Una guardia mandada por un sargento, alejaba a los curiosos del sitio en que había montado el duque.
D’Artagnan encaminóse hacia el sargento.
—Mi teniente —le dijo éste—, no se puede hacer alto aquí.
—Eso no reza conmigo —dijo D’Artagnan—. ¿Se ha perseguido a los fugitivos?
—Sí, señor; pero por desgracia llevan buenos caballos.
—¿Cuántos son?
—Cuatro hombres útiles y uno herido.
—¡Cuatro! —dijo D’Artagnan mirando a Porthos—. Ya lo sabes, barón, no son más que cuatro.
El rostro de Porthos animóse con una alegre sonrisa.
—¿Qué delantera llevan?
—Dos horas y cuarto, mi teniente.
—¿Dos horas y cuarto? Eso no es mucho; estamos bien montados, ¿no es verdad, Porthos?
Este lanzó un suspiro, pensando en la carrera que esperaba a sus pobres caballos.
—Está bien —dijo D’Artagnan—, ¿por dónde han tomado?
—Está prohibido decirlo, mi teniente.
D’Artagnan sacó un papel del bolsillo y dijo:
—Ahí tienes una orden de Su Majestad.
—Hablad al gobernador.
—¿Dónde está?
—En el campo.
Asomó la ira al rostro de D’Artagnan; arrugó su frente y se agolpó la sangre a su cabeza.
—¡Miserable! —dijo el sargento—. ¿Te estás burlando de mí? Espera.
Desdobló el papel, presentólo al sargento y con la otra mano sacó y montó una pistola.
—Te digo que es una orden del rey. Lee y contesta, o te salto la tapa de los sesos.
El sargento, conociendo que D’Artagnan hablaba de veras, dijo:
—Por el camino de Vendomois.
—¿Y por qué puerta han salido?
—Por la de San Mauro.
—Si me engañas, miserable, te ejecutan mañana.
—Y si vos los alcanzáis no volveréis para hacerme ahorcar —murmuró el sargento.
D’Artagnan se encogió de hombros, hizo un ademán a su gente, y se puso en marcha.
—Por aquí, señores, por aquí —gritó dirigiéndose a la puerta del parque que había designado el sargento.
Precisamente entonces que ya el duque se había escapado, el conserje había tenido la oportunidad de cerrar la puerta con llaves y candados. Hubo también que obligarle a abrir, y en esta operación se perdieron diez minutos.
Vencido el último obstáculo, prosiguió la tropa su marcha a escape.
Pero no todos los caballos corrían lo mismo… Algunos no pudieron sufrir mucho tiempo aquella carrera desenfrenada: tres se pararon después de una hora; otro cayó al suelo.
D’Artagnan no volvía la cabeza y no lo advirtió. Porthos se lo hizo observar con su tranquilidad acostumbrada.
—Con que lleguemos los dos basta —dijo D’Artagnan—, puesto que ellos no son más que cuatro.
—Es cierto —dijo Porthos.
Y hundió las espuelas en el vientre de su cabalgadura.
En dos horas anduvieron doce leguas: los caballos empezaron a fatigarse, y sus espumarajos rociaban las rodillas de los jinetes, mientras que el sudor humedecía sus muslos.
—Descansemos un momento para que respiren estos infelices animales —dijo Porthos.
—Al contrario —contestó D’Artagnan—, que revienten con tal que lleguemos. Aquí hay huellas frescas; hace un cuarto de hora que han pasado por este sitio.
En efecto, a los últimos rayos del sol, se distinguían en el camino las huellas de las herraduras de algunos caballos.
Siguieron adelante, pero dos leguas más allá cayó el caballo de Mosquetón.
—¡Muy bien! —dijo Porthos—. Ya tronó
Febo
.
—El cardenal os pagará mil doblones por él.
—¡Oh! —dijo Porthos—. Soy muy superior a esa pérdida.
—Pues entonces, ¡adelante!
—Si podemos.
