—¡Silencio! —dijo D’Artagnan—. No pronunciéis semejante nombre.
—¿Qué importa? Estoy hablando en francés y ellos son ingleses.
D’Artagnan miró a Porthos con el asombro que produce a todo hombre sensato una necedad, de cualquier clase que sea.
Y como Porthos le mirase también sin atinar la causa de su extrañeza, D’Artagnan le dio un empujón, diciéndole:
—Vamos adentro.
Entró Porthos delante y D’Artagnan le siguió, cerrando con cuidado la puerta: hecho esto se arrojó en brazos de sus amigos.
Athos estaba poseído de una tristeza mortal, y Aramis miraba sucesivamente a Porthos y D’Artagnan sin decir una palabra; mas sus miradas eran tan elocuentes que el gascón las comprendió.
—¿Deseáis saber cómo es que estamos aquí? Fácil es adivinarlo. Mazarino nos ha dado el encargo de traer una carta al general Cromwell.
—Pero, ¿por qué os hallo con Mordaunt? —preguntó Athos—. Con Mordaunt, de quien os dije que desconfiaseis, D’Artagnan.
—Y a quien os encargué que matarais, Porthos —repuso Aramis.
—También por culpa de Mazarino, Cromwell le había enviado al cardenal, y el cardenal nos envió con él a Cromwell. Hay algo de fatalidad en todo esto.
—Sí, es verdad, D’Artagnan: hay una fatalidad que nos divide y nos pierde: por tanto, querido Aramis, no hablemos más del asunto y preparémonos a sufrir nuestra suerte.
—¡Cólera de Dios! Hay que hablar del asunto, puesto que de una vez para siempre resolvimos permanecer unidos, aun cuando defendiésemos causas opuestas.
—Es cierto, muy opuestas —dijo Athos sonriendo—, porque, ¿cuál es la que defendéis aquí? ¡Ah, D’Artagnan, ved en lo que os emplea el miserable Mazarino! ¿Sabéis de qué crimen os habéis hecho hoy culpables? De la captura del rey, de su ignominia, de su muerte.
—¿Suponéis que le matarán? —preguntó Porthos.
—Exageráis un poco, Athos —dijo D’Artagnan—; no hemos llegado a semejante caso.
—Sí, hemos llegado. ¿Para qué se prende a un monarca? El que quiere respetarle como a un señor no le compra como un esclavo. ¿Creéis que Cromwell haya dado doscientas mil libras esterlinas para volverle al trono? Le matarán, sí, amigos, no lo dudéis y estoy por decir que ese es el menor crimen que pueden cometer. Más vale decapitar a un rey que abofetearle.
—No digo que no: bien considerado es posible —dijo D’Artagnan—; pero en conclusión, ¿qué nos importa a nosotros nada de eso? Yo estoy aquí porque soy soldado; he hecho juramento de obedecer y obedezco; pero vos, que nada habéis jurado, ¿por qué os encontráis en este sitio? ¿Qué causa defendéis?
—La más sagrada del mundo —dijo Athos—; la causa de la desgracia, de la monarquía y de la religión. Un amigo, una esposa, una hija, nos han hecho el honor de llamarnos en su auxilio. Les hemos servido a medida de nuestros alcances, y Dios nos tomará en cuenta la voluntad, en compensación de la impotencia. Podéis pensar de otra manera, D’Artagnan; ver las cosas de distinto modo, amigo mío; no trato de apartaros de vuestra opinión; pero la censuro.
—¡Bah! —respondió D’Artagnan—. ¿Y qué me importa a mí, en resumidas cuentas, que el señor Cromwell, que es inglés, se rebele contra su rey, que es escocés? Yo soy francés y nada tengo que ver con eso; ¿por qué he de ser responsable de ello?
—Tiene razón —replicó Porthos.
