Me puso las manos en los hombros y me obligó a continuar sentado.
—Soy un maldito vagabundo. Ha hecho usted tantas cosas por mí, y yo siempre hablando y hablando. Pero no diré nada más. Terminaré de comer y, mientras tanto, usted descanse.
—Es que ya no quiero —dije con firmeza—. Lo único que ahora…
—No volveré a hablar —dijo—. Mantendré la boca cerrada.
Pues bien, terminó de cenar, recogió la mesa, limpió el hule y se sirvió un vaso con muy poco whisky para él y otro con mucho más para mí. Y mantuvo su palabra. No hizo más preguntas. Aunque me daba cuenta que tenía que hacer grandes esfuerzos para evitar que surgieran a su boca. Y verle en ese plan resultaba mil veces peor que cuando hablaba.
Le serví un vaso casi lleno. Hice que tomara tres o cuatro tragos, pero la cosa no sirvió de mucho. Trataba de que dejase de pensar en lo que estaba pensando, que era lo mismo en lo que pensaba yo.
Saqué un mazo de cartas y una caja de cerillas, como fichas, y jugamos unas cuantas manos. Pasamos del póquer al monte y luego al faro y a otro montón de juegos.
Parecía que las cartas iban a servir de algo. Tardaron en surtir efecto, desde luego, pero por fin funcionaron. Empezó a tararear una canción y yo le acompañé. Y cuando nos cansamos de jugar estábamos riéndonos como locos.
—Dillon —dijo secándose los ojos—, qué bien lo estoy pasando. Un buen amigo, un buen whisky y una buena canción. Creo que no la había oído desde…
—Te apuesto lo que quieras a que te lo puedo decir —le corté—. La canción se titula
Pie in the Sky
. Y la oíste en el noroeste, ¿a que sí? ¿Nunca anduviste por Oregón y el estado de Washington?
—¡Claro que sí! En mil novecientos cuarenta y cinco.
—¡Mil novecientos cuarenta y cinco! —repetí—. Yo también andaba por allí ese año. Vendiendo cazuelas, creo…
Bueno, supongo que no era tan raro, porque los tipos como nosotros siempre nos movemos mucho. No trabajamos en lo mismo, pero andamos por los mismos sitios. Puede parecer extraño, curioso, pero así es.
Cantamos una canción tras otra. Sin levantar demasiado la voz, claro. Cantamos y bebimos y hablamos, y creo que yo estaba muy borracho antes de terminar la tarde. Creo que estaba bastante más borracho que él. El día había sido interminable, ya se sabe.
—¿Qué nos pasa, Pete? —dije—. ¿Qué demonios andamos buscando?
—¿Buscando, Dillon?
—Sí. Yendo de un sitio para otro, aunque sabemos que todos son iguales —dije—. Cambiando de un trabajo a otro, aunque sabemos que todos son iguales. No hay ninguno que no apeste.
—Bueno —se rascó la cabeza—. No creo que andemos buscando nada, Dillon. Más bien creo que tratamos de no buscar.
—¿Tú crees?
—Sí. Y es algo que encontramos en todos los sitios a los que vamos. Y usted ya no lo encontrará más, pues tiene trabajo. Y mañana será un día duro. Por eso tiene que tomar café.
—No quiero café —dije—. Quiero otra copa.
—Café —dijo él con firmeza—. Y luego a la cama.
Fue a la cocina. Oí correr el agua y luego que hervía. La cabeza empezó a dolerme otra vez y me encontré muy mal.
Me levanté tambaleante y entré en la cocina. Me quedé allí de pie, mirándole.
—Pero ¿por qué? —dije—. Todo iba bien y has tenido que estropearlo. ¿Por qué? Contéstame.
