—Sí. Éste y el otro, el que le di al del almacén. No sabía qué pensar cuando no volviste. Sabía que tenía que haberte pasado algo terrible. Me habías prometido que volverías y sabía que no romperías la promesa. Nadie que sea tan bueno como tú haría una cosa así. Su voz vacilaba. Le acaricié la mano.
—Claro —dije—. No pude cumplirla, ya sabes que…
—Busqué tu número de teléfono y llamé aquí. Y llamé y llamé. Por fin hoy llamé al almacén y el tipo ése me dijo…
El resto surgió en un borbotón.
Staples le contó lo que me pasaba. Ella sabía dónde guardaba el dinero la vieja. Eran unos quinientos o seiscientos dólares y se suponía que nos daríamos el piro juntos. Y que después de eso viviríamos felices.
Y lo único que yo quería… bueno, la deseaba; y le estaba muy agradecido. Pero, ¿qué coño podía hacer?
Me miraba suplicándome con los ojos.
—¿Es que no te gusto, Dolly? ¿Por eso me dijiste que estabas casado? Llamé y llamé aquí y nadie…
—No, no te mentí —dije—. Mi mujer me dejó. Ya no tiene nada que ver conmigo, así que por esa parte no habrá problemas. Pero…
—¡En cuanto me encuentre, la vieja me matará, Dolly! Comprenderá que el dinero lo cogí yo y… —y se echó a llorar de nuevo— . Está bien, Dolly. No trataba de molestarte. Creía que te gustaba y…
—Pequeña —dije—. Escúchame un momento. Gustar no es la palabra exacta para expresar lo que siento por ti. Te quiero, ¿entiendes? Tienes que creerlo. Por eso debemos hacer las cosas con cuidado. Si obramos como tú propones, terminaremos los dos en la cárcel.
—Pero…
—Escúchame. Deja que haga yo las preguntas y tú me respondes… ¿Se supone que esta noche has salido de compras, no? Muy bien, la tienda estaba cerrada y tuviste que ir a otra. Este asunto queda arreglado así. Ahora vamos a ocuparnos de la pasta que tenía escondida tu tía. Ella no sabe que tú estás al tanto, ¿o sí?
—No, pero…
—Limítate a contestar. ¿Dónde la tenía escondida? ¿Cómo llegaste a saberlo?
—En el sótano. Detrás de unas cajas. Un día yo estaba limpiando la caldera y ella no se dio cuenta de que andaba por allí. Quitó las cajas y había un agujero en la pared con el dinero dentro. Metido en una especie de bolsa. Lo sacó y se puso a contarlo. Murmuraba y maldecía como si estuviera medio loca. ¡No sabes el miedo que pasé, Dolly! ¡Si llegaba a verme!
—Claro, claro —dije—. ¿Volviste a verla bajar? ¿Cuándo fue la última vez?
—La única vez fue ésa, hará unos tres meses.
—Bien. ¿Te das cuenta? De momento todo va bien. A lo mejor pasa un año antes de que se entere de la desaparición de la pasta.
Comprendió adónde quería llegar y recuperó la serenidad. Pero en seguida perdió la calma. Podía no ser un año. Ni siquiera un día. La vieja a lo mejor acababa de notar la falta del dinero en ese mismo momento y…
—¡No sigas! —dije—. ¿Me has entendido? He dicho que te calles… Tu tía todavía no se ha enterado de que has cogido la pasta. Y no se va a enterar. El lunes vuelvo a trabajar. Conseguiré esos trescientos dólares que tuviste que pagar en un mes más o menos. Volverás a meterlos en el maletín y…
—¡No!
—Sí. ¿No te das cuenta? No tenemos otra oportunidad. Si no vuelves a casa esta noche, la vieja se pondrá a buscar el dinero. Es lo primero en lo que va a pensar. Comprenderá que lo has cogido y la policía te echará el guante en seguida. ¿No te parece que tengo razón?
—Creo que sí —concedió ella a desgana—. Dolly, ¿de verdad me quieres?
