Empecé a notar una sensación de inquietud en la boca del estómago. Si no hubiera necesitado hacer una venta fuera como fuese me habría largado.
En la cocina cruzó una puerta y la seguí. Esperaba que dijera algo pero no sabía qué.
Había un pequeño dormitorio; un cuarto con una cama, más bien, y un antiguo lavabo con palangana y jarra. La persiana estaba bajada pero por las rendijas se colaba algo de luz.
Cerró la puerta, y empezó a desabrocharse la bata. Y entonces cogí de qué iba la cosa, pero ya era demasiado tarde. Demasiado tarde para detenerla.
La bata cayó al suelo. Debajo no llevaba nada. Se dio la vuelta.
Yo no quería mirar. Me sentía mal y estaba avergonzado, y eso que no me suelo avergonzar fácilmente. Pero no lo podía impedir. Tenía que mirar aunque nunca volviera a mirar ninguna cosa más.
Tenía un cardenal o algo parecido atravesándole el cuerpo de un lado a otro, como hecho por un hierro al rojo. O un palo. O un bastón… Y algunas gotas de sangre…
Se quedó de pie, con la cabeza baja, esperando. Apretaba los dientes con fuerza, pero veía que la barbilla le temblaba.
—Dios mío, guapa —dije, y me agaché y recogí la bata. Pues la deseaba, supongo que desde el mismo momento en que la había visto en la puerta, como una foto iluminada por el relámpago. Pero no quería que fuera mía de aquel modo.
Así que me puse a decirle que no llorase, que era muy guapa y que no quería hacerle daño por nada del mundo. Y por fin me miró a la cara y supongo que le gustó lo que vio igual que me gustó a mí lo que vi.
Se me acercó y me atrajo hacia ella enterrando su cabeza en mi pecho. La rodeé con mis brazos. Nos quedamos allí, pegados el uno al otro. Yo le acariciaba la cabeza diciéndole que no merecía la pena que llorase y que era una buena chica y que el viejo Dolly Dillon cuidaría de ella.
La cosa parece muy divertida, ahora que la recuerdo. Extraña, quiero decir más bien. Yo, un tipo como yo, en un dormitorio con una mujer desnuda en los brazos sin ni siquiera pensar que estaba desnuda. Pensando en ella sin pensar en su desnudez.
Pero así eran las cosas. Exactamente de ese modo. Lo podría jurar encima de una pila de Biblias.
Por fin conseguí que se calmase. La ayudé a que volviera a ponerse la bata y nos sentamos en el borde de la cama, hablando a base de susurros.
Se llamaba Mona y su apellido era el mismo que el de su tía, Farrell. O esto era todo lo que sabía. Que era todo lo que la vieja puta le había contado. No recordaba que hubiera vivido con nadie más. No tenía más parientes, que ella supiera.
—¿Por qué no te largas? —dije—. Ella no te lo podría impedir. Se metería en problemas si lo intentara.
—No sabría adónde ir, Dolly —dijo ella negando con la cabeza—. Tampoco qué hacer. De verdad que no lo sé.
—Demonios, haz algo —dije—. Hay montones de cosas que podrías hacer. Trabajar de camarera o de acomodadora en un cine. O despachar en una tienda. O limpiar casas si no encuentras nada mejor.
—Ya lo sé, pero…
—¿Pero qué? Puedes largarte. No se lo digas a ella si no quieres. Te marchas y no vuelves nunca más. De vez en cuando sales de casa, ¿no? Supongo que no te tendrá el día entero encerrada en casa.
—No…, sí —ella asintió.
Salía de vez en cuando. Al centro y a comprarle cosas a la vieja.
—¿Entonces, qué? —dije.
—No puedo, Dolly.
Suspiré. Estaba demasiado dominada, falta por completo de confianza en sí misma. Si hubiera alguien que la sacara de allí y que la ayudase hasta que empezara a ganarse la vida…
Me miraba pidiendo disculpas. Con humildad. Suplicándome con la vista. Miré al suelo. ¿Qué coño esperaba que hiciera?
