—Dile que Nora no es todo lo buena chica que debiera ser.
Los labios de Micky se curvaron en una semisonrisa.
—¿Sólo eso?
—Puedes adornarlo un poco, si lo deseas.
—¿Debo darle a entender que lo sé, digamos, por propia experiencia?
Aquella conversación transgredía los límites de lo propiamente honesto, pero la idea de Micky era buena, y Augusta asintió con la cabeza.
—Mejor que mejor.
—¿Sabe lo que hará el conde? -preguntó Micky.
—Confío en que le haga a la chica una proposición deshonesta.
—Si es eso lo que quiere…
—Sí.
Micky asintió.
—Soy su esclavo, tanto en esto como en todo.
Augusta desechó el cumplido con un impaciente movimiento de la mano: estaba demasiado tensa para escuchar ocurrentes galanterías. Buscó a Nora con la mirada y la vio contemplando, entre la maravilla y el desconcierto, la lujosa decoración y los extravagantes disfraces: la joven no había visto nada igual en su vida. Tenía la guardia baja. Sin más reflexión, Augusta se abrió paso entre la muchedumbre hasta llegar junto a Nora.
Le habló al oído:
—Un consejo.
—Se lo agradeceré mucho, seguro -dijo Nora.
Era harto posible que Hugh hubiese hecho a Nora un malévolo relato del carácter de Augusta, pero la muchacha no manifestó la más leve sombra de hostilidad, dicho sea en su favor. Parecía no haberse formado opinión alguna respecto a Augusta, y en su recibimiento no hubo ni calor ni frialdad.
—Te he visto hablar con el conde De Tokoly -dijo Augusta.
—Un viejo verde -se apresuró a calificar Nora.
Augusta hizo una mueca ante la vulgaridad de Nora, pero continuó:
—Ten cuidado con él, si estimas tu reputación.
—¿Que tenga cuidado? -se extrañó Nora-. ¿Qué quiere usted decir exactamente?
—Que seas cortés, naturalmente… pero pase lo que pase, no le permitas que se tome ninguna libertad. El menor estímulo que se le insinúe es suficiente para que se lance, y si no se le frena inmediatamente, puede convertirse en un hombre muy molesto.
Nora inclinó la cabeza para indicar que comprendía el aviso.
—No se preocupe. Sé cómo tratar a los tipos de esa calaña.
Cerca, Hugh hablaba con el duque de Kingsbridge. Vio a Augusta, pareció recelar algo y fue a colocarse al lado de Nora. Pero Augusta ya había dicho todo lo que necesitaba decir, de modo que se retiró y se dedicó a observar el desfile. Había cumplido su tarea: la semilla estaba plantada. Sólo faltaba esperar con ansiedad y confiar en que sucediese lo mejor.
En aquel momento pasaban por delante del príncipe algunos miembros de la Marlborough Set, entre los que figuraban el duque y la duquesa de Kingsbridge, así como Solly y Maisie Greenbourne. Iban disfrazados de soberanos orientales:
sha, bajá, sultanas
, y en vez de inclinarse y hacer reverencias, se arrodillaron y prodigaron
zalemas
, lo que arrancó al corpulento príncipe una sonora carcajada y a la multitud una ovación. Augusta aborrecía a Maisie Greenbourne, pero en aquel momento casi ni se daba cuenta. Su cerebro estaba calculando las posibilidades de su plan. La intriga podía fallar por cien causas distintas: otra cara bonita podía cautivar a De Tokoly, Nora podía manejarlo con cierta gracia y sin problemas, Hugh podía permanecer demasiado cerca de su esposa para que De Tokoly intentara algo ofensivo… Pero con un poco de suerte, el drama que había urdido tal vez funcionase… en cuyo caso se iba a armar un alboroto serio.
La procesión tocaba ya a su fin cuando, con enorme desaliento, Augusta vio el rostro de David Middleton, el cual se abría paso entre la gente, hacia ella.