Me puse a gritar. Luego me deslicé hasta el suelo y él me cogió en brazos y me llevó a la cama…
… El lunes, el día siguiente, fue muy duro. Ya no me preocupaba él, a no ser que saliera de casa, pues después del modo en que se había comportado me fiaba. Pero en mi cabeza había muchísimas otras cosas. No conseguía concentrarme en el trabajo y era un día en el que me debía de concentrar. Staples me tenía echado el ojo. Si no me esforzaba mucho podía perder el empleo, y tenía que conservar aquel empleo. Durante un tiempo.
Conque me esforcé en pensar sólo en el trabajo y olvidar a Mona y los cien mil dólares y lo que iba a tener que hacer para conseguirlos.
No conseguía realizar los cobros de los plazos. Tampoco vendía. Bueno, cobré algo, pero no tanto como debía. Y en cuanto a lo otro —y no podía dejar de pensar en ello—, cada vez lo veía menos claro.
¿Te das cuenta? Si alguna vez existió un bastardo capaz de que le saliera todo mal, ese bastardo era yo. No conocía bien la casa. No sabía cuánto tardaría Mona en coger la pasta del sótano, ni cuál era el cuarto de su tía…, y lo peor de todo era que no le había dicho cómo debía comportarse después, lo que debía decir y lo que tenía que contar a la policía. Y no lo había hecho porque en realidad no tenía decidido llevar el asunto hasta el final. Me había imaginado que Pete se había largado de la ciudad y que no podría llevarlo a cabo. Total, que no le había preguntado a Mona la mitad de las cosas que necesitaba saber, y ahora era demasiado tarde. No me atrevía a llamarla y no sabía cómo verla. A lo mejor me la encontraba por los alrededores de la casa si me dedicaba a rondar por allí mucho rato. Pero aquello no estaría bien, pues la gente podría recordarme después. Y encima, no tenía tiempo.
¿Esperar? ¿Aplazar la cosa una noche o dos hasta que tuviera tiempo de hablar con ella? No, eso no lo podía hacer. Estaba lo que le había contado a Pete y, además, la vieja podía descubrir que alguien había hurgado en su bolsa.
Y pensaba en todo eso mientras trataba de cobrarles a los morosos. Y pensaba, bueno, Dolly, no has cambiado nada, so cabronazo.
No has aprendido nada en toda tu vida. Ves algo que quieres y sólo tienes ojos para eso.
Pero bueno, pensé, tampoco era así. Parecía que era así, pero no era de ese modo. Hay tipos con suerte y tipos sin ella, y supongo que a estas alturas ya se sabe a cuál de esas dos clases pertenezco.
En definitiva, que a lo largo del día empecé a ver las cosas menos negras. A fin de cuentas no lo había hecho todo tan mal. El dinero estaba allí, ¿o no?, y Mona haría lo que le dije que hiciera, ¿o no? Me había ocupado de todas las cuestiones importantes, incluido Pete. Sólo quedaban sin decidir unos pocos detalles. Claro que todo habría sido mejor si hubiera podido explicarle a Mona las cosas. Pero en realidad no importaba tanto. La cosa saldría bien. Pues hasta al tipo con peor suerte del mundo le salen las cosas bien alguna vez.
Trabajé hasta las seis. Los otros ya habían entregado sus notas y se habían ido cuando llegué yo al almacén y Staples me esperaba.
Miró los contratos de las ventas que había hecho. Contó las facturas y el dinero que había cobrado.
—Un poco escaso todo, Frank —soltó mirándome—. Muy poco, desde luego. Confío en que tendrás alguna buena disculpa que darme.
—¡Qué demonios! —dije—. Me he pasado casi una semana sin trabajar. Lleva unos cuantos días volver a cogerles el tranquillo a las cosas.
—No —negó con la cabeza—. No es así, Frank. Sólo lleva un día, es decir, hoy. ¿Está claro?
—De acuerdo —dije—. Mañana lo haré mejor.
—Tendrá que ser mucho mejor. En caso contrario sentiré mucho tener que…
Me encogí de hombros y le dije que no montara tanto número. Si mañana no me iban las cosas bien, podía hacer lo que quisiera. Conque quedamos en eso y nos dimos las buenas noches y me dirigí a casa.