—Ya me gustaría tener tiempo para demostrártelo —dije y no estaba mintiendo—. Pero ahora te llevaré de vuelta. Antes pasaremos por una tienda, y nos volveremos a ver dentro de un par de días. Ya tendremos muchísimo tiempo para nosotros solos.
Volví a meterle el dinero en el bolsillo e hice bromas hasta conseguir que sonriera. Pero seguía bastante nerviosa y asustada. Con todo, creía que lo iba a soportar. Además, su dormitorio estaba en el piso de abajo y la vieja dormía en el de arriba, y una vez que subía a acostarse nunca bajaba.
—Entonces será muy fácil, pequeña —dije—. No habrá problemas. Ahora démonos un beso antes de ponernos en acción.
Nos lo dimos. Luego conduje con su cabeza apoyada en mi hombro. Ella no decía ni una palabra; parecía en paz con el mundo. Y así es como me gustaba verla, pues yo no me sentía tan bien.
Mona no sabía la frecuencia con que su tía contaba el dinero. Sólo la había visto hacerlo una vez, pero podía haberlo hecho muchas más. A lo mejor a la vieja le apetecía contarlo ahora, en el preciso momento que iba a dejar a Mona a la puerta de la tienda, y si lo hacía antes de que yo lo pudiera reponer…
En cinco minutos le sacaría la verdad a Mona. Staples tendría que devolverlo y yo volvería a la cárcel. Y ahora por dos delitos: por haber estafado al almacén y por inducir a Mona a robar.
Me pregunté si no me estaría equivocando. Pero no se me ocurría otra cosa.
Claro que si la vieja hubiera tenido pasta de verdad… Las cosas serían diferentes. Si en vez de cientos tuviera miles… lo suficiente para funcionar, ya se sabe… Era una vieja puta y no me importaría hacerlo. No existían demasiados riesgos. Unos cuantos, pero no muchos.
Y de pronto, casi sin pensarlo, acudió un plan a mi mente. Y el plan incluía a Pete Hendrickson. Aunque por sólo unos cientos de dólares…
—Pequeña —dije—. Oye, Mona, ¿no tendrá tu tía más dinero escondido en la casa? A lo mejor no lo guarda todo en ese agujero del sótano.
—Puede ser —dudó—. A lo mejor lo tiene. Probablemente en su cuarto. Pero no lo sé, porque siempre está cerrado con llave y nunca me deja entrar.
—Puede tenerlo —dije—. Después de todo, necesita disponer de algo a mano para los gastos de todos los días.
—No será mucho, Dolly. Por lo general sólo comemos arroz y judías y cosas baratas. Me encarga que compre productos de desecho. Casi no gastamos nada.
—Sí, pero a pesar de eso…
—Dolly —se me acercó—. No quería hablarte de ello, pero lo tengo que hacer. Me obligaba… ya sabes… muchas veces. Y desde hace mucho tiempo…
¡Dios mío! Me ponía enfermo pensar en aquello. Prostituía a esta chica, y quizá desde que era niña…
—No te preocupes, guapa —dije—. No lo tendrás que volver a hacer, así que no pienses más en ello.
Se echó a temblar otra vez.
—¿Tengo que volver? ¿No podíamos coger el dinero y… ?
Negué con la cabeza.
—No, querida. No podemos. De verdad que no podemos. Necesitamos ir lejos y para ello nos hace falta dinero. Y con esa cantidad no nos llegaría.
—Bueno —se puso tiesa en el asiento y me miró—. Puedo conseguir lo que haga falta, Dolly. Hay mucho más en la casa y puedo cogerlo.
—Pero tú dijiste que…
Pero ella no había dicho nada. Asumí que había cogido todo el dinero de la vieja. Lo que hubiera hecho yo de haberme decidido por algo así.
Y, sin embargo, había más, mucho más. O a lo mejor no lo había. ¿Y qué significaba un montón de dinero para una chica como ella?
Tenía cogido el volante y me temblaban las manos.
