Durante unos momentos me pareció que no iba a respirar nunca más. Luego me enderecé y recuperé el aliento.
No lo había dejado fuera de combate del todo, pero ya no volvería a atacarme. No tenía sentido que le diese una patada. Le agarré por el cuello y lo apreté contra la pared, donde quedó sentado. Entonces abrí la botella con una piedra y se la puse en la mano.
No era lo que él esperaba. O a lo que estaba acostumbrado. Me miró como un perro apaleado. Siguiendo un extraño impulso, me saqué cinco billetes del bolsillo y los dejé en su regazo.
—Lo siento por tu trabajo —dije—. A lo mejor puedo encontrarte otro.
Asintió lentamente, limpiándose con la mano la sangre de la nariz.
—Claro que quiero un trabajo. Pero ¿por qué hizo usted aquello y ahora hace esto, señor Dillon?
—No tengo otro remedio —me encogí de hombros—. La empresa me manda cobrar, y tengo que hacerlo. Y si quieres pelea, pues peleo. Pero por mi parte no tengo nada en contra tuya, Pete. Como ves, te trato igual que si fueras un hermano al que hace tiempo que había perdido. Hasta te ha dado pasta de mi bolsillo y trataré de encontrarte trabajo.
Tomó un trago de cerveza; tomó otro. Eructó y movió la cabeza.
—Eso está muy mal —dijo—. ¿Por qué lo hace, señor Dillon? Usted es una buena persona, ¿por qué trabaja para esos malvados?
Le contesté que la gente se aprovechaba de mí. Luego le dije que se tranquilizase y se fuera a casa.
Las costillas me dolían mucho y no podía quitarme a Staples de la mente. Pero a pesar del dolor y la preocupación, me eché a reír en voz alta… Si la gente seguía diciéndome que era tan bueno y tan agradable, iba a empezar a creerlo.
La verdad es que nunca le hago daño a nadie si lo puedo evitar. Aunque he fastidiado a un montón de gente. Como hoy, por ejemplo. ¿Así que era una buena persona, eh? Bueno, pues sí. ¿Cuántos habrían pasado de Mona y tendido una mano al que trató de liquidarle?
Pete tenía razón. No era yo, sino mi trabajo. Y no sabía cómo dejarlo, igual que no sabía por qué lo cogí.
¿Has pensado alguna vez en las cosas en que trabaja la gente? Me refiero a algunos de los trabajos. Ves a un tipo que les corta el pelo a los perros, o a lo mejor a otro con una pala recogiendo mierda de caballo. Y te pones a pensar, ¿por qué hace eso? Parece un tipo listo, o por lo menos tan listo como otros mil. ¿Por qué trabaja en eso?
Haces una mueca y piensas que está chiflado, ya sabes lo que quiero decir, o que no tiene ninguna ambición. Y luego piensas en ti mismo y dejas de preocuparte del otro tipo… Tienes manos y pies. Andas bien de salud, y vas bien vestido y hasta tienes ambiciones, tío. Eres joven, si se puede llamar joven a alguien de treinta años, y fuerte. Has estudiado. Y a pesar de todo eso las cosas indican que no vas a ir mucho más allá.
Y no puedes hacer nada para evitarlo y tampoco puedes dejar de pensar en que otros llegan a lo más alto y tú no.
… A lo mejor es que tienes demasiadas ambiciones. Puede que ese sea el problema. Que no estás dispuesto a emplear cuarenta años en llegar de botones a director. Así que fichaste por una empresa que vendía revistas y anduviste de puerta en puerta, y de costa a costa. Y trabajaste en eso hasta que encontraste otra cosa mejor, o que parecía mejor. Y luego trabajaste en otra cosa. Café y té a comisión, cubiertos, seguros de centavo al día, funerarias, géneros de punto, perfumes y Dios sabe qué más. A veces ganas incluso doscientos en una semana. Pero a veces las cosas no van bien. Pues hay semanas buenas y malas. Una media de cincuenta o sesenta a la semana, tal vez setenta. Más de lo que podrías ganar en una gasolinera o de camarero.
