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Authors: John Irving

Una mujer difícil (31 page)

BOOK: Una mujer difícil
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Cuando el conductor del camión le preguntó: «Si no vas a ser ayudante de escritor, ¿a qué vas a dedicarte?», Eddie no vaciló en responder a aquel hombre tan franco y que despedía un olor a pescado tan poco grato: «Voy a ser escritor».

Sin duda el muchacho no podría haber imaginado la aflicción que causaría en ocasiones. Iba a herir a los Havelock sin proponérselo, por no mencionar a Penny Pierce, a quien sólo había querido herir un poco. ¡Y los Havelock habían sido tan amables con él!… A la señora Havelock le gustaba Eddie, en parte porque percibía que el muchacho había superado la lujuria que en otro tiempo ella le provocaba. Se daba cuenta de que estaba encaprichado de otra, y no pasó mucho tiempo antes de que se lo preguntara directamente. Los Havelock sabían que Eddie no era un escritor lo bastante bueno como para haber imaginado aquellas escenas sexuales tan explícitas entre un joven y una mujer madura. Demasiados detalles eran exactos.

Y así los señores Havelock fueron las personas a quien Eddie confesó su aventura amorosa con Marion, que se prolongó durante seis o siete semanas. También les contó los aspectos terribles, las partes sobre las que no se había atrevido a escribir. Al principio, la señora Havelock reaccionó diciendo que Marion prácticamente le había violado, que era culpable de un delito, el de haberse aprovechado de un menor de edad. Pero Eddie persuadió a la mujer de que las cosas no habían sido así.

Como solía sucederle con las mujeres mayores que él, a Eddie le resultaba fácil y consolador llorar delante de la señora Havelock, cuyas velludas axilas y senos libres de sujetador todavía le recordaban la excitación que le producían en el pasado. Como si se tratara de una ex novia, la señora Havelock sólo le excitaba de vez en cuando y no en demasía. Pero era evidente que, en su presencia cálida y maternal, aún podía experimentar un ramalazo de lujuria.

Así pues, era una lástima que escribiera sobre ella como lo hizo. Si a veces la segunda novela es como una inflamación, en el caso de Eddie su «segundanovelitis» fue más intensa de lo habitual. La segunda novela de Eddie fue la peor de las que escribió y, tras el éxito relativo de
Un trabajo de verano
, esa segunda obra señalaría el punto más bajo en la carrera del novelista. Después, su reputación literaria mejoraría ligeramente y mantendría un rumbo constante y poco distinguido.

Parece seguro que Eddie tuvo demasiado presente la obra teatral de Robert Anderson
Té y simpatía
, de la que más tarde se hizo una película, con Deborah Kerr en el papel de la mujer madura, y que indudablemente causó en Eddie O'Hare una impresión duradera. En la comunidad de Exeter conocían especialmente bien
Té y simpatía
porque Robert Anderson era un exoniano, graduado en 1935. Todo esto contribuyó a poner a la señora Havelock en un brete cuando Eddie publicó su segunda novela,
Café y bollos
.

En esa segunda novela, un alumno de Exeter sufre frecuentes desvanecimientos en presencia de la esposa de su profesor favorito de inglés. La esposa, cuyos senos colgantes, sin sujetador, y sus axilas siempre sin depilar la identifican inequívocamente como la señora Havelock, ruega a su marido que se la lleve de la escuela. Se siente humillada por ser el objeto de deseo de tantos chicos, y además siente lástima de ese alumno a quien su involuntario atractivo sexual ha destrozado por completo.

Esto era demasiado explícito, como más adelante Minty O'Hare le diría a su hijo. Incluso Dot O'Hare se apiadaría al ver el semblante afligido de Anna Havelock tras la publicación de
Café y bollos
. Eddie, en su ingenuidad, había pensado que el libro sería una especie de homenaje a
Té y simpatía
… y a los Havelock, que tanto le habían ayudado. Pero, en la novela, el personaje de la señora Havelock se acuesta con el adolescente prendado de ella, pues éste es el único medio de que dispone para convencer a su insensible marido y lograr que la aparte de la atmósfera masturbatoria de la escuela. (Que Eddie considerase su libro nada menos que un homenaje a los Havelock resulta francamente desconcertante.)

En cuanto a la señora Havelock, la publicación de
Café y bollos
tuvo un efecto largamente deseado: su marido decidió regresar a Gran Bretaña, tal como ella le había pedido que hiciera. Arthur Havelock acabó enseñando en una localidad de Escocia, el país donde conoció a Anna. Pero si el resultado de la segunda novela de Eddie tuvo, sin habérselo propuesto, un final feliz para los Havelock, lo cierto es que éstos nunca le dieron las gracias por haber escrito aquel libro comprometedor. No sólo no le dieron las gracias, sino que no volvieron a dirigirle la palabra.

