Valentine, Valentine (42 page)

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Authors: Adriana Trigiani

Tags: #Romántico

BOOK: Valentine, Valentine
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—Porque tu padre corteja a mi abuela. Y si eso no es un episodio de Jerry Springer a la espera de ser transmitido en Tivoed, no sé lo que es. Si mi abuela se casa con tu padre, te convertirías en mi tío. ¿Empiezas a ver la imagen?

Se ríe y dice:

—Entiendo.

—Mira, eres un hombre guapo, eres inteligente y eres un buen hijo. Todos son atributos estupendos. —Repaso a Gianluca buscando más cualidades positivas—. Conservas el cabello, y eso, en Estados Unidos, te mandaría a la cumbre de match.com. No pienso en ti de esa manera.

Gianluca estira el brazo por encima de la mesa y me limpia la barbilla con su servilleta.

—No puedo discrepar de eso —dice.

Me apoyo en la barandilla, fuera de mi habitación, mientras la luna llena asciende hasta lo alto del
faraglione
, que lanza ráfagas de luz plateada sobre el agua azul oscuro. Tras la deliciosa cena, me siento plena y feliz. Gianluca es muy divertido para ser un hombre mayor. Me agrada la manera en que los hombres italianos resuelven las cosas, me recuerda a mi padre, a mi abuelo, incluso a mi hermano, todos ellos aparecen, como la Cruz Roja, en momentos de crisis. Por eso tengo tan poca paciencia con Roman. Sé de lo que puede ser capaz y, cuando no puede arreglar algo, asumo que es porque no quiere.

Oigo las voces veladas, seguidas por una suave risa, de dos amantes que vuelven al hotel por el jardín. Los observo mientras avanzan entre los cipreses en el serpenteante sendero; solo se detienen para besarse. Si no se puede ser feliz en esta isla de Capri, dudo que haya un lugar en el mundo donde se pueda ser feliz.

Entro en mi habitación y corro las cortinas a un lado para dejar las puertas de la terraza abiertas. Me subo a la cama y me recuesto sobre los cojines. La luz diáfana de la luna proyecta una franja blanca sobre la cama, como un velo nupcial.

Pongo la mano sobre la almohada que tengo más cerca e imagino que es Roman. No puedo seguir enfadada con él y no quiero. Quizá he bebido demasiado y el alcohol de la isla ha disparado mi compasión. Acaso deseo más el amor que el resentimiento. Sea como sea, le llamaré por la mañana y le hablaré de las calles adoquinadas, las estrellas rosadas y esta cama, que parece flotar encima del mar cuando penetra la brisa nocturna a través de las puertas abiertas. La expectativa de compartir esto y mucho más con Roman me sumerge en un sueño profundo.

13

Da Costanzo

Cuando me despierto a la mañana siguiente, me estiro y cojo el teléfono móvil. Lo abro y escribo:

Querido Roman:

El teléfono del hotel suena, voy al escritorio y descuelgo.

—Valentine, soy yo —dice Roman bajito.

—Estaba a punto de enviarte un mensaje —digo.

—Lo siento mucho —dice.

—No pasa nada, cariño. Recibí todos tus mensajes y sé lo mucho que lo sientes. Lo entiendo perfectamente. Cuando veas esta habitación y la vista, ni siquiera te acordarás de lo que te ha costado llegar aquí.

—No, lo siento de verdad —dice.

Me siento en el sofá y digo:

—¿Qué?

—No puedo ir en ningún momento —dice. Como no sé qué decir, no digo nada. Él continúa—. Hay un problema con mis patrocinadores. Es muy grave. —Sigo sin decir nada—. ¿Valentine?

—Aquí estoy —digo finalmente. Pero no estoy. Estoy adormecida.

