—Sí, sí —dijo Porthos procurando atusar su bigote como en los días que D’Artagnan recordaba—, sí, algunas diabluras hemos hecho juntos y bastante rabió por nuestra culpa el pobre cardenal.
Y exhaló un suspiro. D’Artagnan le miró.
—En todo caso —prosiguió Porthos con languidez—, sed bien venido amigo mío me ayudaréis a distraerme: mañana correremos una liebre en mis praderas, que son magníficas, o un corzo en mis bosques que también son admirables: tengo cuatro lebreles que son de los mejores de la provincia y una jauría, que no conoce rival en estos contornos.
Y Porthos exhaló otro suspiro.
—¡Diantre! —dijo D’Artagnan para sí—. ¿Será mi amigo menos feliz de lo que parece?
Y prosiguió en voz alta:
—Ante todo me presentaréis a vuestra mujer, porque recuerdo que en la carta que me escribisteis tuvo la bondad de poner algunas líneas de su mano.
Tercer suspiro de Porthos.
—Hace dos años que la perdí y todavía me dura la pena. Por eso dejé mi castillo de Vallon, inmediato a Corbeil, y pasé a mi hacienda de Bracieux, lo cual fue causa de que comprara esta posesión. ¡Pobre señora Du-Vallon! —continuó Porthos haciendo un gesto de aflicción—. No tenía el genio muy igual, pero al fin se había acostumbrado a mis costumbres y obedecía todos mis caprichos.
—¿De modo que sois rico y libre? —dijo D’Artagnan.
—¡Ay! —dijo Porthos—. Soy viudo y dispongo de cuarenta mil libras de renta. ¿Queréis que vayamos a almorzar?
—Con mucho gusto; el aire de la mañana me ha abierto el apetito —contestó D’Artagnan.
—Sí —dijo Porthos—, los aires de mis posesiones son excelentes. Y entraron en el castillo, que estaba lleno de dorados; las cornisas eran doradas, las molduras doradas, los sillones dorados.
Una mesa cubierta de manjares, esperaba a los dos amigos.
—Este es mi almuerzo cotidiano —dijo Porthos.
—¡Diantre! —exclamó D’Artagnan—. Podéis asegurar que el rey no tiene otro tanto.
—Sí —repuso Porthos—, he oído decir que el señor Mazarino le da muy mal trato. Probad estas chuletas, querido D’Artagnan, son mis carneros.
—Pues tenéis unos carneros delicadísimos —dijo D’Artagnan.
—Pastan en mis prados, que son muy buenos.
—Ponedme otro poco.
—No: vale más que probéis esta liebre que maté ayer en uno de mis sotos.
—¡Diantre!, ¡qué buena está! Parece que vuestras liebres no comen más que hierbas aromáticas —respondió D’Artagnan.
—¿Y qué decís de mi vino? —preguntó Porthos.
—Es riquísimo.
—Pues es del país.
—¿De veras?
—Sí, tengo una viña en mi montaña; cojo una buena cosecha.
Porthos suspiró por quinta vez. D’Artagnan había contado sus suspiros.
—Entre paréntesis —dijo ansioso de resolver aquel problema—, cualquiera afirmaría que tenéis alguna pena, amigo mío… ¿Estáis enfermo?
—No, estoy mejor que nunca: puedo matar un buey de un puñetazo.
—Entonces son contrariedades de familia.
—No tengo ningún pariente.
—¿Pues, por qué suspiráis?
—Amigo mío —dijo Porthos—, voy a franquearme con vos, no soy dichoso.
—¡No sois feliz, Porthos! ¡Con un castillo, con prados, con montañas, con bosques, con cuarenta mil libras de renta! ¿No sois feliz?
—Dispongo de cuanto acabáis de decir, pero me encuentro solo en medio de todo.
—Comprendo: os veis rodeados de parásitos con quienes no podéis tratar sin rebajaros.
Porthos púsose ligeramente pálido, y vació un enorme vaso de su vino de la montaña.