—Porque todos los caballeros son hermanos; porque vos lo sois; porque un rey, de cualquier país que sea, es el primero entre los caballeros; porque la estúpida plebe, tan ingrata como feroz, complácese siempre en rebajar a cuantos le son superiores… y vos, D’Artagnan, vos, el hombre hidalgo, ilustre y valiente, vos habéis contribuido a hacer caer a un rey en manos de cerveceros, sastres y carreteros. ¡Ah, D’Artagnan! Quizás habréis cumplido con vuestro deber como soldado; pero como caballero digo que sois culpable.
D’Artagnan no hablaba y masticaba el tallo de una flor que tenía en la boca; hallábase muy desazonado; cuando apartaba la vista de Athos se encontraba con las miradas de Aramis.
—Y vos, Porthos —prosiguió el conde como complacido de la turbación de D’Artagnan—, vos, el hombre de mejor corazón, el mejor amigo, el mejor soldado que he conocido; vos, merecedor, por la nobleza de vuestra alma, de haber nacido sobre las gradas de un trono, y que tarde o temprano seréis recompensado por un rey inteligente, vos amigo Porthos, que sois tan caballero por vuestras costumbres como por vuestros instintos y valor, vos también habéis incurrido en la culpa de D’Artagnan.
Sonrojóse Porthos, aunque más de satisfacción que de confusión; sin embargo, bajando la cabeza como si estuviera muy avergonzado, dijo:
—Sí, sí, creo que tenéis razón, apreciable conde.
Athos se levantó.
—Vamos —dijo marchando hacia D’Artagnan y presentándole la mano—, vamos, no hay que incomodarse, hijo mío, porque cuanto os he dicho ha sido con el corazón, ya que no con la voz de un padre. Creed que me hubiera sido más fácil daros las gracias por haberme librado de la muerte y no pronunciar la menor palabra en que os expresase mis sentimientos.
—Os creo, Athos —contestó D’Artagnan estrechando su mano—, pero tenéis unos sentimientos tan endiablados, que no están al alcance de todos. ¿Cómo pensar que un hombre sensato había de abandonar su casa, su patria y su pupilo, un pupilo delicioso a fe mía, pues habéis de saber que le hemos visto en el campamento, para ir…? ¿A dónde? ¿A defender una monarquía falseada y carcomida que un día u otro tiene que venir abajo como un caserón arruinado? Los sentimientos que manifestáis son delicados, sin duda, tan bellos que pasan de los límites humanos.
—Sean cuales fueren, D’Artagnan —respondió Athos sin caer en el lazo que con su destreza natural tendía el gascón a su afecto paternal a Raúl—, sean cuales fueren, bien sabéis en vuestro interior que son justos; pero hago mal en discutir con mi señor: D’Artagnan, me tenéis prisionero, tratadme como a tal.
—¡Diantre! —dijo D’Artagnan—. Bien sabéis que no lo seréis mucho tiempo.
—No —repuso Aramis—, porque pronto nos tratarán como a los de Philippaus.
—¿Y cómo los trataron? —dijo D’Artagnan.
—Ahorcaron a la mitad y fusilaron a los restantes.
—Pues yo afirmo —exclamó el gascón—, que mientras me quede una gota de sangre en las venas no seréis fusilados ni ahorcados. ¡Que vengan, voto a bríos! Además, ¿veis esa puerta?
—La veo.
—Pues por ella pasaréis cuando se os antoje, porque desde este momento sois libres.
—En ese rasgo os reconozco, querido D’Artagnan —respondió Athos—; pero no podéis disponer de nosotros: no ignoráis que está custodiada esta puerta.
—¿Hay más que forzarla? —dijo Porthos—. ¿Qué gente habrá ahí? Diez hombres a los más.
—Diez hombres no serían nada para los cuatro, pero son muchos para nosotros dos. No hay que cansarse, estando divididos, como lo estamos, tenemos que perecer. Patente está el fatal ejemplo: en el camino del Vendemois fuisteis vencidos, a pesar del arrojo de D’Artagnan y del valor de Porthos: hoy nos ha tocado a Aramis y a mí el serlo. Cuando estábamos reunidos los cuatro, nunca nos sucedió una cosa semejante; muramos, pues, como ha muerto Winter; yo por mí digo que no consiento en huir si no nos vamos todos.
