Gianluca me trae un café con leche; él tiene un botellín de agua.
—Mi esposa bebía café con leche, nunca expreso.
—Este me gusta —le digo. Gianluca se sienta junto a mí—. Me sabe mal que hayas tenido que cargar conmigo. Seguro que tenías miles de cosas importantes que hacer.
—¿Miles? —dice, y sonríe.
—Claro. Tienes una hija y una familia en Arezzo, quizá tengas un pasatiempo o una novia —digo. Él rompe a reír—. ¿Dónde está la gracia?
—Contigo no existen los subterfugios.
—Bueno, perdona, solo estoy tratando de darte conversación.
Agita su agua y deja que mi pregunta descanse sobre la mesa, como la pila de lino endeble que hemos rechazado. Pero siento curiosidad sobre este hombre, no sé por qué. No tengo nada que perder, así que intimo con él.
—¿Por qué te divorciaste?
—¿Por qué no estás casada? —me responde con una pregunta.
—Tú primero.
—Mi esposa quería mudarse a la ciudad, pero ella sabía que yo no podía dejar a mi padre, así que acordamos que ella viviría en Florencia y yo me quedaría en Arezzo. La visitaría o ella vendría a casa los fines de semana. Orsola empezaba la universidad y parecía que el acuerdo funcionaría. Hicimos lo que necesitábamos, lo que queríamos, pero eso no hace un matrimonio.
—A mí me parece ideal. Me parece muy romántico tener dos vidas que se reúnen de vez en cuando para emprender el vuelo.
—No tiene sentido. Asumes que conservarás al otro.
—Sé a qué te refieres —digo. Las razones del divorcio de Gianluca me suenan terriblemente parecidas a las excusas que utilizo cuando Roman me decepciona. A veces siento que ponemos en pausa nuestra relación para hacer nuestro trabajo. De alguna manera, sin embargo, creo que el amor arregla todo esto, ¿no es el amor la emoción más práctica? ¿No es una constante?—. ¿Todavía la amas?
—No creo que se pueda amar a alguien que no te ama.
—A veces no lo puedes evitar.
—Yo sí puedo —dice con sencillez—. Ahora, háblame de ti.
Mi teléfono vibra. Lo saco de mi bolso y digo:
—Salvada por la tecnología. —Reviso el teléfono y digo en voz alta—: Es Gabriel. —Y pienso que le escribiré más tarde.
—¿Tu novio? —me pregunta.
—No, no, solo un amigo.
Cierro el móvil, lo pongo de nuevo en el bolso y digo:
—Deberíamos volver al trabajo.
Sigo a Gianluca a lo largo del atrio hasta el corredor que conduce al taller. Hay un conjunto de puertas de cristal que separan el corredor del atrio. Gianluca marca el código de seguridad. Miro nuestro reflejo en el cristal.
—Bonita pareja, ¿no? —dice al encontrar mis ojos en el cristal.
Asiento con la cabeza educadamente. Recuerdo algo que me dijo Gabriel en la universidad, que ningún hombre pasa mucho tiempo con una mujer a menos que quiera algo. Gianluca está pasando un montón de tiempo conmigo. Me pregunto qué querrá, ¿más negocios? Quizá. Pero nosotras solo hacemos unos cuantos pares de zapatos al año. No parece que vayamos a doblar nuestros pedidos de cuero. Casi me parece que él busca una excusa para estar lejos de la curtiduría. Oí los gritos. No todo es diversión y juegos en Vechiarelli e hijo. Quizá soy su excusa para pasar un tiempo alejado de la tienda.
Regresamos al taller y tomamos nuestros asientos. Sabrina deja una pila nueva de retales sobre la mesa.
—Todavía te toca —dice Gianluca—. Háblame de ti, de tu novio.
—Bueno, se llama Roman, es el chef de su restaurante. Hace cocina italiana rústica.
Gianluca se ríe y dice:
—Toda la cocina italiana es rústica. Hemos comido los mismos alimentos durante dos mil años. ¿Vas a casarte con ese Roman?
