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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Veinte años después (31 page)

BOOK: Veinte años después
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—¿Qué se puede esperar del hermano de un capuchino enseñado en la escuela del cardenal Richelieu? Creedme, monseñor, habéis tenido gran fortuna en que la reina, que, según dicen, siempre os ha querido bien, haya preferido enviaros aquí, donde hay paseo, juego de pelota, excelente mesa y buenos aires.

—Cualquiera que os oyese diría que he sido un ingrato por haber pensado en salir.

—¡Oh! Es el colmo de la ingratitud —contestó La-Ramée—, pero Vuestra Alteza no habrá pensado formalmente en ello.

—Sí tal —dijo el duque— y os confieso, aunque parezca una locura, que aún se me ocurre esa idea de vez en cuando.

—Siempre será por uno de vuestros cuarenta medios.

—Sí, ciertamente.

—Ya que estamos hablando en confianza, decidme, monseñor, en qué consiste alguno de ellos.

—Con mucho gusto —respondió el duque—. Grimaud, dadme ese pastel.

—Ya os escucho —dijo La-Ramée, arrellanándose en su poltrona, levantando el vaso y guiñando el ojo para mirar a través de su dorado licor el sol que se ponía.

El duque echó una ojeada al reloj; faltaban diez minutos para las siete.

Entretanto había puesto Grimaud el pastel delante del príncipe, quien tomó su cuchillo de plata para levantar la tapa, visto lo cual por La-Ramée, le alargó el suyo de acero, temiendo que se estropease aquella buena pieza.

—Gracias, La-Ramée —dijo el duque tomando el cuchillo.

—Conque vamos a ver ese famoso medio, señor —dijo el oficial.

—¿Ha de ser el que más confianza me inspiraba, el primero que me había propuesto emplear?

—Sí, ese —dijo La-Ramée.

—Pues bien —dijo el duque, aproximando el pastel y describiendo un círculo con el cuchillo—. Esperaba ante todo que estuviese encargado de guardarme un buen muchacho como vos, señor La-Ramée.

—Bueno, señor, con eso ya contáis.

—Y me congratulo por ello. La-Ramée hizo un saludo.

—Yo decía para mí —continuó el duque— lo siguiente: si llego a tener por celador a un hombre como La-Ramée, procuraré que algún amigo, el cual ignore mis relaciones, le recomiende otra persona fiel a toda prueba, que me ayude a hacer los preparativos de mi fuga.

—Vamos, no está mal pensado —dijo La-Ramée.

—¿Verdad que sí? —repuso el príncipe—. Por ejemplo, que fuese criado de algún noble enemigo de Mazarino, como debe serlo todo buen caballero.

—¡Silencio, señor! —dijo La-Ramée—. No hablemos de política.

—Luego que esté a mi lado este hombre, pensaba yo, si es diestro y sabe inspirar confianza a su jefe, éste descansará en él, y yo podré adquirir noticias de afuera.

—Ya, noticias de afuera, pero ¿y cómo?

—Muy fácilmente —dijo el duque de Beaufort—; jugando a la pelota, pongo por caso.

—¿Jugando a la pelota? —preguntó La-Ramée, prestando mayor atención a las palabras del duque.

—Sí, mirad: yo tiro una pelota al foso; allí habrá un hombre y la recoge. La pelota contiene una carta; en lugar de devolvérmela me tira otra. Esta otra contiene una carta también. Así se entabla una correspondencia sin verlo nadie.

—¡Diablo! —dijo La-Ramée, rascándose una oreja—. Hacéis bien en decírmelo, monseñor; vigilaré a los que recogen pelotas.

El duque sonrióse.

—Pero —continuó La-Ramée—, en resumidas cuentas, eso no sirve más que para cartearse.

—Me parece que ya es algo.

—Sí, mas no es bastante.

—¿Quién sabe? Por ejemplo, yo escribo a mis amigos; tal día, a tal hora, estad con dos caballos a la otra parte del foso.

