Underworld (2 page)

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Authors: Greg Cox

Tags: #Aventuras, #Fantasía

BOOK: Underworld
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¿Y después de la guerra?
Una vez más, sus recelos con respecto al futuro penetraron en su consciencia, mezclados con las tentadoras posibilidades de una existencia completamente nueva.
¿Entonces qué?
Pero primero, se recordó, había batallas que librar… y licanos que matar.

Atenta de nuevo a Raze y Trix, Selene levantó la mirada para ver si su guerrero había detectado también a los dos licanos. Una sonrisa de satisfacción se encaramó a sus labios al comprobar que, en lo alto de un edificio de oficinas neo-gótico situado al otro lado de un callejón mugriento, Rigel había sacado ya su cámara digital y estaba ocupado tomando fotos de la pareja que caminaba debajo de ellos sin sospechar nada.
Ya debería saber que siempre está atento,
pensó, complacida por la rapidez y profesionalidad del vampiro. La serena y angelical expresión de Rigel contradecía su eficacia como Ejecutor. Había matado más licanos de los que Selene podía recordar.

Como ella, el otro vampiro estaba escondido detrás de una gárgola situada sobre las calles. El aullido del viento imposibilitaba que Selene oyera el sonido de la cámara de Rigel, pero no tenía la menor duda de que el caro aparato digital estaba en pleno funcionamiento mientras Rigel se aprovechaba de su posición de ventaja para capturar todas las imágenes posibles de sus adversarios. El examen de las fotos ayudaría más tarde a Selene a confirmar las presas de aquella noche.

Asumiendo, por supuesto, que la cacería marchara bien. No era tan necia como para subestimar a los licanos a los que cazaba.

Completado su trabajo de reconocimiento, Rigel bajó la cámara. Selene vislumbró el brillo de sus ojos turquesa a la luz de la luna. Su cabello peinado hacia atrás con fijador y sus refinadas facciones eslavas le prestaban un (completamente no intencionado) parecido con el joven Bela Lugosi, en los tiempos en los que el legendario Drácula de las películas era un ídolo en los escenarios húngaros. Rigel ladeó la cabeza como un pájaro y dirigió la mirada al otro lado de la solitaria calle que separaba ambos edificios, esperando la señal de Selene para proceder.

Ésta no se molestó tan siquiera en comprobar la posición de Nathaniel, segura de que el tercer vampiro, como buen Ejecutor, estaría igualmente preparado. Miró hacia abajo y contempló en silencio cómo pasaban los dos licanos por debajo. Se movían con parsimoniosa determinación, ajenos aparentemente a la presencia de los vampiros. Selene se preguntó por un instante qué funesto desvarío habría sacado a Raze y Trix de su oculta madriguera.

No importa,
decidió mientras seguía a los disfrazados hombres-bestia con ojos llenos de odio. La mera visión de las viles criaturas aceleró el pulso de su corazón inmortal y provocó el impulso instintivo de borrar a las voraces bestias de la faz de la Tierra. Imágenes de tiempos pasados desfilaron en un destello fugaz delante de sus pensamientos.

Unas niñas gemelas, de no más de seis años, gritando de terror. Una chica mayor, casi una adulta, con la garganta abierta en canal. Un hombre de cabello cano con un atuendo antiguo y con el cráneo abierto y la pulposa materia gris a la vista. Un acogedor vestíbulo, con las paredes cubiertas literalmente de sangre. Cuerpos mutilados y miembros, propiedad antaño de espíritus amados profundamente, destrozados y arrojados por todas partes como pétalos de flores carmesí…

Las heridas todavía abiertas emergieron a la superficie desde las profundidades del corazón de Selene. Sus dedos se posaron sobre las frías empuñaduras de metal de los revólveres gemelos que llevaba bajo la gabardina y contempló con furia silenciosa a Raze y a su encorvado acompañante. Las intenciones de los licanos eran lo de menos aquella noche, decidió. Sus planes estaban a punto de cancelarse… de forma permanente.

Más de veinte metros más abajo, las presas de Selene dejaron atrás la manzana. Caminaban sin el menor cuidado sobre charcos grasientos mientras se dirigían a empujones a la Plaza Ferenciek. Conteniendo la respiración, aguardó el transcurso de un latido y a continuación hizo una seña a sus camaradas de armas. Sin un momento de demora, saltó desde la cornisa.

Como un espectro ataviado de cuero, cayó en picado cinco pisos sobre el suelo de dura piedra. La mortal caída hubiera acabado casi con toda seguridad con la vida de una mortal pero Selene aterrizó con la diestra elegancia de una pantera, con tal suavidad y gracilidad inhumanas que parecía estar corriendo aun antes de que sus botas de cuero hubiesen tocado los adoquines cubiertos de lluvia.

