—¿Por valor de mil doblones?
—¡Cabales! Ni uno más me dio el gran tacaño.
—¿Y los traéis?
—Aquí están.
—Pues señor, me parece que no se ha portado tan mal —dijo Porthos.
—¿Qué no? ¡Cuando no sólo hemos arriesgado nuestra vida, sino que le hemos hecho un gran servicio!
—¡Un gran servicio! ¿Cuál? —preguntó Porthos.
—¡Toma! Parece que casi le he aplastado a un consejero del Parlamento.
—¡Cómo! ¿Aquel hombrecillo vestido de negro que derribasteis en la esquina del cementerio de San Juan?
—Justamente, amigo: era enemigo suyo. Desgraciadamente no le aplasté del todo. Parece que se curará y que seguirá haciéndole la guerra.
—¡Y yo que aparté mi caballo que iba derecho a él! —exclamó Porthos—. Otra vez será.
—Debía haberme pagado al consejero ese pícaro.
—Pero si no le aplastasteis del todo…
—No importa; Richelieu hubiese dicho: ¡quinientos escudos por el consejero! En fin, no se hable más del asunto. ¿Cuánto os costaron vuestros caballos, Porthos?
—¡Ay, querido! Si estuviese aquí el pobre Mosquetón, os lo diría sin equivocarme en una blanca.
—Pero aproximadamente…
—Vulcano y Bayardo
me costarían unos doscientos doblones cada uno; poniendo otros ciento cincuenta por
Febo
, está ajustada la cuenta.
—De suerte que sobran cuatrocientos cincuenta doblones —dijo D’Artagnan bastante satisfecho.
—Sí —dijo Porthos—; pero faltan los arneses.
—¡Es verdad! ¿Cuánto valían los arneses?
—Pondremos cien doblones por los tres.
—Vayan los cien doblones —dijo D’Artagnan—. Quedan ahora trescientos cincuenta.
Porthos sacudió la cabeza en señal de asentimiento.
—Daremos cincuenta a la patrona por todos nuestros gastos —dijo D’Artagnan—, y nos repartiremos los demás.
—Corriente —respondió Porthos.
—¡Vaya un negocio! —murmuró D’Artagnan con sus billetes en la mano.
—Algo es algo —repuso Porthos—. Pero decidme…
—¿Qué?
—¿Nada os ha dicho de mí?
—¡Ah! Sí —dijo D’Artagnan, que temía desanimar a su amigo si le confesaba que el cardenal ni siquiera se había acordado de él—, sí, ha dicho…
—¿Qué? —repuso Porthos.
—Aguardad: quisiera repetir sus propias palabras; ha dicho: «Avisad a vuestro amigo que puede dormir descansado».
—Bueno —dijo Porthos—; eso significa patentemente que sigue con propósito de hacerme barón.
En aquel momento dieron las nueve en la iglesia inmediata y D’Artagnan hizo un movimiento.
—¡Ah! Es cierto —dijo Porthos—, son las nueve y a las diez estamos citados en la Plaza Real.
—Callad, Porthos, no me lo recordéis —dijo D’Artagnan de mal humor—; esto es lo que me preocupa desde ayer. No iré.
—¿Por qué?
—Porque no quiero ver a esos dos hombres que malograron nuestra empresa.
—Mas no pueden decir que nos vencieron. Yo tenía aún una pistola cargada, y vos estabais espada en mano frente a Athos.
—Pero si en esa cita se encerrara algún designio…
—¡Oh! —dijo Porthos—. No lo creáis.
D’Artagnan no creía a Athos capaz de una traición, pero deseaba encontrar un pretexto para no tener que asistir a la cita.
—Es necesario ir —dijo el arrogante Porthos—: si no fuéramos creerían que teníamos miedo. ¡Qué diablo! Nos hemos atrevido con cincuenta hombres en un camino; ¿por qué hemos de temer a dos amigos en una plaza?