—Bien —dije—, de momento dejaremos arregladas las cosas. Te daré la cubertería. La vieja no debe saber que…
—¡Dolly!
—Será mejor que me llames Frank —dije tratando de que dejara de pensar en lo más importante—. Dolly —me reía para mí mismo—. Un buen nombre para un tipo tan feo como yo.
—Tú no eres feo —dijo ella—. Eres guapo. ¿Por eso te llaman Dolly? ¿Te llaman Muñeco porque eres guapo?
—Sí —dije—. Soy un tío muy guapo, eso soy. ¿No ves lo vulgar que soy? ¿Lo torpe? Y no parece que vaya a dejar de serlo.
—Eres una persona encantadora —dijo ella—. Nunca había conocido a nadie tan agradable.
Le dije que el mundo estaba lleno de gente agradable. Me hubiera costado demostrárselo, pero de todos modos lo dije.
—Las cosas te irán bien en cuanto te largues de aquí. ¿Por qué no lo haces? Podría echarte una mano, decirles a los de la bofia que…
—¡No! —me agarró tan fuerte del brazo que casi di un salto—. ¡No, Dolly! Tienes que prometer…
—Pero, guapa —dije—. Todo eso son paparruchas que te contó la vieja. No te harán nada. Ella es la única que…
—No, no me creerían. Ella les dirá que miento y luego…, luego, cuando estemos solas…
—De acuerdo, guapa —dije—. Pensaré otra cosa —hice una pausa pensando en lo rápido que la vieja había vuelto con la oferta—. ¿Has tenido que hacer algo así antes, Mona? ¿Te ha obligado?
No dijo nada pero movió la cabeza arriba y abajo. Un ligero rubor cubrió la delicada blancura de su cara.
—¿Sólo con gente que pasaba por aquí, como yo?
De nuevo un asentimiento con desgana:
—Por lo general —dijo.
—Bueno, pues no lo volverá a hacer —dije—. No te abandonaré. Entre tanto ella creerá que todo ha ido como había planeado. Esa es la cuestión, ¿entiendes? Volveré con un montón de otras cosas y no quiero que te preocupes.
Alzó la cabeza de nuevo y me miró.
—¿Lo harás, Dolly? ¿Volverás?
—¿No te he dicho que sí? —dije—. Volveré y te sacaré de aquí en cuanto pueda. Costará un poco de trabajo, ¿sabes lo que quiero decir? Es algo complicado, porque estoy casado.
Asintió. Yo estaba casado. ¿Y qué? A ella no le importaba después de todo lo que había pasado.
—Sí —continué—. Llevo años casado. Y este trabajo que tengo apenas me da para ir tirando.
Su expresión no varió. Lo único que sabía era que yo tendría tantos líos o más que ella. Su modo de actuar me entristeció un poco, aunque también me gustó. Confiaba tanto en mí, estaba tan segura de que yo resolvería las cosas por complicadas que fueran… Tampoco había tantas personas que confiaran en mí de aquel modo. ¿Tantas? Coño, ninguna. Me sonrió de verdad por primera vez. Me cogió la mano y se la llevó a un pecho.
—¿Te apetece, Dolly? Contigo no me importaría.
—A lo mejor la próxima vez —dije—. Creo que ahora será mejor que me marche.
Su sonrisa se desdibujó. Se puso a preguntarme si me importaban los otros. Le dije que cómo iban a importarme, por el amor de Dios, y le di un beso que la dejó sin respiración.
Porque la verdad es que me apetecía y no iba a volver. Y cuando una chica te ofrece todo lo que tiene que ofrecer hay que tener mucho cuidado en cómo se rechaza.
Saqué la cubertería de mi maleta y la dejé en la mesilla. Le di otro beso, le dije que no se preocupase de nada y me fui. La vieja bruja, su tía, estaba en el vestíbulo. Hacía muecas y se frotaba las manos. Me apeteció partirle la cara, pero, claro, no lo hice.
—Ahí dentro tiene algo que merece la pena, señora —le dije—. Tenga cuidado con ello, porque volveré a por más.
