Urdangarin. Un conseguidor en la corte del rey Juan Carlos (39 page)

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Authors: Eduardo Inda,Esteban Urreiztieta

Tags: #Ensayo, #Biografía

BOOK: Urdangarin. Un conseguidor en la corte del rey Juan Carlos
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González Peeters animó el «espectáculo circense», como él mismo lo definió, presentando en el juzgado un escrito en el que pedía protección para el exprofesor de ESADE. «En orden a evitar la agresión en forma de lanzamiento de efectos como huevos, tomates y quién sabe si otra suerte de alimentos o elementos», requería la intervención de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Aventuraba que los hipotéticos lanzamientos se iban a producir desde los balcones que estaban ya alquilando los medios de comunicación a precio de oro para el gran día y requería que se neutralizaran también las «infamias» contra el que fue número dos del Instituto Nóos.

Pese a los fuegos artificiales del controvertido abogado, Torres entró en los juzgados sin ningún incidente, en una de las jornadas más gélidas que se recuerdan durante las últimas décadas en Baleares. La expectación era escasa, los periodistas congregados se encontraban al borde de la hipotermia y la jornada la protagonizaron sus cuñados, que se desmarcaron del duque y de él mismo, y contaron que la trama de facturas falsas y de evasión de fondos al exterior les había sido ordenada por Torres y Urdangarin. Por lo que la teoría del duque de Palma de que todo había sido urdido por Torres a sus espaldas se desvanecía apenas dos semanas antes de que le tocase el turno.

La polémica en torno al dichoso paseíllo engordó al solicitar además la defensa de Urdangarin que no fuera grabada en vídeo su declaración. La Casa Real temía la imagen del duque de Palma pisando el juzgado como un delincuente común, pero todavía mucho más el vídeo del yerno de don Juan Carlos declarando ante el juez convertido en
trending topic
en las redes sociales.

La portavoz del Consejo General del Poder Judicial, Gabriela Bravo, salió al paso de la petición sumándose al requerimiento del duque de Palma y asegurando que «no todos los ciudadanos son iguales» y que «no en todas las ocasiones puede estigmatizarse tanto la imagen de una persona». Esta postura de una autodenominada «fiscal progresista» desató airadas reacciones en el propio órgano de gobierno de los jueces y los vocales Margarita Robles y Félix Azón precisaron, en la línea del discurso navideño del rey, que «no hay ningún tipo de diferencia, ni debe haberla, ni los jueces españoles la hacen sea quien sea la persona que tiene que comparecer ante los tribunales».

El ambiente se caldeaba al ir calando la sensación de que Urdangarin iba a recibir trato vip y hasta la hermana del rey, la infanta Pilar de Borbón, se exasperó públicamente en vísperas del gran día. Durante la inauguración de un rastrillo benéfico en Sevilla, la duquesa de Badajoz exclamó airada, a preguntas de los periodistas, que «nadie es culpable hasta que los jueces lo digan». Y añadió, a voz en grito: «Con lo cual, ¡a callar!».

El juez decano de Palma, harto de las presiones y de las indicaciones verbales, anunció que se aplicaría «la regla general». Y que si le obligaban a actuar de otra manera debía recibir la orden por escrito. Sin embargo, la última palabra, en lo que respecta a la seguridad del recinto, la tenía la Policía Nacional, que mantuvo el suspense hasta el último momento para no armar más alboroto y se pronunció por escrito horas antes de la declaración.

Castro y Martínez Espinosa habían analizado la decisión y llegaron a sopesar, visto el grado de presión ejercido por La Zarzuela, que el coche de Urdangarin recorriera media rampa y la otra media la atravesara por su propio pie. Una suerte de solución intermedia que contentase a todos, pero que no iba a servir de nada porque seguía constituyendo un privilegio.

Era una cuestión menor en el proceso, pero se acabó convirtiendo en un icono que entraba con fuerza por los atentos ojos de la ciudadanía, que aguardaba aquella cita con la misma expectación que los enlaces de los hijos de los reyes. La Policía Nacional analizó la situación y se decantó por la petición de la Casa Real. Reclamó que, para «minimizar los riesgos», Urdangarin accediera en coche. Señaló que colectivos radicales habían anunciado su presencia y que había que tener en cuenta «la profusión de terrazas colindantes» que podían ser utilizadas para preparar una emboscada.

Total, que Urdangarin aterrizó en Palma convencido de que uno de los tragos más amargos de aquella jornada que ya se le echaba encima se lo ahorraría. Las críticas se dispararon y la expectación no paraba de crecer. La infanta Cristina no quiso dejar solo a su marido y cogió aquel vuelo de Air Europa. La Zarzuela dio un giro en su estrategia de comunicación, preocupada por la imagen de ruptura que transmitía la familia, y cedió aquella noche el Palacio de Marivent al matrimonio. El duque de Palma había sido expulsado de facto de la familia real, pero se podría hospedar allí los días que durase su comparecencia, porque su imagen, desahuciado en un hotel mientras se jugaba su libertad, podía resultar todavía más perjudicial para la institución.