Le había visto seis años atrás, cuando fue a interrogarla acerca de la muerte del hermano de David, Peter, en el Colegio Windfield, y ella le comunicó que los dos testigos, Hugh Pilaster y Antonio Silva, se habían ido al extranjero. ¿Cómo era que un simple abogado había recibido una invitación para aquel gran acontecimiento social? Augusta recordó vagamente que David Middleton era pariente lejano del duque de Tenbigh. Difícilmente hubiera podido ella preverlo. Era un desastre en potencia. «¡No puedo estar en todo!», se dijo.
Observó con horror que Middleton se iba derecho a Hugh.
Augusta se acercó, bordeando la aglomeración. Oyó decir a Middleton:
—Hola, Pilaster, me enteré de tu regreso a Inglaterra. ¿Te acuerdas de mí? Soy hermano de Peter Middleton.
Augusta se colocó de espaldas para que Middleton no reparase en ella y aguzó el oído para captar la conversación por encima del zumbido de las voces que le rodeaban. -Recuerdo que… estuviste en la audiencia -dijo Hugh-.
Permite que te presente a mi esposa.
—¿Cómo está usted, señora Pilaster? -dijo Middleton a la ligera, y proyectó de nuevo su atención sobre Hugh-. Aquel interrogatorio no me dejó satisfecho, ¿sabes?
Augusta se quedó helada. Middleton tenía que estar absolutamente obsesionado para plantear un tema tan inadecuado en mitad de un baile de disfraces. Era insoportable. ¿Es que el pobre Teddy nunca iba a verse libre de aquella antigua sospecha?
No entendió la respuesta de Hugh, pero el tono le pareció reservadamente neutro.
Middleton elevó un poco la voz y a los oídos de Augusta llegaron con nitidez sus palabras.
Debes saber que nadie, en todo el colegio, creyó la versión de Edward acerca de sus esfuerzos para salvar a mi hermano de morir ahogado.
Augusta estaba tensa y temerosa de lo que Hugh pudiera decir, pero éste continuó mostrándose circunspecto y contestó algo acerca de que aquello había sucedido hacía mucho tiempo.
De pronto, Micky se colocó junto a Augusta. El rostro de Micky era una máscara de cortesía relajada, pero Augusta observó la rigidez de sus hombros y comprendió que Micky tenía los nervios de punta.
—¿Es ése el señor Middleton? -murmuró al oído de Augusta.
Ella inclinó la cabeza afirmativamente.
—Me pareció reconocerle.
—Calla, escucha -ordenó Augusta.
Middleton se había puesto ligeramente agresivo.
—Creo que sabes lo que ocurrió de verdad -su voz era desafiante.
—¿De veras crees eso? -el tono de Hugh se hizo más audible y menos amistoso.
—Perdóname por ser tan brusco, Pilaster. Era mi hermano. Llevo años preguntándome qué sucedió. ¿No crees que tengo derecho a saberlo?
Hubo una pausa. Augusta sabía que invocar a lo que se tenía o no derecho en el caso era la clase de llamamiento que conmovería al mojigato de Hugh. Deseó intervenir, acallarlos o cambiar de tema para que el grupo se disgregara, pero eso equivaldría a confesar que ella tenía algo que ocultar; así que permaneció allí quieta, impotente y aterrada, inmóvil como si hubiese echado raíces en el suelo, mientras aguzaba el oído para escuchar por encima del murmullo de la gente.
—No vi morir a Peter -repuso Hugh por último-. No puedo decirte qué sucedió. No lo sé con certeza, y las conjeturas podrían conducir a error.
—Eso significa que sospechas algo, ¿verdad? ¿Supones cómo sucedió?
—En un caso de estas características no hay sitio para las suposiciones. Sería una irresponsabilidad. Quieres conocer la verdad, dices. Yo estoy a favor de eso. Si yo supiese la verdad, consideraría mi deber contártela. Pero no la conozco.
