Al fondo del gran patio ajardinado, se dirigió a una de las dependencias del Saint-Exupéry, esforzándose, tiesa y orgullosa, por desdeñar las miradas que se le pegaban al cuerpo como una sombra fría desde su llegada.
El ruido de una carrera la detuvo en su impulsivo avance. Se volvió: una pequeña silueta acababa de irrumpir en el patio. Una gorra, unas Nike y unos patines en la mano (estaba prohibido patinar en el Saint-Ex, aparte de que el lugar, entre la grava y el césped, tampoco se prestaba a ello). Sus labios esbozaron una sonrisa: Bastien Moreau… Uno de sus alumnos de quinto. Se había fijado en él desde la primera clase, hacía ya un mes. Imposible, por lo demás, pasarlo por alto: desentonaba en la escuela. Era nuevo, lo había notado enseguida al cruzárselo bajo las arcadas, solo la mayor parte del tiempo… Como ella.
¿Adónde iría corriendo y con tanto retraso? Seguro que a la secretaría para mendigar un pase.
[3]
Audrey estaba algo sorprendida. Moreau tenía las ojeras de un chico que duerme poco, o mal… Y los silencios de una adolescencia que se perfila problemática, a pesar de los primeros deberes que había entregado, inteligentes y sensibles. Un chaval talentoso, quizá demasiado. Se había prometido vigilarlo.
Retomó su camino hasta una pesada puerta de madera. Al entrar, la recibió un cálido olor a bollería.
La cafetería de los profesores de Saint-Ex era la viva imagen del propio colegio: la sutil armonía de sillares vistos combinados con un sentido estético de la modernidad. Techos abovedados y veladores de café, gran chimenea y halógenos, pavimento claro y barra rutilante… A años luz de la sala de profesores del instituto Descartes, donde había dado sus primeros pasos. Cuando Antoine Rochefort, el director, le había mostrado el lugar, en verano, había aclarado: «Todas las mañanas nos sirven cruasanes y panecillos frescos, y hasta tenemos una camarera».
En este caso, con su pelo rojo montado como un merengue, un maquillaje que revelaba un gusto indudable por los colores vivos y su bata rosa, la mujer que estaba detrás de la barra parecía salida de una de esos
diners
con que acogían a los estudiantes estadounideses de la serie
Happy Days
.
—Buenos días, señora Miller —exclamó con una sonrisa de oreja a oreja—. ¿Uno con leche, como siempre?
Audrey le dedicó una sonrisa. Sonia era, sin lugar a dudas, la única empleada del Saint-Ex que le hablaba, que la trataba como a cualquier otro profesor. De momento, la camarera se afanaba en tratarla de «señora Miller», pese a las invitaciones de Audrey para que la llamara por su nombre de pila.
—Sí, Sonia, gracias…
Audrey dejó sus cosas en una mesa junto a la ventana, mientras recorría la sala con la mirada. A aquella hora, la cafetería aún estaba desierta. Tan solo vio, unas mesas más allá, al señor Lefèvre, profesor de física y química. Gafas doradas, bigote militar, y por los hombros una eterna chaqueta de cuadros escoceses con coderas de cuero. Le dirigió un saludo silencioso que el hombre le devolvió educadamente, con la suspicacia suficiente para señalar su desconfianza hacia aquella colega demasiado inexperta, ¡demasiado… sulfurosa! para merecer su lugar en el seno de esa institución.
(«… ya todo esto: ¿es verdad que es la amante del director, el señor Rochefort…? ¿Que le han retirado la custodia de su hijo por culpa de la vida que lleva…? ¿Que tiene problemas con las drogas…?») La mujer consultó la hora: todavía le quedaban unos minutos. Se acercó a la ventana más alejada para contemplar el patio. Una sensación de
déjà vu
la recorrió como una ola. ¿Qué es lo que había dicho Antoine en el transcurso de la entrevista?
—Pues sí, señorita Miller, amo este lugar. Aquí cursé todos mis estudios, aquí he sido feliz. Y quiero que mis alumnos también sean felices aquí. Ya ve, este patio, estas arcadas… Es un sitio único. Por eso la gente paga el precio que paga.
