Hasta cerca del Palacio Real llegaban las barricadas. Desde la casa de Bons Enfants hasta la de la Ferronerie, desde la de Santo Tomás de Louvre hasta el Puente Nuevo, y desde la calle de Richelieu hasta la puerta de San Honorato, había más de diez mil hombres armados. Los más avanzados desafiaban a gritos a los inmóviles centinelas del regimiento de guardias colocados alrededor del Palacio Real, cuyas verjas estaban cerradas, precaución que hacía muy precaria su situación.
En medio de aquel motín circulaban bandadas de ciento, ciento cincuenta y doscientos hombres macilentos, lívidos, andrajosos, con una especie de estandartes, en que se leían estas palabras.
¡Ved la mi seria del pueblo!
Por do quiera que pasaban se oían gritos terribles, y como había muchos grupos, el estruendo era general.
Grande fue el asombro de Ana de Austria y Mazarino al saber por la mañana que la ciudad que la noche anterior había quedado tranquila, despertaba frenética y alborotada; ni una ni otro querían creer la noticia, diciendo que sólo darían asenso a sus ojos y sus oídos; pero abrieron un balcón, observaron, oyeron y quedaron convencidos.
Encogióse Mazarino de hombros y aparentó despreciar altamente a aquel populacho; tornóse empero muy pálido y corrió temblando a su gabinete, donde guardó su oro y sus alhajas, y púsose sus más ricas sortijas. La reina, enfurecida y abandonada a su sola voluntad, mandó llamar al mariscal de la Meilleraie, y le dijo que con toda la gente que quisiera fuera a ver qué significaba
aquella broma
.
Era el mariscal presuntuoso por naturaleza, y de nada dudaba animado de soberano desprecio al populacho que entonces le tenían los militares. Cogió, pues, ciento cincuenta hombres y fue a salir por el puente del Louvre, pero encontró allí a Rochefort con sus cincuenta ligeros, acompañados de más de mil quinientas personas. Era imposible forzar esta barrera. El mariscal no lo intentó siquiera, y siguió su camino por el muelle.
Pero en el Puente Nuevo halló a Louvieres con toda su gente. Aquella vez trató el mariscal de cargar, mas fue recibido a mosquetazos y acribillado a pedradas desde los balcones. Perdió en tal encuentro a tres hombres.
Tocando retirada hacia los mercados, topó en el camino con Planchet y sus alabarderos, quienes le presentaron sus armas con ademán amenazador. El mariscal quiso atropellar a todos aquellos capas-pardas; pero las capas-pardas se mantuvieron firmes y Meilleraie retrocedió hacia la calle de San Honorato, dejando en el campo otros cuatro guardias, muertos muy sencillamente al arma blanca.
Entró entonces en la calle de San Honorato en la cual halló las barricadas del mendigo de San Eustaquio, custodiadas no sólo por hombres armados, sino también por mujeres y niños; maese Friquet, dueño de una pistola y una espada que le diera Louvieres, había organizado una partida de pilluelos y armaba un terrible estrépito.
No dudando el mariscal que aquel era el punto peor guardado, trató de forzarlo y mandó a veinte hombres que se apeasen para abrir la barricada, protegiendo él la operación con el resto de la fuerza. Partieron los soldados en dirección al obstáculo; pero de repente resonó una terrible descarga de fusilería por entre las vigas, las ruedas de los carros y las piedras, a cuyo estrépito asomaron los alabarderos de Planchet por la esquina del cementerio de los Inocentes, y la gente de Louvieres por la calle de la Monnaie.
El mariscal de Meilleraie estaba entre dos fuegos.