—Vamos a tranquilizarnos, guapa —dije al fin—. ¿Cuánto hay?
—Bueno —se mordió el labio—. Tengo que descontar lo que le pagué el otro día al de la tienda, y además…
—¡Por el amor de Dios! —dije—. Olvida esos problemas aritméticos. Dímelo en números redondos.
Me lo dijo.
Las manos me temblaban todavía más.
—Mona —dije—. Pequeña. Repítemelo.
—Cien… ¿será bastante, Dolly? Cien mil dólares.
Me quedé sentado y la miré con asombro, y ella a mí con ojos ansiosos mientras los pechos le subían y bajaban. Estuvimos así como un minuto o dos, ella mirándome llena de esperanza y yo sin saber qué decir. Luego su cara quedó nuevamente sin expresión y dijo que lo mejor sería que la llevase a casa.
—No me importa, Dolly. Ya no tengo miedo. Me matará y luego habrá terminado todo y…
—¡Cierra el pico, muñeca! —dije—. No va a matar a nadie.
—Pero si me encuentra…
—Eso no va a pasar. Y ahora dime una cosa, guapa. ¿Cómo consiguió esa vieja miserable cien mil dólares?
—No estoy segura, pero creo que…
Casi no recordaba nada de sus primeros años. Pero la vieja había hecho algún comentario que otro y reuniéndolos terminó por hacerse una ligera idea del origen del dinero. Aquello no me sonaba nada mal.
Arranqué y conduje hacia su casa pensando en cómo plantearle la proposición. Y si en realidad quería proponerle el asunto.
—Una cosa más, guapa. Creo que todo saldrá bien y podremos largarnos juntos y… —pero las palabras no me salían. Tragué saliva y probé otra vez abordando la cuestión desde otro ángulo—. Oye, ese Pete Hendrickson, ¿lo recuerdas? Bueno, pues supongamos que ese Pete…
Ella se estremeció y volvió la cabeza. Ya se sabe, se sentía mal, avergonzada y asustada ante la sola mención del nombre de Pete.
Le hice una caricia y la llamé corderillo.
—Lo siento, pequeña. No volveremos a hablar nunca más de Pete ni de ninguno de esos bastardos con los que tu tía te obligó… bueno, no importa. Lo que te iba a decir era… Verás, supongamos que alguien entra en la casa y…
—No —dijo ella—. No, Dolly.
—Pero pequeña, si…
—No —volvió a decir—. Eres muy bueno. Ya has hecho demasiadas cosas. No te voy a dejar.
Tragué saliva porque era la primera oportunidad que tenía en mi vida de hacerme con tanta pasta, y probablemente la última. Pero confieso que en realidad sentí cierto alivio. Casi me alegraba de que la cosa no saliera bien.
—De acuerdo, muy bien —dije—. Sólo pensaba que a lo mejor…
—Tiene una pistola. Podría herirte, o incluso matarte —dijo.
Y de nuevo estaba entregado de lleno al asunto.
—La vieja espera que vuelva por la casa, ¿recuerdas? Le dije que volvería. Así que podría dejarme caer por allí cualquier noche y…
Sólo le dije una parte. Lo que le iba a pasar a la vieja…
—Tú no tienes que intervenir, pequeña —continué—. Lo único que debes hacer es tener la pasta lista para que yo la coja, y luego llamar a la policía.
—Y luego… —los ojos le volvían a brillar y se le animó la cara—. Y luego nos podremos marchar juntos, ¿verdad, Dolly?
—Después de una semana o algo así. Cuando las cosas se tranquilizaran un poco.
—Hazlo esta misma noche, Dolly —dijo—. Mátala esta noche.
…Bueno, claro, hacerlo esta noche estaba descartado. Un asunto como éste requería ciertos preparativos; estaba Pete Hendrickson, al que tenía que encontrar y convencer. Le dije que teníamos que esperar, que probablemente lo podría llevar a cabo el lunes. Entretanto, ella debía volver a la casa y hacer como si no pasara nada.
