Una mujer difícil (86 page)

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Authors: John Irving

BOOK: Una mujer difícil
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Pero Harry le dijo a Eddie que no se había retirado para buscar otro trabajo. Quería leer más, y también viajar, pero esto último sólo cuando Ruth estuviera libre para acompañarle. Y si Ruth, según decía ella misma, era «así así» como cocinera, Harry cocinaba mejor y disponía de tiempo para hacer la compra. Además, a Harry le ilusionaba hacer muchas cosas con Graham.

Era exactamente lo que Hannah le había confiado en privado a Eddie: ¡Ruth se había casado con un ama de casa! ¿Qué escritor o escritora no querría contar con su propia ama de casa? Ruth había llamado a Harry su policía particular, pero el holandés era en realidad su ama de casa particular.

Ruth entró con la cara y las manos frías y se calentó al lado de la olla, en la que el agua había empezado a burbujear.

—Tomaremos sopa de pavo toda la semana —le dijo Harry. Una vez fregados y recogidos los platos, Eddie se sentó con Ruth y Harry en la sala de estar, donde la pareja se había casado por la mañana, pero Eddie tenía la impresión de que Ruth y Harry se conocían desde siempre… y así iba a ser sin duda. Los recién casados ocuparon el sofá, Ruth con una copa de vino en la mano y Harry con una cerveza. Desde el piso de arriba les llegaba la voz de Hannah, que leía el cuento a Graham.

Era la víspera de Navidad, y en toda la casa no se movía nada, ni siquiera el ratón, pues, como todo el mundo en aquella vieja casa, el pobre ratón estaba en cama, aquejado de un fuerte resfriado, y sólo nuestra pequeña y valiente Madeline estaba levantada, iba de un lado a otro y se sentía la mar de bien.

—Así es como me siento, la mar de bien —comentó Harry.

—Yo también —dijo Ruth.

—Por la pareja afortunada —brindó Eddie O'Hare con su Coca-Cola Light.

Los tres amigos alzaron los vasos. Proseguía la voz de Hannah, extrañamente placentera, que leía a Graham. Y Ruth volvió a pensar en lo afortunada que había sido al sufrir sólo un pequeño infortunio.

Durante aquel largo fin de semana de Acción de Gracias, la pareja feliz sólo cenó una vez más con Hannah y Eddie, sus amigos desdichados.

—Se están pasando el fin de semana follando, no es broma —le susurró Hannah a Eddie, cuando éste acudió a cenar el sábado por la noche—. ¡Te lo juro, me han invitado para que cuide de Graham mientras ellos se ponen las botas! No es de extrañar que no hayan ido de luna de miel, ¡ni falta que les hace! ¡Pedirme que fuese la dama de honor no ha sido más que una excusa!

—Puede que no sean más que imaginaciones tuyas —le dijo Eddie.

Pero lo cierto era que Hannah se había visto colocada en una posición fuera de lo corriente, por lo menos desde su punto de vista. Se encontraba en la casa de Ruth sin novio, y era muy consciente de que si Ruth y Harry no estaban haciendo el amor a cada momento, evidentemente querían hacerlo.

Además de preparar una ensalada de remolacha, Harry había hecho una sopa de pavo exquisita. También había horneado pan de maíz. Sorprendió a todos cuando persuadió a Graham de que probara la sopa, y el pequeño se la tomó junto con un emparedado de queso a la plancha. Todavía estaban cenando cuando se presentó la activa agente inmobiliaria de Ruth, acompañada por una mujer de aspecto severo a quien presentó como una «posible compradora».

La agente pidió disculpas a Ruth por no llamarla primero y concertar una cita, pero la posible compradora acababa de enterarse de que la casa estaba a la venta y había insistido en verla. Aquella misma noche tenía que regresar a Manhattan.

—Para no encontrar caravana —dijo la posible compradora.

Se llamaba Cándida, y su severidad procedía de la boca de labios finos y prietos, tanto que sonreír debía de resultarle doloroso, y la risa con semejante boca era ya impensable. Cándida podría haber sido en su juventud tan bonita como Hannah, pues todavía conservaba la esbeltez y vestía con elegancia, pero tenía por lo menos la edad de Harry, aunque parecía mayor. Además, daba la impresión de que le interesaba más evaluar a las personas reunidas en el comedor que visitar la casa.

—¿Por qué la venden? ¿Alguien se divorcia?

—En realidad acaban de casarse —dijo Hannah, señalando a Ruth y Harry—. Y nosotros nunca nos hemos divorciado… ni casado —añadió mientras indicaba a Eddie y a ella misma.

Cándida dirigió una mirada inquisitiva a Graham. La respuesta de Hannah no daba ninguna explicación referente a la procedencia del niño, y Hannah, que miraba fijamente a la mujer de expresión adusta, decidió que no iba a explicarle nada.

En el aparador, donde los restos de la ensalada atrajeron otra mirada desaprobadora de Cándida, había también un ejemplar de la traducción francesa de
Mi último novio granuja
, que tenía un gran valor sentimental para Ruth y Harry, pues consideraban
Mon dernier voyou
como un entrañable recuerdo de su enamoramiento en París. La mirada que Cándida dirigió a la novela implicaba también su desaprobación del francés. Ruth detestó a aquella mujer. Probablemente la agente inmobiliaria también la detestaba, y ahora se sentía un poco violenta.