El mariscal era valiente y resolvió morir sin retroceder un paso. Comenzó a contestar al fuego y se oyeron en la turba algunos gemidos. Los guardias como más aguerridos tenían mejor puntería; pero el pueblo, como más numeroso, los acribillaba con un diluvio de balas. Caían los soldados en derredor de su jefe, como hubiesen podido caer en Rocroy o en Lérida. El edecán Frontailles tenía roto un brazo y hacía inauditos esfuerzos para contener su caballo, irritado por el dolor de un balazo que había recibido en el pescuezo. En fin, había llegado aquel momento supremo en que el más valiente siente correr por sus venas un escalofrío y por su frente un sudor helado, cuando la turba abrióse por la parte de la calle del Árbol Seco, gritando:
¡viva el coadjutor!
y apareció Gondi con su roquete y su muceta, pasando tranquilamente por entre la fusilería y dando bendiciones a derecha e izquierda con la misma calma que si hubiera ido presidiendo la procesión del Corpus.
Todos se arrodillaron.
Reconocióle el mariscal y corrió hacia él.
—Sacadme de este apuro, en nombre del Cielo —le dijo—; o dejo aquí la piel con todos los míos.
En medio del tumulto que reinaba no se hubiese podido oír el ruido de un trueno. Gondi alzó la mano y reclamó el silencio.
Todos callaron.
—Hijos —gritó el coadjutor—, os habéis equivocado respecto a las intenciones del señor mariscal de la Meilleraie aquí presente, el cual se compromete a volver al Louvre y a pedir en vuestro nombre a la reina la libertad de Broussel. ¿Lo prometéis así, mariscal? —preguntó dirigiéndose a la Meilleraie.
—¡Cómo! —exclamó este—. ¡No hay duda que lo prometo! No esperaba salir libre a tan poca costa.
—Os da su palabra de honor —dijo Gondi.
El mariscal levantó la mano en señal de asentimiento.
—¡Viva el coadjutor! —gritó la multitud. Algunas voces añadieron—: ¡Viva el mariscal! —Y todos repitieron a coro—: ¡Muera Mazarino! ¡Abajo Mazarino!
La multitud abrió paso por la calle de San Honorato, que era el camino más corto. Franqueáronse las barricadas, y el mariscal retiróse con los restos de su gente, precedido por Friquet y la suya, dividida en dos secciones: la una hacía que tocaba el tambor, y la otra imitaba los sonidos de la trompeta.
Aquello fue casi una marcha de triunfo; pero detrás de los guardias se volvían a cerrar las barricadas; el mariscal no veía de cólera. Ya hemos dicho que entretanto estaba Mazarino en su aposento arreglando sus asuntos particulares. Había mandado llamar a D’Artagnan, pero no esperaba verle a causa de aquel tumulto, porque no estaba de servicio. Sin embargo, a los diez minutos se presentó en el umbral de la puerta el teniente de mosqueteros, acompañado de su amigo Porthos.
—¡Ah! Venid, venid, M. D’Artagnan —exclamó el cardenal—, y sed bien llegado, lo mismo que vuestro amigo. ¿Qué es lo que sucede en este maldito París?
—¿Qué pasa, monseñor? Nada bueno —contestó D’Artagnan moviendo la cabeza—: la ciudad se encuentra enteramente sublevada, y ahora mismo al atravesar la calle de Mortongueil con el señor Du-Vallon, que me acompaña y desea serviros, a pesar de mi uniforme, o tal vez a causa de él, me han querido hacer gritar viva Broussel y otra cosa que no sé si queréis que la diga.
—Decidla.
—Y ¡abajo Mazarino! Está dicha.
Sonrióse Mazarino, pero se puso pálido.
—¿Y gritasteis?
—No tal —contestó D’Artagnan—, no estaba en voz, y como el señor Du-Vallon está constipado, tampoco gritó. Entonces, monseñor…
—¿Qué? —dijo Mazarino.
—Mirad mi capa y mi sombrero.
Y D’Artagnan enseñó su capa agujereada por cuatro balazos, y el sombrero por dos; Porthos llevaba el traje destrozado por el costado de un golpe de alabarda y la pluma del sombrero partida de un pistoletazo.