Efectivamente, el caballo de D’Artagnan se resistía a ir más lejos; ya no respiraba; un espolazo de su jinete hízole caerse en vez de avanzar.
—¡Diantre! —exclamó Porthos—. ¡También tronó
Vulcano
!
—¡Voto a bríos! —gritó D’Artagnan tirándose de los cabellos—. ¿Y hemos de pararnos aquí? Dadme vuestro caballo, Porthos. Pero, ¿qué demonios estáis haciendo?
—Nada, que me caigo —respondió Porthos—, o, por mejor decir, que se cae Bayardo.
Iba D’Artagnan a levantar el caballo, mientras que Porthos desenredábase como podía de los estribos, pero advirtió que estaba echando sangre por las narices.
—¡Y van tres! —dijo—. ¡Todo se acabó! En aquel instante se oyó un relincho.
—¡Silencio! —dijo D’Artagnan.
—¿Qué pasa?
—Oigo un caballo.
—Será alguno de los nuestros que venga cerca.
—No —repuso D’Artagnan—, óyese por delante.
—Eso es otra cosa —dijo Porthos.
Y aplicó el oído a la parte que señalaba.
—Señor —gritó Mosquetón, reuniéndose con su amo—, Febo no ha podido resistir, y…
—¡Silencio! —ordenó Porthos.
La brisa de la noche llevó hasta los viajeros el eco de otro relincho.
—Es a quinientos pasos de aquí —dijo D’Artagnan.
—Efectivamente, señor —repuso Mosquetón—, y a quinientos pasos de aquí hay una casita de campo.
—Mosquetón, tus pistolas —dijo D’Artagnan.
—En las manos las tengo.
—Porthos, tomad las vuestras.
—Aquí están.
—Bueno —dijo D’Artagnan, sacando de las pistoleras las suyas—, ahora ya me comprendéis, Porthos.
—No mucho.
—¿No vamos a asuntos de real servicio?
—Sí.
—Pues embargamos esos caballos en nombre de Su Majestad.
—Está bien —dijo Porthos.
—No se hable más: a ello.
Avanzaron los tres por la oscuridad, silenciosos como fantasmas. Al pasar un recodo del camino vieron brillar una luz en medio de los árboles.
—Allí está la casa —dijo D’Artagnan en voz baja—. Dejadme a mí, Porthos, y haced lo que yo haga.
Se deslizaron por entre los árboles, y llegaron a veinte pasos de distancia sin ser vistos. Desde allí divisaron, a favor de un gran farol colgado en un cobertizo, cuatro caballos de gran apariencia, con sus sillas y bridas al lado.
D’Artagnan se acercó rápidamente, haciendo ademán a sus dos compañeros de que se quedasen detrás.
—Te compro esos caballos —dijo al criado que los cuidaba. Este miróle sorprendido, pero no contestó.
—¿No has oído, tunante? —preguntó D’Artagnan.
—Sí.
—¿Y por qué no contestas?
—Porque estos caballos no están en venta.
—Entonces me los llevo —dijo D’Artagnan.
Y puso la mano sobre el que tenía más cerca.
Presentáronse en aquel instante sus dos compañeros y le imitaron.
—Pero, señores —exclamó el lacayo—, acaban de andar cien leguas y no hace media hora que se les ha quitado la silla.
—Media hora es suficiente para descansar —dijo D’Artagnan—; así entrarán en calor más pronto.
El palafrenero gritó pidiendo auxilio, y a sus voces salió una especie de mayordomo, que quiso gritar.
—Amigo —dijo D’Artagnan—, si habláis una palabra…
Y le enseñó el cañón de una pistola, volviéndosela a guardar inmediatamente para proseguir su trabajo.
—Pero, señores —dijo el mayordomo—, ¿sabéis que esos caballos pertenecen al señor de Mombazon?
—Lo celebro, deben de ser buenos —dijo D’Artagnan.
—Caballero —repuso el mayordomo retrocediendo paso a paso para ganar disimuladamente la puerta—, os participo que voy a llamar a mi gente.