Con Rochefort, desde esa misma ventana, había contemplado las galerías sostenidas por bellos pilares de piedra labrada, los árboles centenarios, el jardín perfectamente cuidado; había llegado a la conclusión de que, efectivamente, el Saint-Ex era un sitio hermoso, fuera de lo común. Y también se había preguntado cómo sería «ese lugar único» en invierno, cuando la luz de los neones se esparciera desde las cuatro de la tarde por el patio procedente de las aulas, cuando la silueta de los alumnos se deslizaba, fantasmal, bajo las arquerías inundadas por la niebla que había ido aumentando en el patio durante todo el día… Aquella mañana, tenía ante sí un atisbo de respuesta.
—Es extraña, ¿verdad?
Se sobresaltó.
Sonia se había acercado en silencio hasta ella con el café.
—La niebla… —aclaró Sonia.
—Sí, es extraña, como dice usted…
—Y esto solo es el principio. Yo nunca he acabado de acostumbrarme. Nunca. Ni siquiera después de todos estos años…
Esa mañana, más que ninguna otra, Audrey la comprendía. Por supuesto, estaban los restos góticos declarados de interés artístico. Por supuesto, su salario le había permitido alquilar, por una cantidad irrisoria, un piso suficientemente grande para una familia de cuatro miembros; allí se podía respirar tranquilo, aquello era una balsa de aceite. Pero ¿qué decir de la negra e impalpable maldad que envenenaba Laville? ¿De la acaudalada tranquilidad de las fortunas familiares, de las buenas maneras y de los discretos asuntos de cama que escondía el lugar?
¿Qué decir del pasado reciente de la ciudad? Ese escándalo que había manchado de sangre la reputación intachable de un lugar conocido sobre todo por sus piedras y su clima: varios niños asesinados en escenarios de pesadilla. En su momento, los titulares de los periódicos hablaban por sí mismos: EL DIABLO EN EL CORAZÓN DE BORGOÑA… BAÑO DE SANGRE EN LA JOYA DEL GÓTICO… EN LA NIEBLA, LOS MONSTRUOS…
Recordaba que incluso habían sacado uno o dos libros, y recientemente había leído que estaban estudiando hacer una adaptación cinematográfica del caso, trasplantada a Nueva Inglaterra.
¿Qué decir, pues, de aquella niebla perpetua?
Sí, recuperar a tu hijo y marcharse cuanto antes… La silueta oscura de un hombre se recortó enmarcada en la entrada del patio, sacándola de su ensimismamiento. Creyó reconocerla y le dio un vuelco el corazón. Luego el hombre avanzó y dejó escapar un suspiro de cansancio. Cuando se ama, a veces creemos ver el objeto de nuestro deseo a cada paso. Esto es aún más cierto, y últimamente lo sabía bien, cuando se odia.
Desde la ventana, distinguió entonces una chaqueta de cuero, unos vaqueros negros, zapatos grandes, cabello castaño que caía en mechones sueltos, aspecto deportivo: Nicolas le Garrec acababa de llegar.
A medio camino, se detuvo bajo una galería, pareció vacilar, levantó la vista. Audrey creyó entrever una expresión preocupada, una mirada sombría, el ceño fruncido… Pero quizá se trataba solo de un producto de su imaginación.
—Allí va mi cita —murmuró un poco tensa.
—¿Tiene una cita con Nicolas le Garrec? —se sorprendió Sonia.
Audrey asintió.
—Ha venido a dar una conferencia a los alumnos. Antoi… el señor Rochefort lo conoce, creo…
En el patio, Nicolas le Garrec continuaba inmóvil.
—¿Qué está haciendo? —dijo entre dientes.
—Está recordando, sin duda…
Se volvió hacia Sonia.
—Estudió aquí… Al mismo tiempo que Rochefort, además. Incluso diría que fueron a la misma clase. Probablemente por eso es por lo que ha aceptado dar esa conferencia. Siempre he oído decir que casi no concede entrevistas ni va a coloquios… bueno, nada de eso. —Se calló un momento, antes de proseguir—. Es extraño, lo último que esperaba era volver a verlo por Laville-Saint-Jour.
