En cuanto quedó solo, se acercó a abrir la puerta de la galería y después la de la antecámara. D’Artagnan estaba durmiendo sobre una banqueta.
—¡M. D’Artagnan! —exclamó. D’Artagnan no se movió.
—¡M. D’Artagnan! —repitió más alto. D’Artagnan siguió durmiendo.
El cardenal se acercó y le tocó en el hombro con la extremidad de los dedos.
D’Artagnan entonces despertóse, se levantó y se cuadró militarmente.
—Presente —gritó—: ¿quién me llama?
—Yo —dijo Mazarino, con el semblante más risueño.
—Perdonad, señor —repuso D’Artagnan—; pero estaba tan cansado…
—No me pidáis perdón, caballero —dijo Mazarino—, porque os habéis fatigado en servicio mío.
D’Artagnan se sorprendió del tono afable del ministro.
—¡Calla! —se dijo para sí— . ¿Si será cierto el proverbio de que la fortuna viene en sueños?
—Seguidme, caballero —dijo Mazarino.
—Vamos, vamos —se dijo D’Artagnan—. Rochefort ha cumplido su palabra; pero, ¿por dónde diablos habrá pasado?
Y aun cuando miró a todos los rincones del gabinete, no vio a su amigo.
—Caballero D’Artagnan —dijo Mazarino, sentándose en su sillón—, os he tenido siempre por hombre valiente y honrado.
—Bien podrá ser —dijo D’Artagnan para sí—, pero no ha dejado de estar pensándolo bastante tiempo para decírmelo.
Esta idea, no obstante, no impidió que se inclinara profundamente.
—Ahora bien —continuó Mazarino—, ha llegado el momento de utilizar vuestro talento y valentía.
Los ojos del oficial se pusieron radiantes de alegría, la cual se extinguió al punto, pues ignoraba adónde quería Mazarino ir a parar.
—Mandad, señor —dijo—; estoy dispuesto a obedecer a vuestra eminencia.
—M. D’Artagnan —continuó Mazarino—, habéis hecho durante el último reinado algunas hazañas…
—Vuestra Eminencia es demasiado bondadoso al hacerme ese recuerdo… Cierto es; he hecho la guerra con bastante fortuna.
—No hablo de vuestros hechos de armas, pues aun cuando hayan hecho mucho ruido, han sido sobrepujados por los de otra clase. D’Artagnan aparentó sorpresa.
—¡Qué! —dijo Mazarino—. ¿Nada contestáis?
—Espero —contestó D’Artagnan—, que monseñor me diga de qué hechos quiere hablar.
—Hablo de aquella aventura… Ya sabéis lo que quiero decir.
—No por cierto, señor —respondió D’Artagnan.
—Sois prudente, ¡tanto mejor! Aludo a aquella aventura de la reina, a los herretes, al viaje que hicisteis con tres amigos vuestros.
—¡Hola!, ¡hola! —dijo interiormente el gascón—. ¿Será esto un lazo? Estemos sobre aviso.
Y revistió su semblante de una expresión de asombro que le hubieran envidiado Mendori o Bellerose, los dos cómicos más notables de la época.
—¡Bien! —dijo Mazarino riéndose—. ¡Bravo! Veo que no me han engañado al hablarme de vos como del hombre a quien necesitaba. Sepamos: ¿qué haríais por mí?
—Todo cuanto Vuestra Eminencia tenga a bien mandarme —dijo D’Artagnan.
—¿Todo lo que hicisteis en otro tiempo por una reina?
«No hay duda —pensó D’Artagnan—, quiere hacerme hablar. Dejémosle venir, ¡qué diablos! No es éste más astuto que Richelieu».
—¿Por una reina, señor?… No comprendo.
—¿No comprendéis que necesito de vos y de vuestros amigos?
—¿Qué amigos, señor?
—Vuestros tres amigos de antaño.