—No tal —respondió—, al contrario: figuraos que todos son unos hidalgüelos orgullosos que suponen descender de rey Faramundo, de Carlo-Magno, o cuando menos de Hugo Capeto. Al principio yo fui el que los busqué, porque a ello me obligaba mi condición de recién llegado: así lo hice; pero ya sabréis que la señora Du-Vallon…
Al decir esto, veíase que Porthos tragaba su saliva con mucho trabajo.
—La señora Du-Vallon —continuó— era de nobleza bastante dudosa; en primeras nupcias (creo, D’Artagnan, que nada nuevo os digo con esto) había estado casada con un procurador. Esto les pareció nauseabundo. Así lo llamaron, nauseabundo. Bien conoceréis que el asunto no era cosa de acabar con treinta mil hombres. Maté a dos; los demás se callaron, pero no fueron amigos míos. De manera que no me asocio con nadie, vivo solo y me aburro y me consumo.
D’Artagnan sonrióse: conoció el flanco de su amigo y preparó el golpe.
—Como quiera que sea —le dijo— sois noble, y vuestra esposa no puede haberos quitado esa cualidad.
—Sí, mas ya conoceréis que no siendo de nobleza histórica como los Coucy, que se contentaban con su apellido o los Rohan, que no querían ser duques, toda esa gente titulada tiene derecho a ir delante de mí en la iglesia y en las ceremonias, sin que yo pueda oponerme. ¡Ah! Si fuera tan sólo…
—¿Barón? dijo D’Artagnan, completando la frase de su amigo.
—¡Ah! —exclamó Porthos, cuyas facciones se dilataron—. ¡Ah! ¡Si yo fuera barón!
—¡Bueno! —pensó D’Artagnan—. Aquí tendré buen éxito.
Y añadió en voz alta:
—Pues, amigo, vengo a traeros ese título que deseáis.
Porthos dio un salto que conmovió todo el aposento: dos o tres botellas perdieron el equilibrio y rodaron al suelo, rompiéndose en su caída. Mosquetón acudió al ruido, y en lontananza se dejó ver Planchet con la boca llena y una servilleta en la mano.
—¿Llamáis, monseñor? —preguntó Mosquetón.
Porthos indicó a Mosquetón con un ademán que recogiese los pedazos de las botellas.
—Veo con agrado —dijo D’Artagnan—, que habéis conservado en vuestra servidumbre a este excelente muchacho.
—Es mi mayordomo —dijo Porthos; y en voz más alta añadió—: el tunante ha hecho su negocio; pero —continuó más bajo—, me tiene cariño y no me abandonaría por nada en el mundo.
—Y te llama
monseñor
—dijo entre dientes D’Artagnan.
—Marchaos, Mostón —dijo Porthos.
—¿Mostón le llamáis? ¡Ah!, Sí, por abreviatura. Es tan largo el nombre de Mosquetón…
—Sí, y por otra parte tiene un olor soldadesco que trasciende. Pero estábamos hablando de negocios cuando nos interrumpió esta buena pieza.
—No importa —respondió D’Artagnan—, bueno será aplazar la conversación para más tarde; vuestros criados pueden sospechar algo… acaso haya espías en el país… Ya conoceréis, Porthos, que se trata de un asunto serio.
—¡Diablo! —dijo Porthos—. Pues vamos a mi parque a dar una vuelta para hacer la digestión.
—Con mucho gusto.
Y dando fin a su almuerzo, bajaron a pasear por un encantador jardín que constaba lo menos de quince fanegas de tierra, rodeadas de alamedas de castaños y tilos; en los límites de cada cuadro de árboles, cuyos intermedios estaban llenos de tallares y arbustos, veíanse correr mil conejos, que desaparecían entre la espesura o retozaban sobre la hierba.
—A fe mía —dijo D’Artagnan— que el parque corresponde a todo lo demás, y como tengáis tantos peces en vuestro estanque como conejos en vuestros viveros, sois hombre feliz, querido Porthos, si habéis conservado alguna afición a cazar y a pescar.