Tendrían que salirme las cosas mejor al día siguiente, y si no me salían, siempre podría recurrir a los cien mil. Sólo unos cuantos billetes, los suficientes para no tener problemas con Staples. Con toda aquella pasta en mi poder me lo podía permitir.
Llegué a casa. Pete estaba nervioso por haber permanecido encerrado el día entero, y listo para otra tanda de preguntas. Así que le dije que tenía que tomar un baño y que preparara la comida que había traído. Y así me lo quité de encima durante una hora.
Cenamos a las siete y media. A las ocho ya habíamos terminado. Le dije que tenía que hacer unas cuentas y que lavase los platos. De ese modo estuvo ocupado hasta las ocho y media.
Entonces entró en el cuarto de estar y yo recogí mis talonarios. Le dije que se pusiera el abrigo y el sombrero, cosa que hizo. Luego le di uno de los vasos que había servido. Y cuando nos los terminamos, serví otros.
—Dillon, hay algo que…
—Bebe y calla —dije—. Y rápido. Se nos está haciendo tarde.
—Pero…
Pero terminó su vaso y yo el mío. Apagué las luces, le cogí del hombro y nos dirigimos hacia la puerta a oscuras.
—Es sólo una cosa sin importancia, Dillon. No tiene importancia, pero me ha estado dando vueltas en la cabeza desde ayer por la noche.
—¿No me has oído? —dije—. Te he dicho que era tarde. Vámonos.
Me siguió, pero aquella pregunta, la que fuera, todavía le inquietaba. Y durante todo el camino hacia la ciudad no paró de murmurar.
Creo que ya he contado que la casa estaba un poco más allá de la universidad y que era la única de la manzana, pero con todo apagué los faros al acercamos e hicimos el resto del camino a oscuras.
Llegamos y abrí la puerta. Le dije a Pete que esperara en el coche hasta que le llamara.
—Pero yo creía —dijo mirándome.
—Es que te podría oír en el porche —le dije—. Cualquier ruido echaría a perder todo el asunto.
Lo dejé en el coche murmurando. Ya iba a medio camino cuando se me ocurrió que si pasaba un coche de la policía podrían preguntarle qué coño estaba haciendo allí. Pero…, bueno, no podía hacer nada. El coche no era el mejor sitio, desde luego, pero tampoco era conveniente que estuviera en el porche como le había dicho la noche anterior. Ninguna de las dos cosas estaba bien, y probablemente ninguna otra de las que se me ocurrirían. Pero, coño, no tenía tiempo de pensar y…
Llamé a la puerta y el ruido fue como un eco en el corazón que me latía a toda marcha. Al cabo de bastante tiempo —más o menos, una docena de años— la vieja me miró por entre la cortina.
La luz del vestíbulo donde me encontraba era muy débil. Pero al parecer bastó para que me reconociera. Abrió la puerta y me dejó entrar.
Puso mala cara cuando vio que no traía nada. Luego hizo un gesto hacia la puerta y se puso a frotarse las manos.
—¿Me trae el abrigo? Lo tiene en el coche, ¿verdad?
No dije nada, tampoco hice nada. Era como un hombre mecánico con las pilas gastadas.
—Lo ha traído, ¿o no? Me ha traído ese abrigo que… —hizo un gesto hacia el interior de la casa—. La chica ya está acostada.
No debió de haberlo dicho. Juro por Dios que si no lo hubiera dicho no habría podido seguir con el plan.
Total, que le di un izquierdazo y luego un derechazo. Muy deprisa. Y cayó al pie de la escalera y el cuello parecía de unos diez centímetros de largo. Y la cabeza se le movía a un lado y otro como una uva en una parra.
¿La había matado?
Mona estaba entre las cortinas del cuarto de estar. Salió y le echó una ojeada a la vieja y luego miró hacia otra parte. A continuación se echó en mis brazos temblando.