—¡Diantre! —murmuró el cardenal pensativo y contemplando a los dos amigos con cándida admiración—. Yo hubiera gritado.
En aquel momento sonaron más cerca las voces. Mazarino enjugóse la frente y miró a su alrededor. No osando asomarse, a pesar de su curiosidad, dijo al mosquetero:
—Mirad qué es eso, señor D’Artagnan.
D’Artagnan se aproximó al balcón con su habitual indiferencia.
—¡Hola! ¡Hola! El mariscal de la Meilleraie sin sombrero, Fontrailles con un brazo vendado, guardias heridos, caballos llenos de sangre… Mas ¿qué hacen los centinelas? Están apuntando… van a tirar…
—Tienen orden de hacerlo —dijo Mazarino— si el pueblo se acerca al Palacio Real.
—Si hacen fuego todo se pierde —dijo D’Artagnan.
—Las verjas nos defienden.
—Las verjas durarán cinco minutos; las verjas serán hechas pedazos o arrancadas de cuajo.
Y abriendo el balcón gritó:
—No tiréis, ¡voto a bríos!
No obstante esta orden, ;que no pudo ser oída a causa del tumulto, sonaron tres o cuatro tiros a que contestó una terrible descarga: las balas se estrellaron contra la fachada del Palacio Real, una de ellas pasó por debajo del brazo de D’Artagnan y dio en un espejo en que Porthos estábase contemplando con delicia.
—¡Ohimé! —exclamó el cardenal—. ¡Una luna de Venecia!
—Eso no es nada, monseñor —dijo D’Artagnan cerrando tranquilamente el balcón—; dentro de una hora no quedará en todo el Palacio Real ni un solo espejo, ni de Venecia ni de París.
—¿Y cuál es vuestro parecer? —preguntó el cardenal temblando.
—Volverles a Broussel, ya que con tanto empeño lo piden. ¿Qué diantres queréis hacer de un consejero del Parlamento?
—¿Y vos qué opináis, señor Du-Vallon? ¿Qué haríais en mi caso?
—Volverles a Broussel —dijo Porthos.
—¡Venid, caballero, venid! —exclamó Mazarino—. Voy a hablar de esto a la reina.
Al llegar al corredor se detuvo y dijo:
—¿Puedo contar con vosotros?
—No somos de los que tienen dos palabras —dijo D’Artagnan—; os hemos dado una; mandad y obedeceremos.
—Bien —contestó Mazarino—. Entrad en ese gabinete y esperadme.
Y dando un rodeo entró en el salón por otra puerta.
La habitación en que entraron D’Artagnan y Porthos estaba separada solamente de la cámara que ocupaba la reina por un tabique y una puerta cubierta de tapices, cuyo poco espesor permitía escuchar lo que en la otra parte se hablase, al paso que por entre las cortinas era fácil introducir una mirada curiosa.
Hallábase la reina en pie, pálida de ira, pero sin dejar traslucir su emoción, gracias al dominio que tenía de sí misma. Detrás de ella estaban Comminges, Villequier y Guitaut, y en pos de los hombres las damas.
El canciller Seguier, el mismo que tanto la había perseguido veinte años antes, estaba contándole que acababan de romperle el carruaje, que le habían perseguido, que había tenido que refugiarse en el Palacio de O… y que éste había sido invadido, saqueado y devastado en un momento; que por fortuna él había tenido tiempo de esconderse en un gabinete oculto, donde le acogió una mujer juntamente con su hermano el obispo de Meaux. Allí fue tan eminente el peligro y tales las amenazas proferidas por los energúmenos que recorrían las habitaciones, que el canciller creyó llegada su última hora y se confesó con su hermano, a fin de estar preparado a morir en caso de que le descubrieran. Felizmente no llegó este caso: el pueblo, creyendo que había huido por alguna puerta trasera, se retiró y le dejó libre el paso. Disfrazóse entonces con un traje del Marqués de O… y salió del palacio, pasando por encima de los cadáveres de un oficial y dos guardias que murieron defendiendo la puerta principal.