La agente, una mujer bastante corpulenta y que parecía gorjear cuando hablaba, volvió a pedir disculpas por haberles interrumpido la cena. Era una de esas mujeres que se dedican al negocio inmobiliario una vez sus hijos han volado del nido. Tenía una vehemencia aguda e insegura, unos deseos de complacer más propios de la interminable preparación de bocadillos de mantequilla de cacahuete y jalea que de vender o comprar casas. No obstante, por frágil que fuese su entusiasmo, no era fingido. Deseaba realmente que a todo el mundo le gustara todo, y como eso sucedía muy raras veces, la mujer tendía a sufrir repentinos accesos de llanto.

Harry se ofreció para encender las luces del granero a fin de que la posible compradora pudiera ver el espacio dedicado a despacho en el primer piso, pero Cándida respondió que no estaba buscando una casa en los Hamptons porque deseara pasar el tiempo en un granero. Quería ver el piso superior, y lo que más le interesaba eran los dormitorios. Así pues, la agente acompañó a la señora escalera arriba. Graham, que se aburría, fue tras ellas.

—Mi jodida ropa interior está en el suelo de la habitación de invitados —le susurró Hannah a Eddie.

Éste podía imaginárselo; es más, ya se lo había imaginado. Cuando Harry y Ruth entraron en la cocina para preparar el postre, Hannah preguntó a Eddie en voz baja:

—¿Sabes lo que hacen juntos en la cama?

—Puedo imaginármelo —respondió él—. No hace falta que me lo digas.

—Él se dedica a leerle —susurró Hannah—. Eso puede durar horas. A veces es ella la que lee en voz alta, pero a él le oigo mejor.

—Creí que habías dicho que no paraban de joder.

—Eso lo hacen de día. Por la noche, él lee en voz alta y ella le escucha…, es algo enfermizo —añadió Hannah.

Una vez más, Eddie se sintió lleno de envidia y nostalgia.

—Un «ama de casa» normal y corriente no hace eso —susurró a Hannah, y ella le respondió con una mirada furibunda.

—¿Qué estáis cuchicheando? —inquirió Ruth desde la cocina.

—A lo mejor estamos teniendo una aventura —respondió Hannah, y Eddie se estremeció.

Estaban tomando tarta de manzana cuando la agente inmobiliaria regresó con Cándida al comedor. Graham iba detrás de ellas, como si tramara algo malo.

—Es demasiado grande para mí —dijo Cándida—. Estoy divorciada.

La agente, apresurándose tras la clienta que se alejaba, dirigió a Ruth una mirada que anunciaba la inminencia de las lágrimas.

—¿Por qué ha tenido que decir que está divorciada? —preguntó Hannah—. Su cara lo pregona.

—Ha mirado uno de los libros que lee Harry —informó Graham—. Y también tus bragas y sostenes, Hannah.

—Ya ves, cariño mío, hay gente que hace esas cosas —replicó Hannah.

Aquella noche Eddie O'Hare se durmió en su modesta casa del lado norte de Maple Lane, donde las vías del ferrocarril de Long Island estaban tendidas a menos de sesenta metros de la cabecera de su cama. Se sentía tan fatigado (la fatiga le sobrevenía a menudo cuando estaba deprimido) que no le despertó el tren de las 3.21 en dirección este. A esa hora de la madrugada, el tren del este solía despertarle, pero aquella mañana de domingo durmió a pierna suelta… hasta que pasó el tren de las 7.17 en dirección oeste. (Los días laborables se despertaba antes, gracias al tren de las 6.12 en dirección oeste.)

Hannah le telefoneó cuando él estaba preparando el café.

—Tengo que largarme de aquí —susurró Hannah. Había intentado sacar un billete para el autobús de línea, pero ya no quedaban plazas libres. Antes había planeado marcharse aquella tarde en el tren de las 18.01 en dirección oeste, hasta la estación de Pennsylvania—. Pero tengo que marcharme antes —le dijo—. Me estoy volviendo loca…, los tórtolos me sacan de quicio. Te llamo porque supongo que conoces el horario de los trenes.

Sí, claro, Eddie estaba bien informado del horario. Los sábados, domingos y festivos por la tarde había un tren con dirección oeste a las 16.01, y casi siempre se podía conseguir asiento en Bridgehampton. «Sin embargo —le advirtió Eddie—, si el tren va muy lleno, quizá tengas que viajar de pie.»