—¿Y si descubre que falta el dinero, Dolly? ¿Y si lo descubre antes del lunes?
—No lo descubrirá —dije consiguiendo que me creyera—. Y ahora regresa a casa y volveremos a vernos mañana por la noche.
Se puso pálida ante la idea de encararse con la vieja. Pero le hablé suavemente y al fin se marchó.
La seguí con la vista hasta que dobló la esquina. Luego di la vuelta en redondo y me dirigí a casa.
Ahora que todo estaba decidido —claro que antes tenía que dar con Pete—, empecé a notar los pies fríos. O quizá deba decir que empezó a preocuparme el asunto. No, no estaba asustado, no había nada de qué asustarse; y sin duda quería que Mona y yo nos largáramos con los cien mil. Pero no me imaginaba a mí mismo haciendo lo que tenía que hacer.
«
Estás loco, tío
—pensé—.
¿Cómo vas a matar a nadie? ¿Eres capaz de matar a dos personas? No vas a poder hacerlo
.»
Estaba a medio camino de casa cuando decidí dirigirme a la ciudad. Casi no había comido los tres o cuatro últimos días. A lo mejor eso era lo que me ponía tan nervioso. Las cosas probablemente mejorarían después de una buena comida.
Recorrí algunas calles pensando en algo que me apeteciera comer y en algún sitio decente donde comerlo y, por fin, entré en el local donde suelo comer: una combinación de bar y restaurante situado en la esquina de la manzana donde estaba el almacén.
Me senté a una mesa y la camarera me entregó el menú. No había nada que sonara bien y, sin embargo, al mirarlo las tripas se me pusieron a hacer ruido. No sé por qué pasa esto, pero puedo contar lo que pasa. En todos los jodidos restaurantes a los que voy es siempre igual. Todas las veces la misma camarera, a la que parece que han tenido encerrada hasta que me ven entrar. Y la sueltan con el mandil más sucio que encuentran y con la pintura de uñas descascarillada, y maloliente y asquerosa y desarreglada hasta decir basta. Así era la señorita que esperaba de pie a mi lado.
Y no bromeo, hermano. Las cosas siempre son de esa manera.
Dije que me trajera una cerveza, después pensaría qué iba a comer. Pero la camarera era una de esas efectivas, ya sabes, y se puso a recomendarme cosas, las especialidades de la casa y todo eso; y las señalaba con aquellos malditos dedos despintados. Conque aguanté todo lo que pude y alcé la vista y le dije que se largara.
—A lo mejor no me has oído bien —dije—. A lo mejor tengo que levantarme y decirle a la cajera que lo que quiero es una cerveza.
—Pero… —me miró como si le hubiera pegado una bofetada—. Lo siento, señor. Sólo trataba de…
—Y yo de tomar una cerveza —dije—. ¿Me la vas a traer o no?
Me la trajo al momento. Pero la siguiente que pedí me la trajo otra chica. Lo que no suponía ninguna diferencia, pues era igual que la primera.
Se había terminado el primer acto e iba a empezar el segundo. Allí estaba tomando cerveza, pensando y tratando de no pensar en nada, cuando una sombra me tapó la luz.
—Hola, Frank —decía la voz balbuceante de Staples—. Conque estás aquí, ¿eh?
Me sobresalté y él hizo una mueca y se sentó enfrente. Le pregunté qué quería decir con aquello de «conque estás aquí».
—Una apuesta que había hecho conmigo mismo. Muchas gracias, señorita. Un plato de esa sopa deliciosa que tienen y un vaso grande de leche… Como te decía, Frank, estuve trabajando hasta tarde, un inventario especial, y después tuve hambre. Pero no me gusta comer solo, ya me entiendes. Y entonces se me ocurrió que a lo mejor me encontraba con algún amigo. No tú en concreto, claro. No sabía que también ibas a venir a cenar.
—¿Es que llama cenar a lo que se hace aquí? —dije—. Bueno, mi mujer recibía a unas amigas, así que preferí ahuecar el ala.