Durante esta narración había entrado Mazarino, poniéndose a escuchar sin hacer ruido al lado de la reina.
—¿Qué os parece esto? —dijo S. M. luego que acabó el canciller.
—Que el negocio es muy grave, señora.
—Pero ¿qué me aconsejáis?
—Un consejo daría a V. M., mas no me atrevo.
—Hablad, hablad —dijo la reina con amarga sonrisa—; a otras cosas os habéis atrevido.
Ruborizóse el canciller, y dijo algunas palabras.
—No se trata de lo pasado, sino de lo presente —dijo la reina— Decís que podéis darme un consejo: ¿cuál es?
—Señora —respondió el canciller vacilando—, soltar a Broussel. Aunque la reina estaba ya muy pálida, su palidez aumentó, y se contrajeron sus facciones.
—¡Soltar a Broussel! —dijo—. ¡Jamás!
En aquel momento se oyeron pasos en la antecámara, y el mariscal de la Meilleraie se presentó en la puerta.
—¡Ah! mariscal, ¿estáis ahí? —exclamó con regocijo Ana de Austria—. Supongo que habréis metido en cintura a toda esa canalla.
—Señora —dijo el mariscal—, he perdido tres hombres en el Puente Nuevo, cuatro en los mercados, seis en la esquina de la calle del Árbol Seco, y dos en la puerta de vuestro palacio: total quince. Traigo diez o doce heridos. Mi sombrero ha ido a parar de un balazo no sé dónde, y es muy probable que yo hubiese ido a reunirme con él, a no ser por el señor coadjutor, que se presentó y me sacó del apuro.
—¿El coadjutor? —dijo la reina—. Extraño sería que no anduviera en la danza.
—Señora —dijo la Meilleraie riendo—, no hable V. M. muy mal de él delante de mí, porque aún está reciente el servicio que me ha hecho.
—Bien —replicó la reina—, profesadle todo el agradecimiento que queráis; yo no tengo ninguna obligación para con él. Lo único que deseaba era veros sano y salvo; me alegro de que vengáis, o mejor dicho, de que volváis así.
—Sí, señora; pero he vuelto sano y salvo con una condición, cual es la de haceros presente la voluntad del pueblo.
—¡Su voluntad! —exclamó Ana de Austria frunciendo el ceño—. ¡Oh! En gran peligro debéis de haberos hallado, señor mariscal, para encargaros de tan extraña misión.
No pasó desapercibido para el mariscal el tono de ironía con que fueron pronunciadas estas palabras.
—Perdone V. M. —repuso—; no soy abogado, sino militar, y por tanto, acaso comprenda mal el valor de las palabras; debí decir
los deseos
y no la voluntad del pueblo. En cuanto a lo que me ha hecho V. M. el honor de responderme, me parece que V. M. quiere decir que he tenido miedo.
La reina se sonrió.
—Pues bien, sí, señora, he tenido miedo: es la tercera vez que me acontece en mi vida, y sin embargo, me he hallado en doce batallas campales y en no sé cuántas acciones y escaramuzas; sí, he tenido miedo, y prefiero estar frente a frente con S. M., por amenazadora que sea su sonrisa, que con esos diablos del infierno que me han acompañado hasta aquí y que han salido de no sé dónde.
—¡Muy bien! —dijo D’Artagnan a Porthos en voz baja.
—¿Y cuáles son los deseos de mi pueblo? —dijo la reina mordiéndose los labios, en tanto que los cortesanos se miraban unos a otros con asombro.
—Que les vuelvan a Broussel, señora —contestó el mariscal.
—¡Jamás! —dijo la reina—. ¡Jamás!
—V. M. puede hacer lo que guste —repuso Meilleraie saludando y dando un paso.