—Y yo a la mía —dijo D’Artagnan—. Soy teniente de mosqueteros, y traigo diez guardias. ¿Los oís galopar? Ahora veremos.
No se oía nada; pero el mayordomo sentía miedo y creyó a D’Artagnan.
—¿Estáis ya, Porthos? —dijo éste.
—Sí.
—¿Y vos, Mostón?
—También.
—Pues a caballo y adelante.
—¡A mí! —gritó el mayordomo—. ¡A mí, lacayos! Traed las carabinas.
—En marcha —dijo D’Artagnan—; va a haber tiroteo.
Y partieron al galope.
—¡A mí! —rugió el mayordomo, mientras el palafrenero corría a la casa inmediata.
—Cuidado con herir los caballos —dijo D’Artagnan soltando una carcajada.
—¡Fuego! —respondió el mayordomo.
Un resplandor igual al de un relámpago iluminó el camino; y los caballeros oyeron la detonación al mismo tiempo que el silbido de las balas que se perdieron en el aire.
—¡Tiran como aprendices! —dijo Porthos—. Mejor lo hacían en tiempos de Richelieu. ¿Os acordáis del camino de Crevecoeur, Mosquetón?
—¡Ay, señor! Aún me duele la cadera derecha.
—¿Estáis cierto de que los fugitivos van por aquí, D’Artagnan? —preguntó Porthos.
—¿Pues no habéis oído?
—¿Qué?
—Que estos caballos pertenecen al señor de Montbazon.
—¿Y eso qué?
—El señor de Montbazon es esposo de la señora de Montbazon.
—Pero…
—Y la señora de Montbazon es querida del duque de Beaufort.
—¡Oh! Ya comprendo: le tenía preparados caballos de refresco.
—Justamente.
—Y perseguimos al duque con los mismos caballos que acaba de dejar.
—Amigo Porthos, tenéis una penetración admirable —dijo D’Artagnan en tono entre zumbón y amistoso.
—Así me ha hecho Dios —dijo Porthos.
De este modo corrieron una hora; los caballos se hallaban cubiertos de espuma, y de sus ijares goteaba sangre.
—¿Qué veo? —dijo D’Artagnan.
—Feliz os podéis llamar si veis algo en semejante noche —dijo Porthos.
—Distingo chispas como de herraduras.
—¿Si los habremos alcanzado?
—¡Bueno! ¡Un caballo muerto! —dijo D’Artagnan, conteniendo el suyo en un salto que acababa de dar—. Parece que ellos también estarán dando las boqueadas.
—Se oye ruido de jinetes —dijo Porthos.
—Es imposible.
—¿Serán muchos?
—Ya veremos.
—¿Otro caballo? —gritó Porthos.
—Muerto.
—¿Con silla o sin ella?
—Con silla.
—Entonces son ellos.
—¡Valor! Ya son nuestros.
—Pero si van muchos —dijo Mostón—, no son nuestros, nosotros somos suyos.
—¡Bah! —dijo D’Artagnan—. Nos creerán más poderosos, puesto que vamos persiguiéndoles, huirán y se dispersarán.
—Seguro —dijo Porthos.
—¡Ah! ¿Lo veis? —exclamó D’Artagnan.
—Sí, las chispas; ahora las he visto.
—¡Adelante, sin miedo! —dijo D’Artagnan con voz sonora—. Dentro de cinco minutos tendremos función.
Y tomaron otra vez el galope; los caballos, furiosos de dolor y de emulación, volaban por el oscuro camino, en medio del cual empezábase a distinguir una masa compacta.
Así corrieron otros diez minutos.
De pronto destacáronse del grupo de los fugitivos dos bultos negros, que se acercaron dejando ver la forma de dos caballeros.
—¡Bravo! —dijo D’Artagnan—. Vienen hacia nosotros.
—Peor para ellos —respondió Porthos.
—¿Quién va? —gritó una voz ronca.