—¿De antaño, monseñor? —repuso D’Artagnan—. Antiguamente no tenía yo tres amigos, sino cincuenta. A los veinte años llama uno amigo a cualquiera.
—Bien, bien —dijo Mazarino—; la discreción es una cualidad muy recomendable, pero hoy podríais tal vez arrepentiros de haber sido demasiado discreto.
—Señor, Pitágoras hacía guardar silencio a sus discípulos por espacio de cinco años para enseñarles a callar.
—Y vos lo habéis guardado por veinte, que son quince más que los de un filósofo pitagórico, y esto no me parece razonable. Hablad hoy, pues, porque la reina misma os releva de vuestro juramento.
—¡La reina! —dijo D’Artagnan con una admiración que esta vez no era disimulada.
—Sí, la reina; y en prueba de que os hablo en nombre suyo, me ha encargado que os enseñe este diamante, el cual cree debéis reconocer, y ha rescatado del señor Des-Essarts.
Y Mazarino extendió su mano hacia el oficial, que lanzó un suspiro al reconocer el anillo que la reina le diera en la noche del baile de la casa de Ayuntamiento.
—Efectivamente —dijo D’Artagnan— reconozco ese diamante, que ha pertenecido a la reina.
—Ya veis que os hablo en nombre suyo. Contestadme, pues, sin rodeos. Os lo he dicho, y lo repito: va en ello vuestra fortuna.
—Y a fe mía, señor, que tengo mucha necesidad de hacerla. ¡Hace tanto tiempo que todos me tienen olvidado!
—Bastan ocho días para ganar el tiempo perdido. Vos ya veo que estáis aquí. ¿Dónde se hallan vuestros amigos?
—Señor, lo ignoro.
—¿Es posible?
—Hace mucho tiempo que nos separamos, porque los tres retiráronse del servicio.
—¿Y dónde podréis encontrarlos?
—En este momento lo ignoro; pero respondo de conseguirlo.
—¿Qué necesitáis para ello?
—En primer lugar dinero.
—¿Cuánto?
—Todo el que exijan las empresas que tengáis a bien confiarnos. Me acuerdo de los apuros en que nos puso muchas veces la falta de metálico, y a no ser por este diamante que me vi precisado a vender, no hubiera podido salir airoso de un lance bien comprometido.
—¡Mucho dinero! —exclamó Mazarino torciendo el gesto—. Eso se dice pronto. Ya conocéis que las arcas reales están exhaustas.
—En tal caso, señor, haced lo que yo: vended los diamantes de la corona. No os paréis en el dinero. Las cosas grandes no se hacen sino con medios proporcionados.
—Bien —contestó Mazarino—; ya veremos.
—Richelieu —pensaba para sí D’Artagnan—, ya me hubiera dado quinientos doblones.
—¿Con que estáis resuelto a ser de los míos?
—Sí, señor, con tal que mis amigos quieran.
—Pero aunque ellos se nieguen, ¿puedo contar con vos?
—Yo solo —dijo D’Artagnan sacudiendo la cabeza— no he hecho nunca cosa de provecho.
—Pues id a buscarlos.
—¿Y qué les he de decir para inclinarles a servir a Vuestra Eminencia?
—Vos, que los conocéis mejor que yo, podéis hacerles promesas según el carácter de cada uno de ellos.
—Pero ¿qué puedo prometerles?
—Que mi reconocimiento no tendrá límites si me sirven como han servido a la reina.
—¿Y qué hemos de hacer?
—Todo, puesto que para todo sois aptos.
—Señor, cuando se tiene confianza y se quiere inspirarla, lo mejor es hablar francamente.
—En el momento oportuno ya os enteraré, no tengáis cuidado.
—¿Y entretanto?…
—Buscad a vuestros amigos.
—Para eso necesito viajar, y el bolsillo de un teniente de mosqueteros no está muy repleto.