Era una suerte que el mal tiempo hubiera vaciado de humanidad aquella calle secundaria a diferencia de lo que ocurría en las abarrotadas avenidas de las proximidades. No hubo ojos, humanos o no-humanos, que asistieran con asombro al preternatural descenso de Selene o escucharan el sigiloso roce del cuero húmedo que había anunciado la aparición de Rigel al otro lado de la esquina. Selene recibió la aparición del otro vampiro con un levísimo movimiento de la cabeza y a continuación levantó la mirada mientras Nathaniel —una aparición pálida con una mata de fluido cabello negro— caía sobre los adoquines desde arriba, a poca distancia de los otros dos Ejecutores.

Un trío de verdugos de ojos acerados, infinitamente más letales que cualquier vulgar asesino humano, Selene y sus camaradas se fundieron con la muchedumbre que recorría la Avenida Szabadsajto. Mucho más sutiles que sus torpes presas, empezaron a seguir con habilidad a los dos licanos, ninguno de los cuales daba señales de haber reparado en su presencia.
Como debe ser,
pensó Selene mientras sonreía al pensar en la matanza que se avecinaba. Sentía el peso reconfortante de las Berettas de 9-mm contra las caderas.

La abarrotada plaza, llena de humanos inocentes, no era evidentemente el lugar apropiado para tender una emboscada, pero estaba segura de que acabaría por presentarse una oportunidad si seguían a los licanos el tiempo suficiente.
¡Con suerte, estarán muertos antes de saber que los han atacado!

La urbana Pest, en oposición a la palaciega Buda, situada al otro lado del Danubio, era un centro lleno de vida equipado con todas las comodidades de la vida moderna. Bares llenos de humo y cafés de Internet jalonaban la Plaza Ferenciek, así llamada en honor a un príncipe transilvano del siglo XVIII. En las esquinas de las calles se veían brillantes cabinas amarillas que contenían modernas terminales de ordenador desde las que tanto los turistas como los residentes podían encontrar información y direcciones. Las guías urbanas de última tecnología coexistían con los viejos buzones rojos y los parquímetros celosamente vigilados.

Selene vio que Raze volvía un instante la cara para lanzar una mirada furtiva hacia atrás y se ocultó detrás de una alta cabina telefónica de color verde. Por suerte, el cauteloso licano no parecía haberla visto y siguió su camino.

Una señal luminosa que mostraba una gran M de color azul sobre un fondo blanco, atrajo su atención. Por lo que parecía, Raze y Trix estaban dirigiéndose hacia la señal, que indicaba una entrada a la estación de Metro situada bajo la plaza.
Por supuesto,
comprendió;
los licanos se encaminaban al Metro para coger la línea M3 y dirigirse después a quién sabe dónde.

Aquello no la preocupaba demasiado. Ahora que había localizado a las dos esquivas presas, no iba a dejarlas escapar tan fácilmente. Con un gesto, Selene indicó a sus camaradas las demás entradas de la estación y los tres vampiros se dispersaron sin hacer ruido y se fundieron con el alborotado mar de paraguas como seres etéreos compuestos tan solo de sombras y lluvia insustanciales…

Capítulo 2

¡M
ierda!,
pensó Michael Corvin mientras se dirigía a toda prisa hacia la entrada del Metro, con las dos manos en la cabeza en un fútil intento por impedir que el chaparrón nocturno lo calara por completo. El joven norteamericano se flageló en sus pensamientos por haber olvidado el paraguas en su minúsculo apartamento.
Por suerte sólo está cayendo la tormenta del siglo,
pensó mientras, un poco confuso, sacudía la cabeza. Tenía el cabello castaño pegado a la cabeza y un reguero de helada agua de lluvia se colaba bajo el cuello de su cazadora de nylon y le provocaba un escalofrío por toda la columna vertebral.

¡La noche ya ha empezado mal y eso que ni siquiera he llegado todavía al trabajo!

Consultó su
(¡Gracias a Dios!)
impermeable reloj de pulsera. Si se daba prisa, podía llegar al hospital a tiempo para el cambio de turno de las nueve en punto, siempre que el metro no fuera con retraso. Entonces sólo tendría que sobrevivir nueve horas y pico en Urgencias antes de volver a salir.
Probablemente seguirá lloviendo,
pensó.

Una luna gibosa se asomaba entre las agolpadas y negras nubes de tormenta que cubrían el cielo. Michael hizo una mueca al ver la luna… y pensar en las largas horas que se avecinaban. No esperaba con impaciencia la guardia de aquella noche. La unidad de traumatología de urgencias parecía enloquecer cada vez que se aproximaba la luna llena y al hinchado disco amarillento del cielo sólo le faltaba una pequeña franja para alcanzar ese estado.

Cuando el tiempo estaba así no podía evitar preguntarse si emigrar a Hungría había sido una buena idea.