—Bien —contestó La-Ramée con cierta inquietud—; pero como estos caballos no tengan alas y suban a la muralla a buscaros…

—¡Pscht! —dijo con negligencia el príncipe— no se trata precisamente de que ellos suban, sino de que yo descienda.

—¿Cómo?

—Con una escala.

—Ya —dijo La-Ramée con risa forzada—, pero una escala no se puede meter en una pelota como si fuese una carta.

—No, pero siendo de cuerda puede meterse en otra cosa.

—¡En otra cosa!, ¡en otra cosa!, ¿en cuál?

—En un pastel, por ejemplo.

—¿En un pastel? —dijo La-Ramée.

—Sí tal. Vamos a hacer suposiciones. Supongamos, por ejemplo, que mi mayordomo Noirmont hubiera tomado la tienda del tío Marteau…

—¿Qué conseguiría con eso? —preguntó La-Ramée estremeciéndose.

—¿Qué? La-Ramée, que es todo un gastrónomo, ve sus pasteles, conoce que son mejores que los de su predecesor y me propone que los pruebe. Yo acepto, a condición de que La-Ramée los pruebe conmigo. A fin de que nadie lo estorbe, envía éste fuera a todos los guardias y se queda solo con Grimaud; supongamos que Grimaud es el auxiliar que me ha enviado mi amigo, que estoy de acuerdo con él y que se encuentra dispuesto a secundarme en todo. Mi fuga está señalada para las siete. Pues bien; a las siete menos minutos…

—¿A las siete menos minutos? —preguntó La-Ramée con la frente llena de sudor.

—A las siete menos minutos —repuso el duque, acompañando sus palabras con la acción— levanto la tapa del pastel, saco dos puñales, una escala y una mordaza. Pongo la punta de un puñal sobre el pecho de La-Ramée, y digo: amigo, lo siento mucho, pero si te mueves o das un grito eres muerto.

Hemos dicho que al pronunciar estas últimas palabras, habíalas acompañado el duque con ademanes. Púsose en pie y apoyó un puñal en el pecho del pobre La-Ramée, de un modo que no permitía a éste abrigar la menor duda acerca de su decisión.

Al mismo tiempo, sacaba Grimaud del pastel, sin decir palabra, el otro puñal, la escala y la mordaza.

La-Ramée le observaba con terror.

—¡Oh, señor! —exclamó mirando al duque con una expresión de estupor que en otra ocasión le hubiera hecho a éste soltar la carcajada—. ¿Tendréis valor para matarme?

—No, si no te opones a mi fuga.

—Pero, señor, si os dejo huir me arruino.

—Yo te daré lo que te costó tu empleo.

—¿Estáis muy decidido a salir del castillo?

—¡¡¡Cáscaras!!!

—¿No os hará variar de resolución nada de cuanto os pueda yo decir?

—Esta noche quiero estar en libertad.

—¿Y si me defiendo o grito?

—Te mato, por mi honor.

En aquel momento sonó el reloj.

—Las siete —dijo Grimaud, rompiendo su silencio.

La-Ramée hizo un movimiento como para calmar su conciencia. El duque frunció el ceño, y el oficial sintió la punta del puñal que atravesó su ropa y llegó a la carne.

—Bien, señor —le dijo—; ¡basta, no me moveré!

—Vamos, aprisa —dijo el duque.

—Señor, una cosa os voy a pedir.

—¿Cuál? Habla, despacha.

—Atadme bien, monseñor.

—¿Para qué?

—Para que no supongan que he sido cómplice vuestro.

—Vengan las manos —dijo Grimaud.

—Por delante no; ¡por detrás! ¡Por detrás!

—Pero, ¿con qué? —dijo el duque.

—Con vuestro cinturón, monseñor —repuso La-Ramée.

Quitóse el duque el cinturón y se lo dio a Grimaud, el cual sujetó las manos a La-Ramée de un modo que debió dejarlo satisfecho.

—Ahora los pies —dijo Grimaud.