—Sí —dijo D’Artagnan—, es cierto; pero se han decidido por los príncipes sin decírnoslo. Athos y Aramis se han portado conmigo de un modo que me pone en cuidado. Ayer descubrimos la verdad. ¿De qué nos puede aprovechar lo que vamos a saber hoy?
—¿Pero tenéis alguna desconfianza?
—Desconfío de Aramis desde que se ha hecho cura. No podéis suponeros lo que ha variado. Nos halla en el camino donde piensa encontrar la mitra, y es capaz de deshacerse de nosotros si le estorbamos.
—Convengo en que Aramis es hombre temible.
—También el duque de Beaufort puede que quiera vengar el mal rato que le dimos.
—¿No nos tuvo en su poder y nos dejó libres? Además, iremos prevenidos, llevaremos nuestras armas, y Planchet puede traerse su carabina.
—Planchet es frondista —dijo D’Artagnan.
—¡Reniego de las guerras civiles! —exclamó Porthos—. No puede uno contar ni con amigos ni con lacayos. ¡Ah! ¡Si estuviese aquí el pobre Mosquetón! ¡Ese si que no me abandonaría nunca!
—Mientras seas rico. Creedme, amigo mío, no es la guerra civil lo que nos desune: es que ya no tenemos veinte años, que ya pasaron los nobles impulsos de la juventud y ahora sólo hablan en nosotros el interés, la ambición, el egoísmo. Sí, tenéis razón, Porthos, iremos a la cita, pero bien armados. Si no fuéramos, dirían que teníamos miedo. ¡Hola, Planchet!
Este se presentó.
—Que ensillen los caballos y tomad vuestra carabina.
—¿Contra quién nos dirigimos, señor?
—Contra nadie: es sólo una medida de precaución.
—¿Sabéis, señor, que han querido matar al buen consejero Broussel, al padre del pueblo?
—¿Es verdad?
—Sí, pero no les ha salido la cuenta, porque el pueblo le ha llevado en triunfo a su casa y desde entonces no se ve libre de visitas. Han ido a verle el coadjutor, el duque de Longueville y el príncipe de Conti. La señora de Chevreuse y la de Vendóme han enviado a preguntar por él: en fin, ahora cuando quiera…
—¿Qué pasará?
Planchet se puso a canturrear:
Un viento se levanta,
viento de Fronda, etc.
—Ya no me extraña —dijo D’Artagnan a Porthos— que Mazarino prefiriera que yo hubiese acabado de aplastar al consejero.
—Bien podéis conocer, señor —repuso Planchet—, que si el mandarme que lleve la carabina tiene por objeto alguna empresa por el estilo de la que se había tramado contra Broussel…
—No tengas cuidado: pero ¿quién te ha dado todos esos antecedentes?
—Friquet.
—¡Friquet! —dijo D’Artagnan—. Yo conozco ese nombre.
—Es el hijo de la sirvienta del señor de Broussel. ¡Y vaya si tiene disposición el muchacho para danzar en un motín!
—¿Es monaguillo de Nuestra Señora? —dijo D’Artagnan.
—Sí, señor, Bazin le protege.
—Ya caigo —dijo D’Artagnan—. También es criado de la taberna de la Calandria.
—Justo.
—¿Qué tenéis vos que ver con ese galopín? —preguntó Porthos.
—Me dio en una ocasión ciertas noticias que necesitaba —dijo D’Artagnan—, y todavía podrá darme otras si se me ofrece.
—¿A vos, que por poco matáis a su amo?
—¿Cómo lo ha de saber?
—Es verdad.
Mientras tenía lugar semejante diálogo, Athos y Aramis entraban en París por el arrabal de San Antonio. Habían cenado en el camino y marchaban de prisa por no faltar a la cita. Sólo Bazin les seguía, porque Grimaud, como recordarán nuestros lectores, se había quedado a cuidar de Mosquetón, y tenía que reunirse con el vizconde de Bragelonne, el cual dirigíase al ejército de Flandes.
—Ahora —dijo Athos—, entraremos en alguna posada para quitarnos el traje de camino, dejar las pistolas y espadas y hacer que se desarme Bazin.