Así que un día llegas a un pueblo y ves un anuncio de vendedor y crees que esta vez la cosa irá mucho mejor. Coges el empleo y te instalas en el pueblo. Y resulta que el trabajo apesta. Que es igual que todos los de antes. Que el pueblo apesta también. Y tú lo mismo: apestas. Y no puedes hacer nada por evitarlo.
Y te encuentras haciendo lo que todos los demás. Como el que corta el pelo a los perros o el que recoge mierda de caballo. Y odias tu trabajo. Y te odias a ti mismo.
Y sigues esperando.
Vivíamos en un barracón de cuatro habitaciones en el límite de la zona comercial. No era un barrio elegante, ya se sabe lo que quiero decir. Teníamos un patio miserable por una parte y por la otra una vía muerta del tren. Pero para nosotros bastaba. Estábamos igual de bien allí que en cualquier otro sitio. Un palacio o una choza, nos daba igual.
Entré. Me quité la gabardina y el sombrero. Los dejé encima de mi maleta —por lo menos estaba limpia— y miré a mi alrededor. El suelo estaba sin barrer. Los ceniceros, llenos de colillas. Los periódicos de la noche anterior, por el suelo. Bueno, nada estaba como debiera estar. Todo era porquería y desorden miraras donde mirases.
El fregadero de la cocina estaba lleno de platos sucios; había sartenes grasientas encima del fogón. Parecía que mi mujer acababa de comer y había dejado la mantequilla y todo lo demás encima de la mesa, de modo que las cucarachas se estaban dando un banquete.
Miré el dormitorio. Parecía que había pasado un ciclón por allí. Un ciclón y una tormenta de polvo.
Abrí la puerta del cuarto de baño de una patada y entré.
Era uno de sus días buenos, supuse. Sólo eran las siete de la tarde y ya se había puesto algo de ropa. No demasiadas cosas; sólo un liguero y unos zapatos y medias. Pero para ella eso no estaba especialmente mal.
Se llevó un lápiz de labios a la boca y me miró desde el espejo del armarito.
—¡Vaya! —soltó—. ¡Si es el rey de la casa!
—Sí —dije—. He visto a muchas mejores que tú haciendo la carrera.
—¡Maldito cabrón! Cuando pienso en todos los buenos chicos a los que rechacé para casarme contigo…
—¿Que rechazaste? —dije—. ¿Quieres decir que los pasaste revista y luego los mandaste marchar?
—¿Cómo? —dejó la barra de labios en el lavabo y se volvió—. Dolly —dijo mirándome—. ¡Dolly querido! ¿Qué es lo que nos pasa?
—¿A nosotros? —dije—. Que me paso el día pateando la calle y ¡mira lo que consigo! Nada. Ni siquiera una comida decente, o una cama limpia, o un sitio donde me pueda sentar sin un montón de cucarachas subiéndoseme por todas partes.
—Es que… —se mordió un labio—. Ya lo sé, Dolly. Pero siempre vuelven. No puedo hacer nada con esos insectos. Y aunque trabaje de la mañana a la noche la casa sigue igual de asquerosa. Y además estoy cansada, Dolly.
—¿Y qué pasó con las otras casas donde hemos vivido? ¿Acaso las tenías limpias?
—Es que nunca vivimos en ningún sitio que fuera agradable. Un sitio donde tuviera oportunidad de demostrar lo que valgo. Siempre fueron casas como ésta. Auténticos basureros.
—Más bien querrás decir que fuiste tú la que las convertiste en basureros —dije—. ¿Por qué coño no serás como mi madre? Siempre tenía limpias las casas en que vivíamos, y no eran mejores que ésta. Y éramos siete chicos.
—¡De acuerdo! —gritó ella—. ¡Pero yo no soy tu madre! ¿Todavía no te has enterado de que soy otra mujer? ¡Yo soy yo, yo!
—¿Y estás encantada de serlo? —pregunté.