—Estoy tan enfadado por esto como lo estás tú —empieza—, quiero estar contigo allá. Todavía quiero —dice—. Desearía…

Sé que algún día recordaré este episodio como el momento en que dejé de fingir que tenía una relación seria con Roman. ¿Quién permite esta clase de cosas? Le perdono sus citas canceladas y las oportunidades perdidas con regularidad y las olvidaré, creo que forman parte de la manera como funciona nuestra relación. Son nuestra normalidad. La principal obligación de Roman es su restaurante. Lo sabía cuando empezamos a salir, y lo sé ahora que estoy encallada en Capri sin él. No me sorprende, estoy resignada, pero eso no hace que duela menos.

Me arrastro de vuelta a la cama y tiro de las mantas hasta mi barbilla. Soy un fracaso en el amor. Las excusas de Roman parecen verdaderas, siempre las creo. Las excusas pueden ser grandes: amenazas de una inminente ruina financiera, o tontas, el fregadero anegado en la cocina del restaurante. La escala del desastre no importa, tomo y acepto lo que él me dé. Finjo que puedo soportarlo, pero hiervo por dentro.

Me siento muy mal, así que ¿por qué no rendirme ante lo peor? Busco en mi corazón y enumero todas las maneras en las que soy un fracaso. Hago una lista mental. Encuentro: casi 34 (¡vieja!), no tengo dinero ahorrado (¡pobre!) y vivo con mi abuela (¡necesitada!). Uso Spanx. Quiero un perro, pero no tengo ninguno porque tendría que sacarlo a pasear y ¡no hay tiempo en mi vida para pasear un perro! Mi novio es un amante de media jornada que pasa más tiempo en el trabajo que conmigo y lo acepto porque creo que eso es lo que me merezco. Soy una novia terrible, de hecho, ¡soy tan mala en las relaciones como él! Yo tampoco quiero sacrificar mi trabajo por él.

Roman Falconi hace promesas y yo dejo que las rompa porque entiendo la dificultad de vivir una vida creativa, haciendo zapatos o tagliatelle para gente hambrienta. El teléfono suena. Contengo la respiración y me siento antes de cogerlo. Roman habrá entrado en razón y cambiado de idea. ¡Hará el viaje! ¡Lo sé! Descuelgo el teléfono. Me digo a mí misma que no debo estropearlo. «Sé paciente», me digo mientras respiro.

—¿Valentina?

No es Roman. Es Gianluca.

—¿Sí?

—Quiero llevarte a conocer a mi amigo Costanzo.

No respondo.

—¿Te encuentras bien? —me pregunta—. Le he dicho que estás esperando a que llegue tu novio, así que hizo un hueco para ti esta tarde.

—Esta tarde me va bien —le digo, y cuelgo el teléfono después de quedar a una hora.

Saco mi libreta de la cómoda y cojo la lista de cosas que quería hacer con Roman en Capri. Ahí están, llamando a las cosas por su nombre, una lista de fabulosas y románticas excursiones, viajes a los alrededores, lugares donde comer, comidas para probar, ¡las horas en que la piscina está abierta! Incluso tengo ese horario.

De pronto, la tristeza de tener que hacer estas cosas sola me sobrepasa. Empiezo a llorar, la decepción es casi imposible de soportar. Este lugar es tan romántico y yo soy tan miserable. El rechazo es lo peor, tengas catorce o cuarenta. Duele, es humillante e irreversible. Cojo la caja de pañuelos y salgo al balcón.

El sol emite una luz anaranjada intensa sobre el cielo azul profundo. Los yates, con sus velas blanquísimas, oscilan en el puerto que está abajo. Los observo mucho tiempo.

Pienso en llamar a la abuela, pero no quiero que desperdicie esta semana preocupada por mí, o peor, tratando de incluirme en sus planes con Dominic.