—Dejo el ramo de pesca a Mosquetón —respondió Porthos—, como diversión de gente baja, pero cazo algunas veces; es decir, cuando estoy aburrido, siéntome en uno de esos bancos de mármol, mando que me traigan mi escopeta y mi perro favorito
Gredinet
, y tiro a los conejos.
—¡Debe ser cosa muy divertida! —dijo D’Artagnan.
—Sí —contestó Porthos con un suspiro—: ¡muy divertida!
D’Artagnan había perdido ya la cuenta.
—Después —añadió Porthos—, va
Gredinet
a buscarlos, y los entrega él mismo al cocinero; está acostumbrado a eso.
—¡Ah! ¡Qué animal de tanto mérito! —dijo D’Artagnan.
—Pero —repuso Porthos—, dejemos a
Gredinet
, que os lo regalaré si deseáis, porque ya empieza a cansarme, y volvamos a nuestro asunto.
—Con mucho gusto —dijo D’Artagnan—: os prevengo de antemano, amigo mío, para que no digáis que os cojo a traición, que necesitáis mudar de vida.
—¿Pues cómo?
—Vestir la armadura, ceñir la espada, tener aventuras, dejar un poco de carne por esos caminos; en una palabra, volver a las andadas.
—¡Pardiez! —dijo Porthos.
—Comprendo; con tanto engordar os habéis apoltronado, y vuestros puños ya no tienen aquella ligereza tan conocida de los guardias del cardenal.
—Los puños os juro que todavía son buenos —dijo Porthos presentando una mano ancha y musculosa.
—Tanto mejor.
—¿Conque deseáis llevarme a la guerra?
—Sí.
—¿Contra quién?
—¿Estáis enterado de las cosas políticas?
—No.
—Pero ¿sois partidario de Mazarino o de los príncipes?
—De ninguno.
—Lo celebro infinito, Porthos: os halláis en buena posición para hacer carrera. Habéis de saber que vengo de parte del cardenal.
Esta palabra sonó en los oídos de Porthos como si viviera en 1640 y se tratase del verdadero cardenal.
—¡Hola! —dijo—. ¿Qué me quiere su eminencia?
—Que os alistéis a su servicio.
—¿Y quién le ha hablado de mí?
—Rochefort, ¿le tenéis presente?
—¡Mucho! Aquel que nos dio tan malos tratos y nos hizo correr tanto: el mismo a quien disteis tres estocadas, bien merecidas por cierto.
—¿Ignoráis que se ha hecho amigo nuestro?
—¿Es decir, que no os guarda rencor?
—Yo soy el que no se lo guardo.
Porthos no comprendió del todo; el lector recordará que jamás había sido muy lince.
—¿Y decís que el conde de Rochefort ha hablado de mí al cardenal?
—Primero él, y después la reina.
—¿La reina decís?
—Para inspiraros confianza, le ha entregado el famoso diamante que vendí a M. Des-Essarts, y que no sé cómo volvió a sus manos.
—Creo —dijo Porthos haciendo una reflexión muy natural— que mejor hubiera sido dároslo a vos.
—Lo mismo he pensado yo —respondió D’Artagnan—; pero ¿qué queréis?, los reyes tienen a veces caprichos muy extraños. Pero en fin, como disponen de honores y riquezas, como dan títulos y dinero, hay que mostrarles adhesión.
—Sí, sí —dijo Porthos—. ¿De modo que en este momento os proponéis ser adicto?…
—Al rey, a la reina, y al cardenal; y he prometido que vos también lo seréis.
—¿Y habéis aceptado ciertas condiciones para mí?
—Magníficas, amigo, magníficas. Parto del principio de que tenéis dinero: cuarenta mil libras de renta.
Porthos empezó a desconfiar.
—Nunca tiene uno dinero sobrante. La herencia de la señora Du-Vallon ha quedado muy embrollada, y yo que no tengo bastante talento, no hago más que ir pasando.
—Teme que venga a pedirle dinero —dijo para sí D’Artagnan—. Pues si estáis apurado, amigo mío —dijo el gascón en alta voz—, tanto mejor.