Ella se rió malignamente y dijo:
—Tráigame un buen abrigo. ¿No tiene buenos abrigos de invierno?
—Tengo más de los que usted podría meter en un granero —dije—. Y nada de segunda mano, no los cambio por cosas de segunda mano. Si vuelvo y encuentro a alguien ahí dentro, no hay trato.
—Yo me ocuparé de eso —dijo ella—. ¿Cuándo volverá?
—Mañana —dije—. O todo lo más, pasado mañana. Y no intente engañarme si quiere el abrigo.
Me prometió que no lo haría.
Abrí la puerta y me dirigí al coche. Seguía diluviando. Parecía que no iba a parar nunca. Y le debía a la empresa otros treinta y tres dólares. Treinta y dos noventa y cinco, para ser exactos.
«Te va cojonudamente, Dolly —me dije para mí mismo—. Sí, señor Dillon, en buen lío te has metido.»
Metí la marcha atrás y luego me alejé. Sólo eran las cuatro y media. Tenía tiempo de sobra para llegar al vivero y ver a Pete Hendrickson antes de que terminara su jornada. Y si Pete no era un chico bueno de verdad…
De repente se me ocurrió que también él se lo había hecho con aquella pobre chica. Apostaría lo que fuera. La vieja seguro que trató de pagarle de ese modo y Pete no se negó. Y yo necesitaba lo que nos debía.
Aparqué delante del vivero, delante de la oficina, quiero decir. Busqué en la guantera del coche y saqué un montón de papeles. Encontré en seguida su contrato de compra donde estaban consignados los plazos. Había que mirarlo con atención porque la letra era muy pequeña. Pero todo era legal.
Entré en la oficina y me presenté al jefe de Pete. Me pagó como una máquina tragaperras. Treinta y ocho billetes y sin rechistar. Los contó, los volví a contar y cuando todavía no me había ido, dijo a un empleado que fuera a buscar a Pete.
Terminé de contar a toda prisa y me fui.
A los que emplean a la gente no les gusta que les engañen, y piensan que si sus empleados engañan a los demás terminarán por engañarles a ellos. Pondría a Pete en la calle. Decidí que me convenía estar lejos cuando eso pasara.
Fui calle abajo y al cabo de unas cuantas manzanas me detuve a tomar una cerveza. Me sirvieron una jarra y bebí la mitad de un trago. Luego me senté y extendí un contrato en blanco encima de la mesa y lo llené a nombre de Mona Farrell por un valor de treinta y dos noventa y cinco.
Empecé a sentirme un poco mejor. Ya no estaba tan triste y desesperanzado. Pedí otra jarra de cerveza y esta vez la bebí despacio. Pensé en lo dulce que era Mona y me pregunté por qué no me habría casado con ella en vez de con la puñetera Joyce.
Creí que la cosa iba a ir bien, hermano, pero ¿qué te voy a contar que no sepas? Había sido un estúpido, desde luego, pero me había vuelto listo de repente. Joyce era vaga, egoísta y sucia. ¡Y mi mujer! ¿Por qué no lo era Mona?
¿Y por qué me sentía amargado cada vez que pensaba en eso? Miré el reloj. Las seis menos diez. Fui al teléfono y llamé al almacén.
Staples sonó igual que siempre. Suave, grasiento. Le dije que hasta mañana no cobraría una venta que acababa de hacer.
—Perfectamente, Frank —dijo—. ¿Cómo van las cosas? ¿Te ha pagado Hendrickson?
—Todavía no —mentí—, pero he tenido un día bastante bueno. Hasta he vendido una cubertería especial de esas de plata.
—Estupendo —dijo—. A ver si le consigues sacar algo a Hendrickson.
Su voz llegaba desde ocho kilómetros de distancia, pero me sonó como si estuviera allí mismo.
—Oye, Frank —insistió—. ¿Qué pasa con los treinta y ocho dólares que nos debe Hendrickson?
—¿Y qué demonios cree que he estado haciendo? —dije—. No me he pasado el día entero en una oficina resguardado de la lluvia. Deme algo más de tiempo, por el amor de Dios.