Quizá la única persona a la que gustó
Café y bollos
fue alguien que se hizo pasar por Robert Anderson, graduado en 1935. El pretendido autor de
Té y simpatía
envió a Eddie una elegante carta en la que le decía que había comprendido el homenaje y la comedia que el joven escritor se había propuesto escribir. (En los paréntesis que seguían al nombre de Robert Anderson, el impostor había escrito: «¡Sólo es una broma!», cosa que hundió a Eddie.)

Aquel sábado, cuando se hallaba en la cubierta superior del transbordador que cruzaba el canal en compañía del camionero, Eddie estaba taciturno. Era como si pudiera prever no sólo su aventura veraniega con Penny Pierce, sino también la carta rencorosa que le escribió tras haber leído
Un trabajo de verano
. A Penny no le gustó el personaje de Marion en esa novela…, porque, naturalmente, ella lo veía como el personaje de Penny.

A decir verdad, Eddie O'Hare decepcionaría a la señora Pierce mucho antes de que ésta leyera la novela. En el verano de 1960, se acostaría con Eddie durante tres meses. Dispondría casi del doble de tiempo que Marion para dormir con él, y sin embargo el muchacho no haría sesenta veces, ni mucho menos, el amor con la señora Pierce.

—¿Sabes de qué me acuerdo, muchacho? —le decía el camionero. Para asegurarse de que su interlocutor le escuchaba, extendió la mano con la botella de cerveza más allá de la pared protectora del puente. El viento hizo que la botella sonara como una bocina.

—No, ¿de qué te acuerdas?

—De aquella mujer que estaba contigo, la del suéter rosa. Te recogió en aquel bonito y pequeño Mercedes. No eras su ayudante, ¿verdad?

Eddie tardó un poco en responder.

—No, trabajé para su marido. El escritor era él.

—¡Vaya, ése sí que es un tipo con suerte! —exclamó el camionero—. Pero, compréndeme, yo sólo miro a las mujeres, no me meto en líos. Hace casi treinta y cinco años que me casé… con mi novia del instituto. Supongo que somos felices. No es una gran belleza, pero es mi mujer. Es como las almejas.

—¿Perdona?

—La mujer, las almejas…, quiero decir que quizá no sea la elección más emocionante, pero funciona —le explicó el camionero—. Quería tener mi negocio de transporte, por lo menos mi propio camión. No quería trabajar para otros. Antes transportaba cosas muy diversas, pero era complicado. Cuando vi que podía arreglármelas sólo con las almejas, resultó más fácil. Podríamos decir que acabé cayendo en las almejas.

—Comprendo —dijo Eddie.

La esposa, las almejas…, el futuro novelista pensó que era una analogía retorcida, al margen de cómo se expresara. Y sería injusto afirmar que el escritor Eddie O'Hare vendría a ser el equivalente literario del camionero. No era tan malo como para decir que «acabó cayendo en las almejas».

El camionero volvió a extender la botella más allá de la pared del puente. La botella, ya vacía, emitió un sonido más grave que el de antes. El transbordador aminoró la velocidad mientras se aproximaba al embarcadero.

Eddie y el camionero recorrieron la cubierta superior en dirección a proa, de cara al viento. En el muelle, los padres del muchacho agitaban los brazos como locos. Su obediente hijo les devolvió el saludo. Tanto Minty como Dot tenían lágrimas en los ojos, se abrazaban y enjugaban mutuamente los rostros humedecidos, como si Eddie regresara sano y salvo de la guerra. En vez de experimentar su turbación habitual, o incluso de sentirse un tanto avergonzado por la conducta histérica de sus padres, Eddie comprendió cuánto los quería y lo afortunado que era al tener la clase de padres que Ruth Cole jamás conocería.

Entonces comenzó el habitual estrépito de las cadenas que bajaban la pasarela de desembarco. Los estibadores se hablaban a gritos por encima del jaleo.

Eddie contempló el puerto y las aguas agitadas del canal de Long Island con la seguridad de que los veía por última vez. No podía imaginar que, un día, cruzar el canal en el transbordador le sería tan familiar como cruzar el umbral del edificio principal del centro docente, bajo aquella inscripción latina que le invitaba a ir allá y convertirse en hombre.

—¡Edward! —exclamaba su padre—. ¡Cariño!

La madre de Eddie lloraba tanto que era incapaz de hablar. Al muchacho le bastó con mirarles para saber que jamás podría contarles lo que le había sucedido. Si hubiera tenido un poder de premonición mayor del que poseía, tal vez en aquel mismo momento habría reconocido sus limitaciones como literato: jamás sería un buen mentiroso. No sólo no podría contar a sus padres la verdad de su relación con Ted, Marion y Ruth, sino que tampoco podría inventarse una mentira satisfactoria.

Eddie mentiría sobre todo por omisión, limitándose a decir que había pasado un verano triste porque el señor Cole y su mujer estaban embarcados en los preliminares del divorcio. Luego Marion había dejado a Ted con la niñita, y eso era todo. Una oportunidad de mentir más estimulante se presentó cuando la madre de Eddie descubrió la rebeca rosa de Marion colgada en el armario de su hijo.