—¿Cómo?
—Sí, porque el cardenal te dará todo lo que se quiera, bienes, dinero, títulos.
—¡Ah!, ¡ah! —exclamó Porthos abriendo desmesuradamente los ojos al oír esta última palabra.
—En tiempo del otro cardenal, no supimos aprovechar la ocasión —prosiguió D’Artagnan—, y desperdiciamos la fortuna: no lo digo por vos, que tenéis cuarenta mil libras de renta, y parecéis el hombre más feliz del mundo.
Porthos suspiró.
—No obstante —añadió D’Artagnan—, pienso que a pesar de vuestras cuarenta mil libras, o mejor dicho a causa de ellas, no sentaría mal una corona en vuestro carruaje.
—Ciertamente —dijo Porthos.
—Pues ganadla, la tenéis en la punta de la espada. Cada cual a su negocio. Vuestro objeto es ganar un título; el mío, ganar dinero. Me basta con poder reedificar el castillo de D’Artagnan, arruinado porque mis abuelos, empobrecidos por las cruzadas, no pudieron atender a conservarle, y comprar alrededor algunas tierras, que me permitan retirarme y morir tranquilamente.
—Yo —dijo Porthos—, quiero ser barón.
—Lo seréis.
—¿No habéis pensado también en nuestros amigos? —preguntó Porthos.
—Sí, he visto a Aramis.
—Ese deseará ser obispo.
—Aramis —dijo D’Artagnan por no quitar a Porthos sus ilusiones— está hecho un fraile, un jesuita y vive como un salvaje; ha renunciado al mundo, y tan sólo piensa en su salvación eterna. Todas mis ofertas para decidirle han sido inútiles.
—Es lástima, porque tenía talento. ¿Y Athos?
—Todavía no he podido verle, pero iré desde aquí: ¿sabéis dónde vive?
—Cerca de Blois, en una pequeña hacienda que heredó de no sé qué pariente.
—¿Cómo se llama?
—Bragelonne. Ese Athos, que ya era ilustre como un emperador, hereda ahora una tierra erigida en condado. ¿Qué va a hacer de tanto título? Condado de la Fère… condado de Bragelonne…
—Y no tiene hijos —observó D’Artagnan.
—Ya —repuso Porthos—, pero he oído decir que ha adoptado a un joven que se le parece mucho.
—¡Athos, nuestro Athos, tan virtuoso como Escipión! ¿Le habéis visto de nuevo?
—No.
—Yo iré mañana a darle noticias vuestras. Y aquí para entre nosotros, temo que su inclinación al vino le haya avejentado y degradado mucho.
—Sí —dijo Porthos—; es cierto que bebía ion exceso.
—Y luego era mayor que todos nosotros —dijo D’Artagnan.
—No llevaba pocos años —repuso Porthos—; pero su seriedad le hacía parecer más viejo.
—Así es. Si podemos contar con Athos, tanto mejor, y si no, ¡qué diantre!; nos pasaremos sin él. Nosotros solos valemos por doce.
—Sí —dijo Porthos sonriéndose con el recuerdo de sus antiguas proezas—; pero los cuatro hubiésemos valido por treinta y seis. Tanto más, cuanto que por lo que decís, será penoso el trabajo.
—Para reclutas, no para nosotros.
—¿Durará mucho?
—Puede durar unos cuatro años.
—Y hará muchos encuentros, riñas… y…
—Es de esperar que las haya.
—¡Me alegro! —exclamó Porthos—. No podéis figuraros, querido, lo que me desespero desde que estoy aquí. Algunos domingos, al salir de misa, corro a caballo por los campos de mis vecinos, con objeto de armar disputa, porque comprendo que lo necesito; pero nada, sea por respeto o por temor, y esto es lo más probable, consienten que mis perros estropeen sus pastos, que mi caballo les atropelle, y no logro otra cosa que volverme a casa más aburrido. Decidme si a lo menos es más fácil reñir en París.