—No quiero que os presentéis con gran lujo: por el contrario, mis proyectos necesitan misterio, oscuridad…
—Perfectamente; pero tened presente que no puedo viajar con mi paga, porque no me la dan hace tres meses, ni con mis ahorros, porque en los veintidós años que llevo de servicio no he reunido más que deudas.
El cardenal quedó algunos segundos pensativo, y como luchando consigo mismo. Por fin se dirigió a un armario de triple cerradura, y tomando de él un saco, entrególo a D’Artagnan lanzando un suspiro.
—Tomad —le dijo—, aquí tenéis para el viaje.
—Si son onzas españolas o por lo menos escudos de oro, del mal el menos —dijo para sí D’Artagnan.
Y se guardó el saco en su enorme bolsillo.
—Conque quedamos —dijo el cardenal— en que vais a poneros en camino.
—Sí, señor.
—Me escribiréis diariamente para darme cuenta de vuestros progresos.
—Está muy bien.
—¡Ah! ¿Y los nombres de vuestros camaradas?
—¿Los nombres?… —preguntó D’Artagnan con inquietud.
—Sí, mientras vos los buscáis por un lado, yo haré averiguaciones…
—El conde de la Fère, por otro nombre Athos; el señor de Vallon, llamado también Porthos; y el caballero de Herblay, conocido por Aramis.
El cardenal sonrió diciendo:
—Segundones que ingresarían en los mosqueteros con nombres supuestos por no comprometer los propios. Espada larga y bolsa corta, ya se sabe.
—Si esas espadas llegan a emplearse a vuestro servicio —dijo D’Artagnan—, concededme que os manifieste el deseo de que la bolsa de vuestra eminencia disminuya para que la de ellos aumente. Y no habrá nada perdido, porque con esos tres hombres y yo puede monseñor resolver la Francia y toda Europa si se le antoja.
—Estos gascones —dijo Mazarino riéndose— se parecen a los italianos en echar bravatas.
—Pero les aventajan en dar estocadas —respondió D’Artagnan imperturbable.
Y a una seña del cardenal, salió del gabinete, después de haber pedido una licencia, que le fue otorgada y firmada en el acto por el propio Mazarino.
Apenas se halló fuera del gabinete, se aproximó a un farol que había en el patio, y se apresuró a examinar lo que contenía el saco.
—¡Escudos de plata! —exclamó con desprecio—. ¡Ya me lo presumía yo! ¡Ah, Mazarino, Mazarino! ¿No pones confianza en mí? ¡Tanto peor! ¡Alguna vez te pesará!
Mientras que D’Artagnan hacía este monólogo, Mazarino restregábase las manos.
—¡Cien doblones! —murmuraba entre dientes—. ¡Cien doblones! Por cien doblones me he hecho poseedor de un secreto, por el cual el señor de Richelieu habría dado veinte mil escudos… Y eso sin contar este diamante —añadió echando una mirada cariñosa a la sortija, que guardaba para sí en vez de dársela a D’Artagnan—, sin contar este diamante que vale muy bien sus diez mil libras.
Y el cardenal entró en su cuarto muy gozoso por el negocio que había hecho, colocó la sortija en una caja llena de brillantes de todas clases, pues Mazarino tenía mucha afición a las piedras preciosas, y llamó a Bernouin a fin de que le desnudase, sin inquietarse en lo más mínimo por los murmullos que de vez en cuando iban a estrellarse contra los vidrios, ni por los tiros que resonaban todavía en París, no obstante ser más de las once de la noche.
Entretanto se encaminaba D’Artagnan hacia la calle de Tiquetonne y la fonda de Chevrette en que vivía.
Sepamos por qué se determinó D’Artagnan a elegir aquella vivienda.
Desde el tiempo en que en nuestra historia de
Los Tres Mosquete
ros, dejamos a D’Artagnan en la calle de Fosseyeurs, número 12, habían pasado muchas cosas y sobre todo muchos años.