Audrey miró fijamente por un instante el perfil de la mujer que estaba a su lado: le recordaba a Shelley Winters en
La aventura del Poseidón
.
¿Por qué? Estuvo a punto de preguntar. ¿Por qué extrañarse por la presencia del escritor si se había criado allí? ¿Y por qué Antoine no le había dicho que se habían conocido de jóvenes?
Pero ya Sonia volvía hacia la barra… y Nicolas le Garrec reanudaba su camino en dirección a la cafetería.
Era un hombre atractivo. Tenía unas manos bonitas, a un tiempo largas y fuertes, una cálida sonrisa que contrastaba con esa mirada un poco sombría. Audrey Miller estaba sorprendida: a juzgar por su obra literaria, se había imaginado una suerte de vampiro de expresión atormentada y no un «chaval» con vaqueros, dotado de una especie de elegancia deportiva natural. Pero tenía que haberlo sospechado: ya al teléfono, cuando ella lo llamó para confirmar la cita, se había mostrado llano y directo. Y además, ¿es que Stephen King es un ogro? ¿O Thomas Harris un caníbal?
Llevaban sentados uno frente al otro algunos minutos, Le Garrec comiendo un cruasán a dos carrillos, ella un poco forzada, intimidada, no por la fama del autor sino por su actividad, su talento: Audrey era de esas personas que muestran un profundo respeto por los escritores, que presienten todo el trabajo, el dolor, la soledad que hay detrás de cada obra.
—Así pues, ¿cómo lo vamos a hacer? —preguntó él entre bocado y bocado.
—Será muy sencillo. Los alumnos le plantearán preguntas sobre su trabajo, su inspiración… y sobre el propio libro. Les… les ha gustado mucho —añadió.
—¿Habrá mucha gente?
—Seremos unos cien alumnos, creo…
—Hum… ¿Cuántos alumnos hay hoy en el Saint-Ex?
Ella sintió cómo se ruborizaba. Entendía el sentido implícito de la pregunta. ¿Por qué no están invitados todos los alumnos?
—Tranquila, en realidad no tiene ninguna importancia —la salvó—. Ya sé que un escritor de
thrillers
no está bien considerado por todos los profesores de literatura.
Parecía divertido. No detectó visos de amargura en sus palabras. Por lo demás, lo había clavado: la mayoría de los colegas de Audrey albergaban un desprecio manifiesto hacia su obra y había declinado el ofrecimiento de Rochefort.
—A… a mí me gusta mucho lo que hace —aventuró ella a modo de excusa.
—¿En serio? Me siento halagado…
—Incluidas sus primeras novelas…
Sobre todo esas, estuvo a punto de añadir, pero ante sus palabras, Nicolas le Garrec hurtó brevemente su mirada y Audrey se sintió culpable: ¿había sido de veras necesario añadir esa precisión? Escritas con seudónimo, las dos primeras novelas eran las más demoníacas… Y también las menos comprendidas.
—Usted no es de aquí, ¿verdad?
La pregunta la cogió desprevenida.
—No. Soy parisina de nacimiento, pero vivía en el sur. Llegué hace unos meses.
—¿Así que es su primer otoño? ¿Sus primeras nieblas?
Ella volvió la cabeza hacia la ventana.
—Sí…
—Es curioso eso de dejar el sur para venir a Borgoña… —insistió—. ¿Qué la ha traído al Saint-Ex?
La mujer se paró a pensar. No había contado para nada con que la conversación tomara ese sesgo personal tan repentinamente. Supuso que se trataba de la curiosidad del escritor. Y por otro lado, ¿qué contestar? «Un divorcio de mierda… Él obtuvo la custodia de nuestro hijo —¡de mi hijo!— a base de artimañas. Pretendió poner 700 kilómetros de por medio entre él y yo. Y como yo no soy de las que sueltan la presa, los seguí hasta aquí. Y voy a recuperarlo. Puede que me vuelva sin los huevos de ese cabrón, pero no sin mi hijo, eso seguro…»
—El azar.