—Quizá.
—¿Te lo ha pedido?
—Aún no —digo. El gesto de Gianluca me enfada y añado—: Oye, que conste que ya me lo pidieron una vez.
—Por supuesto, debes tener muchos pretendientes.
Le miro, ¿bromea o en verdad cree que soy una mujer fatal? Dejemos que piense lo que quiera. Mi pasado amoroso, mi época previa a Roman, ahora me parece historia. Una mujer, cuando viaja, puede reinventar o borrar su historia por completo. Ese es uno de los mayores beneficios de salir de casa.
—¿Quieres tener hijos?
—¿Sabes?, durante mucho tiempo no lo tuve nada claro, pero ahora pienso que sí.
—¿Qué edad tienes?
—Cumpliré treinta y cuatro a final de mes.
Suelta un silbido y dice:
—Será mejor que te des prisa.
—¿Quién te crees, la policía de la fertilidad?
—No, es que soy mayor y tengo experiencia. Se necesita energía para criar a los niños. Deberías hacerlo pronto. Es lo mejor que yo he hecho.
—Orsola es muy guapa y tiene un gran corazón, debes estar muy orgulloso de ella.
—Ha sido lo mejor de mi matrimonio.
—¿Crees que te casarás de nuevo?
—No —me responde de inmediato.
—Ya has tomado esa decisión.
—Mira, tengo una hija. ¿Qué propósito tendría casarme otra vez?
—Ah, no lo sé, ¿amor, quizá?
—El amor no hace un matrimonio —dice—. El amor lo empieza, quizá, pero algo más lo termina.
—¿En serio? —Dejo sobre la mesa los tejidos de muestra y me inclino hacia delante—. Por favor, explícate.
—En Italia, el matrimonio solía utilizarse para unir dos familias —empieza.
—Sí, y unían sus patrimonios —digo asintiendo—, una especie de negocio.
—Correcto. Y también sus creencias sobre la manera de vivir y construir una vida en común, pero a veces las familias no encajan. Mi esposa, creo, me amaba, pero pensó que yo conseguiría grandes cosas y cuando no lo hice, me dejó.
—¿Qué esperaba?
Agita la mano en el aire y dice:
—Una vida de ciudad.
—¿Sabes, Gianluca?, la vida de ciudad no es tan mala.
—No la quiero.
—¿Por qué no? Es la mejor. La abuela y yo vivimos en Greenwich Village, en la ciudad de Nueva York y tenemos un jardín en la terraza donde crecen tomates. A veces, por la noche, es tan silencioso que piensas que estás junto al lago que me enseñaste esta mañana. De verdad.
—No te creo.
—Quizá porque hay tantos edificios y vivimos tan apretados, pero apreciamos mucho la naturaleza. Cada árbol es fascinante, las flores se atesoran. La gente de ciudad ama las flores, así que se venden ramos en las esquinas durante todo el año.
—Prefiero un campo de flores.
—Bueno, también lo puedes tener, si tomas el metro hasta los jardines botánicos del Bronx. Además, se observa más el cielo. Por supuesto, no creo que encuentres los colores del cielo italiano, pero lo que tenemos también es bello. La contaminación se encarga de producir unos atardeceres púrpuras sobre Nueva Jersey.
Se ríe y dice:
—Solo que debes contener la respiración.
—Lo mejor de todo es que desde nuestro edificio se puede ver el río Hudson. El río es ancho y profundo y fluye desde Staten Island hasta el océano Atlántico con gran fuerza. Cuando llega el invierno, el río se congela y crea una enorme superficie de hielo plateado. Nunca se congela completamente, como un lago, en el que puedes patinar, pero se vuelve un enorme puzle gris de piezas de hielo que flotan en el agua hasta que el sol las derrite. Durante días, cuando empieza a descongelarse, se pueden ver esos bloques grises de hielo chocando entre sí donde antes solían encajar. Y, por la noche, si caminas por el borde del río, el único sonido que oyes es el suave golpeteo de las piezas de hielo mientras flotan en la superficie cuando el agua se precipita debajo de ellas.