La-Ramée presentó las piernas; Grimaud cogió una servilleta, rasgóla en tiras, y ató con ella los pies del que dejaba de ser su jefe.

—La espada —dijo La-Ramée—, atadme también la guarnición. El duque arrancóse una cinta del vestido y satisfizo el deseo del oficial.

—Ahora —dijo el pobre La-Ramée—, ponedme la mordaza, hacedme esa gracia, si no me formarán causa por no haber gritado. Preparábase Grimaud a complacer al oficial; pero éste indicó con un ademán que todavía le quedaba algo que decir:

—Hablad —dijo el duque.

—No olvidéis, señor —murmuró La-Ramée—, si acaso me sucede alguna desgracia por vuestra causa, que estoy casado y tengo cuatro hijos.

—Pierde cuidado. Terminemos, Grimaud.

En un segundo quedó La-Ramée con su mordaza puesta y tendido en tierra; Grimaud derribó algunas sillas para que pareciera que el oficial había hecho resistencia, sacó del bolsillo de éste todas las llaves, abrió la puerta del aposento en que se hallaban, la volvió a cerrar después de salir con el duque, y encaminóse rápidamente con éste por la galería qué conducía al juego de pelota, el cual estaba enteramente desierto, sin centinelas y sin nadie a las ventanas.

Corrió el duque hacia la muralla y vio al otro lado del foso a tres personas que sujetaban cinco caballos con la mano derecha. La contestación que dieron a una seña que hizo, le convenció de que eran los que aguardaba.

Entretanto ató Grimaud a la muralla la escala, que consistía en un cordón de seda arrollado a un palo. El peso de la persona que bajase sobre éste, debía hacer que se fuera desarrollando el cordón poco a poco, hasta llegar abajo.

—Baja —dijo el duque.

—¿Primero que vuestra alteza, señor?

—Sí, porque si me cogen, me arriesgo sólo a que me vuelvan a encarcelar, y si te cogen a ti, te ahorcan.

—Es gran verdad —dijo Grimaud.

Y poniéndose inmediatamente a caballo sobre el palo, dio principio a su más que peligroso descenso. El duque le miraba con involuntario horror; ya había llegado a las tres cuartas partes de la muralla, cuando de repente se rompió la cuerda: Grimaud cayó precipitado hacia el foso.

El señor de Beaufort dio un grito; Grimaud no exhaló una queja, y, no obstante, debía estar gravemente herido, porque se quedó inmóvil en el sitio en que cayó.

Sin perder momento, se deslizó al foso uno de los que estaban esperando y sujetó a Grimaud con una cuerda por debajo de los brazos. Los dos tiraron de la punta opuesta y le sacaron arriba.

—Bajad, monseñor —dijo el del foso—; no hay más que unos quince pies de distancia, y el suelo está cubierto de hierba.

Ya había comenzado el duque a hacerlo, pero su operación era más difícil, porque no tenía en qué apoyarse, y sólo la fuerza de sus puños podía valerle en aquel descenso de cerca de cincuenta pies. Pero ya hemos dicho que el duque era ágil, vigoroso y sereno; en menos de cinco minutos llegó a la extremidad de la cuerda, hallándose sólo a quince pies del suelo, como había dicho el caballero que le habló desde abajo. Soltó el cordón y cayó de pie, sin hacerse el menor daño.

Inmediatamente trepó por la escarpa del foso, y reunióse con Rochefort y sus dos compañeros, que le eran conocidos. Grimaud estaba desmayado y atado sobre un caballo.

—Caballeros —dijo el príncipe—, más tarde os daré las gracias; no tenemos tiempo que perder. A caballo, a caballo; seguidme todos.

Montó luego el duque de Beaufort, y partió al galope, respirando con toda la fuerza de sus pulmones y gritando con una expresión de alegría imposible de describir:

—¡Libre!… ¡Libre!… ¡Libre!…

Capítulo XXVI
D’Artagnan llega a tiempo

D’Artagnan cobró en Blois la cantidad que había enviado Mazarino a cuenta de sus servicios futuros, deseando verle en París lo antes posible.