El avión aterrizó al filo de las nueve de la noche y las puertas se abrieron dejando entrar un frío húmedo que se tragó en cuestión de segundos a los duques de Palma ante la atenta mirada del resto de pasajeros. Los acordes de
Tonight’s the night
volvieron a sonar en primer plano. Con ellos, el estribillo que repite obsesivamente en inglés que «todo irá bien y nadie nos detendrá», que despidió al matrimonio Urdangarin-Borbón insuflándole ánimos. El duque de Palma se puso a los mandos de un monovolumen de gama media-baja y accedieron a la residencia estival de los reyes por la puerta trasera. Se contaban las horas para que llegase el momento y la estética había sido cuidada ya desde el primer momento. Nada de coches de lujo. Tenían que presentarse como una familia austera y más en este trance. Puro
atrezzo
.

Urdangarin llevaba días preparando la cita con el abogado de Telefónica Marcos Fernández y con el asesor de imagen que le había cedido la operadora, José María Urquijo. Todo estaba medido. La vestimenta que debía llevar, sus gestos y sus palabras. Hasta simularon el interrogatorio de Castro. Urdangarin insistía en su inocencia, reiteraba eso de que no había firmado jamás un solo cheque y contestó a los previsibles interrogantes que le formularían el magistrado y el fiscal Horrach. Al margen del devenir del procedimiento judicial, le preocupaba sobremanera su imagen y abordaba continuamente con su círculo de confianza las posibilidades existentes para rehabilitarla. Dio por descontado que la Casa del Rey no se emplearía en este cometido y contactó con una conocida agencia de comunicación.

Tras examinar su caso, le propuso un plan de choque que le costaría medio millón de euros. Aturdido por los acontecimientos, noqueado por la presión mediática y social, se agarró a aquella propuesta como a una tabla en medio del océano. Acostumbrado a que cualquier imprevisto corriera a cargo de Telefónica, no dudó un instante en solicitar a la operadora que abonase el importe de este nuevo gasto que nada tenía que ver con su actividad profesional en la multinacional. La dirección de la operadora recibió el mensaje sin terminarse de creer, de nuevo, lo que estaba escuchando. Ni tan siquiera lo analizó. Solo le faltaba a Telefónica tener que pagar al duque de Palma medio millón de euros extra para que lavase su imagen con cargo a una agencia que, encima, había seleccionado él sin consultar a nadie. «Urdangarinadas», pensaron para sus adentros.

Txiki operaba solo o, mejor dicho, navegaba solo a la deriva, y solo atendía los consejos de su querido y estimado Mario. Tanto Telefónica como la Casa del Rey ya lo habían dado por perdido, pero debían controlar los términos de su declaración para evitar que el desastre fuese a mayores.

Habían anunciado su asistencia a las puertas de los juzgados colectivos de jóvenes independentistas y republicanos. La Asamblea de Alumnos de la Universidad de las Islas Baleares había animado a los estudiantes a madrugar para estar presentes durante la llegada de Urdangarin y la declaración del duque de Palma fue incluida en el recorrido establecido con motivo de la «semana de la lucha» contra los recortes del Gobierno. Partidos como Esquerra Republicana de Catalunya o Esquerra Unida-Els Verds también estarían presentes y se preveía un lleno hasta la bandera.

El 25 de febrero amaneció con el típico rocío helador de Palma y el cielo despejado. Desde primerísima hora la Policía Nacional había establecido un cordón con el que cortaba la calle de acceso a los juzgados y situaba en uno de los extremos a los cientos de manifestantes, que no paraban de proferir insultos contra la monarquía y de sacudir todo tipo de pancartas.

Portaban algunas de lo más pintoresco. Pero entre todas ellas sobresalía un muñeco que caracterizaba al guardia jurado de los juzgados de Palma, un joven corpulento que atiende al nombre de Primo y que lleva su uniforme repleto de chapas y escudos del Betis. «¡Dale, Primo!», rezaba la caricatura. Junto a ella, un fotomontaje de Urdangarin en el que el duque de Palma protagonizaba un anuncio de la firma de ropa Mango, con una leyenda añadida: «Lo que puedo». Y otra caricatura más, también en cartón y a todo color, en la que Urdangarin sujetaba un cartel en el que se podía leer: «Nóos forramos». La imaginación popular se había exprimido para la ocasión y había juegos de palabras y chistes de todo tipo, de lo que tampoco se libraba la infanta Cristina, a la que se emplazaba a dar la cara, declarar y explicar lo ocurrido.

Era una concentración folclórica en la que no se advertía conato alguno de violencia, más allá de la verbal. Solo se escuchaban gritos que se agitaban a medida que avanzaba la mañana y los rayos de sol calentaban a los manifestantes. De pronto, la multitud rugió embravecida al vislumbrar a lo lejos el monovolumen Opel Zafira azul que trasladaba a Urdangarin. Un tomate salió de la muchedumbre e impactó en el vehículo, que, contra todo pronóstico, frenó en seco a la altura de la temida rampa.