Abrió la boca y la cerró. Me miró lentamente y se volvió cara al espejo.
—Muy bien —dije—. Muy bien. Eres una princesa encantada y yo soy un patán. Ya sé que no lo tienes nada fácil. Ya sé que todo iría mucho mejor si ganara más dinero, y ya me gustaría que así fuese. Pero no puedo hacer nada más.
—Debería de haberme enterado antes.
—Mira —dije—, estoy pidiendo disculpas, y eso que me he pasado el día entero bajo la lluvia mientras tú te quedabas aquí tumbada. Y encima vuelvo a casa y estoy cansado y preocupado y…
—La misma copla de siempre —dijo ella.
—¡Te he dicho que lo siento! —dije—. ¿Por qué no nos libramos de las cucarachas y me preparas algo de cenar?
—Prepáratelo tú si quieres. No te gusta nada de lo que hago.
Dejó la barra de labios y cogió un lápiz de ojos. Un dolor fuerte y agudo hizo presa de mi frente.
—Joyce —dije—. Te dije que lo sentía, Joyce. Te estoy pidiendo que me prepares algo de cenar, Joyce. Por favor, ¿entiendes? ¡Por favor!
—Sigue pidiéndomelo —dijo—. Es un auténtico placer negarme a hacerlo.
Siguió pintándose los ojos. Se habría creído que yo no estaba allí delante.
—Querida —dije—. Te lo repito por última vez. No estoy bromeando. Será mejor que te ocupes de mi cena. Si no, ya te puedes ir largando.
—Ahora el amable eres tú —dijo ella.
—Te estoy avisando, Joyce. Es tu última oportunidad. —¡Viva el rey de la casa!
Le di una bofetada y vaciló hasta caer en el baño lleno de agua sucia. No le había hecho daño, claro; si hubiera querido hacérselo le habría soltado un buen gancho.
Empezó a secarse sin decir nada y yo dejé de reírme. Luego dijo algo que parecía muy divertido y que sin embargo sonaba condenadamente triste.
—Era el último par de medias nuevas que me quedaban, Dolly. Has roto el único par de medias que tenía.
—Ya te daré otras —dije—. Tengo unas cuantas en la maleta.
—No quiero ponerme medias de ésas. Nunca se ajustan a la pierna. Me parece que voy a tener que salir sin medias.
—¿Vas a salir? —pregunté.
—Me marcho. Ahora. Esta noche. No quiero nada tuyo. Ya encontraré trabajo. Lo único que quiero es largarme de aquí.
Dije que muy bien, que si quería hacerse la tonta, por mí encantado, sus zapatos no estaban clavados en el suelo.
—Pero me parece que lo deberías de pensar un poco —dije—. Ya sabes que en este pueblo no hay cabarets.
—Ya encontraré algo. No hay ninguna ley que me obligue a seguir en este sitio.
—¿Por qué demonios no buscaste trabajo antes? —pregunté—. Si hubieras contribuido con algo de dinero, a lo mejor…
—¿Y por qué iba a contribuir? —dijo—. Muy bien, Dolly, acabo de decírtelo. Yo soy yo y no otra persona. Puede que haya podido hacer un montón de cosas, y lo mismo tú, pero no las hemos hecho y no las haríamos si se nos presentase otra oportunidad. Y ahora, si me perdonas…, quiero arreglarme un poco…
—¿Y ahora por qué te pones en ese plan? —dije—. Todavía estamos casados.
—No lo seguiremos estando en cuanto pueda. ¿Tienes la bondad de dejarme sola, por favor?
Me encogí de hombros dirigiéndome a la puerta.
—Está bien —dije—. Me voy al centro a comer algo. Buena suerte y mis mejores saludos a los que te detengan por puta.
—Dolly…, ¿es todo lo que me vas a decir en un momento como éste?
—¿Y qué quieres que diga?
—Podrías darme un beso de despedida.
—¿Cómo? La respuesta es no.