Desde Blois a París hay cuatro jornadas regulares. D’Artagnan llegó a la barrera de San Dionisio a las cuatro de la tarde del tercer día. En otro tiempo no hubiese empleado más que dos. Ya hemos visto que Athos salió tres horas más tarde que él y llegó un día antes.

Planchet había perdido la costumbre de aquellas marchas forzadas, y D’Artagnan le acusaba de flojedad, a lo que él contestaba:

—Vamos, señor, que cuarenta leguas en tres días son una cosa más que regular para un vendedor de almendras garrapiñadas.

—Pero, ¿seriamente te has hecho confitero, Planchet, y piensas seguir vegetando en tu tienda después de haberte reunido conmigo?

—¡Ya lo creo! —respondió Planchet—. No todos podemos hacer como vos esa vida activa. Ahí está el señor Athos; ¿quién diría que es el arrojado aventurero a quien conocimos en otro tiempo? Está hecho un verdadero labrador, y hace bien, pues tengo para mí que nada es tan envidiable como una existencia tranquila.

—¡Hipócrita! —dijo D’Artagnan—. Bien se conoce que nos vamos aproximando a París, y que allí te esperan una cuerda y una picota. En efecto, al llegar a este punto de su conversación, pasaban los dos viajeros por la puerta. Planchet calóse la gorra temiendo ser reconocido, y D’Artagnan se atusó los bigotes, acordándose de que Porthos le esperaba en la calle de Tiquetonne. Iba pensando cómo le haría olvidar su posesión de Bracieux y sus cocinas de Pierrefonds.

Al doblar la esquina de la calle Montmartre, divisó en una de las ventanas de la fonda de Chevrette a Porthos, vestido con una espléndida ropilla azul celeste, bordada de plata, y bostezando de tal modo, que los transeúntes miraban con cierta admiración respetuosa a aquel caballero tan gallardo, tan rico, y que mostrábase tan aburrido de su riqueza y gallardía.

Porthos, por su parte, reconoció a D’Artagnan y Planchet en cuanto asomaron por la calle.

—¡Gracias a Dios! —gritó—. ¿Sois vos, D’Artagnan?

—El mismo, amigo mío —respondió el mosquetero.

No tardó en formarse un corro de curiosos alrededor de los caballos, a los cuales se habían acercado los criados de la fonda, y de los jinetes que hablaban con Porthos desde la calle; pero el entrecejo de D’Artagnan y algunos ademanes significativos de Planchet, comprendidos al punto por los circunstantes, disiparon el grupo, que se hacía tanto más compacto, cuanto que nadie sabía de qué se trataba.

Porthos bajó a la puerta de la fonda.

—¡Ay, amigo! —exclamó—. ¡Qué mal están aquí mis caballos!

—¿De veras? —preguntó D’Artagnan—. Lo siento mucho.

—Y yo también estoy bastante incómodo. Ya me hubiera mudado —prosiguió Porthos, contoneándose y riendo con satisfacción—, a no ser por la patrona, que es bastante amable y sabe seguir una broma.

Durante este diálogo habíase acercado la bella Magdalena, y al oír las palabras de Porthos dio un paso atrás y se puso pálida como la cera, temiendo que se renovase la escena del suizo; pero, con gran admiración suya, D’Artagnan no se dio por entendido, y, en vez de enfadarse, contestó riéndose:

—Comprendo, amigo mío; los aires de la calle de Tiquetonne no son tan buenos como los de Pierrefonds; mas perded cuidado, no tardaré en haceros tomar otros mejores.

—¿Cuándo?

—Creo que muy pronto.

—Tanto mejor.

A esta exclamación de Porthos sucedió un gemido prolongado, que resonó detrás de la puerta. D’Artagnan acababa de apearse y vio destacarse sobre la pared la enorme panza de Mosquetón, cuya afligida boca exhalaba sordos quejidos.

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