La besé en la coronilla y la saqué del vestíbulo.
—Dolly, ¿y ahora qué vamos a hacer? —dijo una vez en el cuarto de estar.
—Ahora te lo contaré —dije—. Te voy a explicar lo que debes hacer. ¿Cuál es la habitación de tu tía?
—Al final de la escalera. A la derecha. ¡Oh, Dolly, yo…!
—¿Dónde está la llave, por el amor de Dios?
—No lo sé…, a lo mejor la tiene ella encima.
Corrí al vestíbulo y registré a la vieja. Encontré una llave en uno de los bolsillos y volví con ella al cuarto de estar.
—¿Es ésta? ¿Qué pasa con la pistola? ¿Está en su habitación? ¡Maldita sea! ¡Respóndeme!
Mona asintió. Trató de sonreír.
—Lo siento, Dolly. En adelante haré las cosas mejor.
—Estupendo —dije, y le devolví la sonrisa—. Y ahora vete a por el dinero. ¿Podrás volver con él en cinco minutos?
Dijo que sí, que creía que sí. Se daría toda la prisa del mundo.
—¿Pero tú…?
—No importa, ¡maldita sea! —dije—. Vete y tráelo y deja que yo me ocupe del resto. ¡Muévete, por el amor de Dios!
Y vaya si se movió. Casi salió corriendo.
Yo volví al vestíbulo, me cargué a la vieja a la espalda y subí la escalera.
Llegué arriba y la dejé en el descansillo. Abrí la puerta de su habitación y entré.
Había una silla, una cama, un viejo escritorio. Y nada más. Ni libros. Ni fotos.
Y en una casa como ésta, con una vieja como ésta, debería de haber fotos
.
Abrí el escritorio con miedo de que no hubiera ninguna pistola o que no estuviera cargada. Y pensé en lo estúpido que era. Tenía que haberlo comprobado antes. Había ido muy deprisa. ¿Y si no estaba la pistola? Pero estaba. Era un enorme cuarenta y cinco. Justo la última pistola que uno esperaría que tuviera una vieja. Y estaba cargada.
También había algo de dinero. Unos billetes enrollados en uno de los cajones.
Cogí la pasta y me metí la pistola en el cinturón. Saqué los cajones y los dejé en el suelo y tropecé con la silla al volver al vestíbulo.
Bajé la escalera de cuatro saltos. Volví a subir unos escalones y agarré a la vieja por un brazo y la bajé con la cabeza por delante.
La dejé tumbada a media escalera. Bajé los escalones que quedaban, desperdigando los billetes por ellos. Apagué la luz y llamé a Pete. Luego subí unos cuantos escalones y esperé.
Sudaba como un pollo. Aquello no iba a salir bien, no podía salir bien.
Se abrió la puerta. Se cerró. Le oí respirar pesadamente, estaba nervioso. Luego me llegó un susurro en las tinieblas:
—¿Dillon?
—Todo va bien —le dije en voz baja—. Ahora está en su cuarto, en el piso de arriba, escribiendo el papel. Voy a subir a comprobar lo que hace.
—¡Oh! —casi pude ver la mueca de su cara—. ¿Entonces qué hago yo aquí?
—Quiero que eches un vistazo antes de que nos vayamos. Todo ha salido bien. La vieja no se enterará de que estás aquí hasta el momento preciso.
—Bien —dijo dubitativo. Pero en seguida dijo que yo era su camarada y el cerebro de la operación. Que sabía que me iba a ocupar de él igual que lo venía haciendo. Que él era un tipo sencillo. Y que había algo más en su mente.
—Me he pasado el día entero tratando de recordar, Dillon. ¿Cómo es esa canción que dice algo del bastardo del rey de Inglaterra?
—¡
Una canción
! —solté—. ¡
Era eso
! —bajé el tono de voz—. Enciende la luz, Pete. He rozado la llave con el brazo cuando… cuando… —¿
cuando qué
?—. La tienes a la derecha, junto a la puerta.