Salí como un loco y lo siguiente que noté fue un cepillo del pelo que me pegaba en la cabeza. Dolía mucho y los insultos que soltaba ella no contribuían a que doliera menos. Pero me alejé sin decir nada.
Cargué la maleta en el coche y fui al centro.
Maté un par de horas comiendo y volví a casa.
Se había ido, pero no sin dejar un recuerdo. Las ventanas del dormitorio estaban abiertas y la cama mojada de lluvia. Y mi ropa…; bueno, ya no tenía ropa.
Había echado tinta encima de mis camisas. Con unas tijeras había hecho trizas mi gabardina y mi otro traje. Mis pañuelos y corbatas estaban cortados en trocitos. Todos mis calcetines y ropa interior estaban metidos en el retrete.
Un follón de espanto, hermano; ¿qué te voy a explicar?
Me puse a arreglar las cosas y ya eran las dos de la mañana cuando la casa estuvo un poco en orden. Me senté pensando que si a ella no le gustaba un tipo como yo y no quería seguir con él, ¿por qué se había tomado tantas molestias para fastidiarle?
La había conocido en Houston hacía unos tres años. Yo era jefe de equipo de una empresa que vendía revistas ilustradas y solía dejarme caer por la sala de baile casi todas las noches. Bueno, pues ella empezó a tirarme los tejos desde el principio. No podía tomar una copa sin ver que me estaba mirando. Y una cosa lleva a la otra, y empecé a acompañarla a casa al salir del trabajo. Pero ¿qué puede hacer uno cuando una chica se le insinúa de ese modo? Unas cuantas noches nos despedimos a la puerta, y luego me dejó entrar. Y tenía uno de los apartamentos más bonitos que había visto jamás. Supongo que tenía una criada o alguien que se ocupaba de la casa. Aunque la verdad es que no me ocupaba demasiado de esas cosas, ya se sabe: estaba más ocupado de otros asuntos. Así que traté de besarla y me dio una bofetada. Me disponía a irme y se echó a llorar. Dijo que si lo hacía conmigo no creería que era una buena chica. Que no me casaría con ella y la dejaría. Y yo dije algo como: «Guapa, ¿quién te crees que soy?»
¡No! ¡Espera un minuto! Creo que me estoy equivocando. Me parece que eso pasó con Doris, la chica con la que estuve casado antes de Joyce. Sí, seguramente era Doris… ¿o Ellen? Bueno, da lo mismo. Todas se parecían mucho. Todas se comportaron de la misma manera más o menos. Conque, como decía, le dije: «¿Quién te crees que soy?» Y ella dijo: «Es que cuentan que… Pero yo creo que eres buen chico y…»
… Total, que me acosté.
«Compre Ahora y Pague Después» tenía setenta y cinco almacenes en todo el país. Contaré cómo era éste en el que yo trabajaba y se sabrá cómo eran todos los demás.
Estaba en una calle poco importante y era un local con un frente de siete metros de altura situado entre un salón de limpiabotas y una frutería. Tenía dos pequeños escaparates con lo menos cien productos en cada uno. Trajes de hombre, vestidos de mujer, trajes de baño, relojes de pulsera, juegos de tocador, baratijas…; más cosas de las que puedo contar. No sé por qué las exponían, pues sólo entraba algún cliente una vez al mes, e incluso menos. Prácticamente todas las ventas las hacíamos, puerta a puerta, yo y otros cinco tipos.
Ingresábamos unos quince mil al mes, con cobros que llegaban hasta el setenta y cinco por ciento. Y, sí, puede ser poco dinero, pero no nuestras ganancias. Con porcentajes del trescientos por cien uno puede permitirse ciertas pérdidas en el cobro de los plazos. Ganábamos más con estos quince mil que la mayoría de los almacenes que ingresan cincuenta mil.
Aquella mañana llegué un poco tarde y los otros vendedores ya se habían ido. Uno de los raros clientes que caían por allí estaba mirando unas chaquetas. Staples se encontraba en la oficina de atrás, un espacio separado del resto de la tienda por un mostrador que iba de pared a pared.