—¿No crees que algún tío me ofrecerá su asiento, o por lo menos dejará que me siente en su regazo? —le preguntó Hannah. Estas palabras deprimieron todavía más a Eddie, pero accedió a recoger a Hannah y llevarla en coche a la estación de Bridgehampton. Los cimientos, que eran todo lo que quedaba de la estación abandonada, estaban prácticamente al lado de la casa de Eddie. Hannah le dijo que Harry ya había prometido que se llevaría a Graham a dar un paseo por la playa, exactamente en el mismo momento en que Ruth dijo que quería darse un largo baño. Aquel domingo, cuando terminaba el fin de semana de Acción de Gracias, caía una lluvia fría. Mientras se bañaba, Ruth recordó que era el aniversario de la noche en que su padre la obligó a conducir hasta el hotel Stanhope, adonde Ted había llevado a tantas de sus mujeres. Durante el trayecto le relató lo que les sucediera a Thomas y Timothy, y ella no desvió los ojos de la carretera. Ahora Ruth se estiró en la bañera, confiando en que Harry se hubiera vestido adecuadamente, y hubiera hecho lo propio con Graham, para pasear con el niño por la playa bajo la lluvia.

Cuando Eddie recogió a Hannah, el holandés y el pequeño, con impermeables y esos sombreros de marino, de ala ancha por detrás y llamados suestes, subían a la camioneta de Kevin Merton. Graham también llevaba unas botas de goma que le llegaban a las rodillas, pero Harry calzaba sus zapatos deportivos de siempre, pues no le importaba que se mojaran. (Lo que le había servido en De Wallen le bastaría para la playa.)

Debido al mal tiempo, sólo un reducido número de neoyorquinos regresaban a la ciudad en el tren de la tarde; la mayoría se había marchado antes. Cuando llegó a Bridgehampton, el tren de las 16.01 que iba en dirección oeste no iba tan lleno de pasajeros.

—Por lo menos no tendré que entregar mi virginidad o algo por el estilo para conseguir un jodido asiento —comentó Hannah.

—Cuídate, Hannah —le dijo Eddie, si no con un gran afecto, sí con auténtica preocupación.

—Tú sí que debes cuidarte, Eddie.

—Sé cuidarme —protestó él.

—Permíteme que te diga una cosa, mi divertido amigo —replicó Hannah—. El tiempo no se detiene.

Le tomó las manos y le dio un beso en cada mejilla. Era lo que Hannah acostumbraba a hacer, en vez de estrechar la mano. A veces, en vez de darle a alguien un apretón de manos, se lo tiraba.

—¿Qué quieres decir? —inquirió Eddie.

—Han pasado casi cuarenta años, Eddie. ¡Ya es hora de que lo superes!

Entonces el tren se puso en marcha, llevándose a Hannah. El de las 16.01 en dirección oeste dejó a Eddie de pie bajo la lluvia; las observaciones de Hannah le habían dejado petrificado. Aquellas observaciones revelaban una aflicción tan duradera que Eddie pensó en ellas mientras cocinaba sin prestar atención a lo que hacía y se tomaba la cena.

«El tiempo no se detiene» resonaba en su cabeza mucho después de que hubiera depositado un filete de atún marinado en la parrilla al aire libre. (Por lo menos, la barbacoa de gas, en el porche delantero de la humilde casa de Eddie, estaba protegida de la lluvia.) «Han pasado casi cuarenta años, Eddie.» Repitió estas palabras mientras comía el atún con una patata hervida y un puñado de guisantes hervidos. «¡Ya es hora de que lo superes!», dijo en voz alta cuando lavaba el único plato y el vaso de vino. Cuando quiso tomarse otra Coca-Cola Light, estaba tan abatido que la tomó directamente de la lata.

El paso del tren de las 18.01 con dirección oeste hizo temblar la casa.

—¡Odio los trenes! —gritó Eddie, pues ni siquiera su vecino más próximo podría haberle oído por encima del estrépito que producía el tren.

Toda la casa volvió a estremecerse cuando pasó el de las 20.04, el último de los trenes dominicales con dirección oeste.

—¡A la mierda! —gritó inútilmente.

Desde luego, era hora de que lo superase. Pero sabía que jamás podría olvidar a Marion ni lo que sintió por ella. Eso sería imposible.

Marion a los setenta y seis años

Maple Lane es una calle tranquila flanqueada por docenas de viejos arces. Unos pocos ejemplares de otras especies de árboles, uno o dos robles, varios perales Bradford decorativos, se mezclan con los arces. El visitante que llega a la calle por el este se forma una primera impresión favorable. Maple Lane parece una calle agradablemente sombreada de una localidad pequeña.

En los senderos de acceso a las casas hay coches aparcados (algunos residentes aparcan en la calle, bajo los árboles) y de vez en cuando una bicicleta, un triciclo o un monopatín señalan la presencia de niños. Todo denota una población de clase media que tiene una posición cómoda aunque no lujosa. Los perros, desgraciadamente, hablan por sí mismos, y con gran alboroto. Lo cierto es que los perros vigilan la zona central del barrio de Eddie O'Hare con tal afán protector que el forastero o el transeúnte pensarían que esas casas de aspecto modesto contienen más riquezas de lo que aparentan.

Avanzando hacia el oeste por Maple Lane se llega a la calle Chester, la cual está orientada al sur y revela más casas agradables y sombreadas de una manera encantadora. Pero entonces, casi exactamente a medio camino, en el punto donde la avenida Corwith también se dirige al sur, hacia Main Street, el aspecto de Maple Lane cambia con brusquedad.

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