—¿Una pesadilla? —preguntó—. ¿Estás seguro de que… era una pesadilla?
Bastien asintió, con aire inocente: sí-sí, no se preocupe, parecía decir. O más bien: suplicar. No me pregunte más; olvídeme; siga con lo suyo… Audrey lo observó mientras pensaba rápidamente qué decisiones tomar después del incidente: ¿mandar a Moreau a la enfermería? ¿Continuar con Le Garrec como si nada hubiera pasado?
Este último apareció detrás de ella.
—Perdone…
Se volvió, sorprendida; no lo había oído llegar.
—¿Podría hablar con usted un segundo? —susurró.
Sin esperar la respuesta, se alejó hacia un rincón apartado de la sala. Audrey lo siguió.
—Lo siento mucho —comenzó diciendo—, pero no voy a poder quedarme…
—¿Es por lo que acaba de pasar?
—No, no… en absoluto.
Se calló. Ella intuyó sus vacilaciones: evidentemente, esa afición por el secreto.
—Se trata de mi madre —explicó finalmente en un tono extrañamente tranquilo—. Me… me tengo que ir. Acaba de morir.
M
ás parecía un pabellón que una mansión, pero, con la hiedra que trepaba por las paredes, las viejas piedras allá donde a otros les da por poner enanos de jardín y con su tejado color burdeos un poco irregular, al menos tenía el encanto sencillo y coqueto de una cabaña. En la entrada, delante de la portezuela de forja, en una placa de cobre se leía el nombre «Suzy Belair» y un signo cabalístico que Bertegui identificó como un símbolo astrológico.
El comisario llamó.
Detrás de la puerta parcialmente acristalada, se movió una cortina. Bertegui esperó, sin sorprenderse por nada: los villenses no eran de los que te abren fácilmente su casa.
Finalmente, apareció en el umbral: la mujer blanca. Al menos, es así como Bertegui la percibió en un primer momento. No por cómo iba vestida —unos vaqueros y una blusa anodinos (demasiado ligera para la época del año, la blusa, observaron al alimón el agudo sabueso y el seductor incorregible que coexistían en él)—, sino por lo plateado y luminoso de su cabello, que enmarcaba un rostro de una palidez diáfana, en apariencia virgen de cualquier mancha de edad, y dos ojos de un gris piedra límpido.
La mujer no le preguntó quién era él, como si lo estuviera esperando, y caminó hasta la verja para recibirlo.
Antes incluso de que tuviera tiempo de presentarse, le dijo:
—Usted debe de ser el policía…
Como un acto reflejo, Bertegui dirigió su mirada hacia el timbre: el signo astrológico.
—Ya me he enterado de lo de Odile —le informó en un tono neutro, apenas velado por la tristeza—. Madeleine me ha llamado… La que le va a limpiar, vaya.
Le tendió la mano, una mano blanca como de porcelana.
—Pase… tengo café en el fuego.
La siguió: una mujercilla despierta, de una simpatía un punto autoritaria, y una silueta todavía fina a pesar de los sesenta años largos que le calculó.
Lo hizo pasar a un salón amueblado con gusto sobrio, nada rebuscado, en el que primaba la comodidad sobre la estética.
—¿Es usted astróloga a jornada completa? —preguntó mientras ella volvía de la cocina portando una bandeja con el café.
—Penetrar los misterios de los planetas es, desde luego, una misión a tiempo completo. Si su pregunta se refiere al aspecto profesional, para mí, por el contrario, es una ocupación accesoria… Aun así —añadió mientras servía el café— recibo a una media de tres o cuatro personas por semana.
Tomó asiento frente a él, humedeció sus delgados labios en el café, y luego clavó el claro rayo de sus ojos en los suyos.
—Así pues, estooo… ¿teniente?
—Comisario.
—… comisario, ¿qué puedo hacer por usted?
—Para empezar, me han informado de que tiene usted llave de la casa de Odile le Garrec.
—Desde luego. Éramos muy buenas amigas. No sabía nada de astrología, pero bueno, teníamos muchas cosas en común.
—¿Se conocían desde hacía mucho?
Hizo como que pensaba.
—Ya no sabría decirle. Puede que diecisiete o dieciocho años…
—¿Estaba al tanto, pues, de sus problemas cardíacos?
—Sí, evidentemente. Pero esto me ha sorprendido. No pensaba que… fuera a suceder así. Tan pronto, de un modo tan brutal.
Bebió de nuevo un pequeño sorbo. Firme, determinada, dueña de sí misma. Bertegui sintió de pronto la necesidad de saber algo más de ella.
—¿Es usted de Laville-Saint-Jour? —preguntó.
No hizo ningún gesto de sorpresa, como si le resultara natural que la conversación adoptara ese cariz personal.
—No. Soy de Argelia.
—Ah… ¿una
pied-noir
?
—Francesa de Argelia, sí —corrigió.
—Y regresó usted…
—… en el 62, como todos.