—¿Es tan silencioso?
—Casi silencio total. Durante el invierno, los parques y los caminos están vacíos. Yo paseo por ahí y es todo mío. Me pregunto cómo esas vistas pueden estar libres, pero lo están.
—Te pertenecen.
—Finjo que sí. Una mañana del invierno pasado caminaba sola por un muelle. El río estaba congelado, pero algo nuevo llamó mi atención, un destello rojo que emergía de un bloque de hielo. Caminé hacia el final del muelle. Tres gaviotas habían cogido un enorme pescado. Lo picoteaban y comían. El rojo que vi a lo lejos era la sangre del pescado. Al principio me retiré, pero luego tuve que volver a mirar, pues había algo fascinante en la gama de colores del río negro, el hielo plateado y la sangre marrón del pescado. Era horrible, pero al mismo tiempo hermoso. No podía dejar de mirar.
Gianluca escucha con atención todas mis palabras, así que continúo:
—Esa mañana aprendí algo sobre mí.
—¿Qué aprendiste? —dice Gianluca, inclinándose hacia mí y esperando mi respuesta.
—Que el arte se encuentra en los peores momentos. Solía creer que mi arte tenía que tratar temas que me trajeran alegría y me dieran esperanza, pero aprendí que el arte se puede encontrar en cualquier cosa de la vida, incluso en el dolor.
Mientras Gianluca conduce de vuelta a Arezzo, ojeo las muestras de telas que hemos seleccionado en la fábrica de seda. Mi preferida es una seda de doble cara con un diseño repetido de alcatraces pintados a mano. Pienso en maneras de usar la tela para hacer un elegante zueco de quita y pon con adornos de terciopelo negro. Solo quedan unas cuantas de nuestras muestras habituales. Espero que la abuela las apruebe. He dado un gran paso al hacer los pedidos. He tenido un momento de completa euforia cuando he firmado con mi nombre por primera vez en la hoja del pedido etiquetada con la indicación «
DISEÑADOR
».
Aquí el sol no se pone, sino que se hunde entre las colinas. El crepúsculo parece durar pocos segundos, y luego aparece la luna en el cielo violeta, como una rosa de nata montada. Es una luna romántica y no me sorprende que la abuela esté bajo su hechizo.
—Sabes que tu padre y mi abuela… —digo.
Gianluca quita los ojos del camino y los pone en mí. Hago la señal internacional para el sexo. Se ríe y dice:
—Desde hace muchos años. Desde que tu abuelo murió.
—¿Tanto tiempo?
¿Cómo debo tomarme esto? Creía que estaba al tanto de todos los secretos de la familia.
—Eran buenos amigos, ahora hay algo más.
—Mucho más.
—Mi padre también fue buen amigo de tu abuelo. Era muy inteligente, tenía una gran personalidad, como tú —dice Gianluca mientras sale de la autopista y toma una pequeña carretera secundaria.
—¿Otro lago? —pregunto.
—No, la cena —dice sonriendo.
Gianluca da la vuelta en otra carretera secundaria. En el espacio abierto que hay por delante se observa un encantador caserío de piedra con una luz encendida en la entrada. Unos cuantos coches están aparcados fuera.
—El Montemurlo —dice—. Estamos a mitad de camino de casa.
Después de aparcar, pone su mano en la parte baja de mi espalda para guiarme al interior del restaurante. Me descubro a mí misma acelerando el paso, pero él da grandes zancadas para mantenerse junto a mí. Cuando alcanzamos la puerta, Gianluca me indica que atravesemos el vacío comedor y salgamos a la parte de atrás.