Los balcones anexos habían sido alquilados por las televisiones, que llegaron a pagar hasta 1.500 euros por el más codiciado de todos, el que se sitúa en línea con el acceso. Las cadenas se habían situado en el peor de los escenarios y portaban potentes teleobjetivos para captar la imagen fugaz del duque de Palma. Sin embargo, el vehículo permaneció varios segundos en punto muerto y, cuando se esperaba que girase para enfilar la rampa, se abrió la puerta trasera y salió Urdangarin, que decidió voluntariamente recorrer a pie el trecho que le separaba de los juzgados.

Su rostro denotaba cansancio y su palidez se confundía con su camisa blanca. Una chaqueta azul marino a medida le ceñía el cuerpo y una corbata verde simbolizaba la esperanza que albergaba de salir vivo de aquella encrucijada. Descendió la cuesta con paso firme pero lento, estirado como una vela. Se intentó abstraer de lo que ocurría a su alrededor, de los
flashes
y los gritos de «¡ladrón!» y «¡chorizo!» que escuchaba de fondo. Alzó la vista al cielo y la detuvo varios segundos, pareciendo que entraba en trance. Sus pupilas eran dos bolas de billar. Estaba como ido.

Sin embargo, al llegar a la puerta de acceso al juzgado, se volvió hacia los periodistas que le inmortalizaban a una prudente distancia y se paró a hacer unas breves declaraciones. Estaban acreditados ciento veinte reporteros de sesenta medios de comunicación diferentes, entre los que se encontraba la cadena árabe Al Jazeera. Llevaba su discurso aprendido y lo había ido repitiendo durante los últimos metros para sus adentros, para que no le fallase nada.

Alzó su mirada inerte y lo soltó sin que nadie le preguntase nada.

—Comparezco hoy para demostrar mi inocencia, mi honor y mi actividad profesional. Durante estos años he ejercido mis responsabilidades y he tomado decisiones de manera correcta y con total transparencia. Mi intención en el día de hoy es aclarar la verdad de los hechos y estoy convencido de que la declaración de hoy contribuirá a demostrarlo. Muchísimas gracias a todos, muchísimas gracias por su atención.

El duque giró sobre sí mismo, entró en el edificio y se metió en el ascensor que conduce a la primera planta, acompañado de Mario Pascual Vives. Por la rampa de acceso aparecieron los tres fiscales adscritos a Anticorrupción en Baleares. El responsable de la unidad, Juan Carrau, Pedro Horrach y el tercero en discordia, Miguel Ángel Subirán, que descendieron la cuesta entre vítores. Pero los mayores aplausos de la mañana se los llevó el juez Castro, que entró en el recinto ovacionado por el pueblo llano.

Urdangarin se plantó ante el juez con una fotografía de su suegro presidiendo la sala del Juzgado de Instrucción número 3 de Palma. El rey no le quitaba ojo de encima y el duque evitaba, instintivamente, cruzar su mirada con don Juan Carlos. La escena no podía ser más desagradable para él. Llevaba la lección aprendida. Ante cualquier irregularidad administrativa, remitiría al magistrado a su socio Diego Torres, se desvincularía de la evasión a paraísos fiscales y salvaría en todo momento a la infanta Cristina y a la Casa Real. De ahí no se podía ni se debía salir, para evitar problemas.

El interrogatorio comenzó por orden cronológico y el duque de Palma repasó su trayectoria vital desde que conoció a Torres en ESADE. «La relación fue la propia de un profesor y un alumno», relató, hasta que montaron el Instituto Nóos. Entonces su vida cambió por completo y así lo explicó.

El juez Castro le exhibió el folleto publicitario de la entidad, en el que figuraba la infanta Cristina como vocal y su secretario personal, Carlos García Revenga, que se presentaba como asesor de la Casa de S. M. el Rey, como tesorero. Urdangarin esquivó la primera pregunta, que era directa e iba dirigida a la mismísima Jefatura del Estado. Planteaba la relación de La Zarzuela con su negocio, uno de los elementos más delicados y trascendentes del asunto. El duque de Palma salió al paso como pudo de la primera embestida.

—Como Diego Torres había incorporado a familiares suyos, sentí la necesidad de incorporar a una persona de mi confianza. El cargo que desempeñaba García Revenga era de confianza y no tenía poder dispositivo alguno.

En su intento por desvincular a la familia real del Instituto Nóos asumió como una decisión personal el nombramiento del secretario de las infantas y aseguró que «no participó» su nombramiento a la Casa del Rey. «Era conocido que ese señor participaba en una serie de fundaciones y que no le impedían ejercer sus funciones de asesor», agregó. Si salía a relucir la corona, él asumía la culpa. Si empezaban a bailar las cifras, instaba a que se lo preguntaran a Torres. Esta estrategia, que le salvaba a corto plazo, se convertía, sin embargo, en una peligrosa arma de doble filo. No la había consensuado con su socio y la réplica del menorquín podría terminar por hundirle. Sin embargo, siguió con aquella huida hacia delante.

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