—¡Oh! Nada de eso, apreciable conde. Permitidme, no sólo que no sea de vuestra opinión, sino que trate de persuadiros con mis razones.
—¿Por qué?
—Porque vamos a una cita de guerra.
—¿Qué decís, Aramis?
—Que la Plaza Real es sólo una continuación del camino de Vendomois.
—¡Cómo! Nuestros amigos…
—Se han convertido en nuestros más temibles enemigos. Creedme, Athos; desconfiemos, y sobre todo desconfiad.
—¡Ah, querido Herblay!
—¿Quién responde de que D’Artagnan no nos haya achacado su derrota y prevenido al cardenal de esta cita para que el cardenal no se aprovechara de esta cita para prendernos?
—¿Y pensáis, Aramis, que D’Artagnan y Porthos se prestarían a tal infamia?
—Entre amigos, querido Athos, decís bien que sería una infamia; pero entre enemigos es una estratagema.
Cruzó Athos los brazos, y dejó caer su bella cabeza sobre el pecho.
—Qué queréis, Athos —dijo Aramis—, los hombres son así, y no siempre tienen veinte años. Ya sabéis que hemos ofendido cruelmente ese amor propio, que dirige ciegamente las acciones de D’Artagnan. Ha sido derrotado. ¿No le oísteis cuán desesperado estaba? En cuanto a Porthos, quizá dependiese su baronía del éxito de este negocio. Por nosotros no es barón ya. ¿Y quién sabe si esa célebre baronía estriba en la entrevista de esa noche? Bueno es tomar precauciones, Athos.
—Pero ¿y si ellos viniesen sin armas? ¡Qué vergüenza amigo!
—¡Oh! No hay cuidado, no vendrán desprevenidos. En todo caso tenemos una excusa; estamos de viaje y somos rebeldes.
—¡Una excusa! ¡Tenemos que preparar excusas para D’Artagnan y para Porthos! ¡Oh Aramis, Aramis! —prosiguió Athos moviendo tristemente la cabeza—. ¡Os juro que me hacéis muy desgraciado! ¡Quitáis sus ilusiones a un corazón que no había muerto enteramente para la amistad! Mirad, Aramis, casi valiera tanto que me lo arrancaran del pecho. Id como queráis, Aramis. Yo iré desarmado.
—No lo consentiré. Esa debilidad no es sólo perjudicial a un hombre, a Athos, ni aun al conde de la Fère, sino a todo un partido a que pertenecéis y que cuenta con vos.
—Hágase como decís —contestó tristemente Athos.
Y continuaron en silencio su camino.
Apenas llegaron por la calle du-Pas-de-la-Mule a las verjas de la desierta plaza, vieron a tres caballeros desembocar por el arco de la calle de Santa Catalina.
Eran D’Artagnan y Porthos, que iban embozados en sus capas, por debajo de las cuales asomaba la punta de sus espadas. Planchet iba detrás con un mosquete.
Apeáronse Athos y Aramis al divisar a D’Artagnan y Porthos, y éstos les imitaron. D’Artagnan observó que Bazin ataba los caballos a las argollas de los arcos en vez de tenerlos del diestro, y mandó a Planchet que hiciera lo mismo.
Acercáronse entonces unos a otros, seguidos de sus criados, y se saludaron cortésmente.
—¿Dónde os parece que hablemos, señores? —dijo Athos, observando que muchas personas parábanse y los miraban como si fuese a verificarse alguno de aquellos famosos duelos que duraban todavía en la memoria de los parisienses, y sobre todo en las de los habitantes de la Plaza Real.
—La verja está cerrada —dijo Aramis—; mas si estos señores gustan de la frescura de los árboles y de una inviolable soledad, pediré la llave en el palacio de Rohan y estaremos perfectamente.
Dirigió D’Artagnan una mirada a la oscuridad de la plaza, y Porthos asomó la cabeza entre dos barrotes para sondear las tinieblas.