D’Artagnan no había faltado a las circunstancias, pero las circunstancias le habían faltado a él. Mientras estuvo rodeado de sus amigos, vivió en medio de los encantos de la juventud y de la poesía, pues tenía uno de esos caracteres despejados e impresionables que se asimilaban fácilmente las cualidades de los demás. Athos le comunicaba su grandeza, Porthos su verbosidad, Aramis su elegancia. Si D’Artagnan hubiese seguido su trato con estos tres hombres, habría llegado a ser un hombre de provecho. Athos fue el primero que le dejó para irse a las tierras que heredara junto a Blois. En seguida le abandonó Porthos para casarse con su procuradora; y, por último, Aramis para recibir las órdenes y hacerse clérigo. Desde entonces D’Artagnan, que parecía haber confundido su porvenir con el de sus tres amigos, se encontró aislado y se sintió débil y sin valor para seguir una carrera en la que conocía que no podía llegar a ser gran cosa, sino a condición de que cada uno de sus amigos le cediese una parte del fluido eléctrico que del cielo hubiese recibido.
De modo que cuando D’Artagnan alcanzó el empleo de teniente de mosqueteros, su aislamiento no por eso fue menor. Ni era de tan elevado nacimiento como Athos para frecuentar las casas de los ilustres, ni tan vanidoso como Porthos para hacer creer que se rozaba con la alta sociedad, ni tan buen mozo como Aramis para conservar siempre una elegancia natural, propia de la persona. Por algún tiempo el dulce y tierno recuerdo de la señora Bonacieux revistió el ánimo del joven teniente de cierta poesía; pero este recuerdo caducó como el de todas las cosas del mundo; se había ido borrando poco a poco: la vida del soldado en guarnición es fatal aun para las organizaciones distinguidas. De las dos naturalezas opuestas que formaban la individualidad de D’Artagnan, la naturaleza material había ido adquiriendo insensiblemente su dominio sobre la espiritual; siempre de guarnición, siempre en el campamento y siempre a caballo, había llegado a ser lo que se llama un perdido.
No es esto decir que D’Artagnan hubiera perdido su delicadeza primitiva; al contrario, esa delicadeza se aumentó más y más, o al menos parecía doblemente realzada bajo una apariencia algo más tosca; más aplicada a las cosas pequeñas de la vida y no a las grandes, al bienestar material, al bienestar tal como los militares lo entienden, es decir, a tener buena cama, buena mesa, y excelente patrona.
D’Artagnan hacía seis años que encontraba todos esos requisitos en la calle de Tiquetonne, y en su fonda de la Chevrette.
En los primeros tiempos de su estancia en dicha casa, el ama, que era una hermosa y fresca flamenca de veinticinco a veintiséis años, se enamoró ciegamente de él. Después de algunos lances muy contrariados por un esposo incómodo, a quien D’Artagnan amenazó más de diez veces con pasar de parte a parte con su espada, desapareció una mañana el marido, desertando para no regresar, después de haber vendido— furtivamente algunos toneles de vino y llevándose el dinero y alhajas. En suma, se creyó que había muerto. Su mujer especialmente, lisonjeada con la grata idea de hallarse viuda, sostenía osadamente que estaba en el otro mundo. En fin, después de tres años de unas relaciones que D’Artagnan se había guardado muy bien de romper, porque a ellas debía el que fueran cada año mejores su cama y su patrona, cosa que se abonaban mutuamente, tuvo la última, la exorbitante pretensión de contraer segundas nupcias y aconsejó a D’Artagnan que se casara con ella.
—¡Qué disparate! —contestó D’Artagnan—. ¿Pretendéis acaso tener dos esposos?
—El otro ha muerto, estoy segura.
—No _lo creo. Era muy aficionado a estorbar y volvería, aunque fuese del otro mundo, por el placer de que nos ahorcaran.