—Creo que estás protegiendo a tu primo. Hugh se sintió ofendido.
—Maldita sea, Middleton, eso es demasiado fuerte. Tienes perfecto derecho a estar enojado, pero no a arrojar dudas sobre mi sinceridad.
—Bueno, alguien está mintiendo -dijo Middleton con toda rudeza, y se marchó.
Augusta volvió a respirar. El alivio puso debilidad en sus piernas, se le doblaron las rodillas y, subrepticiamente, se inclinó sobre Micky en busca de apoyo. Los preciosos principios de Hugh habían actuado a su favor. Hugh sospechaba que Edward había contribuido a provocar la muerte de Peter, pero no lo diría, porque sólo se trataba de una sospecha. Y ahora Middleton había provocado a Hugh. Todo caballero tenía a gala, y era eso lo que le distinguía, no pronunciar jamás una mentira, y para un joven como Hugh, sugerir que acaso no estuviese diciendo la verdad era un insulto grave. No resultaba probable que Middleton y Hugh volvieran a dirigirse la palabra.
La crisis había estallado súbitamente, como una tormenta de verano, dando a Augusta un susto de muerte; pero se desvaneció con idéntica celeridad, dejándola un poco sacudida, pero sana y salva.
Concluyó el desfile. La orquesta atacó una cuadrilla. El príncipe condujo a la princesa a la pista y el duque tomó a la princesa para iniciar el primer grupo de cuatro. Otros grupos se sumaron de inmediato al baile. Fue un baile más bien sosegado, probablemente porque casi todo el mundo vestía disfraces pesadísimos y tocados incómodos.
Puede que el señor Middleton haya dejado de ser un peligro para nosotros -le dijo Augusta a Micky.
Sí, si Hugh continúa manteniendo la boca cerrada. y mientras tu amigo Silva siga en Córdoba.
A medida que pasan los años, su familia va teniendo menos influencia. No espero volver a verle otra vez por Europa.
—Estupendo. -La mente de Augusta se centró de nuevo en la intriga que llevaba entre manos-. ¿Hablaste con De Tokoly?
—Sí.
—Muy bien.
—Espero que sepa usted lo que hace.
Augusta le disparó una mirada de reproche.
—Estúpido de mí -dijo Micky-. Usted siempre sabe lo que hace.
La segunda pieza era un vals y Micky preguntó a Augusta si le concedía el honor. En la época en que Augusta era joven, el vals se consideraba indecente, porque las parejas bailaban demasiado juntas y el hombre siempre tenía su brazo alrededor de la cintura de la mujer. Pero ahora hasta lo bailaban los miembros de la realeza.
En cuanto Micky la tomó en sus brazos, Augusta se sintió transfigurada. Fue como regresar a los diecisiete años y estar bailando con Strang. Cuando bailaba, Strang pensaba ante todo en su pareja, no en sus pies, y Micky poseía la misma cualidad. Lograba que Augusta se sintiera joven, bonita y despreocupada. La mujer tuvo conciencia de la suavidad de las manos de Micky, del masculino olor a tabaco y aceite de macasar, y del calor de su cuerpo al estrecharla entre sus brazos. Experimentó un destello de envidia hacia Rachel, que compartía el lecho con Micky. Evocó momentáneamente la escena en el cuarto del viejo Seth, seis años antes, pero le pareció irreal, como un sueño que tuvo una vez, y no llegaba a creer del todo que aquello hubiese ocurrido de veras.