Observo a una familia, dos niños, la madre y el padre, que se dirige a la piscina. Los niños saltan a lo largo del sendero retorcido que cruza el jardín, mientras los padres los siguen detrás, muy de cerca. Los veo llegar a la piscina, los niños se quitan la ropa y saltan al agua. La madre elige unas sillas y acomoda las toallas. El esposo apoya los brazos en la espalda de su esposa, y la sorprende. Ella ríe y se da media vuelta. Se besan. Aquí la felicidad parece surgir sin esfuerzo. La gente normal, como esta familia, encuentra la felicidad y se enamora y recrea su propia familia. Esto nunca me sucederá. Lo sé.

Me doy una ducha y me visto. Lleno mi bolso de mano con mi teléfono, mi billetera y la libreta de dibujo. Me dirijo a la puerta. No puedo estar un minuto más en esta habitación: es un recordatorio de quién no está aquí. Este recuerdo me hace llorar, así que echo la caja de pañuelos en el bolso.

El vestíbulo está muy tranquilo a esta hora de la mañana. Voy al mostrador, abro el bolso y saco la billetera.

—¿Se va? —me pregunta el chico.

—No, no. Estaré aquí una semana, como estaba planeado. Quisiera quitar el nombre del señor Falconi de mi habitación y que se haga el cargo a mi tarjeta de crédito, por favor.

—Sí, sí —dice. Pasa la tarjeta de mi habitación por el lector, encuentra la información, toma mi tarjeta de crédito y hace los cambios en la cuenta.

—Gracias. Ah, y también me gustaría dar un paseo en yate alrededor de la isla.

—Claro. —Revisa los horarios—. Hay uno que sale en veinte minutos desde el muelle.

—¿Podría pedirme un taxi?

—Por supuesto —dice.

El paseo en yate no se hace en yate, para nada, sino en una barca con varios remos de madera y bancos pintados de amarillo brillante, en los que los turistas, incluyéndome a mí, nos sentamos de cuatro en cuatro. Somos cerca de dieciocho, la mayoría japoneses, unos cuantos griegos, una pareja de estadounidenses, un ecuatoriano y yo.

El capitán es un viejo lobo de mar napolitano de barba blanca, sombrero de paja y un megáfono apaleado que parece sacado de las profundidades del mar Tirreno. Mientras la barca se aleja del muelle, surcamos la superficie del mar impulsados por la propulsión del motor.

El capitán Pio explica que nos mostrará las maravillas naturales de Capri mientras la mujer que está junto a mí me da un codazo en la cara para hacerle una fotografía a Pio con la cámara de su móvil. De pronto, todos los turistas están fotografiando a Pio con sus teléfonos. Él hace una pausa y sonríe para ellos. Pienso en Gianluca, que me dijo que odiaba toda esta tecnología. En este momento, yo también.

Echo de menos las grandes y pesadas cámaras viejas que llevabas alrededor del cuello con una correa y, sobre todo, echo de menos tener que reservar el rollo para los mejores momentos, porque eran demasiado caros. Ahora hacemos fotos de todo, incluso de las personas que hace fotos. Quizá Gianluca tenga razón, la tecnología no nos ofrece una mejor manera de vivir o un arte mejor, es una locura.

Me gusta observar los botes en el río Hudson, pero es muy diferente estar en uno, rebotando y dando brincos sobre las olas. Me sorprende que el viaje sea tan tambaleante pues, desde los muelles, las embarcaciones parecen moverse con suavidad sobre el agua. ¿De esta manera es el amor? Parece muy fácil y sin esfuerzo desde la distancia, pero cuando estás ahí, es una experiencia muy diferente. Sientes cada empujón y te preguntas cuál será la ola que te dará alcance, si sobrevivirás o te ahogarás en las peligrosas aguas, si lo lograrás o volcarás.

Nuestra barca es difícil de manejar, nos movemos por la superficie como una tabla vieja. Las grandes olas vienen de todas partes, nos elevan unos centímetros para enviarnos con un golpe seco al agua. Los saltos empiezan otra vez cuando una nueva ola se lanza rodando sobre nosotros. Mis dientes me empiezan a doler por el golpeteo de la superficie contra el fondo de la barca. Siento el peso de cada ser humano en esta barca. Nos sentamos tan cerca que, cuando una ola granuja golpea un lado, es como si el grupo fuera azotado con un tubo de plomo.