—¿Y por qué Laville-Saint-Jour? Bueno, cuando uno viene del sur, sobre todo del sur de verdad, me imagino que la adaptación a un clima como este no debe de resultar fácil…
De pronto, la mujer hizo un gesto extraño: se frotó la parte trasera del brazo izquierdo y un breve rictus, casi un tic, deformó su rostro.
—¿Quién le dice que vine directamente a Laville-Saint-Jour? Lo de Borgoña, por seguir a mi marido. Era ingeniero…
—¿Es usted viuda?
—Divorciada. Ahora está jubilado. Al sol —añadió con una sonrisa que a Bertegui le pareció despectiva.
—¿Y sabe usted qué fue del marido de Odile le Garrec?
Estaba a punto de beber un nuevo sorbo, pero detuvo el gesto a veinte centímetros de sus labios.
—Es curioso que me haga esa pregunta. De hecho, todas sus preguntas son extrañas. ¿Qué relación puede tener con lo que le ha pasado? Pensaba que solo había venido usted por las llaves.
—Ninguna relación. No, ninguna relación directa. Pero, verá usted, si bien Odile le Garrec parece haber muerto de muerte natural, hay varios detalles que nos inquietan…
Volvió a dejar la taza en el platillo.
—Elementos… inquietantes. Ya veo.
Lo repitió sin emoción. Una mera observación.
—Entonces, me decía… —retomó ella—. Ah sí, su marido. Murió hace décadas… treinta años, puede. Un accidente de tráfico. En cuanto a las circunstancias exactas, el lugar, etc., francamente no tengo ni idea.
—¿Y nunca trató de rehacer su vida? Era una viuda joven…
—Hubo algunos hombres… Bueno, uno sobre todo. Pero aquello se acabó antes incluso de que yo la conociera. De todos modos, era muy reservada. Era lo que, en mi jerga, podría denominarse una plutoniana: le gustaba penetrar en los secretos de los demás, siempre guardando celosamente los suyos.
El comisario asintió con la cabeza.
—Ya veo… ¿No es Plutón el dios del Infierno?
Ella sonrió divertida.
—Exactamente. Y sin duda es por ello por lo que no puedo informarle con exactitud acerca de su jardín secreto. En realidad no era un jardín… Más bien un parque. Un parque por la noche. Cerrado al público.
A Bertegui le gustó la imagen. Y le molestó al mismo tiempo. Esa mujer con el rostro aureolado de luz blanca llevaba las riendas de la conversación. Lo confundía. Con una destreza como de araña. Veinte años de amistad, lo suficientemente cercana a la víctima como para que esta le confiara sus llaves, ¿e ignoraba todo de los detalles de su vida?
—Así que ni marido, ni amante conocido… al menos reciente. Pero sí un hijo.
Suzy Belair lo confirmó con un movimiento de cabeza.
—Ante una emergencia, ¿es a él a quien avisaría?
Era una pregunta puramente formal. El comisario ya había llamado a Nicolas le Garrec. Y había accedido a una petición cuando menos inhabitual del autor, con quien tenía que encontrarse justo después de su entrevista con la astróloga.
—Sus padres ya no vivían. Tiene una hermana en París, con la que siempre estaba en contacto.
—Y su hijo.
—Sí, eso es.
—Al que, no obstante, ya no veía, ¿me equivoco?
—Lo veía poco, en todo caso. De cualquier manera, él no bajaba nunca. Nunca lo he visto.
—¿Sabe usted por qué?
—Odile siempre decía que era porque no le gustaba Borgoña.
—Mmmmsí — musitó Bertegui.
—Posiblemente había… algo más. Pero nunca supe qué —añadió antes de que Bertegui se lo preguntara, y de nuevo, este tuvo la impresión de que se le estaba adelantando.
—¿Sabe si la señora Le Garrec se sentía amenazada en los últimos tiempos? —preguntó a bocajarro, esperando provocar una reacción.
Pero fue perder el tiempo: no importa desde qué ángulo atacara, Suzy Belair era de mármol. Y eso era lo más inquietante: como si, en el fondo, las circunstancias de la muerte de «su amiga de hace veinte años» apenas le interesaran. ¿O como si ya conociera los detalles?
—Que yo sepa, no, en absoluto. Bueno, nunca habló de tal cosa, y de todas formas, a pesar de su temperamento discreto, supongo que me habría dicho algo llegado el caso.
—¿Y el caso Talcot? ¿Sabe usted cómo lo vivió en su momento? ¿Estuvo implicada en él de un modo u otro?
Aparecieron los primeros colores en el rostro de la astróloga. Dos manchas, entre rosa y malva, sobre los pómulos puntiagudos. El maquillaje de una reseca muñeca de porcelana.
—¡Santo Dios, no! ¿Cómo implicada? No sé adónde quiere ir a parar.
—¿La interrogaron? ¿La siguieron? ¿Estuvo vinculada a personas que hubieran estado implicadas, de uno u otro modo, en la trama?
—Si hay algo de lo que casi nunca llegamos a hablar, bueno, si no fuera, como todo el mundo, para conmovernos por ello, es de aquella… historia.