Una docena de mesas están dispuestas en la veranda, rodeada por una pared baja de piedras sin labrar, meramente apiladas. Velas votivas iluminan la mantelería blanca que hay sobre las mesas. Después del muro hay una línea de antorchas que emite ráfagas de luz sobre el campo. Escucho el sonido de agua que cae. Más allá hay una magnífica cascada que desciende por la falda de la montaña hasta alcanzar un pequeño lago. La luz de la luna se asemeja a volantes de encaje blanco sobre tafetán negro.
—Si la comida es similar a la vista, salimos ganando —le digo.
Gianluca aparta mi silla de la mesa. Me sienta de cara a la cascada. Luego gira su silla hacia mí, se sienta y cruza sus largas piernas. La última vez que vi a un hombre sentarse de esta manera fue a Roman, en la encimera de la abuela después de prepararme la cena.
El camarero se acerca, ellos conversan en un italiano rápido y en el dialecto toscano que empieza a sonarme tan familiar. El camarero abre una botella de vino y la coloca sobre la mesa. Está quedándose calvo, lleva gafas y me mira de arriba abajo, como si estuviera comprando un trozo de carne, antes de volver a la cocina.
Cierro el menú y digo:
—¿Sabes qué? Pide por mí.
—¿Qué te gusta? —me pregunta.
—Todo.
Se ríe y dice:
—¿Todo?
—Triste pero cierto. Pertenezco a esa solitaria categoría de mujer llamada «de buen diente», nada me disgusta ni me desagrada ni tengo alergias.
—Eres la única mujer en el mundo de esas características.
—Ah, Gianluca, soy única en mi clase.
El camarero trae un plato de crujiente pan tostado con lonchas de jamón cocido rociadas con miel de zarzamora. Lo pruebo.
—¿Te gusta?
—Me encanta. Lo dicho, amo la comida. Consígueme un bote de esa miel.
Mientras preparan la comida hablamos de nuestro día en la fábrica y del delicado arte de estampar el cuero. Después de un rato, el camarero trae un enorme tazón de pasta, bañada en aceite de oliva. Luego, del bolsillo de su chaleco saca un pequeño frasco, le quita la tapa y extrae una trufa (que parece un nabo grumoso y beige) de una diminuta tela de algodón blanco y, de inmediato, realiza largos y suaves cortes con un cuchillo afilado de plata, que caen sobre la pasta en lascas muy finas hasta cubrirla.
—¿Te gustan las trufas?
—Sí —digo con la boca llena de untuosa pasta y dulce trufa sabor madera. Me siento rara comiendo trufas, como si le fuera infiel a Roman.
—Te agrada comer. Las mujeres siempre dicen que les gusta comer y luego pican su comida como pájaros.
—Yo no —le digo—. Comer es el número tres de mi lista.
—¿Cuáles son los primeros números?
—Una bicicleta de cuatro velocidades en un día caluroso del verano y un vestido de noche de John Galliano en una fría noche de invierno. —Doy un sorbo a mi copa de vino—. ¿Cuáles son las tres cosas de tu lista?
Gianluca tarda un momento en responder.
—Sexo, vino y dormir bien.
La categoría «dormir bien» realza nuestra diferencia de dieciocho años de edad. Mis padres pasan un montón de tiempo hablando sobre dormir. No obstante, no le comentaré nada a Gianluca ni mencionaré que los únicos hombres mayores con los que he pasado tiempo han sido mi abuelo y mi padre. Los romances otoñales nunca han sido para mí. Cuando se trata del amor, me gusta que las cuatro estaciones queden separadas, y saborearlas individualmente. Y por supuesto que no quiero saltarme el verano, pasar por el otoño e ir directo al invierno, pero estar con Gianluca me ha ayudado a ver el valor de la amistad con un hombre mayor. Ellos tienen mucho que ofrecer, sobre todo cuando el amor está con toda seguridad fuera de la ecuación. He aprendido mucho de él hoy, solo sus consejos para coser diseños repetidos han valido el viaje. Él, además, sabe escuchar, como si cualquier cosa que dijera importase. Los hombres jóvenes a menudo fingen que escuchan, pero sus mentes están en cualquier otro lugar y no donde en realidad están.