Pio guía la barca a una cala tranquila —gracias a Dios—, y señala una formación rocosa natural que se parece a la estatua de Nuestra Señora que apareció en la gruta de Lourdes. Pio dice que Nuestra Señora es un milagro del viento, la lluvia, la roca volcánica y la fe. En este momento hasta yo saco el teléfono y hago una foto. Pio dirige la barca fuera de la cala y nos muestra el coral indígena que crece debajo de la orilla del agua a lo largo de la escollera. Mientras las olas chapotean contra las rocas, pillamos algunos atisbos de los tentáculos del vidrioso coral rojo. Empiezo a llorar cuando recuerdo la rama de coral que me dio Roman el día que me prometió este viaje. La mujer asiática que está junto a mí me pregunta:

—¿Se encuentra bien? ¿Está mareada?

Sacudo negativamente la cabeza, quiero gritar: ¡no estoy mareada! ¡Estoy desconsolada! Pero sonrío, asiento y miro el océano. ¡No es culpa de ella que Roman Falconi no viniese! La desconocida solo intenta ser amable, eso, y que no vomite sobre su bolso Gucci de imitación.

Pio dirige la barca hacia el mar y somos lanzados de un lado a otro de nuevo. Miro montones de barcas como la nuestra repletas de turistas hombro con hombro dando vueltas. Cuando salimos de la cala, otra barca se mete para ocupar nuestro lugar.

—¿Cuándo veremos la gruta azul? —pregunta el esposo norteamericano de la esposa norteamericana.

—Pronto, pronto —le responde Pio con una sonrisa cansada que significa que responde mil veces al día la misma pregunta.

Oímos la música de un acordeón que se desplaza por el agua. Todas las cabezas se giran hacia la alegre tonada. Un bruñido catamarán con un baldaquín de rayas blancas y negras se hace visible desde las rocas. Un hombre toca un acordeón y su acompañante, con un sombrero ancho que le cubre la cara, está recostada en un montón de cojines sobre la cubierta alfombrada. Es un espectáculo muy romántico, tanto que provoca que todas las personas atiborradas en este batel lamenten no haber fanfarroneado y alquilado un bote privado.

La música se hace más fuerte conforme el catamarán se aproxima.

—Es una maravilla, ¿no? —dice la mujer estadounidense—. Un amor de la tercera edad.

Miro más de cerca el catamarán. ¡Dios santo!, es mi abuela la que está debajo de ese sombrero, como una cortesana de Boticelli en reposo, excepto porque ella no come uvas, sino que escucha la serenata de Dominic. Me pongo las manos en la cara para ocultarme, porque no hay suficiente espacio para doblar los codos.

El capitán Pio grita al capitán del catamarán:

—¡Giuseppe! ¡Aquí, Giuseppe!

El capitán lo saluda. Las olas golpean con fuerza nuestra cargada barca, me sorprende que el capitán no haya entendido el saludo de Pio como una señal de advertencia. Los turistas de nuestra barca agitan las manos hacia los amantes y luego empiezan a hacerles fotografías. Qué raro estar de vacaciones y hacer fotos de otras personas para divertirse. La abuela y Dominic tienen sus propios paparazzi. Podría gritar, así que lo hago:

—¿Abuela? —grito. Mi abuela se sienta, se empuja el sombrero y entorna los ojos a través del agua hacia nuestra barca.

—¿Los conoces? —me pregunta la mujer estadounidense que está detrás de mí. Estamos demasiado apretados para volverme, así que grito mirando hacia delante:

—Sí.

—¡Valentine! —la abuela agita la mano hacia mí. Le da un codazo a Dominic, que mueve su acordeón.

—¡Disfrutad! —grito mientras nos alejamos. La abuela se recuesta entre los cojines y Dominic sigue tocando.

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