Bertegui dejó que se instalara un silencio; trató de no romperlo. A menudo, el inspector lo utilizaba como prueba: los culpables soportaban mal los silencios en el transcurso de los interrogatorios. Pero, de todas maneras, ¿de qué habría podido resultar culpable Suzy Belair?
Como mucho, de callar.
—Bien, muchas gracias, señora Belair —dijo levantándose—. Creo que es todo de momento. Puede que vuelva para hablar con usted si necesito alguna aclaración por su parte, pero… es poco probable —mintió—. ¿Podría devolverme el manojo de llaves, por favor?
Se levantó y fue hacia la cocina, de donde regresó con unas llaves unidas entre sí con una cuerdecilla, y luego lo acompañó hasta la entrada.
Cuando estaba a punto de despedirse, cambió de opinión:
—Una última pregunta, señora Belair.
—¿El síndrome Colombo? —se interesó ella con un humor frío.
Bertegui sonrió.
—No, solo una… cuestión personal en realidad. ¿No será plutoniana usted también?
La mujer no sonrió, ni siquiera pestañeó. Tan solo un pliegue en el rabillo del ojo, una mueca divertida en los labios.
—No… mi dominante es un compuesto de Saturno y Neptuno. Le dejo que descubra de qué se trata si está de veras interesado. ¿Podría cerrar la verja detrás de usted, por favor? Que tenga buen día, comisario.
Le tendió la mano, y lo despidió así, con la autoridad de una dama caritativa.
Bertegui caminó en dirección a la verja, volviéndose para cerrarla. Ella continuaba en la escalera de entrada, observándolo con la mirada tranquila de alguien… que sabe. Que ejerce un poder.
Y de pronto, eso le impresionó: una silueta erguida que se recortaba en el rectángulo oscuro de la entrada, con la aureola de su inmaculada palidez, Suzy Belair tenía aspecto de… fantasma. Un fantasma vestido con ropa de calle anodina, puede, pero una criatura completamente inmaterial. Blanca como la niebla.
Volvió a su coche, sacó su móvil, llamó.
—Clément, salgo de casa de una amiga de Odile le Garrec… Quiero que me recopiles el máximo de información sobre ella y… —vaciló— y que haya uno de los nuestros siguiéndole los pasos en todo momento hasta nueva orden. Eso espabilará un poco a la tropa… después de todo, hay unos cuantos que están durmiendo en el despacho en estos momentos.
Cerró suavemente la puerta, permaneció inmóvil. Contuvo el impulso de apartar la cortina para observarlo mejor, pero en el fondo, ella sabía que era inútil.
—¿Es usted plutoniana? —había preguntado.
Él, plutoniano, lo era sin lugar a dudas.
Reconocía enseguida la componente de Plutón de los individuos cuando esta dominaba su carta astral. La sagacidad de la mirada, esa chispa inquisitiva, de un brillo algo oscuro, que puede brillar en el más banal de los semblantes, y otorgarle un magnetismo que unos rasgos aburridos son incapaces de producir.
Aburridos, los del policía no eran. El calificativo de poco agraciado le iba mejor, decidió: un rostro repleto de arrugas, cruzado por dos espesas cejas negras a las que daban la réplica las ojeras profundas de un fumador. Una cabeza grande sobre un cuerpo corto, rechoncho, de proporciones desequilibradas que un traje especialmente elegante no lograba disimular.
Su manera de vestir revelaba, precisamente, otro aspecto de su personalidad: Bertegui era también con toda seguridad un venusiano… Un seductor que debía de sufrir por su físico, pues, como todos los venusianos, y tal y como manifestaba su cuidada apariencia, le gustaba resultar atractivo.
Sí, concluyó, aún inmóvil detrás de la cortina: Venus/Plutón, esa era la filiación astral del policía. Sin duda un Escorpio con ascendiente Tauro… o Libra. El contraste entre el astro de la belleza, las artes y la voluptuosidad, y el de las profundidades, la verdad, la muerte y el renacer… Un afectivo/justiciero o un sentimental/psicólogo. Una paradoja Eros/Tánatos que por lo general confería un cierto encanto a quien la poseía, y pese a su físico discutible, Bertegui confirmaba la regla.
Lanzó un suspiro, echó un vistazo a su reloj; era la hora, advirtió.
Se dirigió al cuarto de baño, abrió un armario y cogió un tubo de crema. Seguidamente, con una tranquilidad concienzuda, mientras tarareaba una música con voz inaudible, se puso a darse crema cuidadosamente en la cara. Las manos y el escote.
E
l teatro estaba casi vacío. Martine Rouvet, la profesora de literatura que había recibido a Nicolas le Garrec en compañía de Audrey, se había puesto ya el abrigo. En el patio podía oírse a los alumnos que habían asistido a la conferencia y que se dirigían a la sala de estudio: habían salido media hora larga antes del horario previsto.
—Ha sido una mañana extraña —observó.
Audrey alzó la mirada hacia ella. Estaba recogiendo sus cosas y se disponía a salir también. De todos modos, antes tenía algo importante que hacer.