Con las zapatillas empapadas, se dirigió chapoteando a los escalones que bajaban a la estación del metro.
«Bejarat»,
rezaba la señal metálica que había sobre la entrada, para gran alivio de Michael. «Entrada» y «Salida» eran dos de las primeras palabras que había aprendido al llegar a Budapest hacía meses, junto con el equivalente en húngaro de «¿Habla usted inglés?»
(«¿Beszel angolul?»)
y «No entiendo»
(«Nem ertem»).

Por suerte, su húngaro había mejorado mucho desde entonces.

Al llegar al final de las escaleras, descubrió con frustración que el túnel de hormigón que se abría más allá estaba abarrotado de húngaros empapados que trataban de cerrar sus paraguas, lo que le obligó a pasar varios segundos más bajo la copiosa lluvia. Cuando por fin pudo refugiarse en la estación, parecía una rata mojada y se sentía como tal.
Oh, bueno,
pensó, tratando de mantener el sentido del humor a pesar de la situación.
Si quería estar seco en todo momento, debería haberme instalado en el Sahara.

Aunque Budapest había sido la primera ciudad europea en construir un sistema de metro, allá por 1894, la línea azul, la M 3, llevaba en funcionamiento desde los años 70. Como consecuencia de ello, la estación de la Plaza Ferenciek era esbelta y de aspecto moderno, con impolutos suelos de baldosa y prístinas paredes sin pintadas. Michael sacó un billete azul pálido (válido por treinta días) de su bolsillo y lo introdujo en la máquina más cercana. Se formó un charco a sus pies mientras la gravedad hacía lo que podía por secarlo.

Completamente empapados, se echó el pelo hacia atrás mientras las escaleras mecánicas lo llevaban a al andén, que estaba lleno a rebosar. Una buena señal, comprendió; la gran multitud significaba que no había perdido el metro.

Mientras pasaba una mirada despreocupada por la empapada muchedumbre, se quedó sin aliento al reparar en una mujer preciosa que había en el andén, apoyada en un quiosco. Una visión asombrosa y espectacular, vestía de cuero negro desde el cuello hasta las botas altas. La larga gabardina negra, anudada a la cintura, no lograba ocultar su esbelta y atlética figura y sus facciones de porcelana poseían una belleza y un encanto ajenos al tiempo. La melena castaña, severamente recortada, le otorgaba una electricidad sensual que hizo que a Michael se le acelerara el pulso. Parecía fuera de lugar en medio del mundano bullicio de la estación de metro: una exótica aparición, salvaje, misteriosa, sugerente…

Todo lo que yo no soy,
pensó con sarcasmo. Atrapado del todo por aquella aparición asombrosa, fue incapaz de apartar la mirada incluso cuando ella alzó la cabeza y lo miró directamente.

Durante un momento interminable, sus ojos se encontraron. Michael se vio sumergido en unos enigmáticos estanques de color castaño que parecían contener profundidades insondables, imposibles de sondear o comprender para él. La misteriosa mujer le devolvió la mirada y sus ojos parecieron penetrar hasta el fondo de su cráneo. Su expresión gélida y neutra no revelaba la menor pista sobre lo que estaba ocurriendo tras aquel rostro perfecto. Casi sin darse cuenta, Michael se encontró deseando no parecer tan fascinado.

Los orbes de color castaño lo examinaron sin disimulos y, por un segundo pasajero, Michael creyó detectar en ellos un destello de interés, mezclado acaso con un rastro de pesar y remordimientos inefables. Entonces, para su alivio y su decepción, la mujer apartó la mirada y la dirigió hacia el andén, que empezó a examinar de un lado a otro.
¿Quién eres?,
se preguntó Michael, consumido por algo más que mera curiosidad.
¿De dónde vienes? ¿Qué estás buscando?

La escalera mecánica lo estaba llevando hacia abajo, más cerca de la mujer del quiosco. Michael tragó saliva, mientras en su interior se preguntaba si tendría el valor suficiente para decirle algo.
Discúlpeme, señorita,
ensayó mentalmente,
pero no he podido evitar quedarme boquiabierto al mirarla…

Sin embargo, justo cuando las escaleras mecánicas llegaban al andén y Michael ponía el pie sobre ésta, un tren de color azul brillante entró como un trueno en la estación, acompañado por una bocanada de aire frío y un ensordecedor estruendo. La repentina llegada del tren sobresaltó a Michael y quebró por un momento el hechizo que la encantadora desconocida le había echado, y cuando se volvió para buscar de nuevo a la dama en cuestión, descubrió que había desaparecido por completo de su vista.

—Maldición —musitó entre dientes. Las puertas del metro se abrieron con un siseo y los impacientes peatones se lanzaron a su interior. Michael pasó unos segundos más buscando a la hechicera vestida de cuero y a continuación entró a regañadientes en el vagón.

Probablemente sea lo mejor,
pensó, aunque sin llegar a convencerse ni de lejos. Una voz amplificada habló por los altavoces de la estación para pedirle a los transeúntes que esperaban en la plataforma que se hicieran a un lado y dejaran salir a los pasajeros.
Ya llego tarde al trabajo.

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