—¡Es imposible! —dijo D’Artagnan—. Porthos y yo estamos a las órdenes de Mazarino.
—Lo sé, y por eso no insisto; no han causado efecto mis razones, sin duda serán malas cuando no convencen a personas de talento tan despejado como el vuestro.
—Y aunque lo fuesen —dijo Aramis— lo primero es no comprometer a dos buenos amigos como D’Artagnan y Porthos. Perded cuidado, nos mostraremos dignos de vosotros en la hora de la muerte. Para mí será un gran motivo de satisfacción salir al encuentro de las balas y hasta de la cuerda, yendo con vos Athos, porque nunca me habéis parecido tan grande como en este día.
D’Artagnan callaba, mas habiendo acabado de mascar el tallo de flor, se estaba mordiendo los dedos.
—¿Creéis —dijo al fin— que os han de matar? ¿Y por qué? ¿Qué interés tienen en ello? ¿Y por otra parte, no sois nuestros prisioneros?
—¡Loco!, ¡mil veces loco! —exclamó Aramis—. ¿Ignoras quién es Mordaunt? Yo por mí no le he mirado más que una vez; pero en su rostro he conocido que estábamos condenados sin apelación.
—La verdad es que yo siento no haberle acogotado como me encargaba Aramis —dijo Porthos.
—¡Bah! ¡Buen cuidado me da a mí de Mordaunt! —exclamó D’Artagnan—. ¡Voto a bríos! que me haga ese reptil unas cuantas cosquillas y veréis cómo le aplasto. No os escapéis, es vano; os juro que estáis aquí tan seguros como lo estaba Athos en la calle de Ferou y Aramis en la de Vaugirard hace veinte años.
—A propósito —dijo Athos señalando a una de las ventanas que daban luz al cuarto—; pronto sabremos a qué atenernos; hacia aquí viene.
—¿Quién?
—Mordaunt.
Efectivamente, en la dirección que indicaba la mano de Athos, vio el gascón a un hombre a caballo que se dirigía a galope hacia la casa. Era en efecto Mordaunt.
D’Artagnan salió con rapidez fuera del aposento.
Porthos iba a seguirle, mas su amigo le detuvo diciendo:
—Quedaos y no salgáis mientras no me escuchéis tocar marcha en la puerta con los dedos.
Al llegar Mordaunt frente a la casa vio a D’Artagnan a la puerta y a los soldados tendidos sin orden con sus armas sobre el césped del jardín.
—¡Ah de la casa! —gritó con voz sofocada por la precipitación de su carrera—. ¿Permanecen ahí los prisioneros?
—Sí, señor —dijo el sargento levantándose vivamente como los demás soldados, quienes llevaron también como él la mano a la frente.
—Bueno: cuatro hombres para sacarlos y conducirlos a mi alojamiento.
Preparáronse los cuatro hombres.
—¿Qué es eso? —gritó D’Artagnan con el gesto burlón que nuestros lectores han tenido ocasión de observar en él desde que le conocen—: ¿qué hay de nuevo?
—Que he mandado sacar a los prisioneros que hemos hecho esta mañana y llevarlos a mi casa.
—¿Y por qué? —preguntó D’Artagnan—. Dispensad la curiosidad, pero ya conoceréis que me importa enterarme del asunto.
—Porque los prisioneros son míos —respondió Mordaunt con altanería—, y dispongo de ellos como me place.
—Poco a poco, caballerito —dijo D’Artagnan—, estáis un tanto equivocado; regularmente los prisioneros pertenecen a los que los prende y no a los que los miran coger: pudisteis prender a lord de Winter, que según dicen era vuestro tío, y preferisteis matarle, corriente: el señor Du-Vallon y yo pudimos matar a esos dos caballeros y preferimos cogerlos; eso va a gustos.
Los labios de Mordaunt se pusieron blancos como la cera.
D’Artagnan conoció que no podía tardar en variar el aspecto del asunto y comenzó a teclear en la puerta la marcha de los guardias.
Al instante salió Porthos y se colocó al otro lado de la puerta, a cuyo travesaño superior llegaba con la cabeza.