Algunas mujeres en su situación tendrían una aventura extramatrimonial clandestina, pero aunque a veces Augusta soñaba despierta con secretos encuentros con Micky, lo cierto es que no se sentía capaz de unas relaciones a escondidas, con citas fugaces en callejones y esquinas, abrazos furtivos, evasiones y excusas. Además, tales líos amorosos a menudo acababan por descubrirse. A ella le parecía más aceptable abandonar a Joseph y fugarse con Micky. Él se mostraría dispuesto. De un modo u otro, estaría dispuesto si ella se proponía que lo estuviese. Pero cada vez que jugueteaba con aquel sueño, hacía recuento de todas las cosas a las que tendría que renunciar: las tres casas, el coche, la asignación para vestidos, la posición social, la asistencia a fiestas y bailes como aquel en el que se encontraba. Strang podía haberle proporcionado todo eso, pero Micky sólo podía ofrecerle su seductora persona, lo cual no era suficiente.
—Mire allí -indicó Micky.
Augusta siguió la dirección que señalaba el movimiento de cabeza de Micky y vio a Nora bailando con el conde De Tokoly. Se puso tensa.
—Acerquémonos a ellos -dijo.
No era fácil, porque el grupo real se encontraba en aquella esquina y todo el mundo se esforzaba por aproximarse a ellos; pero Micky condujo hábilmente a Augusta a través del gentío hasta llegar cerca de ellos.
El vals continuaba, repitiendo ilimitadamente su manido compás. Por el momento, Nora y el conde parecían bailar como cualquier otra pareja. El hombre pronunciaba de vez en cuando un comentario en voz baja, y ella asentía y sonreía. Tal vez el conde la llevaba demasiado cerca de sí, pero no lo suficiente como para que se notara. Mientras la orquesta seguía tocando, Augusta se preguntó si no habría juzgado mal a las dos víctimas. La preocupación tensó sus nervios y eso la hizo bailar deficientemente.
El vals ascendía hacia su culminación, Augusta continuó observando a la pareja. De pronto, se produjo un cambio. En la cara de Nora apareció un gesto de helada consternación: el conde debió de decir algo que no le había gustado. Las esperanzas de Augusta remontaron el vuelo. Pero en seguida quedó claro que lo que el hombre dijo no fue lo bastante ofensivo como para que Nora organizase una escena, y siguieron bailando.
Augusta estaba a punto de abandonar todas sus ilusiones, y el vals desgranaba sus últimos compases, cuando llegó el estallido.
Augusta fue la única persona que lo vio empezar. El conde acercó los labios al oído de Nora, hasta casi rozarle la oreja, y dijo algo. La muchacha se sonrojó, dejó bruscamente de bailar y apartó de sí al conde; nadie, salvo Augusta, observó aquello, porque la pieza estaba acabando. Sin embargo, el conde quiso seguir tentando la suerte y volvió a hablar, acompañando sus palabras con una de sus características sonrisas lascivas. En ese preciso instante, la música cesó, y en el momentáneo silencio que se produjo entonces, Nora propinó una bofetada al conde.
El chasquido resonó como un disparo de una punta a otra de la sala de baile. No se trataba del cortés cachete de una dama, creado para recurrir a él en los salones, sino de la clase de sopapo que disuadiría a un borracho sobón en una taberna. El conde salió despedido hacia atrás… y tropezó con el príncipe de Gales.
Surgió un apagado grito colectivo de asombro procedente de las gargantas de cuantos se hallaban alrededor. El príncipe se tambaleó y el duque de Tenbigh le sostuvo. En medio del horrorizado silencio, el acento cockney de Nora se elevó en el aire, fuerte y claro:
—¡No vuelva a acercarse a mí, repugnante viejo réprobo! Durante otro segundo formaron un cuadro estático: la mujer ultrajada, el conde humillado y el príncipe atónito.
El júbilo se apoderó de Augusta. ¡Había resultado… ! ¡Había salido mejor de lo que esperaba!
Hugh apareció entonces junto a Nora y la tomó del brazo; el conde se irguió en toda su estatura y se alejó todo lo majestuosamente que pudo, y un grupo cargado de nerviosismo se cerró protectoramente alrededor del príncipe y lo ocultó a la vista del público. Las conversaciones reventaron por todo el salón, resonantes como el fragor sordo de un trueno.