—Si preferís otro sitio, señores —dijo Athos con su noble y persuasiva voz—, escogedle.
—Me parece que el que propone el señor de Herblay será el mejor, si se puede conseguir la llave.
Alejóse Aramis, previniendo a Athos que no se quedase solo al alcance de D’Artagnan y Porthos, pero él sonrióse desdeñosamente y dio un paso hacia sus antiguos amigos, que permanecían en el mismo sitio.
Había Aramis entrado efectivamente en el palacio de Rohan, y momentos después volvió a salir con un hombre que le decía:
—¿Me lo juráis, caballero?
—Tomad —dijo Aramis, dándole un luis.
—¡Hola! ¿De modo que no lo queréis jurar? —repuso el portero moviendo la cabeza.
—No acostumbro a hacer juramentos. Lo que puedo afirmaros es que esos señores son por el presente amigos nuestros.
—Cierto que sí —dijeron fríamente Athos, D’Artagnan y Porthos.
D’Artagnan escuchó el coloquio y comprendió su sentido.
—Ya lo veis —dijo a Porthos.
—¿Qué he de ver?
—Que no ha querido jurar.
—¡Jurar! ¿Qué?
—Ese hombre deseaba que Aramis jurase que no íbamos a la Plaza Real a batirnos.
—¿Y no lo ha hecho?
—No.
—Entonces atención.
No perdió Athos de vista a los dos que así hablaban: Aramis abrió la puerta y se apartó para que pasasen D’Artagnan y Porthos. El puño de la espada del mosquetero se enganchó al entrar éste en la verja, y D’Artagnan tuvo que desembozarse. Un rayo de luna reflejóse en la brillante culata de sus pistolas.
—¿Lo veis? —dijo Aramis dando un golpecito en el hombro de Athos y enseñándole con la otra mano el arsenal que llevaba D’Artagnan pendiente del cinto.
—¡Ah! Sí —contestó Athos con un profundo suspiro.
Y entró tras ellos. Aramis entró el último y cerró la verja. Ambos lacayos se quedaron fuera, pero a cierta distancia, como si también desconfiasen uno de otro.
Se dirigieron en silencio los cuatro amigos al centro de la plaza, pero justamente en aquel momento acababa de salir la luna de entre unas nubes, y siendo fácil que los vieran a su claridad en aquel descubierto paraje, acogiéronse a la sombra más densa de unos tilos.
Detuviéronse ante un banco de los que había esparcidos de trecho en trecho, y a una indicación de Athos se sentaron D’Artagnan y Porthos, estando de pie los otros dos.
Pasado un momento de silencio, mientras vacilaban los circunstantes en promover aquella difícil explicación, dijo Athos:
—Caballeros, nuestra presencia en este sitio es una prueba del poder de nuestra antigua amistad: no ha faltado uno siquiera; ninguno, por consiguiente, nadie tiene nada que echarse en cara.
—Creo, señor conde —dijo D’Artagnan—, que en lugar de andar con cumplimientos que quizá no merecemos ninguno, debemos explicarnos como hombres de valor.
—No deseo otra cosa —contestó Athos—. Sé que sois franco, hablad con toda franqueza; ¿tenéis algo de qué acusarme a mí o al señor de Herblay?
—Sí —dijo D’Artagnan—: cuando tuve el honor de veros en el castillo de Bragelonne, era portador de ciertas proposiciones que comprendisteis, y en vez de contestarme como a un amigo, os burlasteis de mí como si fuese un niño. La amistad de que hacéis alarde no la rompió ayer el choque de nuestras espadas, sino vuestro disimulo en vuestra casa.
—¡D’Artagnan! —dijo Athos con acento de dulce reconvención.
—Me habéis pedido que hable con franqueza —dijo D’Artagnan—; así lo hago: me preguntáis lo que pienso, ya os lo he manifestado; y ahora repito lo propio con respecto a vos, señor de Herblay. Lo mismo me he portado con vos y lo mismo me habéis engañado.