El teléfono estuvo en silencio durante un momento. Luego Staples rió suavemente.
—Pero no demasiado tiempo, Frank —dijo—. ¿Por qué no haces un pequeño esfuerzo? Usa el cerebro. No sabes lo que me gustaría que pudieras cobrarle a ese Hendrickson por la mañana.
—Eso nos gustaría a los dos —dije—. Haré todo lo que pueda.
Dije buenas tardes y colgué el teléfono. Tomé el resto de la cerveza sin disfrutarla demasiado.
¿Me había dado un aviso? ¿Por qué estaba tan empeñado en que liquidase aquella cuenta? Hendrickson era moroso, desde luego, pero prácticamente todos nuestros clientes lo eran. Muy rara vez pagan, a menos que se les obligue a hacerlo. Nos compran a nosotros porque nadie más les da crédito. ¿Por qué coño, con al menos más de otros cien que no pagan, Staples se empeñaba precisamente en éste?
Aquello no me gustaba. Podía ser el comienzo del fin, el primer paso hacia la cárcel. Si me cogían haciendo eso con una cuenta, se imaginarían que había hecho lo mismo con otras. Y las comprobarían.
Claro que había hecho cosas así antes. Del mismo tipo. A uno le van las cosas bien un día y se gasta el dinero por la noche. Ya se sabe. A lo mejor has trabajado en algo parecido.
Pagué y salí del bar. Me dirigí a la puerta y miré la lluvia. Me subí el cuello de la gabardina dispuesto a llegar de una carrera al coche.
Se estaba haciendo de noche, pero todavía no había oscurecido del todo. Se podía ver bastante bien y le distinguí al final del edificio. Un tipo enorme y fuerte en ropa de trabajo que estaba bajo el alero del edificio.
Supuse que me había parado en un sitio demasiado cerca del vivero.
Volví al bar y pedí otra cerveza para llevar. La cogí por el cuello y me detuve junto a la puerta.
A lo mejor no me había visto. O puede que tratase de ponerme nervioso. En cualquier caso, estaba casi junto a él antes de que, al ver que me acercaba al coche, dejase el alero y se me cruzara delante.
Me paré y di un paso atrás.
—Hola, Pete —dije—. ¿Cómo te va?
—Eres un hijoputa, Dillon —dijo—. Te quedaste con mi paga.
—Vamos a ver, Pete —dije—. Has sido tú el causante de todo. Nosotros confiamos en ti y tratamos de ser amables contigo, y tú…
—¡Mientes! Me engañaste. El traje era de papel. Eres un ladrón. Me has estafado y no tengo por qué pagarte. Te arreglaré las cuentas.
Bajó la cabeza y apretó los puños! Di otro paso atrás apretando el cuello de la botella. La llevaba escondida en la espalda. El todavía no la había visto.
—Irás a la cárcel, Pete —dije—. Ya has estado otras veces, así que como sigas molestándome te encerrarán otra vez.
No estaba seguro de que fuera verdad lo que le estaba diciendo, pero mis palabras hicieron que se detuviera. Uno casi nunca se equivoca si asegura que un cliente de «Compre Ahora y Pague Después» ha estado a la sombra.
—Bueno —soltó él—. He estado en la cárcel, pero ya he cumplido mi condena. No me harán nada por esto.
—¿Y qué me dices de una condena por violación? —dije—. Atrévete a decir que no es cierto. Que no has violado a esa pobre chica.
Me acerqué a él sin darle ocasión a que lo negase. Al comprobar que lo había hecho me encontré fuera de mí.
—Vamos, hijoputa de mierda —dije—. Acércate y arreglaremos cuentas.
Y se me echó encima. Me hice a un lado blandiendo la botella como un bate. Se me hundieron los pies en el barro. Le alcancé en el puente de la nariz y cayó de bruces. Pero su puño derecho me alcanzó mientras caía, justo debajo del corazón. Si no me hubiera apoyado en la pared me habría venido abajo con él.