—Hum. Qué extraño…
—¿Extraño? ¿Cómo que extraño?
—Porque nunca es el azar el que te trae hasta Laville-Saint-Jour. Laville no es Roma. No todos los caminos conducen aquí. Solo unas pocas carreteras secundarias… algún que otro sendero retorcido por los que es fácil perderse. —Aguardó un poco antes de proseguir—. Y nunca se pierde uno sin motivo, ¿no cree?
Ella pestañeó, incómoda.
—Es cierto… Laville no es Roma. Pero con la niebla, la arquitectura… Es un lugar un poco mágico. Y a menudo es el azar el que te conduce a sitios como este, ¿no? Pero, de todos modos, usted ya sabe todo esto… Es escritor. Es de aquí…
—¿Es Antoine quien se lo ha dicho? —se sorprendió—. Bueno, el señor Rochefort…
Ella obvió la pregunta. Se envalentonó. Después de todo, era él quien había inclinado la conversación hacia un registro más íntimo.
—Me sorprendió… Conocía su biografía. En ella se menciona Borgoña, pero… no recuerdo haber leído nunca que se hubiera usted criado en Laville-Saint-Jour. En cualquier caso, ahora entiendo mejor su universo. Si yo fuera escritora, creo que vendría aquí, a veces, a escribir. O en busca de inspiración…
Desde su silla, Audrey vio cómo entornaba los ojos. Luego giró la cabeza.
—Es precisamente por eso por lo que estoy aquí… —murmuró.
Un silencio los aisló. Audrey se dio cuenta de que el señor Lefèvre y Sonia tenían las miradas puestas en el autor y en ella misma. Y sin duda, también los oídos. Volvió a Le Garrec, perdido en la contemplación del patio. Y de golpe, mientras lo observaba, se percató de que no había ido desencaminada; por unos breves instantes, Nicolas le Garrec se mostró exactamente tal y como lo había imaginado: un hombre sombrío, taciturno… Un escritor desconfiado. De mirada atormentada.
Cada vez, de hecho, que la dirigía hacia la niebla.
L
e Garrec, Odile…
Bertegui tecleó el nombre en el ordenador y esperó un momento. En vano… Odile le Garrec era una perfecta desconocida para la policía. Al menos, a tenor de lo hallado en los archivos. Sin embargo, empezaba a aprenderlo conforme pasaba el tiempo, los archivos de Laville-Saint-Jour eran poco fiables. Habían desaparecido documentos, expedientes, testimonios… Se habían borrado nombres, sin el menor respeto por el procedimiento. ¿Era el de Odile le Garrec uno de ellos?
El comisario se hundió en su sillón mientras daba una calada al cigarrillo (que habría despertado las iras de Meryl de haberlo sabido), perplejo. Decididamente, el misterio Odile le Garrec lo traía mártir. Lo ponía malo, incluso… ¿Asesinato? ¿Muerte natural?
«… Muerta de miedo…» Todavía no podía dar carpetazo al asunto. Después de que se hubo marchado el forense, Bertegui había inspeccionado toda la vivienda sin detectar el menor rastro de violencia.
En el transcurso de su visita, se había demorado en una habitación. Con toda probabilidad la de Nicolas le Garrec, o al menos, la que había debido de ocupar siendo niño. A no ser por la ausencia casi maniática de polvo, la habitación parecía intacta, congelada en el tiempo: en la pared, algunos pósters mostraban el gusto del escritor por la
new gave
en su juventud: The Cure, Depeche Mode posaban con ropajes góticos. En las estanterías, novelas de Stephen King junto a varias de Agatha Christie, de James Hadley Chase, algunos Astérix… En un rincón, había alineadas unas pesas, antiguas zapatillas de deporte, casetes, cintas de VHS:
El exorcista
, la serie de
Damien-La maldición, Halloween…
. Nada anormal, en realidad, si Le Garrec se había ido de joven de aquella casa: en esa edad crucial de la vida a veces gusta reavivar los miedos de la infancia; se suele desarrollar una fascinación por la muerte, concepto nebuloso donde los haya cuando se tienen quince o veinte años.