Mordaunt advirtió esta maniobra.
—Caballero —dijo con voz en que se advertía cierta cólera— toda resistencia sería inútil; mi ilustre patrono el general en jefe Oliver Cromwell acaba de hacerme donación de esos prisioneros.
Tales palabras fueron un rayo para D’Artagnan. Agolpóse la sangre a su cabeza, cubriéronse sus ojos con una nube, y comprendiendo la terrible esperanza del joven, llevó instintivamente la mano a la guarnición de la espada.
Porthos miraba al gascón para saber lo que debía hacer y ajustar su conducta a la de su amigo.
Estas miradas asustaron a D’Artagnan en vez de tranquilizarle y empezó a sentir el haber apelado a la fuerza de Porthos, en un asunto que le parecía debía decidirse exclusivamente por la astucia.
—Un acto violento —pensaba— nos perdería a todos; querido D’Artagnan, prueba a esa serpiente que no sólo eres más fuerte que ella, sino también más astuto.
—¡Ah! —dijo haciendo un profundo saludo—. ¿Y por qué no empezasteis diciéndome eso, señor Mordaunt? ¡Cómo! ¿Conque venís en nombre del señor Oliver Cromwell, del capitán más ilustre de los tiempos modernos?
—De él me separo en este momento —contestó Mordaunt apeándose y entregando las riendas de su caballo a un soldado.
—Pues ¿por qué no lo dijisteis antes, querido señor Mordaunt? —continuó D’Artagnan—. Toda la Inglaterra pertenece al señor Cromwell; y sabiendo que me pedís en su nombre los prisioneros, no tengo más que inclinarme y abandonarlos; vuestros son, podéis cogerlos.
Acercóse Mordaunt con ademán radiante; Porthos miraba a D’Artagnan con el más profundo estupor.
Iba a abrir la boca para hablar, cuando el gascón le pisó disimuladamente dándole a entender que todo era un juego.
Mordaunt puso el pie en el primer escalón de la puerta, y se quitó el sombrero para pasar por entre los dos amigos, haciendo ademán a los cuatro soldados de que le siguieran.
—Una palabra —dijo D’Artagnan con la más afable sonrisa y poniendo la mano sobre el hombro del joven—: si el ilustre general Oliver Cromwell ha dispuesto de nuestros prisioneros, indudablemente os habrá entregado por escrito el acta de donación.
Mordaunt quedóse inmóvil.
—Os habrá dado cuatro letras para mí, un pedazo cualquiera de papel, en que certifique que venís en nombre suyo. Hacedme el favor de entregármelo a fin de poder yo justificar con ese pretexto el abandono de mis compatriotas. Si no, ya conocéis que aunque estoy ciertísimo de que el general Cromwell es incapaz de hacerles ningún daño, siempre causaría mal efecto…
Retrocedió Mordaunt algunos pasos y sintiendo el golpe, lanzó una terrible mirada a D’Artagnan, pero éste la sostuvo con la fisonomía más benévola y amistosa que imaginarse puede.
—¿Me hacéis la ofensa de dudar de una cosa que yo digo, caballero? —preguntó Mordaunt.
—Yo —exclamó D’Artagnan—, ¡yo dudar de lo que decís! ¡Líbreme Dios de tal cosa, querido señor Mordaunt! Os tengo por el contrario en el concepto de un caballero en toda la extensión de la palabra; pero, ¿queréis que os hable sin rebozo? —continuó D’Artagnan dando aún más franqueza a la expresión de su semblante.
—Hablad —respondió Mordaunt.
—El señor Du-Vallon es rico, tiene cuarenta mil libras de renta, y por tanto, no es nada apegado al dinero; no hablo, pues, en su nombre sino en el mío.
—Adelante.
—Pues bien, yo no soy rico; lo cual no es ninguna deshonra en Gascuña; allí nadie lo es, y Enrique IV, de gloriosa memoria, rey de las Gascuñas, como Felipe IV lo es de todas las Españas nunca llevaba un cuarto en el bolsillo.