La mentira de Eddie era más espontánea y convincente que la mayor parte de lo que imaginaba imperfectamente en sus novelas. Le dijo a su madre que cierta vez, yendo de compras con la señora Cole, ésta señaló el suéter en una boutique de East Hampton y le dijo que siempre había deseado aquella prenda y había confiado en que su marido se la comprara. Con estas palabras, y puesto que ella y su marido estaban en trámites de divorcio, la señora Cole le dio a entender que había una buena razón para que su marido se ahorrara el dinero.

Eddie regresó a la tienda y compró la cara prenda, ¡pero la señora Cole se marchó (abandonando el matrimonio, la casa, a su hija, todo) antes de que Eddie hubiera tenido ocasión de dársela! El muchacho dijo a su madre que quería quedarse con la rebeca por si un día se encontraba de nuevo con Marion.

Dot O'Hare se sintió orgullosa del amable gesto de su hijo. De vez en cuando azoraba a Eddie al mostrar la rebeca rosa a sus amigos del profesorado, pues a Dot le parecía perfecto utilizar lo considerado que había sido Eddie con la desdichada señora Cole como tema de conversación durante una cena. Más adelante, la mentira de Eddie sería como un tiro salido por la culata. En el verano de 1960, mientras Eddie mantenía relaciones con Penny Pierce y no cumplía con el requisito de las sesenta veces, Dot O'Hare conoció a la esposa de un profesor de Exeter a quien la rebeca de Marion le sentaba de maravilla. Cuando Eddie regresó a casa desde Long Island por segunda vez, su madre había regalado la rebeca de cachemira rosa.

Fue una suerte para él que su madre no encontrara nunca la camisola lila y las bragas a juego, que Eddie tenía escondidas en un cajón junto con los suspensorios para practicar atletismo y los pantalones cortos con los que jugaba al squash. Es dudoso que Dot O'Hare hubiera felicitado a su hijo por ser tan «considerado» al comprarle a la señora Cole unas prendas interiores tan insinuantes.

Aquel sábado de agosto de 1958, en el muelle de New London, Minty percibió en la firmeza del abrazo de Eddie algo que le persuadió de que podía darle las llaves del coche. No hubo ninguna mención de que el tráfico que les esperaba era «distinto del tráfico de Exeter». Minty carecía de motivos de preocupación, pues veía que Eddie había madurado. («¡Cómo ha crecido, Joe!», susurró Dot a su marido.)

Minty había aparcado el coche a cierta distancia del muelle, cerca de la estación de ferrocarril. Tras una pequeña discusión entre Minty y Dot, sobre cuál de ellos se sentaría al lado del muchacho como «copiloto» durante el largo trayecto hasta su casa, los padres de Eddie se acomodaron en el vehículo con tanta confianza como si fuesen niños. Era indudable que Eddie manejaba el timón.

Sólo cuando abandonaban el aparcamiento de la estación de ferrocarril, Eddie reparó en el Mercedes rojo tomate de Marion, estacionado a escasa distancia del andén. Probablemente ya había enviado las llaves por correo a su abogado, quien repetiría a Ted la lista de exigencias de Marion.

Así pues, quizá no se había ido a Nueva York. Esta posibilidad no supuso para Eddie más que una ligera sorpresa. Y si Marion había dejado su coche en la estación de ferrocarril de New London, ello no significaba necesariamente que hubiese regresado a Nueva Inglaterra, sino que podría haberse encaminado al norte. (Tal vez a Montreal. Eddie sabía que Marion hablaba francés.)

Pero ¿en qué pensaba ahora aquella mujer?, se preguntó Eddie a propósito de Marion; y lo mismo se preguntaría durante treinta y siete años. ¿Qué estaba haciendo? ¿Adónde había ido?

Eddie a los cuarenta y ocho años

Un lluvioso atardecer de septiembre, Eddie O'Hare estaba de pie, muy erguido, ante el mostrador del bar del Club Atlético de Nueva York. Tenía cuarenta y ocho años, y en el cabello antes castaño oscuro se veían muchas hebras de un gris plateado. Como trataba de leer de pie, un mechón de pelo le caía una y otra vez sobre un ojo. Se lo echaba hacia atrás, utilizando los largos dedos a modo de peine. Nunca llevaba un peine encima, y su cabello, crespo y siempre como si acabara de lavárselo, tenía un aspecto desordenado. En realidad, era el único detalle desordenado de su persona.

Eddie era alto y delgado, y tanto si estaba sentado como de pie, cuadraba los hombros de un modo nada natural y mantenía el cuerpo demasiado derecho, tenso, casi como si estuviera en posición de firmes. Padecía de dolor crónico en la zona lumbar. Acababa de perder tres juegos de squash con un hombrecillo calvo llamado Jimmy. Nunca se acordaba de su apellido. Jimmy estaba jubilado (se rumoreaba que era setentón) y pasaba todas las tardes en el Club Atlético de Nueva York, esperando la ocasión de hacer algún partido con jugadores más jóvenes cuyos contrincantes les habían dejado plantados.

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