Los tres jinetes no se detuvieron ni respondieron; oyóse sólo el ruido de las espadas al desenvainarlas y el de los gatillos de las pistolas que montaban los dos fantasmas negros.
—La rienda a la boca dijo D’Artagnan.
Comprendiólo Porthos, y sacó lo mismo que su compañero una pistola, montándola con la mano izquierda.
—¿Quién va? —gritaron otra vez—. Si dais un paso más sois muertos.
—¡Bah! —respondió Porthos, casi ahogado por el polvo y mascando la brida como su caballo mascaba el freno—. En otras nos hemos encontrado.
A estas palabras interpusiéronse las dos sombras en el camino, y a la claridad de las estrellas viéronse relucir los cañones de sus pistolas.
—¡Atrás! —gritó D’Artagnan—, o los muertos sois vosotros.
A esta amenaza contestaron dos pistoletazos; pero iban con tal rapidez los dos amigos, que en el mismo momento cayeron sobre sus, contrarios. Resonó otro pistoletazo, tirado a boca de jarro por D’Artagnan, y su adversario cayó al suelo. Porthos atropelló al suyo con tanta violencia, que aunque no le tocó con la espada, le envió rodando a diez pasos de su caballo.
—Remátale, Mosquetón, remátale —gritó Porthos.
Y prosiguió galopando para alcanzar a su amigo, el cual continuaba su carrera.
—¿Qué tal? —preguntó Porthos.
—Le he roto la cabeza —dijo D’Artagnan—, ¿y vos?
—No tanto, pero escuchad.
Oyóse un tiro. Mosquetón había descargado su carabina, cumpliendo la orden de su amo.
—¡Bravo! —dijo D’Artagnan—. Esto marcha bien: vencimos en el primer encuentro.
—¡Hola! —exclamó Porthos—. Allí vienen más contendientes.
En efecto aparecieron otros dos jinetes destacados del grupo principal y avanzando rápidamente.
Aquella vez no aguardó D’Artagnan a que le hablasen.
—¡Paso! —gritó anticipándose—. ¡Paso!
—¿A quién buscáis? —dijo una voz.
—Al duque —contestaron a un tiempo D’Artagnan y Porthos. Resonó una carcajada que concluyó en un gemido: D’Artagnan había atravesado de una estocada al que se reía.
Al mismo tiempo se oyeron dos detonaciones: Porthos y su enemigo habían disparado casi a un tiempo.
D’Artagnan volvió la cabeza y vio a su lado a Porthos.
—Bien —le dijo—, ¿le habéis muerto?
—Me parece que nada más que al caballo —respondió Porthos.
—¡Cómo ha de ser! No todos son días de fiesta. ¿Pero qué tiene mi caballo?
—Que se está cayendo —dijo Porthos conteniendo el suyo. Efectivamente, el caballo de D’Artagnan tropezó y dobló las rodillas; después dio un resoplido y cayó al suelo.
Había recibido en el pecho la bala del primer enemigo del mosquetero.
D’Artagnan soltó un terrible juramento.
—¿Queréis un caballo? —dijo Mosquetón.
—Sí —gritó D’Artagnan.
—Tomadlo.
—¿Cómo te has hecho con estos dos caballos? —preguntó D’Artagnan.
—Han muerto sus amos, y he calculado que nos podrían servir. Entretanto Porthos había vuelto a cargar su pistola.
—¡Atención! —dijo D’Artagnan—. Aquí vienen otros dos.
—Esto es una procesión —respondió Porthos.
Dos jinetes acercábanse rápidamente.
—Señor, señor —dijo Mosquetón—, el que habéis tirado al suelo se ha incorporado.
—¿Por qué no hiciste con él lo que con el primero?
—Porque me estorbaban los caballos.
Sonó un tiro: Mosquetón dio un grito de dolor.
—¡Ay, señor! —exclamó—. ¡En la otra! ¡Justamente en la otra! Como en el camino de Amiens.