cual frío acero.
—Sí, señor —dijo temblando.
Fiel amigo, noble corazón —prosiguió el rey—, no has podido salvarme, no me debías salvar. Aun cuando sea un sacrilegio, te diré que ya he hablado a los hombres, ya he hablado a Dios y te he reservado para el último. Por defender una causa que consideré sagrada, he perdido el trono de mis padres y disipado la herencia de mis hijos. Réstame un millón en oro que enterré en las bóvedas del castillo de Newcastle al salir de aquella ciudad. Sólo tú sabes que existe ese dinero; úsalo cuando creas que sea oportuno para el mayor bien de mi hijo primogénito. Y ahora, conde de la Fère, despídete de mí.
—Adiós, santa y mártir majestad —murmuró Athos lleno de terror. Hubo entonces un instante de silencio, durante el cual le pareció a Athos que el rey se levantaba y cambiaba de posición.
Con sonora voz que pudieron oír, no sólo los del cadalso, sino los de la plaza, dijo después el rey:
—
Remember.
Apenas dijo esta palabra, cuando un terrible golpe hizo conmover el tablado; el polvo que se desprendió de la colgadura cegó al infeliz caballero. Al levantar por un movimiento maquinal la cabeza, cayó sobre sus ojos una caliente gota. Retrocedió Athos con un estremecimiento de horror y en el mismo instante se cambiaron las gotas en un negro torrente que tiñó el suelo.
El conde cayó de rodillas y estuvo por espacio de algunos instantes sin conocimiento. No tardó en advertir que iba disminuyendo el ruido y que se retiraba el pueblo; pero aún permaneció un instante inmóvil, mudo y trastornado. Levantóse después, empapó la punta de su pañuelo en la sangre del rey mártir, y viendo que la gente alejábase cada vez más, bajó, entreabrió la colgadura, pasó por entre los caballos, se confundió con el pueblo, cuyo traje vestía, y llegó antes que sus amigos a la posada.
Al entrar en su cuarto miróse a un espejo, advirtió en su frente una gran mancha roja, llevó a ella la mano, que apartó en seguida llena de sangre del rey, y se desmayó.
No eran más que las cuatro de la tarde y ya no se veía; caían espesos y glaciales copos de nieve. Aramis volvió a la posada y encontró a Athos, ya que no sin conocimiento, enteramente trastornado.
A las primeras palabras de su amigo, salió el conde de la especie de letargo en que yacía.
—¡Vencidos por la fatalidad! —murmuró Aramis.
—¡Vencidos! —repitió Athos—. ¡Noble y desdichado rey!
—¿Estáis herido? —preguntó Aramis.
—No, esta sangre es suya. El conde se enjugó la frente.
—¿Pues dónde os encontrabais?
—¡Donde me dejasteis, debajo del cadalso!
—¿Y lo habéis visto todo?
—No, pero todo lo he oído. Líbreme el cielo de otra hora como la que acabo de pasar. Debo de haber encanecido.
—Ya sabréis que no le he abandonado.
—He oído vuestra voz hasta el último instante.
—Esta es la placa que me dio —dijo Aramis— y ésta es la cruz que le he quitado de la mano; quería que entregásemos una y otra a la reina.
—Aquí hay un pañuelo para envolverla —respondió Athos.
Y mostró el pañuelo empapado en la sangre del rey.
—¿Y qué han hecho del pobre cadáver? —preguntó.
—Cromwell ha mandado que se le hagan honores reales. Hemos colocado el cuerpo en un ataúd de plomo; ahora le están embalsamando los médicos, y cuando concluyan será depositado el rey en una cámara ardiente.
—¡Irrisión! —exclamó sombríamente Athos—. ¿Honores reales al mismo a quien han asesinado?
—Eso prueba —dijo Aramis— que el rey muere, pero no la monarquía.
—¡Ah! —dijo Athos—. Tal vez sea el último rey caballero que haya en el mundo.